The game

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COMETAS

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COMETAS

Lo que queda de la verdad

En el campo abierto del Game, hay muchas cosas que parecen haberse vuelto impenetrables, y una de ellas es la verdad.

Dios mío, la verdad: hablamos de un perfil cierto de las cosas, una versión verificable de los hechos, un definición fidedigna de lo que pasa. Ya nos parecería bastante poder contar con esta forma, menor, de la verdad.

Pero no es así. En el Game parece que hay algo que vuelve la verdad de los hechos aún más huidiza de cuanto fue en el pasado. Además, si eliges un tablero de juego en el que la primera regla es el movimiento, luego no resultará nada fácil ser capaz de disponer de los hechos en ese estado de firmeza que parece necesario para fijarlos con una definición cierta. Si aceptas abrir el juego a un gran número de jugadores, el retrato cotidiano del mundo será la composición de tantos ángulos de visión que la nitidez de la imagen, al final, se resentirá notablemente. Si vas por el mundo al paso relámpago de la posexperiencia, tardarás poco en entender que, para ti, la verdad es una secuencia de fotogramas en la que cualquier fotograma, en sí mismo, no es ni verdadero ni falso.

Intentaré decirlo de la forma más simple posible: el Game es demasiado inestable, dinámico y abierto para ser un hábitat atractivo para un animal sedentario, lento y solemne como la verdad.

Tal vez un ejemplo pueda ayudar. Elijo uno que me hace reír bastante y que no incomoda cosas demasiado importantes. Una pequeña historieta ocurrida hace algunos años, en plena época del Game.

Era a principios de 2014 y una revista francesa reveló, con gran despliegue fotográfico, que el presidente François Hollande tenía una amante, joven y guapa. En esa época, la compañera oficial de Hollande era Valérie Trierweiler, una periodista: no se lo tomó nada bien. Cortó bruscamente la relación con el presidente y luego se puso a escribir. Un libro. Un libro para vengarse, quiero decir. Una despiadada, feroz y detallada relación de lo que podía ser la vida cotidiana con François Hollande. La publicación del libro se anunció para el 4 de septiembre del mismo año. Tratándose de una historia que había entretenido durante meses la curiosidad de todos los ciudadanos franceses, la expectación era elevadísima. Algunos avances habían permitido ver que Trierweiler cargaba duro. El título era sarcástico, y decía: Merci pour ce moment, «Gracias por este momento». Todo el mundo sabía que iba a ser un libro-basura.

Al final, llegó el famoso 4 de septiembre, y justo ese día el responsable de una hermosa librería independiente de Lorient (Bretaña) colgó en el escaparate un cartel donde se leía: «No tenemos el libro de Trierweiler...» Añadió una especie de emoticono, una carita sonriente. A través de las corrientes kársticas de las redes sociales, el cartel se hizo viral, y en poquísimo tiempo en los escaparates de otras librerías independientes francesas aparecieron carteles de este tipo: «No tenemos el libro de Trierweiler. Para compensar, tenemos a Balzac, Maupassant, Proust...» O bien esto: «Somos libreros, tenemos once mil libros, y no nos gusta ser el cubo de basura de Trierweiler y Hollande.» Lo creáis o no, en poquísimas horas un consistente movimiento de opinión se condensó alrededor de ese rechazo a vender ese libro. La única contraseña irónica que lo unía era: No gracias por este momento. Al cabo de unas horas llegaron las primeras declaraciones de solidaridad del extranjero. Para esta clase de cosas, el Game es rapidísimo.

Si queremos entender bien el asunto es necesario recordar que las librerías independientes llevaban ya varios años librando una durísima batalla contra Amazon, la gran distribución y las cadenas de megastore: tras meses en la esquina del cuadrilátero, iban cerrando una tras otra, víctimas de una manera u otra del Game. Con ellas parecía morir una determinada idea de librería, una determinada cultura del libro, una determinada civilización. Esto explica cómo una batalla en el fondo tan periférica como la librada contra un libro de chismorreo tan poco elegante podía asumir al mismo tiempo esa increíble relevancia simbólica. En resumen, tenían un cabreo de la hostia, y como a menudo sucede bastó un pequeño incidente para que estallara la revolución.

Mientras pasaba todo esto, el diario local de la Bretaña (Ouest-France) hizo lo que un diario local de la Bretaña tenía que hacer: envió a un periodista a entrevistar al librero de Lorient. El hombre que había desencadenado la rebelión. Imagino que tenían en la cabeza hacer de él un personaje, incluso un héroe, tal vez. Se llamaba Damjan Petrovic. El enviado le preguntó cómo se le había ocurrido la idea de colgar ese cartel. Y esto es lo que respondió:

«El hecho es que el libro de Trierweiler aún no me había llegado. Durante toda la mañana fue entrando gente para pedirlo, y en un momento dado me cansé de contestar y puse ese cartel en el escaparate.»

Puedo imaginarme la cara del periodista. En un último y conmovedor intento de recuperar la historia que lo había llevado hasta allí, le preguntó a Petrovic si él habría vendido el libro de Trierweiler, el día en que le hubiera llegado.

«Por supuesto, ¿por qué no?», contestó Petrovic angelical.

Mientras esto pasaba, y hasta en los días siguientes tras la publicación de esa entrevista, el movimiento No gracias por este momento siguió creciendo de forma exuberante, restituyendo a muchos libreros el orgullo de una identidad y, probablemente, la fuerza de resistir. Durante un largo momento, todos ellos se sintieron los héroes que, de hecho y en muchos sentidos, eran. El hecho de que todo hubiera nacido a partir de un malentendido a la mayoría le pareció un detalle divertido.

Ya que el Game guarda memoria de todo, ahora somos capaces de saber en qué instante preciso se puso en movimiento ese detalle divertido. Es una foto colgada en Twitter el 4 de septiembre. Se ve en ella el famoso cartel. Y luego hay un comentario de cinco palabras. Un vrai libraire à Lorient. «Un librero de verdad en Lorient.» El tuit pertenece a una persona cualquiera, alguien que pasaba por allí.

Lo que esta graciosa anécdota nos enseña es que el Game es, en sí mismo, un terreno resbaladizo en el que los hechos se deslizan a lo grande, no siempre tomando direcciones previsibles. Ni siquiera es necesario que intervenga la mano de algún jugador poderoso para desviar la verdad, o incluso para inventársela: los hechos pueden ponerse en marcha por sí solos, empujados por corrientes subterráneas o minúsculos impulsos anónimos, y a partir de allí luego es difícil prever sus trayectorias y casi imposible modificarlas. Al final, la idea que uno se hace es que el Game está construido por un extraño material de baja densidad, que hace que resulte fácil y rápida la formación de verdad y su movimiento. En el pasado, para constituir una verdad o incluso solo para mover alguna parte de la misma, era necesario por así decirlo una fuerza muscular o una pericia ancestral: era de hecho un deporte reservado por lo general a un club de jugadores especiales. En el Game, en cambio, justamente a causa de esa baja densidad, desplazar la verdad parece estar al alcance de cualquiera; y producirla, un jueguecito de críos.

La cosa nos está poniendo –como es sabido– en dificultades.

Desde hace algo de tiempo, aunque solo sea para tener la ilusión de que gestionamos el asunto, utilizamos una categoría que nos aporta una gran satisfacción: la posverdad. La frase que hay que decir es: a estas alturas vivimos en la época de la posverdad. Traduzco. Nos hemos convencido de que el Game ha originado un mundo en el que la verdad de los hechos ya no es tan decisiva para formarse opiniones o tomar decisiones: por lo visto, hemos ido más allá, hemos sobrepasado los hechos, nos movemos a base de improvisadas convicciones fundadas en la nada, si no en noticias palmariamente falsas. La fuerza de penetración de semejantes convicciones la proporciona el hecho de que se presentan muy simples y elementales, compactas, como las que Descartes llamaba «ideas claras y diferenciadas». Muchas veces su fuerza también procede de una elaboración impecable y astutísima. En particular –se dice– florecen allí donde ha enraizado el resentimiento hacia las élites, hacia los expertos, hacia los clubes en los que antaño se construía la verdad. No dar peso a la verdad de los hechos acaba siendo un modo de ponerlos fuera de juego: probablemente es la coda de una rebelión iniciada mucho tiempo atrás.

Ahora la pregunta que debemos hacernos sería la siguiente: ¿es una teoría válida? ¿Es esta de la posverdad, como digo, una teoría útil para entender las cosas?

Después de haber estudiado durante páginas y más páginas el Game, hay algo que podemos afirmar con tranquilidad: es una teoría demasiado elemental para explicar lo que está sucediendo. El Game no es tan simple ni infantil. En el Game no encontramos a los inteligentes que respetan los hechos y los malos que solo son capaces de razonamientos gastrointestinales. La idea de que una parte de la humanidad haya despegado gracias a la revolución digital hacia un irracionalismo ignorante y oscurantista, fácilmente manipulable, no resulta apta para explicar qué le ha pasado a la verdad, a los hechos, y a nuestra elaboración de los mismos: intentad hacer sushi con un hacha y obtendréis un éxito superior. Para explicarme bien, debo dar un paso atrás y empezar de nuevo con dos historias que sin duda alguna conocéis.

Como es sabido, el 5 de febrero de 2003 (en plena época de la colonización del Game) Colin Powell, en aquel entonces secretario de Estado americano, expuso ante las Naciones Unidas las pruebas de que en Irak el régimen de Saddam poseía y estaba desarrollando armas de destrucción masiva. Hizo un bonito número teatral, con un frasquito de ántrax: fue muy convincente. Un mes y medio después, Estados Unidos, con la fuerza proporcionada por las pruebas que crucificaban a Saddam, invadía Irak: empezaba una guerra que tendría incalculables consecuencias en el paisaje geopolítico del Oriente Medio: para ser más claros, tendría terribles consecuencias en la vida y la muerte de mucha gente. Por desgracia, hoy sabemos con certeza que las pruebas mostradas ese día por Colin Powell eran falsas, y lo eran de un modo más bien ridículo. Solo dos años después de esa hermosa representación en la ONU, el mismo Colin Powell admitió que ese discurso iba a ser una mancha en su carrera política. Afirmó que fue de buena fe y acusó a la CIA de haber construido deliberadamente esa patraña. Los de la CIA se lo tomaron como una felicitación.

Si queremos pasar a argumentos más frívolos, un ciclista llamado Lance Armstrong ganó, entre 1999 y 2005, siete ediciones del Tour de Francia, empresa que nunca antes había logrado nadie en la historia del ciclismo. Con anterioridad, Armstrong había sufrido un cáncer y el hecho de que después de haberlo derrotado hubiera vuelto a las carreras, convirtiéndose en el ciclista más grande de todos los tiempos, representó durante muchos años una fábula irresistible: enseñaba una fuerza y una fe en la vida que sin duda alguna ayudó a innumerables personas a despertarse por la mañana, fuera cual fuera la generosidad de su destino. Hay que añadir que el propio Armstrong se dedicó a fondo a convertirse en testimonio vivo de la lucha contra el cáncer, y en cierto sentido, en términos más generales, en un héroe que había aplastado, en nombre de todos, el mal y el miedo al mal. Por desgracia, hoy sabemos con certeza que Armstrong ganó sus siete Tour porque se dopaba, se dopaba como un loco, y lo hacía con determinada y habilísima obstinación. Naturalmente en aquellos años tuvo ocasión de negar innumerables veces, a pesar de saber la verdad, cualquier acusación. Con una desfachatez que incluso despierta admiración, no paró ni un momento de seguir con su carrera de héroe. Más tarde lo confesó todo, cuando las pruebas se hicieron aplastantes, en el plató televisivo de Oprah Winfrey.

Lo más interesante es que delante de dos desatinos como los que acabamos de recordar NO SE NOS PASÓ POR LA CABEZA HABLAR DE POSVERDAD. La expresión existía ya, alguien la había acuñado ya, pero evidentemente a la mayoría no les pareció útil para entender las cosas. Estaba ahí, al alcance de la mano, pero no sabíamos qué hacer con ella. A las de Bush y de Armstrong las llamábamos mentiras, y no nos habían parecido entonces tan diferentes de lo que pasaba desde hacía siglos. De momento la expresión posverdad se quedó en algún pliegue escondido del lenguaje colectivo. Allí se quedó dormitando hasta que, años más tarde, explotó literalmente, empujada a la superficie por dos curiosos acontecimientos: el Brexit y la elección de Trump. En ambos casos, la opinión pública más alineada con el relato dominante y la élite que había forjado ese relato y que gracias al mismo gobernaba, se hicieron repentinamente sensibles a la cantidad de trolas que flotaban en el ambiente alrededor de esas dos consultas políticas y a la enorme dificultad que habían encontrado para llamar de nuevo la atención de la gente acerca de los hechos, o al menos ACERCA DE LOS QUE ELLOS CONSIDERABAN QUE ERAN LOS HECHOS: no lograban creer que la gente hubiera votado de esa manera y estaban tan convencidos de que tenían razón que con gran rapidez anunciaron el advenimiento de un mundo en el que los hechos importaban más bien poco y las leyendas iban tomando la delantera. Extrañamente, ni se les pasó por la cabeza la idea de que el asunto también podía verse a la inversa: para un partidario del Brexit, por ejemplo, LOS HECHOS probablemente eran la vida de mierda que llevaba; y confiar en una entidad lejana e indescifrable como Europa, una irracional opción de las tripas. Pero no, la mayoría no tenía forma de verlo de esta manera: resultó ser más eficaz predicar el advenimiento de un cambio de época, el final de cierta civilización. «Ahora que vivimos en el época de la posverdad...»

Resumo: cuando creíamos en las mentiras de Bush y Armstrong era todo más o menos regular; cuando alguien empezó a decir que Obama había nacido en Kenia y no en Estados Unidos, nos deslizamos hacia la era del desprecio a los hechos y de las elecciones hechas con las tripas.

Siendo brutales, podríamos decirlo del siguiente modo: POSVERDAD es el nombre que nosotros, la élite, damos a las mentiras cuando quienes las dicen no somos nosotros, sino otros. En otros tiempos las llamábamos HEREJÍAS.

Pero no es necesario ser tan brutales, y por tanto me ciño a una enunciación más serena: está claro que la teoría de la posverdad es producto de una élite intelectual asustada, consciente de no controlar ya la producción cotidiana de verdad. Revela una lúcida inteligencia allí donde se registra cierta desafección entre deseo de verdad y conocimiento de los hechos: pero luego lo atribuye a la deriva irracionalista generada por el Game y en ese momento renuncia a entender. En cierto modo aún persigue una idea del siglo XX, estática, de VERDAD DE LOS HECHOS, sin entender que EL JUEGO ES DEMASIADO FLUIDO PARA PODER PERMITÍRSELA Y ESTÁ DEMASIADO AVANZADO PARA PODER CONTENTARSE CON ELLA. Tanto es así que en tiempos tan rápidos SE HA PROCURADO SU PROPIO MODELO DE VERDAD. Uno adecuado a sus propias reglas. Lo ha hecho interviniendo en un punto exacto, que ahora no se me ocurre otra forma de definir que no sea esta: ha intervenido en el diseño. Casi diría que el Game HA MODIFICADO EL DISEÑO DE LA VERDAD. No la ha extraviado, no ha cambiado su función, no la ha movido del lugar en el que estaba, es decir, en el centro del mundo: lo que ha hecho ha sido darle un nuevo diseño. No tenéis que pensar en un detalle estético, tomad el término diseño en su acepción más elevada. El Game ha actuado sobre el diseño interno, lógico, funcional de la verdad. Le ha hecho a la verdad lo que Jobs le hizo al teléfono, por decirlo de algún modo.

Y para intentar convenceros, debo remontarme a un objeto que pensaba que había desaparecido para siempre. Y por lo visto no es así.

El extraño e instructivo caso de las ventas del vinilo

El vinilo es un disco de PVC que durante años (desde la posguerra a los años setenta) representó la forma más difundida de escuchar música en casa. Existían dos formatos: 33 y 45 revoluciones. En los años setenta empezó a retroceder ante la llegada de un pequeño objeto que en esa época pareció revolucionario: el casete. No solo resultaba penoso ese nombre: el objeto tampoco era ninguna broma. De todas maneras, era más barato, podía llevarse en el bolsillo y era posible grabar en él las canciones que a uno le gustaban, algo parecido a hacerse una playlist en Spotify o iTunes en la actualidad. [Abro paréntesis: sería necesario que en las escuelas se organizara esta prueba: por un lado los que se graban casetes con sus canciones favoritas y por el otro los que se hacen playlists en Spotify. Al final de la comparación, el primero que todavía se permita poner en duda la revolución digital será castigado de modo muy severo.] Como iba diciendo, a finales de los años ochenta llegó el CD y puso de acuerdo a todo el mundo: digital, preciso, rápido, bendito. Tenía un defecto: costaba demasiado. De hecho, se soportó el tiempo justo hasta la invención de algo mejor. Para esa ocasión hicimos las cosas a lo grande, inventando el formato MP3: la música venía almacenada en formato digital en contenedores que podríamos llamar archivos comprimidos: todavía más inmateriales, volátiles, invisibles que los utilizados por el CD. Peso mínimo, velocidad máxima. Desde los cuentos de hadas no se veía algo semejante. Sin ocupar ningún espacio y pudiendo recuperarlo en un tiempo mínimo en cualquiera de nuestros dispositivos, se han convertido en nuestro modo de escuchar música. Tienen un defecto: la calidad del sonido es menor que la ofrecida por la música almacenada analógicamente, pero eso no le importa lo más mínimo a nadie. Estamos, además, en un mundo que si debe renunciar a un poco de calidad o de poesía para ganar cierta velocidad, lo hace de buena gana. Todos nosotros somos hijos de la olla a presión.

¿Dónde me había quedado? Ah, sí. El vinilo. Obviamente, con la llegada del MP3, el vinilo estaba condenado. Hasta el punto de que dejaron de fabricarlo. Quedó algún pequeño artesano, resistiendo en su tienda: como los que hacen zapatos a mano. Que los hay, por Dios. Pero la verdad es que el vinilo estaba muerto. Amén.

Más tarde, en un momento dado, aparece esta noticia: EL VOLUMEN DE VENTAS DEL VINILO, EN 2016, HA SUPERADO AL DE LA MÚSICA DIGITAL.

Boom.

La noticia apareció de verdad, ¿vale?, había titulares en los periódicos. Probablemente también vosotros os acordáis, se hablaba de ello hasta en los bares, cada tanto, o en las cenas...

Como comprenderéis, ante una noticia semejante alguien como yo coge el teléfono, deja a los niños con los vecinos, saca las cervezas de la nevera y se pone a estudiar. A mí me produce el mismo efecto que a vosotros os produce la nueva temporada de vuestra serie favorita de televisión. [No sé qué es peor, sinceramente.]

Así que me puse a estudiar, desempaqueté la noticia y he aquí algunas cositas con las que me topé dentro de la misma.

Que se sepa, solo durante una semana (en Navidades), y solo en el Reino Unido, y solo en 2016, el volumen de ventas del vinilo superó de verdad al de las descargas digitales. En Estados Unidos, el año anterior, había pasado algo vagamente similar, pero no comparable: el volumen de ventas de vinilo había superado al de los servicios gratuitos de descarga que solo ganan en publicidad (es decir: YouTube o Spotify Free). Pero si calculamos también las descargas de pago (poco, pero se pagan), cambia la historia: el dinero que mueve el vinilo es una décima parte. Puede resultar útil una visión de conjunto: ateniéndose a los hechos, y permaneciendo en el mercado de Estados Unidos en 2016, si se contabiliza todo el dinero gastado para escuchar música reproducida, la parte del vinilo representa el 6%, mientras que la de las descargas digitales está por encima del 60%. Estamos lejísimos de un posible adelantamiento.

Y hasta aquí solo estamos hablando de dinero. Dado que los clics para escuchar un álbum entero en Spotify suponen un coste ridículo y un LP en vinilo está sobre los quince euros, está claro que, si contáramos las horas de audición, es decir, la verdadera presencia del vinilo en la vida de la gente, el fenómeno se evaporaría posteriormente. Añádase esta fantástica estadística, amablemente ofrecida por la BBC (gente que se levanta por la mañana para estudiar cómo se mueve el dinero, que Dios los bendiga): la mitad de los que compran un vinilo luego se va para casa y no lo escucha. Vuelves un mes más tarde y aún no lo han escuchado. Hermosas criaturas (un 7 % de ellos ni siquiera tiene tocadiscos).

Dicho esto, en cualquier caso hay que constatar que el fenómeno sigue ahí, real y sorprendente. Hace diez años que el número de vinilos que se venden en el mundo aumenta año tras año: este año se prevé que se venderán, en el planeta Tierra, unos cuarenta millones. Es un número que causa impresión, considerando que un vinilo es caro, pesado, cuesta mucho tiempo elaborarlo, se ensucia, se estropea, ocupa espacio y cada treinta minutos hay que darle la vuelta. Pero naturalmente también se trata de un número que hay que desempaquetar y leer de forma correcta: cuarenta millones era el número de vinilos que se vendieron en 1991, más o menos el año en el que se tomó la decisión de que aquello había terminado y que para seguir haciendo vinilos había que estar locos. Cuando el vinilo se vendía realmente (tomemos 1981, un año antes de Pablito Rossi y del Mundial de España) se vendían MIL MILLONES de discos en PVC.

Cuarenta millones. Mil millones.

Voilà.

Y ahora volvamos a la noticia de la que partíamos. EL VOLUMEN DE VENTAS DEL VINILO, EN 2016, HA SUPERADO AL DE LA MÚSICA DIGITAL. Y ahora no cometáis el error de sonreír desdeñosamente, con aire de superioridad, liquidándola como la típica trola (fake news) mientras invocáis la era de la posverdad. No es tan sencillo, por suerte. Se trata, en realidad, de la que vamos a llamar una VERDAD-RÁPIDA: una pequeña máquina comunicativa muy sofisticada y muy extendida, de una eficacia incomparable. Una brillante creación del Game. ¿Puedo explicar cómo está hecha?

La ingeniosa máquina de la verdad-rápida

La verdad-rápida es una verdad que para subir a la superficie del mundo –es decir, para hacerse inteligible a la mayoría y para ser captada por la atención de la gente– se rediseña de forma aerodinámica, perdiendo por el camino exactitud y precisión, pero ganando sin embargo en síntesis y velocidad. Digamos que sigue perdiendo en exactitud y precisión hasta que juzga que ha obtenido la síntesis y la velocidad suficientes para alcanzar la superficie del mundo: cuando las ha obtenido, se detiene: nunca derrocharía ni un solo gramo de exactitud más de lo necesario. En cierto sentido, cabe imaginarla como un animal que compite con muchos otros por la supervivencia: cada mañana se despiertan muchas verdades y todas ellas tienen el único objetivo de sobrevivir, es decir, de ser conocidas, de alcanzar la superficie del mundo: la que sobreviva no será la verdad más exacta y precisa, sino la que viaja más rápido, la que alcanza antes la superficie del mundo.

Tomemos el ejemplo del vinilo. EL VOLUMEN DE VENTAS DEL VINILO, EN 2016, HA SUPERADO AL DE LA MÚSICA DIGITAL. Asumid esta frase como el producto final de un viaje muy largo e intentad remontar hasta el punto donde este viaje se ha puesto en movimiento. Si lo hacéis, encontraréis algo verdadero: contra toda lógica, en los años pasados se han vendido, en el planeta Tierra, decenas de millones de discos en vinilo. Es una verdad curiosa y tiene el aspecto de enseñarnos algo útil.

Se despierta una mañana y se echa a correr. Durante cierto tiempo no encuentra el atajo para subir a la superficie, y por tanto nadie la percibe (hace diez años que el vinilo aumenta con regularidad sus ventas, pero nunca se había hablado del tema). Entonces, de repente, encuentra un paso: una pequeña semana en la que en Inglaterra se dio la circunstancia de que el vinilo aumentó el volumen de sus ventas por encima de las descargas. El animalito se lanza de cabeza. La aceleración es fruto del hecho de que la verdad de la que hemos partido encuentra una estructura aerodinámica fantástica, se pone, por así decirlo, en posición oval: asume la forma de un duelo, vinilo contra descarga, analógico contra digital, Viejo Mundo contra Nuevo Mundo. Los duelos siempre atraen la atención, simplifican las cosas y resultan rápidos de entender. Lo que puede resumirse en un duelo tendrá una vida fácil en la lucha cotidiana por la vida. «Aquiles contra Héctor» no pierde desde hace milenios. Perfecto.

Pero no basta. ¿Cuántas probabilidades de sobrevivir tiene la noticia de que durante una semana, en el Reino Unido, el vinilo se ha cepillado en un duelo a las descargas gratuitas en las plataformas de música digital? Escasas. Para ser memorable, un duelo no solo debe tener los protagonistas apropiados (dos héroes), sino también desarrollarse en el lugar adecuado (main street) y celebrarse a la hora en la que todo el mundo pueda verlos. Por tanto, desgraciadamente sigue siendo necesario un poco de trabajo de restyling, hay que resignarse a abandonar algo en el mar, a perder una pequeña parte de exactitud: resulta ineludible dejar caer ese «durante una semana», y, si todavía no resulta suficiente, ese «en el Reino Unido». Hacedlo, no discutáis. Temo que aún tengamos que sobrevolar un poco sobre la indeterminación del concepto «música digital». Sobrevolad. Vale. Buen trabajo.

EL VOLUMEN DE VENTAS DEL VINILO, EN 2016, HA SUPERADO AL DE LA MÚSICA DIGITAL.

Voilà. Noticia a toda página, misión cumplida.

Preguntarse a estas alturas si la noticia es verdadera o falsa no es, quizá, ninguna tontería, pero seguro que no corre prisa, ni es tan decisivo. Porque esa noticia, en cualquier caso, lleva en sus tripas una verdad, y precisamente gracias a su inexactitud ha llevado hasta la superficie del mundo algo muy importante: la constatación de un extraño contramovimiento que encauza nuestro rectilíneo camino hacia el futuro. Como una aparente e imprevisible regurgitación de pasado. No es exactamente un fenómeno estéril, y haber sido capaces de constatarlo enriquece sin duda nuestra lectura del mundo. ¿Que lo ha generado una noticia imprecisa y, en el fondo, tan poco importante? No tengo una respuesta segura, pero, mientras la busco, empiezo a darme cuenta de que esa noticia (inexacta) no solo ha desenterrado una verdad digna de ser señalada, sino que ha liberado otras, más pequeñas, que nunca habrían merecido mi atención y que solo ahora, a la luz de esa verdad-rápida, asumen su visibilidad y significado: descubro que no solo las ventas del vinilo aumentan con regularidad desde hace años, sino también las de las plumas estilográficas, las máquinas de escribir y, mucho más importante, el libro de papel [dentro de poco, me temo, volverán a estar de moda el papel carbón y las pantuflas]: en sus tripas, esa noticia lleva esas verdades, y las hace visibles de una vez por todas, se las lleva tras de sí hasta la superficie del mundo poniéndolas bajo la luz de los reflectores de nuestra atención. Me doy cuenta entonces de que se está formando una especie de amasijo de hechos, una constelación, que reconduce todos esos fenómenos hacia una figura más general, que ahora resulta reconocible con facilidad, a la que llamaría «Venta de tecnologías obsoletas pero vagamente poéticas»: su aparición todavía empuja a más gente a entrar en una órbita de curiosidad hacia ese particular segmento del mercado (que con toda probabilidad había olvidado anteriormente) y a acercarse al pensamiento de una compra, lo que de manera inevitable generará un renovado interés de los fabricantes, que aumentarán su producción, multiplicando la oferta y estimulando la demanda. Dinero, trabajo, hechos. Lo que no era verdaderamente verdad, tiene algunas posibilidades de llegar a serlo en el futuro.

Es impresionante cómo una inexactitud puede generar tanto sentido y tanta realidad: pero lo hace.

Si os sentís tentados de negar con la cabeza y pensar dónde hemos acabado, o peor aún, de atribuir a nuestra nueva civilización esta perversión de generar realidad a partir de verdades inexactas, debo remitirme a los hechos y recordaros que la verdad-rápida no es una invención de la era digital, y ni siquiera de la modernidad. Es un artefacto muy antiguo, que desde hace mucho tiempo se construía y se manipulaba con gran habilidad. Pongo un ejemplo: Aquiles. El de la Ilíada. Se transmitió como un semidiós: su padre era un hombre y su madre una diosa.

Verdad-rápida.

Es difícil decir ahora si los griegos del siglo VIII a. C. creían de verdad que Aquiles había nacido de la cópula entre un hombre y una diosa, pero es razonable aventurar que no se planteaban demasiado el problema porque en la expresión, imprecisa, semidiós, transmitían algo que para ellos era absolutamente verdadero, y era que en Aquiles podía constatarse una fuerza, una violencia, una locura y una invulnerabilidad que no sabían explicar, que no volvían a encontrar en el destino de los seres humanos, y en las que vislumbraban el inquietante misterio de una inhumanidad posible e invencible.

Se dirá que aquello eran leyendas, mitos, poesía. Pero no es tan correcto: en esa época, esa era la forma de información, los medios de comunicación eran los poemas homéricos, la Ilíada era una enciclopedia que sintetizaba todo el conocimiento de los griegos. Era su modo de transmitir la verdad. En cualquier caso, la fórmula del semidiós volvéis a encontrarla sin esfuerzo cuando los mitos y las leyendas fueron sustituidos definitivamente por la Historia: de Alejandro Magno en adelante, cualquier aspirante a dueño del mundo ha debido presentarse como descendiente, si no hijo, de un dios. Julio César no era ni el protagonista de ninguna ficción, ni la visión de un poeta: a pesar de ello, descendía de Venus, y no perdía ocasión de recordarlo. Nadie se lo habría discutido. ¿Eran todos ellos idiotas? No, se servían de la verdad-rápida para leer el mundo.

Así, controlamos la técnica de la verdad-rápida desde hace milenios y si me preguntáis entonces por qué aparece en cambio como reflejo de nuestra época, pareciendo casi una criatura suya, hacéis una pregunta fascinante cuya respuesta, si habéis leído este libro, ya conoceréis: porque el Game es de hecho el hábitat ideal para una idea semejante de la verdad y, por tanto, esa idea ha despegado en su seno después de milenios de somnolencia. Existía desde siempre, pero se veía obligada a maniobrar en sistemas de alta densidad, donde las noticias circulaban con lentitud, manejadas por unos pocos encargados de los trabajos. Corría, pero al ralentí. En el Game ha encontrado de repente su propio campo de competición perfecto. Baja densidad, infinitos jugadores, fricción reducida al mínimo, tiempos de reacción rapidísimos, innumerable número de recorridos. Una fiesta. Y, de hecho, la verdad-rápida se ha apoderado del centro del campo y ella misma ha fermentado, con su fuerza, sus potencialidades, su estatura. Si durante todo el siglo XX había parecido por regla general una peligrosa caricatura de la verdad verdadera –la basada en la permanencia, en la inmovilidad, en la definición– en el Game se ha tomado la revancha demostrando que en su andadura un tanto demencial, que viene de la nada y que nunca termina, acababa pescando al arrastre una buena porción del mundo. TENÍA UN DISEÑO ADECUADO PARA CAPTURAR Y PRODUCIR AMPLIAS SECCIONES DE MUNDO. Este es un aspecto que hay que entender bien, el de la fuerza de la verdad-rápida: concededme unos minutos de concentración y volved conmigo a la historia esa del vinilo.

Habíamos llegado al punto en que una especie de verdad inexacta (el vinilo vende más que la música digital) expresaba otra exacta (hay un curioso, masivo y creciente retorno a tecnologías obsoletas, pero portadoras de alguna poesía). Bien: no os lo toméis como un punto de llegada, porque no lo es. Esa verdad-rápida ha recorrido ya una buena parte del camino, pero la cosa no ha terminado ahí. Lo mejor aún está por llegar y llega cuando esa verdad-rápida enfila el descenso de las interpretaciones. Es un momento bellísimo, es pura ebriedad de la velocidad. Lo que pasa es que, dada esa verdad-rápida, existen al menos dos maneras de leerla:

1. la gente se están rebelando contra la tecnología y están retrocediendo hacia el pasado;

2. la gente ya es tan feliz ante su avance tecnológico que puede permitirse el lujo de recuperar enseres del pasado y juguetear con ellos, porque ya no son el enemigo: es como tener una pitón domesticada en casa, que es ya un animal inofensivo.

Lo que ocurre entonces es que nuestra pequeña verdad-rápida –que tanto camino había recorrido ya– se divide en dos y enfila dos descensos opuestos que la llevarán, el primero, a las revistas en las que se habla de cerámica, o de excursiones por la montaña, o de yoga; y el segundo a Wired. En ambos ecosistemas seguirá rodando, gracias al magma de baja densidad del Game, entrando en resonancia con otras verdades-rápidas llegadas hasta allí y formando con ellas una especie de inercia pesada que a largo plazo producirá una red de hechos verificables: mientras, por un lado, hará que sea sensato abrir una lechería que solo hace quesos como antaño, por otro generará el tipo de emprendedor capaz de abrir tiendas que son una referencia a las viejas lecherías y en las que solo puede pagarse con tarjetas prepago.

Así, si ahora volvéis la vista atrás, hacia esa inocente semana navideña londinense en la que empezó todo, y remontáis el viaje de nuestra verdad-rápida hasta la lechería de alta tecnología (o al queso de fundir), os podéis hacer una idea de hasta qué punto el mundo es capaz de crear/habitar/definir semejante modelo de verdad. Y empezáis a respetarlo, y estudiarlo. Inmediatamente reconoceréis en él unos caracteres, un diseño característico: es un viaje y no una meta, una figura que se despliega en el tiempo y no un jeroglífico estable, una secuencia en la que cada paso es frágil, pero el diseño de conjunto, fuerte. En este tipo de diseño encontraréis de nuevo los perfiles de otras mil cosas que os rodean, y quizá también de vuestro andar cotidiano. La misma posexperiencia tiene ese diseño. Nuestro andar por la Web tiene ese diseño. Se ve la marca del Game en ese diseño.

Os inclinaréis, entonces, con renovada curiosidad y creciente respeto, sobre esa maquinita sofisticada: y seguro que no dejaréis de notar hasta qué punto os fascina, en un modelo semejante de verdad, el hecho de que empiece con una inexactitud, con una media verdad. Os sorprende su habilidad a la hora de convertir esa pérdida inicial en una ventaja estratégica: el sacrificio de la precisión genera ligereza, velocidad, agilidad, eficacia, si os parece, hasta belleza. Movimiento, difusión, existencia. Arriesgado, pensaréis, asustándoos. Por supuesto. Pero lo pensaréis mientras de manera simultánea os estaréis dando cuenta de que conocéis ese esquema: es el que gobierna todas las herramientas digitales, es la historia del MP3, menos sonidos pero más transportables, es la historia del paso a lo digital, un ápice de imprecisión a cambio de una inmensa agilidad. Es la historia de la superficialidad en lugar de la profundidad. Es la forma del Game.

Así, paso a paso, llegaréis a admitir que delante de los ojos tenéis una pequeña máquina muy sofisticada, extremamente coherente con vuestro modo de estar en el mundo, y fantásticamente adecuada para el ecosistema del Game. Peligrosa, por supuesto. En gran parte aún por entender. Pero digna de ser tomada en serio. En ese momento, os lo juro, la idea de que todo se ha ido al garete, de que los hechos ya no importan nada y de que actualmente vivimos en la época de la posverdad os parecerá un poquito tosca. Desde mi perspectiva, se trata de una típica verdad-rápida: parte de una imprecisión, de una simplificación brutal, y luego se mueve de forma magnífica en el Game, dragando inercias y corrientes subterráneas, dando un nombre articulado a una convicción gastrointestinal y traduciéndola en pensamiento correcto. Un trabajo bien hecho. Chapó. Si aún no te convence solo tienes que intentar construir verdades-rápidas aún más rápidas.

Es exactamente lo que estoy haciendo yo, ahora que lo pienso.

Final dedicado al storytelling

Una verdad-rápida triunfa si consigue subir a la superficie antes y mejor que las demás. Como hemos visto, ni siquiera importa mucho la consistencia de su punto de apoyo en los hechos: es su condición aerodinámica la que decide su destino. Entonces, si de verdad quisiéramos saber en qué mundo vivimos, se trataría de empezar a estudiarla a fondo. ¿QUÉ ES LO QUE HACE AERODINÁMICA A UNA VERDAD, ADECUADA PARA GANAR VELOCIDAD EN EL GAME? Un tema muy fascinante.

No creo haber entendido de ello lo bastante como para poder dar lecciones, pero sobre un aspecto de este asunto sí tengo las ideas claras, he pasado mucho tiempo estudiándolo, sé de lo que hablo. De manera que lo digo: sean los que sean los rasgos que hacen aerodinámica una verdad, y por tanto ganadora, hay uno que prevalece sobre los otros y tiene un nombre exacto: STORYTELLING.

Mira quién aparece por aquí otra vez. El storytelling, otro fenómeno resucitado por el Game. Hace milenios que existe, pero desde hace poco lo encontramos por todas partes de nuevo. ¿Por qué? Porque el Game, por su propia conformación, le ha proporcionado un campo de juego perfecto.

Para entenderlo, es necesario de entrada ponerse de acuerdo sobre el término. Storytelling. En general la gente tiene un prejuicio sobre el storytelling, que solo hace que perdamos el tiempo: cree que existe la realidad y luego, al lado, la técnica con que se relata, que a menudo puede resumirse como la capacidad de organizar unas trolas colosales, y de hacerlo muy bien.

Error.

El storytelling no es algo que confecciona, o traviste, o maquilla la realidad: es algo que FORMA PARTE de la realidad, es una parte de todas las cosas que son reales. ¿Queréis una formulita que os ayude a metabolizar este concepto? Aquí la tenéis: sacad de la realidad los hechos y lo que queda es storytelling.

A veces tiene un aspecto puramente narrativo, pero muchísimas otras no es así. Mirad cómo vais vestidos ahora mismo: pues bien, eso es storytelling. Pese a todo, no tiene la forma de una historia. Tiene la forma de una ropa: es storytelling porque confiere a lo que soy una configuración aerodinámica que permite entrar en movimiento: de conectaros con otros puntos del planeta, de ser un poco más legibles, de aparecer en el índice de la realidad. ¿Vosotros SOIS esa ropa? No. Pero ¿sois algo completamente ajeno a esa ropa? Tampoco. Forma parte de vosotros, de la realidad que sois, es una pieza de vuestro ser reales.

¿Se entiende más o menos?

El storytelling es una parte de la realidad y no siempre es el relato de una historia.

Bien. Volvamos a la verdad-rápida. ¿Os acordáis de lo que puso en movimiento, con una aceleración demencial, el hecho en sí mismo insignificante de que un librero bretón colgara un cartel en su escaparate? El storytelling. Hay una foto y una frase. «Un librero de verdad en Lorient». Hay un hecho, y hasta que no encuentra un storytelling se queda en un hecho mudo, inmóvil. Se pone en movimiento solo en el momento en que algo le da un storytelling y hace que se convierta en realidad. En ese caso concreto, la parte de storytelling es particularmente aerodinámica, eso se ve bien claro, es tan eficaz que arranca el hecho de sus orígenes y hace que se convierta en realidad mucho más allá de sus intenciones. A veces, el propelente del storytelling puede ser explosivo. El tejido de baja densidad del Game hace el resto (en el siglo XX, ni siquiera se habrían fijado en la existencia del librero de Lorient).

¿Y el caso del vinilo? ¿Recordáis en qué momento ese hecho que no lograba subir a la superficie se vio bajo los focos de la atención colectiva? Cuando por una vez se encontró con un diseño capaz del storytelling apropiado: el duelo analógico contra lo digital, pasado contra futuro. Como tirar una cerilla encendida en un charco de gasolina.

¿Qué aprendemos? Aprendemos que la andadura de una verdad-rápida sin duda alguna se ve condicionada por mil factores, como el comportamiento de otros competidores o las asperezas cada día cambiantes del terreno: pero su aerodinámica, esa podemos remitirla de manera casi integral al rasgo de storytelling que conforma su realidad. Me atrevería a decir algo más: STORYTELLING ES EL NOMBRE QUE LE DAMOS A CUALQUIER DISEÑO CAPAZ DE DARLE A UN HECHO EL PERFIL AERODINÁMICO NECESARIO PARA PONERSE EN MOVIMIENTO.

Ahora entenderéis por qué allí encontramos por todas partes este storytelling. Si hay algo que se mueve, ahí lo tenemos. Ocurre desde siempre: pero, por supuesto, en un ecosistema como el del Game, en el que la inmovilidad es la muerte, comprenderéis que también valga más. En el Game, allí donde desaparece el storytelling, no sobrevive nada.

Es una noticia que parece un desastre solo si os quedáis aferrados a esa inútil idea de que el storytelling es esa colección de trolas que elaboramos para adornar la realidad. Pero, en cambio (por favor, salid de ahí y tomad el storytelling como lo que es: una parte de la realidad), la noticia tiene su encanto. Nos dice que en el mundo hay una capacidad y es la de ver y dibujar la parte de la realidad menos evidente, más escondida, a menudo inmaterial, casi siempre inasible: su factor aerodinámico, su modo de surcar el aire, de oponerse a la corriente, de resistir a los impactos, de mantenerse a velocidades fulminantes. Esa capacidad, en la época del Game, salva la vida.

Se la salva, todo hay que decirlo, a ideas y hechos que nos gustan, pero también a ideas y hechos que detestamos. El diseño, en sí mismo, no es ni bueno ni malo: es eficaz, y a veces bello, delicado. Lo que podemos notar es que, en efecto, en el Game prevalecen los que saben utilizarlo: pero se pueden llamar tanto Obama como Trump. Los hábiles saben usarlo a tales niveles que a veces, desde fuera, se acaba viendo solo esa habilidad, en una ausencia aparente y absoluta de hechos verosímiles o de ideas con cierto nivel. Pero siempre es una ilusión óptica. Un hecho sin storytelling no existe, pero también es verdad lo contrario: un storytelling sin hechos no es nada. Si os gusta columpiaros en la idea de que en el Game hay gente que gana gracias al storytelling y en el vacío absoluto de hechos o ideas, podéis seguir sentados, yo no os sigo. También aquí, creedme, el asunto es más sutil.

Lo que seguramente ha pasado en el Game, debido a su baja densidad, es que el dinamismo de las verdades se ha hecho más importante que su exactitud. En términos elementales: vale más una verdad inexacta, pero con un diseño adecuado para cruzar el Game, que una verdad exacta pero lenta en su movimiento e incapaz de desasirse del punto en el que ha nacido. Este veredicto puede asustar, pero si es recibido en cambio con cierta lucidez, dibuja un terreno de juego fascinante y me gustaría decir que bastante genial. Dice que si yo creo en mis ideas, y en mis hechos, debo ser capaz de darles un perfil aerodinámico, debo trabajar duro hasta que tengan un perfil que penetre en el aire de la sensibilidad colectiva, debo seguir entendiéndolos mejor hasta que logre llevarlos a una figura capaz de rodar en el Game. Por otra parte, si alguien ha logrado llevar quintales de complejidad a la simplicidad aerodinámica de la primera pantalla del iPhone, del algoritmo de Google, de la estructura de la Web, ¿quiénes somos nosotros para ser eximidos de una proeza semejante? ¿Es posible que las verdades sean tan agudas, complejas, geniales, sofisticadas como para no permitir ese carácter aerodinámico? Incluso Descartes, en su tiempo, cuando había que soltar un libro que iba a cambiar el camino del pensamiento humano (El discurso del método), lo escribió breve, en francés (la lengua de los eruditos era el latín) y lo empezó explicando sus vicisitudes de joven: intentaba ser aerodinámico, nada más. Y ni siquiera existía el Game. ¡Era el siglo XVII, coño! ¿Es posible que nosotros seamos más refinados como para evitar una regla que hasta él había aceptado?

Una vez, en una incursión mía rápida e inútil en la vida política, tuve la oportunidad de asistir a esta escena. Había un problema que resolver, y sobre la mesa había diferentes soluciones. Era necesario elegir una. El político de turno [no, no era Renzi, relajaos] las mira y pregunta: ¿Cuál es la que seremos capaces de explicar mejor? Fijaos bien: no pregunta cuál podría FUNCIONAR mejor. Pregunta: ¿cuál es la que tiene un diseño aerodinámico mejor, que lleva en el estómago un storytelling eficaz, que es capaz de rodar en el Game? Si queréis, en una frase como esta podéis reconocer una forma odiosa de cinismo: qué carajo me importa a mí el bien del país, lo que importa es hacer lo que me dé más votos. Pero también, si tenéis un momento de paciencia, podéis ver, quizá mezclada con el cinismo, una intuición que a menudo nosotros no tenemos, extremadamente aguda, profética a su manera: en cuanto he individuado soluciones que más o menos me gustan y se corresponden con mi sistema de valores, debo tener la frialdad de elegir no la que sobre el papel da mejores resultados, sino la que la gente pueda entender, hacer suya, metabolizar, encarnar y hacer realidad cada mañana que sale de casa. Renuncio a la solución más justa si no soy capaz de echarla a rodar en el Game. Elijo la inexactitud si me asegura el movimiento. Sacrifico el caballo, si esto me lleva a alcanzar el centro del tablero de ajedrez. Porque una solución perfecta que no consigo explicar a la gente está destinada al fracaso. Peor aún: está destinada a perder contra soluciones mucho más pobres, pero dotadas de un fuerte carácter aerodinámico: a menudo son las elegidas por tus adversarios.

Un inciso: hoy en día existe, en el mundo, el problema de la izquierda. Admitiendo que tiene soluciones a los problemas de la gente, no sabe formularlas, en cualquier caso, de un modo aerodinámico: todas son estáticas, y por tanto están muertas. No hay ni una sola convicción de la izquierda en temas como Europa, la inmigración, la seguridad o la justicia social que tenga un mínimo de diseño aerodinámico. Qué demencial presunción. Los otros, los populistas a la cabeza, son en cambio los mejores en el diseño. No estoy aquí para juzgar si sus soluciones son más eficaces o desastrosas: pero está claro que las diseñan de un modo que surcan el Game a gran velocidad, de maravilla. Y no es solo cuestión de tuits o de eslóganes fáciles: esa condición aerodinámica nace en otra parte, muchísimo antes. Por ejemplo, al abandonar el caparazón del partido del siglo XX y elegir una forma más ligera de estructura, más adecuada al Game. O bien al entender que en el Game no se hace política sin un líder que resuma en sí mismo, también de un modo muy fuerte, hasta dramático, toda la complejidad de una posición política, que debe desaparecer. A un diseño así solemos llamarlo populismo: pero creamos algo de confusión. En realidad nace de la pantalla inicial del iPhone, de la primera página de Google, etcétera, etcétera: la complejidad escondida por debajo, y arriba un icono simple para hacer clic. Un líder. No se trata de que con Obama fuera diferente: en él la intuición de este esquema mental era fulgurante. Todos los demás, incluido Trump, solo aprendieron. Pero a la izquierda, generalmente, no le gusta ese diseño: no tiene líderes de talento, y cuando los tiene los devora. Si empiezas a construir de una manera tan poco adecuada, luego cuesta un gran trabajo encontrar una forma aerodinámica que sea decente. Correr a los refugios más tarde, buscando un buen storytelling o contratando a hábiles asesores, es bastante penoso. Las ideas deben NACER aerodinámicas, o nunca lo serán.

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