The game

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Bien, de entrada no estaría nada mal entender qué ha pasado. Qué ha pasado realmente.

Diría que la hipótesis más acreditada es esta: hubo una revolución tecnológica dictada por el advenimiento de lo digital. A corto plazo, ha generado una evidente mutación en las conductas de la gente y en sus movimientos mentales. Nadie puede decir cómo terminará.

Voilà.

Y ahora veamos si podemos hacerlo mejor.

El término DIGITAL viene del latín digitus, dedo: contamos con los dedos y por lo tanto DIGITAL significa, más o menos, NUMÉRICO. En nuestro contexto, el término es utilizado para darle nombre a un sistema, más bien brillante, de traducir cualquier información con un número. Si queremos entrar en detalles, se trata de números formados por la secuencia de dos cifras, el 0 y el 1. También podríamos utilizar el 7 o el 8, pero en definitiva lo importante es que son dos cifras, y solo dos: correspondientes más o menos a on y off, sí y no.

Bien. Cuando digo traducir cualquier información en una lista de cifras, no me refiero a las informaciones que encontráis en el periódico, la noticia del día, el resultado del partido, el nombre del asesino: me refiero a cualquier trozo del mundo que pueda descomponerse en unidades mínimas: sonidos, colores, imágenes, cantidades, temperaturas... Traduzco ese trozo del mundo a la lengua digital (una determinada secuencia de 0 y de 1) y allí se me hace ligerísimo, es ya una serie de cifras, no tiene peso, está en todas partes, viaja con una velocidad abrumadora, no se estropea por el camino, no se encoje, no ensucia y no se estropea: adonde lo envío, llega. Si, por otra parte, existe una máquina capaz de registrar esos números y traducirlos de nuevo a la información original, la partida está echada.

Pongamos por caso los colores. No estáis obligados a estar al corriente sobre el tema, pero un día asignamos a cada color un valor numérico exacto. Si queréis saberlo todo, decidimos que los colores son 16.777.216, y a cada uno de ellos les asignamos un valor numérico dado por una secuencia de 0 y de 1. Lo juro. El rojo más puro que existe, por ejemplo, después de haber sido digitalizado se llama así: 1111 1111 0000 0000 0000 0000. ¿Por qué hacer algo tan poco poético? Muy sencillo: porque traduciendo un color a un número puedo introducirlo en máquinas que pueden modificarlo, o simplemente transportarlo, o tan solo guardarlo: lo hacen con una irrisoria facilidad, sin margen de error, a una velocidad vertiginosa y con un coste ridículo. Cada vez que quiero ver de nuevo el color real le pido a la máquina que me lo devuelva: y ella lo hace.

Notable.

Funciona de la misma manera con los sonidos, o las letras del alfabeto, o la temperatura de vuestro cuerpo. Fragmentos de mundo.

Este truquito comenzó a propagarse a finales de los años setenta. En aquella época todos los datos que guardábamos o transmitíamos estaban elaborados de otro modo: se llama ANALÓGICO. Lo analógico, como ocurre también con otras viejas cosas, como por ejemplo los compases o los abuelos, era una forma más completa de registrar la realidad, más exacta, incluso más poética, pero también condenadamente compleja, frágil, perecedera. Analógico era el termómetro de mercurio, pongamos por caso, el de cuando teníamos fiebre: en la columna el mercurio reaccionaba al calor cambiando de volumen y, basándonos en la experiencia, deducíamos nuestra temperatura según su movimiento en el espacio: los números impresos en el cristal traducían ese movimiento en el veredicto de una temperatura exacta en grados centígrados [por encima de los 37,5 uno no iba al colegio]. Ahora el termómetro es digital: lo apoyas contra la frente, pulsas un botón, y en un momento te dispara una determinada temperatura. Un sensor ha registrado cierto valor de temperatura que corresponde a una determinada secuencia de 0 y de 1 que la máquina computa y luego traduce a un valor en grados, escribiéndolo en la pantallita. Como tipo de experiencia recuerda muchísimo el paso del futbolín al videojuego.

Dos mundos.

El termómetro de mercurio y el digital.

El vinilo y el CD.

La película de celuloide y el DVD.

Futbolín y videojuego.

Dos mundos.

Un posible defecto del segundo (el digital) es que no es capaz de registrar todos los matices de la realidad: lo registra a saltos, de vez en cuando: para entendernos, la aguja del reloj del campanario avanza en un movimiento continuo, colma cada microinstante del tiempo, del mismo modo que el mercurio, al cambiar su volumen en el termómetro, se movía en la columna colmando cada micronivel de temperatura: pero vuestro reloj digital no lo hace, tal vez cuenta los segundos, tal vez cuenta también décimas o centésimas, pero luego, en un momento dado deja de contar y salta hasta el siguiente número: allí en medio queda una parte del mundo (infinitesimal) que el sistema digital pierde por el camino.

Por otra parte, el sistema digital tiene una ventaja impagable: es perfecto para los ordenadores. Es decir, para máquinas que pueden calcular, modificar, transferir la realidad, siempre y cuando se les proporcione la realidad en la lengua que conocen: números. Es esta la razón por la que, con el gradual perfeccionamiento de los ordenadores y su lenta aproximación a un consumo individual, hemos decidido pasarnos a lo digital: en la práctica, hemos empezado a trocear la realidad hasta obtener partículas infinitesimales a cada una de las cuales hemos encadenado una secuencia de 0 y 1. La hemos digitalizado, es decir, transformado en números. De esta manera hemos hecho que el mundo sea modificable, almacenable, reproducible y transferible por las máquinas que hemos inventado: lo hacen muy rápidamente, sin errores y con un gasto modesto. Nadie se dio cuenta, pero hubo un día en el que alguien almacenó digitalmente un trozo de mundo y ese trozo era el que decantaba para siempre la balanza hacia lo digital. No me preguntéis cómo, pero sabemos de qué año se trataba: el 2002. Utilizamos esa fecha como el punto exacto, en el tiempo, en el que alcanzamos la cima de la colina y nos encontramos el futuro por delante.

2002.

El descenso ha sido muy rápido: el advenimiento de la Web y la aplicación, a veces genial, del formato digital a una serie bastante importante de tecnologías ha generado con una espectacular evidencia la que ahora podemos llamar legítimamente REVOLUCIÓN DIGITAL. Tiene unos cuarenta años, y desde hace unos diez ha derrocado de forma oficial el poder anterior. Es la que, aparentemente, ha atontado a vuestro hijo.

¿Bastante simple, verdad? Lo difícil viene ahora.

Revolución es un concepto más bien genérico, que utilizamos con cierta ligereza. Podemos invocarlo tanto para definir profundas transformaciones históricas que han provocado montañas de muertos (Revolución francesa, Revolución rusa), como para malgastarlo en cositas como el paso a la defensa de tres de nuestro equipo predilecto (revolución táctica).

Vaya tropa.

En cualquier caso, significa que alguien, en vez de inventar un buen movimiento, ha modificado el tablero: se llama cambio de paradigma [un virtuosismo irresistible, por sí solo vale el precio de la entrada].

En términos generales, parecería que se trata realmente de nuestro caso, el caso de la revolución digital.

Pero existen varios tipos de revolución, y aquí es muy importante hablar con exactitud. La revolución que llevó a cabo Copérnico, al intuir que la Tierra giraba alrededor del Sol y no lo contrario, no es del mismo tipo que la que recordamos como Revolución francesa; del mismo modo que la invención de la democracia, en Atenas, en el siglo V a. C., no es comparable con la de la bombilla (Edison, 1879). Se trata de gente que ha inventado nuevos tableros: pero no parece que el juego sea exactamente el mismo.

Cuando se habla de revolución digital, por ejemplo, está bastante claro que se habla, en primera instancia, de una revolución tecnológica: la invención de algo que crea nuevas herramientas y una vida diferente. Como fue el arado, las armas de fuego, los ferrocarriles. Ahora bien, dado que hemos visto ya bastantes revoluciones tecnológicas, disponemos de algunas estadísticas interesantes y, si las estudiamos, resulta evidente que:

 las revoluciones tecnológicas, por muy fantásticas que puedan ser, no suelen producir, de forma directa, una revolución mental, es decir, una transformación igualmente visible en la forma de pensar de los hombres. 

GUTENBERG: Por ejemplo, la invención de la imprenta (Gutenberg, Maguncia, 1436-1440). Movimiento revolucionario al que le atribuimos consecuencias colosales. Mientras dejaba en el campo de batalla, muerta, buena parte de la cultura oral (en esa época, dominante indiscutible en un mundo de analfabetos), abría horizontes ilimitados al pensamiento humano, a su libertad y a su fuerza. De hecho, desarraigaba un privilegio que durante siglos había anclado la difusión de las ideas y de las informaciones al control de los poderosos de turno. Lo que estaba a punto de suceder consistía en que para hacer circular las propias ideas ya no sería necesario disponer de una red de amanuenses que ningún particular se podía permitir, y ni siquiera una máquina tan complicada y lenta cuyo uso excluyera cualquier beneficio. Fantástico.

Lo que ahora es importante destacar, no obstante, es que, a pesar de sus admirables consecuencias, la invención de la imprenta sigue siendo para nosotros sustancialmente una deslumbrante aceleración tecnológica, pero no un terremoto detectable de la posición mental de los seres humanos, comparable con el generado por revoluciones como la científica o la romántica. De manera semejante a otras revoluciones tecnológicas, no parece haber determinado, de manera directa, una mutación mental colectiva: es como si se hubiera empantanado antes de llegar a la meta, dándole tiempo a la gente de tomarle las medidas, y de domesticarla. Ha sido un movimiento genial en un juego que, en definitiva, no ha cambiado mucho, desarrollado según las mismas reglas, respetuoso con la historia de un juego que en esencia venía a ser el de siempre.

STEPHENSON: Pongo otro ejemplo, menos cómodo: la invención de la máquina a vapor (Inglaterra, 1765). No se trata, también en este caso, de un simple invento genial: es algo que ha cambiado el mundo. A esa invención se le debe la revolución industrial, que recordamos precisamente como revolución, y que tuvo consecuencias incalculables no solo sobre los hábitos cotidianos de la gente, sino en especial sobre la geografía social del mundo: el mapa que utilizaban para trazar las rutas del dinero y las fronteras entre ricos y pobres comenzó a quedarse obsoleto el mismo día en que pusieron en marcha el primer telar a vapor: todo iba a cambiar, y de un modo tan radical y violento que buena parte de la estremecedora reyerta sanguinaria que constituye el siglo XX puede remontarse al chirriar de esa máquina aparentemente inocua. Impresionante.

Pero, también en este caso, la onda parece haber llegado a rozar la identidad de los seres humanos, aunque luego se retiró, y si hoy buscamos las encrucijadas en la que nuestro modo de entender qué es la humanidad cambió de vía tomando nuevas direcciones no pensamos en la locomotora a vapor de Stephenson, ni tampoco en la profunda desesperación de las primeras fábricas inglesas. Pensamos, en todo caso, en el Humanismo, en la Ilustración. Auténticas revoluciones mentales, que parecen establecer poco más que una relación de cortesía con el progreso tecnológico. Es posible, a distancia de siglos, verlas gotear como aceite en los engranajes del mundo, hasta lubricar un sistema hidráulico capaz de mover superficies inmensas –placas ideológicas con un peso de toneladas– en la ambición de redibujar la carcasa del sentir de humano, o la corteza terrestre del planeta hombre. No se trataba simplemente de hermosos movimientos: eran un nuevo juego.

De hecho, simplificando un poco, podríamos decir que muchas son las revoluciones que cambian el mundo, y que a menudo son tecnológicas; pero son pocas las que cambian a los hombres y lo hacen radicalmente: quizá sería el caso de llamarlas REVOLUCIONES MENTALES. Lo curioso es que, de manera instintiva, COLOCAMOS NUESTRA REVOLUCIÓN, LA REVOLUCIÓN DIGITAL, EN EL SEGUNDO GRUPO, ENTRE LAS REVOLUCIONES MENTALES. Aunque nos parezca evidentemente una revolución tecnológica, le atribuimos un alcance del que las revoluciones tecnológicas suelen carecer: le reconocemos la capacidad de generar una nueva idea de humanidad. Es en este punto en el que reaccionamos, y en el que saltan nuestros miedos. No nos limitamos a percibir los riesgos que se pueden atribuir a cualquier revolución tecnológica: mucha gente perderá el trabajo, la riqueza se distribuirá de manera injusta, culturas enteras serán aniquiladas, el planeta Tierra sufrirá por ello, cerrarán las viejas lecherías, etcétera, etcétera. Anotamos, es cierto, todas estas objeciones, pero, como hemos visto, en el momento apropiado nos remontamos a miedos más altos, que conciernen al tejido moral, mental y hasta genético de los hombres: hacen temer una mutación radical, la generación de un hombre nuevo surgido de manera casual de un hallazgo tecnológico irresistible. Intuimos en esa revolución menor, en tanto que tecnológica, el paso de una revolución mayor, abiertamente mental.

Es un punto crucial. Requiere una cierta atención: por favor, poned el móvil en modo avión y dadle el chupete al niño, total, eso de que modifica el paladar aún hay que demostrarlo.

Intuimos en esa revolución menor, en tanto que tecnológica, el paso de una revolución mayor, abiertamente mental.

Es un gesto que deberíamos fijar en una imagen congelada, y luego observarlo detenidamente y preguntarnos: ¿qué puñetas estamos haciendo? ¿Sobrevaloramos la que estamos montando? ¿Estamos atribuyendo a un simple desarrollo tecnológico una importancia que no puede tener? ¿Nos hemos dejado llevar por el pánico? ¿Todo esto es un clamoroso malentendido, hijo de nuestros miedos?

Es posible que lo sea, pero yo no apostaría.

Estoy convencido, por el contrario, de que hay algo espléndidamente exacto en nuestra sospecha de que aquí no está cambiando algo, sino todo. Una especie de admirable instinto animal nos empuja a reconocer en lo que está sucediendo una mutación que no se detendrá en nuestra forma de elegir un restaurante. A ciegas, pero lo vemos a la perfección.

¿Y entonces?

Trato de exponerlo de la forma más sencilla posible: con toda probabilidad estamos viviendo realmente una revolución mental, y si ahora me preguntáis qué tiene esto que ver con toda esta historia de que las revoluciones tecnológicas nunca han generado embrollos de estas dimensiones, lo que tengo que deciros es esto: creedme, nos estamos enmarañando en un banal error de perspectiva, que es comprensible, pero que resulta pérfido y difícil de desarraigar: CREEMOS QUE LA REVOLUCIÓN MENTAL ES UN EFECTO DE LA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA, Y EN CAMBIO DEBERÍAMOS ENTENDER QUE LO CONTRARIO ES LA VERDAD. Pensamos que el mundo digital es la causa de todo y tendríamos, por el contrario, que leerlo como lo que probablemente es, o sea, un efecto: la consecuencia de una determinada revolución mental. Estamos mirando el mapa al revés, os lo juro. Es necesario darle la vuelta. Es necesario invertir esa condenada secuencia: primero la revolución mental, luego la tecnológica. Creemos que los ordenadores han generado una nueva forma de inteligencia (o de estupidez, llamadlo como os apetezca): invertid la secuencia, rápido: un nuevo tipo de inteligencia ha generado los ordenadores. Lo que significa: una cierta mutación mental se ha dotado de los instrumentos adecuados para su modo de estar en el mundo y lo ha hecho a gran velocidad: lo que ha hecho lo llamamos revolución digital. Seguid invirtiendo la secuencia y no os paréis. No os preguntéis qué clase de mente puede generar el uso de Google, preguntaos qué clase de mente ha generado una herramienta como Google. Dejad de intentar entender si el uso del smartphone nos desconecta de la realidad y dedicad el mismo tiempo a intentar entender qué clase de conexión con la realidad buscábamos cuando el teléfono fijo nos pareció definitivamente inapropiado. Os parece que el multitasking genera una incapacidad sustancial de prestar la debida atención a las cosas: invertid la secuencia: ¿de qué rincón estábamos intentando salir cuando nos construimos instrumentos que por fin nos permitían jugar en varias mesas de forma simultánea? Si la revolución digital os asusta, invertid la secuencia y preguntaos de qué estábamos huyendo cuando enfilamos la puerta de una revolución semejante. Buscad la inteligencia que ha generado la revolución digital: es bastante más importante que estudiar la que ha sido generada: esa es la matriz original de la misma. Porque el nuevo hombre no es el producido por el smartphone: es el que lo inventó, el que lo necesitaba, el que lo diseñó para su uso y consumo, el que lo construyó para escaparse de una prisión, o para responder a una pregunta, o para acallar un miedo. Pausa. Un último esfuerzo.

 Así, todas las fortalezas digitales que en la actualidad jalonan nuestro paisaje habría que leerlas como formaciones geológicas empujadas hacia el cielo por un seísmo subterráneo.

Ese seísmo es la revolución mental de la que somos hijos.

Ha pasado en otro lugar y en un pliegue del tiempo del que a menudo no tenemos ni conocimiento ni conciencia: pero podemos reconocerlos y estudiarlos en las espectaculares alteraciones con que ha marcado la corteza terrestre de nuestros gestos, de nuestros hábitos, de nuestras posturas mentales.

Muchas de estas alteraciones, de hecho, podemos atribuirlas a la revolución digital, y es cierto que precisamente esas nos parecen, más que otras, la escritura con que hemos fijado los últimos códigos de la mutación: con la condición de no ser tomadas como la causa de todo, tienen muchísimo que enseñar y que descubrir.

Sería necesario tratarlas como ruinas, como hallazgos arqueológicos de los que deducir la maravilla de una civilización escondida.

La nuestra. 

Ya podéis conectar de nuevo el móvil, gracias.

Ah, el niño está llorando.

Sintetizo: dadle la vuelta a ese maldito mapa.

La revolución digital está debajo, no encima.

Así.

Acostumbraos a considerar el mundo digital como un efecto, no como una causa. Desplazad la mirada hacia el punto en el que todo comenzó. Buscad la revolución mental de la que procede todo. Si existe un modelo de humanidad para el que todo esto trabaja, está escrito allí dentro.

Bien.

Es verdad que el mapa aún está prácticamente en blanco, pero por lo menos lo tenemos del lado correcto.

Creedme, era lo más difícil de hacer.

Ya podemos comenzar a medir, a poner unos cuantos nombres, a trazar algunas fronteras.

Partamos ahora nuevamente de esta idea de la revolución digital como cadena montañosa producida por un seísmo subterráneo. E intentemos dibujarla.

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