The game
1978. LA VÉRTEBRA CERO
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1978. LA VÉRTEBRA CERO
En efecto, a pesar de que la revolución digital es una constelación de fenómenos y de acontecimientos bastante articulada, es posible intentar dibujar cierta columna vertebral: la alineación de cimas más altas que otras, de formaciones geológicas empujadas más arriba por el movimiento sísmico que tratamos de entender. Vamos a intentarlo. Aislando una especie de simbólica VÉRTEBRA CERO. No querría que os esperarais nada particularmente solemne: lo que tengo en la cabeza es un videojuego.
Se llamaba Space Invaders. Los millennials probablemente no saben ni siquiera qué es. Yo sí, porque jugaba a eso: tenía veinte años e, inexplicablemente, tiempo que perder. Lo había inventado un ingeniero japonés que se llamaba Nishikado Tomohiro. Consistía en disparar a los extraterrestres que caían desde el cielo de una forma más bien idiota, repetitiva, previsible, pero letal. A medida que iban bajando, su velocidad aumentaba: cuando empezabas a tenerlos encima ya no te enterabas de nada.
Los gráficos, vistos ahora, eran lamentables: los alienígenas (a los que en Italia llamábamos marcianitos) parecían arañas dibujadas por un deficiente mental. Todo era rígidamente bidimensional y en blanco y negro. Las necrológicas del periódico eran más ingeniosas.
En las casas, no había ordenadores, de manera que uno jugaba a Space Invaders yendo a los locales públicos apropiados (también podía ser un bar) donde había una especie de mueblecito de dimensiones que ahora me parecen inexplicables: encajonados en ese mueblecito había una pantalla del tamaño de una pequeña televisión, y una sobria consola en la que se encontraban tres botones o, en las versiones más sofisticadas, un joystick y un par de botones.
Había que agacharse un poquito, insertar una moneda en la ranura correspondiente, le dabas al play y luego empezabas a pulsar los botones disparando como un loco. En Japón la moneda era de cien yenes: había tanta gente que jugaba a Space Invaders que la moneda desapareció de la circulación y la Fábrica de Moneda tuvo que apresurarse para producir una buena cantidad de las mismas.
Todo este éxito tiene algo que enseñarnos, pero solo puede hacerlo si uno recupera el recuerdo de los dos juegos que poblaban los bares antes de que llegara el fúnebre mueblecito de Space Invaders: el futbolín y el millón.
Y aquí llegamos al punto crucial.
Si dais un paso atrás, mejor dicho, dos, os encontráis de nuevo con una secuencia de juegos que más que otra cosa en el mundo os puede hacer SENTIR, más aún que entender, la esencia de la revolución digital.
La secuencia es esta: futbolín, millón, Space Invaders.
No pongáis esa cara, confiad en mí.
Y estudiad bien esa secuencia: intentad sentirla físicamente, volved a jugar a esos tres juegos, en vuestra mente, uno tras otro. Sentiréis que, a cada paso, algo se deshace, todo se vuelve más abstracto, ligero, líquido, artificial, rápido, sintético. Una mutación. Muy parecida a la que nos ha llevado de lo analógico a lo digital.
No es nada particularmente sesudo: es algo sobre todo físico. En el futbolín notas los golpes en la palma de la mano, los ruidos son naturales, proceden de la mecánica de las cosas, todo es muy real, la bola existe de verdad, te cansas físicamente, te mueves, sudas; en el millón algo cambia, el juego está colocado bajo el cristal, los sonidos por regla general son grabados, eléctricos, la distancia entre tú y la bola aumenta, todo está concentrado entre los dos mandos, que te transmiten de la bola una lejana sensación, algo como una semipercepción. El gesto de las manos, que en el futbolín podía elegir entre infinitas velocidades y matices de paradas, aquí se resume en el trabajo de dos dedos que todavía conservan un cierto número de opciones, aunque más bien limitado, y en el fondo reservado a los jugadores más expertos. En cuanto al cuerpo, casi asiste a la escena, prácticamente expulsado del corazón del asunto: sobrevive un cierto movimiento de caderas que se usaba para desviar la carrera de la bola y soltar alguna penosa alusión sexual: por ambos motivos, estaba prohibido un uso demasiado acentuado.
Y ahora poneos a jugar a Space Invaders.
¿El cuerpo? Ha desaparecido. Ya casi no existe nada físico en sentido estricto, la bola (los marcianitos) no es real, tampoco lo son los sonidos. Una pantalla, que en el futbolín no existía y en el millón estaba para sumar la puntuación, ahora se lo ha comido todo, CONVIRTIÉNDOSE en el campo de juego. Todo es inmaterial, gráfico, indirecto. Si hay una realidad, se ofrece en una figura bajo el cristal que no puedo modificar si no es mediante los mandos, que son externos y que de forma impersonal le comunican las órdenes. Sobre el papel parece todo muy frío, restrictivo, asfixiante, en el fondo, triste: pero ahora poneos a jugar e intentad sentir la repentina carencia de fricción, la suavidad de la superficie de juego, la ligereza del gesto, el flujo casi líquido de órdenes y decisiones, la reducción a su esencia de cualquier lance del juego, la limpieza del sistema, la posibilidad de concentración casi absoluta, la velocidad del acaecer. Apuesto a que empezáis a entender por qué esa gente se quedó sin calderilla.
Ahora volved en un nanosegundo a los mandos del futbolín. ¿Notáis como un sobresalto, verdad? Como si os hubieran sacado de una sesión de meditación para poneros en medio de una discusión en un bar: de repente es todo tan denso, complicado, impreciso y tediosamente real... No es que una cosa sea mejor que la otra, no podríamos asegurarlo, pero seguro que son diferentes, realmente diferentes. ¿En cuál podríais decir que estáis más presentes, más vivos, que sois más vosotros mismos?
Mariposead un poco por el futbolín y luego volved en un santiamén a la consola de Space Invaders.
Dad unos cuantos pasos adelante y atrás, quizá haciendo alguna parada, de vez en cuando, en la estación intermedia del millón.
Hacedlo, en serio.
¿No notáis la migración?
Quiero decir exactamente la MIGRACIÓN: el desplazamiento del baricentro alrededor del que se organiza la cuestión, el desplazamiento de muchos detalles de un lado al otro del paisaje, y hasta el cambio de posición de vuestras capacidades, vuestras potencialidades, vuestras sensaciones, vuestras emociones. LA MUTACIÓN DE CONSISTENCIA DE LA EXPERIENCIA.
No son más que tres juegos, pero cuántas cosas migran por el camino que va desde el más viejo al más nuevo.
No perdáis el tiempo intentando juzgar qué es mejor y qué es peor: concentraos y tratad de aprehender esa migración en una mirada sintética, en una única sensación. Sobre todo, en una sensación.
¿Lo habéis hecho? Bien. Lo que estáis sintiendo es la clase de flujo que caracteriza el paso de lo analógico a lo digital. Estáis aferrando el nervio central de la revolución que estamos llevando a cabo. Su movimiento base. Si lo preferís, su secreto.
Los Space Invaders, en su modestia de jueguecito para ociosos, es una de las primeras huellas geológicas de un seísmo. Su corazón, por otro lado, ya era completamente digital –un software contenido en una tarjeta–. Si la revolución digital tiene una columna vertebral, esta puede ser asumida como la primera vértebra. Empuja muy poco, por debajo de la piel del mundo, pero los dedos la notan, los ojos la ven. Existe. Es un principio.

APOSTILLA Para que os hagáis una idea del trabajo que nos aguarda, voy a detenerme un momento en esta vértebra y la trataré como hemos de tratar toda la columna vertebral de la revolución digital: como ruinas arqueológicas en las que podemos leer los vestigios de una civilización oculta. Hay que buscar restos fósiles de alguna vida precedente. Los códigos de la revolución mental que ha generado todo eso.
Es más rápido hacerlo que explicarlo. Así que ya me veis raspando la primera vértebra y llevándome para casa unos cuantos indicios.
PRIMERO Comparado con los habituales futbolín y millón, Space Invaders era un juego que establecía una revolucionaria postura física y mental, increíblemente sintética y brutalmente recapitulativa: hombre, consola, pantalla. Hombre, teclas, pantalla. Dedos en las teclas, ojos en la pantalla. Órdenes dadas con los dedos, resultados verificables con los ojos en la pantalla. Añadid unas dosis de audio, para que el sistema sea más funcional. ¿No os recuerda nada? Es, actualmente, una de las posturas físicas y mentales en las que pasamos más tiempo. La utilizamos para realizar operaciones de todo tipo, desde reservar un hotel, a decirle a alguien que le amamos. Bien pensado, es la postura que define por excelencia la era digital. Ni siquiera la llegada de la tecnología touch ha sido capaz de desestabilizarla en exceso. No es que los Space Invaders la inventaran, entendámonos, pero es probable que, en ese juego, esa postura saliera por primera vez a campo abierto, subiera a la superficie de la vida de un número realmente significativo de personas. Aunque solo sirva para entendernos, el primer ordenador personal de una cierta popularidad (pero que no llega ni de lejos a los números de Space Invaders ni de los llamados juegos de Arcade) es de 1982, se llamaba Commodore 64. El primer Mac –que es a Space Invaders lo que una catedral es a una capilla votiva– es de 1984. Para el primer smartphone del que la gente fuera consciente hay que esperar otros veintiún años: 2003.
Por tanto, si rebobináis la cinta y buscáis la primera vez en la que esa postura –hombre, teclas y pantalla, reunidos en un único animal– entró a formar parte de la vida de un montón de gente, ¿qué encontráis? Space Invaders, creo. Y los juegos de ese tipo.
QUÉ APRENDEMOS Que, mira tú por dónde, en la vértebra número cero, en su ADN, hay un tipo de postura que tendría un gran futuro y que reconoceremos en gran parte de las formaciones geológicas que llamamos revolución digital: hombre-teclas-pantalla en un único animal. Es la postura en la que escribo este libro. [No la misma en la que, probablemente, lo estáis leyendo: larga vida al libro de papel, que aún resiste a cualquier mutación.]
SEGUNDO El futbolín era un mueble con su dignidad, el millón tenía su encanto: el mueblecito de Space Invaders daba náuseas. En compensación, sin embargo, un futbolín no podía ser mucho más que un futbolín, con suerte podías cambiar solo el color de las camisetas a los jugadores; el millón podía vestirse de muchas maneras diferentes [se iba de las ambientaciones de fantasía a cositas con mujercitas medio desnudas], podía complicar también un poco los movimientos de la bola, crear paradas, pequeños pasos elevados, pero en resumen siempre era lo mismo: la pelota rebotaba y al final se colaba, y punto. El horrible mueble de Space Invaders, en cambio, TENÍA EN SU INTERIOR EL INFINITO: una vez fijada la postura hombre-teclas-pantalla, el resto no tenía límites: allí dentro estaban todos los juegos del mundo, bastaba con cambiar la tarjeta. Para quien fuera capaz de verlos, también estaban ahí FIFA 2018 y Call of Duty. Bastaba con hallar los gráficos, añadir algunas funciones y utilizar una tecnología de audio y de vídeo más avanzada: unos quince añitos nada más y lograríamos dar con una maestría espectacular: la PlayStation es de 1994.
QUÉ APRENDEMOS Que en la vértebra número cero, en su ADN, hay un tipo de movimiento que iba a tener un gran futuro y que reconoceremos en gran parte en las formaciones geológicas que llamamos revolución digital: en vez de generar muchos mundos hermosos y diferentes, inviertes tu tiempo en inventar un único ambiente en el que puedan verterse todos los mundos que existen. Lo digo en otras palabras: no perder el tiempo en poner a punto cosas que no pueden tener un gran desarrollo; más bien tratar de inventar cosas cuyo desarrollo es infinito porque han sido pensadas para contenerlo TODO.
TERCERO Space Invaders era un JUEGO. No sé si os percatáis de las deliciosas implicaciones que esto sugiere. En la práctica, un cierto seísmo subterráneo parte la corteza de los hábitos de los terrestres y el primer punto en el que lo hace, o al menos uno de los primeros, es ese instante de su vida en el que se ponen las zapatillas, lo mandan todo a la porra y empiezan a jugar. Yo la encuentro una circunstancia conmovedora. Me pregunto si es casual. Por supuesto, me gusta pensar que el día en que decidimos darle la vuelta al tablero, lanzándonos a una revolución de época, era un día de vacaciones. Íbamos descalzos y nos pimplábamos una lata de cerveza.

QUÉ APRENDEMOS Que en la vértebra numero cero, en su ADN, hay una actitud que tendría un gran futuro y que reconoceremos en gran parte de las formaciones geológicas que llamamos revolución digital: generar el cambio dando a luz herramientas que si no son juegos al menos lo parecen. Somos divinidades de vacaciones, que crean en el séptimo día, cuando el Dios verdadero descansa.
Bien, por ahora me detengo aquí. Como veis, si de una única, pequeña, primera costilla ya pueden deducirse cosas semejantes, la idea de poder estudiar la parte sustancial de la columna vertebral es algo que acaba sonando irresistible.
De manera que vale la pena continuar. En el próximo capítulo, próximo fragmento de la columna vertebral, nuevas ruinas que estudiar. Empiezo a divertirme de verdad.
