The game

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1981-1998. DEL COMMODORE 64 A GOOGLE:

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1981-1998. DEL COMMODORE 64 A GOOGLE: LA ÉPOCA CLÁSICA

Casi veinte años para colocar el tablero de juego

Una premisa inevitable, pero muy importante. Si queremos reconvertir la galaxia de acontecimientos a la que llamamos REVOLUCIÓN DIGITAL en una columna vertebral legible, una cadena montañosa que nos ayude a entender, forzosamente debemos sintetizar y renunciar a algunos matices. Resulta necesario centrarse en picos, sacrificando incluso el detalle de procesos que tal vez han durado décadas. En estas páginas se ha optado por dejar constancia de los acontecimientos solo cuando han emergido efectivamente hasta la superficie del consumo colectivo, convirtiéndose en escenarios habitados por muchas personas y no solo por determinadas élites. Lo sé, es un método arbitrario. Pero es que en definitiva tenemos demasiada necesidad de una síntesis legible como para demorarnos en exceso en el culto a la precisión. Lo que sugiero es que disfrutéis de la posibilidad de verlo todo desde arriba, como en una fotografía aérea, y que durante algunos capítulos aceptéis la inevitable inexactitud de una mirada sintética. Siempre que tengamos oportunidad, bajaremos planeando para ver más de cerca. Lo prometo.

Veamos. Dejemos ya Space Invaders a nuestras espaldas y miremos cómo se yerguen las primeras montañas de verdad. Estamos a principios de los años ochenta.

1981-1984

• En cuestión de cuatro años salen tres ordenadores personales que condensan larguísimas experimentaciones y que son capaces de triunfar en el mercado, convirtiendo un instrumento de élite en un objeto que uno podía imaginarse en casa, a pesar de no ser un genio o un profesor de la Universidad de Stanford: el PC IBM, el Commodore 64 y el Mac de Apple. Si uno los ve ahora son de una tristeza desoladora, pero en su momento debieron de parecer incluso elegantes, y en cualquier caso pasablemente amigables. De los tres, el que tuvo menor éxito comercial fue el Mac: a pesar de todo, era el más genial. Fue el primero en utilizar una resolución gráfica y una organización del material capaz de resultar inteligible incluso para un idiota: había un escritorio, se abrían unas ventanas, se tiraban las cosas a una papelera: gestos que la gente conocía. Uno se desplazaba por la pantalla moviendo sobre la mesa una cosa rara que se llamaba ratón. Es posible comprender que, desde ese día, la ecuación entre inteligencia y aburrimiento comenzó a hacer aguas.

ZOOM No se entiende la importancia de todo esto si uno no se concentra un momento en la P de la expresión PC.

Personal.

A día de hoy, el hecho de que cada uno de nosotros tenga un ordenador parece darse por descontado, pero no debéis olvidar en cambio que la cosa, hace solo cuarenta años, habría sonado como una locura. Los ordenadores hacía años que existían, pero eran monstruos enormes y albergaban datos en los laboratorios de unas pocas instituciones destinadas generalmente a alguna forma de dominación o supremacía. Pensar que acabarían en vuestros escritorios en aquellos tiempos sonaba como algo realmente visionario. Me atrevería a decir que el auténtico acto genial no fue tanto inventar los ordenadores como imaginar que podían llegar a ser un instrumento personal, individual. En esa idea anidaba la voluntad singular de concederle a cualquier individuo un poder que se había creado para ser de unos pocos. Increíble. Por eso, cuando uno mira una foto de un Commodore 64, además de preguntarse si realmente tenían que adoptar ese color enfermizo, debe entender que allí estaba girando REALMENTE el mundo: no un minuto antes.

• En 1981 se divulga el SMTP, el primer protocolo de mail que, facilitando las cosas, iba a permitir una vertiginosa expansión del correo electrónico [treinta años más tarde, en 2012, los humanos enviábamos 144.000 millones de mails al día: tres de cada cuatro no eran otra cosa que spam]. El primer mail, quede consignado para la crónica, salió muchos años atrás: lo envió en 1971 Ray Tomlinson, un americano de treinta años que había estudiado ingeniería en Nueva York. La adopción de la arroba, pongo por caso, es cosa suya, según he descubierto.

IMPORTANTE Los mails iban de un ordenador a otro utilizando, por decirlo de algún modo, una red de carreteras invisible, de cuya existencia la gente normal, en aquella época, no sabía nada de nada: los que sabían algo sobre el tema lo llamaban Internet. Tenéis que imaginároslo como una especie de Santa Bárbara subterránea: si resistís unas pocas líneas más, veréis la inmensa eclosión que, al cabo de unos años, partiría la corteza terrestre y lanzaría al aire una de las cumbres más fantásticas que la revolución digital haya visto nacer.

1982

• Sube a la superficie, y ya no puede esconderse, la onda de digitalización que inundará el mundo: se comercializa el primer CD de música, es decir, una grabación traducida en formato digital y fijada en un soporte del tamaño de una pequeña sartén. Para lanzarlo al mercado se pusieron de acuerdo Philips y Sony: es decir, Holanda y Japón. El primer CD comercializado contenía, inexplicablemente, una música de una extraña fealdad: la Sinfonía alpina de Richard Strauss. [Por otra parte, el primer CD de música pop lo hicieron los de ABBA.]

1988

• Otra etapa importante de la progresiva digitalización del mundo: después de la música, las imágenes: nace la primera cámara fotográfica completamente digital. La fabrica Fuji, japonesa, evidentemente.

Diciembre de 1990

• Un ingeniero informático inglés, Tim Berners-Lee, inaugura la World Wide Web, y cambia el mundo.

Es, obviamente, un momento histórico. Algo así como medio mundo en el que vivimos nace en ese instante, y esto es algo que seguiría diciendo yo aunque pasado mañana la Web fuera arrasada y sustituida por algo mejor [lo cual está sucediendo, por otro lado]. En la invención de la Web hay un movimiento mental que en poco tiempo se convertirá en una jugada habitual del cerebro de miles de millones de personas: junto con otro par de movimientos sorprendentes, es lo que funda nuestra nueva civilización. Así que concentrémonos. Se impone un solemne paréntesis: es el mejor momento para entender bien las cosas. O, por lo menos: para mí lo ha sido.

Creo que será útil partir de una noticia que no va a gustaros: Internet y la Web son dos cosas diferentes. Lo sé, resulta peliagudo, pero haceos una idea al respecto: Internet nació antes que la Web, mucho antes. Ahora voy a intentar explicaros cómo fueron las cosas.

Todo empezó en los años de la Guerra Fría, de una paranoia de los soldados americanos: cómo poder comunicarse entre ellos sin que los soviéticos metieran sus narices. Trabajaron en el tema y pusieron en marcha, en los años sesenta, una solución bastante genial a la que llamaron ARPANET: en la práctica lograron establecer comunicación entre algunos de sus ordenadores, que físicamente estaban muy alejados entre sí, manteniendo un diálogo mediante un sistema para empaquetar los datos hasta entonces inexistente y creando de este modo una especie de circuito blindado en el que aquellos ordenadores podían intercambiar informaciones sin que los comunistas pudieran tener la esperanza de meterse a leerlos. Todo pasaba, hay que añadir, en una ridícula cantidad de tiempo. Pulsabas una tecla y tu mensaje llegaba al instante al otro lado. Bueno, si no era exactamente al instante, en cualquier caso con una velocidad sorprendente.

Ahora, bastaba con que uno no estuviera hipnotizado por la obsesión de los comunistas para darse cuenta de inmediato de que una solución semejante abría horizontes increíbles, más allá del contexto militar. Algunas universidades americanas que habían cooperado en el desarrollo de ARPANET se percataron de ello, mejoraron esa tecnología y la adoptaron para poner en comunicación los ordenadores de sus investigadores. El 29 de octubre de 1969 de un ordenador de la UCLA (Los Ángeles) salió un mensaje que llegó en tiempo real a la Universidad de Stanford (San Francisco), tragándose 550 kilómetros en un santiamén. El mensaje solo llegó a medias, de acuerdo, pero corrigieron las cosas enseguida y al segundo intento todo fue bien. Tanto fue así que montaron su propio circuito y empezaron a utilizarlo para comunicar todos sus ordenadores. Se enviaban, digamos, cartas (ahora los llamamos e-mails). Pero también investigaciones enteras. O libros. O chistes, me imagino, no lo sé. En cualquier caso, no estaba nada mal.

Lo que pasó entonces fue que muchas otras universidades, algunas grandes empresas y hasta los Estados nacionales se dieron cuenta de la fantástica utilidad del asunto y organizaron cada uno su propio circuito que ponía en comunicación todos sus ordenadores. Vamos a llamarlo con su verdadero nombre: pusieron en marcha su network. Cada uno tenía la suya, y cada network tenía su funcionamiento, sus reglas, sus mecanismos. Eran vasos no comunicantes. Como lenguas diferentes, eso es. No habría pasado nada, y vosotros seguiríais lamiendo sellos, si en 1974 dos ingenieros informáticos americanos no hubieran inventado un protocolo que era capaz de hacer dialogar los formatos de todas las redes del mundo, poniéndolas, como por arte de magia, en comunicación. Prácticamente, un traductor instantáneo planetario: cada uno hablaba en la lengua que le parecía y ese protocolo traducía al instante. No le dieron un bonito nombre [ingenieros...], pero de todas formas vale la pena aprenderlo: TCP/IP. Fue la invención que eliminó las barreras entre las varias network existentes, obteniendo el formidable resultado de poner sobre la mesa, de hecho, una única gran network mundial: alguien la llamó Internet.

Eran los años setenta y –muy importante– todo esto concernía a una cantidad más bien ridícula de personas. Una élite pequeñísima, si pensamos en los números del planeta. La misma élite, obviamente, que tenía acceso a los ordenadores. Era un juego de nicho. El curling tiene hoy, probablemente, más practicantes. Nada de todo esto aparece en nuestra columna vertebral de la revolución digital, que como queda dicho está consagrada a tomar nota de los pasos en que el seísmo afloró a la superficie modificando de verdad la vida de las personas. En esta historia, ese momento empieza a llegar solo en 1990. Tim Berners-Lee, un inglés que trabajaba en el CERN de Ginebra, inventa una cosa a la que llama Web. [Por primera vez vemos la aparición de la vieja Europa en esta historia, en la que todos los héroes –todos– son americanos, y a menudo californianos. Tengo que añadir, para completar la información, que Berners-Lee inventó la Web trabajando con un ordenador americano: se llamaba NeXT y lo producía una compañía californiana de la que es interesante anotar el nombre del fundador: Steve Jobs.]

¿Qué inventó, exactamente, Berners-Lee? No Internet, y eso ya lo hemos entendido bien. ¿Pues entonces? He aprendido que las respuestas posibles a esta bellísima pregunta son muchas, todas ellas imprecisas o incompletas. Añado una más, la mía.

Sea lo que sea la Web, Berners-Lee la inventó realizando tres movimientos precisos.

El primero nace de una pregunta: si con Internet puedo poner en comunicación todos los ordenadores del mundo, ¿por qué contentarme con tan poco? Me explico. Imaginad el ordenador en el escritorio del profesor Berners-Lee y luego imaginaos el estudio donde está ese escritorio. Bien. Ahora mirad alrededor, seguramente veréis muebles, abridlos y concentraos en los cajones, muchos cajones, quizá un centenar de cajones, todos llenos de cosas, proyectos, ideas, apuntes, fotos de las vacaciones, cartas de amor, recetas médicas, CD de los Beatles, colecciones de cómics de Marvel, carnets de cinefórum, viejos extractos bancarios. Y ahora preguntaos: ¿por qué no entrar directamente en esos cajones? ¿Será posible que pueda surcar miles de kilómetros (¡miles!) y luego, al llegar a dos metros de ese cajón (¡dos metros!), no pueda entrar porque me detengo en el ordenador del profesor? Es estúpido. Entonces hablo del tema con el profesor Berners-Lee. Él se queda escuchándome y luego, puesto que sabe cómo hacerlo, inventa un sistema por el que, modificando la estructura de los cajones, me deja recorrer esos dos metros e ir a mirar en su interior. Naturalmente, no está obligado a abrírmelos todos, él elige los que pone a mi disposición, pero cuando los elige entonces se aplica a darles una estructura tal que los ponga a mi alcance, me deje verlos, y remover en su interior, e incluso llevarme lo que me interesa. ¿Cómo lo hace? Duplica el contenido de esos cajones en sendas representaciones digitales que coloca en un lugar que llama, con una sublime simplicidad, lugar: o, para decirlo mejor, sitio. Un sitio web. Lo imagina como un árbol que se extiende con sus ramas en el espacio: cada hoja es una página, una página web. ¿De qué está hecho ese árbol? De representaciones digitales, es decir, textos, imágenes, sonidos que, formateados en lenguaje digital, son almacenados en el ordenador. Una vez allí, por delante de ellos se abre la inmensa red «de carreteras» de Internet. Al servirse de esa red los cajones del profesor Berners-Lee, duplicados en representaciones digitales, se ponen en movimiento: y llegan hasta mí. Mi ordenador. Donde, al final del proceso, encuentro lo que buscaba: las colecciones de cómics Marvel del profesor Berners-Lee [las recetas médicas me interesaban menos].

Notable, es necesario admitirlo.

Aunque, en el fondo, bastante previsible, si no fuera porque el profesor Berners-Lee realiza inmediatamente después un segundo movimiento, este en verdad emocionante: para hacer las cosas más simples y espectaculares PONE EN COMUNICACIÓN TODOS LOS CAJONES ENTRE SÍ. Me refiero a que cuando entro en uno, puedo, sin cerrarlo siquiera, entrar en otro, sin pasar por la casilla de salida. Hago esto gracias a puertecitas que el profesor Berners-Lee pone en marcha y a las que llama link. Son palabras especiales, más que palabras, hiperpalabras, que generalmente aparecen en azul. Hago clic encima y acabo en otro cajón. Como veis, la cosa comienza a ponerse divertida. Si solo una hora antes enviar un e-mail podía parecerme algo extraordinario, ahora que revoloteo por todos los cajones del profesor, limitarme al envío de esas cartitas me parece una congoja inexplicable, un jueguecito de niños. Mucho mejor ponerme a viajar de un cajón a otro, de un sitio web a otro. Sobre todo cuando el profesor Berners-Lee ha decidido hacer la cosa definitivamente divertida realizando el tercer movimiento.

En vez de guardárselo o tratar de venderlo, el profesor (con permiso de su contratante, el CERN de Ginebra) hace público el sistema inventado por él para abrir sus cajones y dice algo muy simple: si lo hacemos todos, y a través de los links unimos todos nuestros cajones, nos encontraremos delante de una formidable telaraña de cajones por los que cualquiera podrá viajar libremente a su antojo, mirando y haciéndose con lo que necesite: obtendremos una World Wide Web, una telaraña tan grande como el mundo, que todos pueden recorrer, en la que todos los documentos del orbe, ya sean textos, fotos, sonidos, vídeos, estarán al alcance de la mano. Luego añade algo irresistible: ah, me olvidaba, será completamente gratis.

Guau.

¿Quién no querría algo semejante?

Nadie, y de hecho aquí estamos.

En 1991 había en el mundo un solo sitio web: el de Berners-Lee.

Al año siguiente, gente de buena voluntad abrió otros nueve.

En el 93 eran 130.

En el 94, 2.738.

En 95, 23.500.

En el 96, 257.601.

Hoy, mientras escribo esta línea, hay 1.000.284.792.

Como comprenderéis, las consecuencias de una avalancha semejante son incalculables. A nosotros nos interesan sobre todo las de tipo mental. Las encontraréis en los Comentarios que siguen a este capítulo. Por ahora, dejemos a un lado esta costilla gigantesca, esta montaña que ha brotado de la tierra, partiendo la corteza de los hábitos de un mundo, y levantándose a ritmos vertiginosos, cada año, en el paisaje de los humanos. Sigue ahí subiendo [durante el tiempo en que he escrito estas líneas han nacido trece mil sitios web, para entendernos]. [De acuerdo, he ido un momento al lavabo, pero de verdad que ha sido solo un momento.] [Y en cualquier caso, durante el tiempo de escribir estos dos paréntesis han nacido otros mil, para que conste.] [¿Que cómo lo sé? www.internetlivestats.com.]

Como iba diciendo. De las consecuencias mentales tendremos ocasión de ocuparnos dentro de un rato. Por ahora ya es un buen resultado archivar esta costilla con la vaga impresión de haber entendido qué es. ¿Vosotros la tenéis? Eso espero. Y volvamos a la columna vertebral. Habíamos llegado a 1990.

1990

• Tim Berners-Lee inaugura la World Wide Web y cambia el mundo.

1991-1992

• Nada realmente notable, que yo sepa. Quizá tenían que recuperarse del shock.

1993

01

• Un grupo de investigadores europeos inventa el MP3. Es un sistema que permite hacer los archivos de audio todavía más ligeros que antes y, por tanto, minimizar su peso digital. Nace un concepto, el de COMPRESIÓN, que más tarde se aplicará a las imágenes fijas (generando el jpeg) y en movimiento (mpeg). La idea consiste en que si encuentras un sistema que elimine en la versión digital de un sonido todas las secuencias numéricas que no son estrictamente necesarias (por ejemplo, las que registran matices sustancialmente inaudibles para el oído humano) lo que acaba en tus manos es un sonido un tanto empobrecido, pero mucho más ligero, por tanto aún más fácil de transportar, de enviar, de almacenar. Ni por asomo podríais oír música con vuestro móvil sin un truco como ese. [Inútil decir que, al instante, el CD comenzó a parecer el resto de una conmovedora civilización pasada.]

• Abre Mosaic, el más usado entre los primeros navegadores que te permitían navegar por la Web. Decisivo. En la práctica, Berners-Lee había inventado un tipo de mundo digital paralelo (la Web), pero no había puesto un servicio inicial, por lo que para moverse era necesario ser exploradores tipo Indiana Jones y, en cualquier caso, unos magos de la informática. El navegador es el conjunto de servicios que pueden llevar a un inútil como yo de viaje por allí dentro sin ningún esfuerzo. Lo instalo en mi ordenador y me permite viajar por la Web sin saber ni siquiera lo que es. [Tengo la idea de que los cruceros son algo por el estilo, pero aplicados al mar Mediterráneo.] El Mosaic fue el primer navegador de cierto éxito, lo montaron dos estudiantes de la Universidad de Urbana-Champaign, Illinois. Ahora ya no existe. Pero los navegadores siguen estando ahí, son fundamentales. Tienen nombres como Safari, Google Chrome, Internet Explorer. Sin ellos la Web seguiría siendo un pijadita para unos pocos ingenieros con mucho tiempo libre que perder.

1994

• Nace en Seattle Cadabra, que no os dirá nada, aunque debería hacerlo porque es el primer nombre de Amazon. La idea consistía en montar una librería online donde pudieran comprarse todos los libros del mundo. En la práctica, sin mover el culo de tu escritorio, encendías el ordenador, elegías un libro, lo pagabas y esa gente te lo llevaba a casa. Era una idea demencial, pero el hombre que la tuvo depositaba evidentemente una gran confianza en una cifra que resulta útil anotar aquí, y que es el índice del crecimiento anual que el número de usuarios de la Web había experimentado el año anterior: + 2.300%. Además de cambiarle el nombre al sitio (un año más tarde), su fundador, Jeff Bezos, se percató bastante pronto de que limitarse a vender libros era una estupidez. Ahora en Amazon podéis compraros hasta un coche. O el secador de pelo.

Otro paréntesis, necesario para recordar bien cómo funcionaban las cosas en aquella época. Documenta la Historia que Jeff Bezos, que necesitaba encontrar fondos con los que financiar los primeros años de Amazon, se dirigió, entre otros, a su padre. Quería convencerlo de que le confiara sus ahorros: parece que estos ascendían a 300.000 dólares. Tuvo que explicárselo todo de pe a pa, por supuesto de un modo convincente. Su padre estuvo escuchándolo y luego formuló la siguiente pregunta: «¿Qué es eso de Internet?»

La pregunta ahora os parecerá cómica, pero en cambio nos ayuda a concentrarnos sobre qué años eran aquellos, que es además el sentido de esta pausa: recordarnos qué años eran aquellos.

En mi caso, por ejemplo, más o menos en esos mismos años me encontraba en Santa Mónica, California, gastándome el primer dinero que había ganado permitiéndome el lujo de escribir en un cuarto de hotel un texto teatral que luego resultaría ser, con gran sorpresa por mi parte, una auténtica bazofia. De vez en cuando, para estirar las piernas, daba un paseo por la Promenade y allí un día hice el bonito gesto de entrar en una librería. Probablemente estaba mirando las tapas de los libros, tomando nota de la supremacía incuestionable de los grafistas americanos, cuando me di de bruces –y esto lo recuerdo claramente– con un tipo de libro cuyo sentido no entendía y cuya posible utilidad ignoraba, pero que me recordó algo que cierto amigo me había explicado. Lo que me puso sobre aviso era el hecho de que el libro parecía ser un catálogo de sitios, o de nombres, o de títulos (no lo entendía bien), pero todos con puntos en medio, con barras //, con siglas, quizá tipo CH, UE, es difícil recordar con exactitud. En resumen, se parecían entre sí y no se parecían a nada que yo conociera. Mi amigo debía de haberme mostrado algo semejante. Ahora sé lo que eran: direcciones de sitios web. Ahora sé que aquel era un libro conmovedor, esto es, una especie de listín telefónico de la Web, las Páginas Amarillas de la Web: el hecho de que lo vendieran en una librería extremadamente cool de Santa Mónica dice mucho sobre el estado neonatal de la revolución digital: no sabían muy bien ni adónde se encaminaban si hacían libros de papel con todos los sitios web escritos en orden alfabético, sobre todo clasificados de modo descorazonador por temas: los de deporte, los de gastronomía, los de médicos. Decidme si no resulta conmovedor. Como un motor de explosión cuya potencia se calculara contando cuántos caballos habrían movido el mismo peso. Son esos momentos aurorales en los que el genio del hombre convive con una forma irremediable de titubeo idiota. Momentos en los que uno, incluso siendo el padre de Jeff Bezos, puede hacer la pregunta «¿Qué es eso de Internet?», sin quedar como un imbécil. En cuanto a mí, compré el libro pensando en regalárselo a mi amigo, pero del mismo modo en que podría haberle regalado una gramática japonesa a un colega excéntrico que estaba estudiando una lengua para mí inútil. De hecho no sabía lo que era un sitio web, y no lo sabía de la manera más radical, y definitiva, y vergonzosa, es decir sin tener la más mínima idea de qué clase de objeto, o de forma, o de identidad se trataba.

La Web no existía en el índice de lo que yo sabía, pero esto era lo de menos: no existía la lógica de la Web, su forma, su ARQUITECTURA MENTAL: yo no solo ignoraba que existía, es que no disponía de las categorías que la habían generado.

Tenía una carrera, me interesa subrayar. Filosofía. Quiero decir con esto que probablemente no era un problema personal mío: todos éramos unos ignorantes, no solo el señor Bezos y yo.

Así que ahora que estamos recorriendo de nuevo con la mirada la columna vertebral de la revolución digital, notamos bajo nuestros dedos las vértebras, una a una, percibiendo lo que realmente eran en aquellos tiempos: cartílagos blandos aún, provisionales, cambiantes. Eran realmente organismos nuevos, en su concepción y en su estructura: materiales ajenos.

Mi amigo ahora escribe libros, muy hermosos, por otra parte. El padre de Bezos no, pero le dio los 300.000 dólares a su hijo. Me da por suponer que le han redituado una hermosa cifra.

Bien. Volvamos a la columna vertebral. Habíamos llegado a 1994. Abre Amazon, pero no es lo único que ocurre.

1994

• IBM saca el primer smartphone. Los teléfonos móviles existían desde mucho tiempo atrás, pero este es el primer teléfono capaz de hacer cosas que un teléfono no debería hacer. Envía e-mails y lleva instalado un videojuego, para entendernos. Seis meses de vida y dejaron de producirlo. Salida en falso. Para ver la aparición de un smartphone en la superficie de los consumos de masa será necesario esperar al menos nueve años más. No sé, exactamente, por qué.

• Nace la PlayStation. La hacen los japoneses de la Sony. La relación con los hijos ya no será la misma. Y tampoco la relación con la realidad, como veremos.

• Nace Yahoo!, y empieza la moda de los nombres estúpidos. En todo caso, un momento histórico. El portal, inventado por dos estudiantes de la Universidad de Stanford (California, USA), hace la cosa más obvia, esto es, elimina la dolorosa necesidad de las Páginas Amarillas en papel que le había regalado a mi amigo: por fin hay alguien que te ayuda a orientarte en Internet y en la Web, y lo hace con un sitio web.

No era tan difícil, después de todo.

1995

• Después de las fotos, las películas. Son digitalizados, esta vez, los audiovisuales. Se pone a la venta el primer DVD. De nuevo es Philips, de nuevo con los japoneses (Sony, Toshiba, Panasonic). Dos años más y el VHS estaba muerto. Amén.

02

• Bill Gates lanza Windows 95, el sistema operativo que convierte todos los ordenadores personales en instrumentos amigables como los Apple, pero mucho menos caros. Ya no hay más excusas para aplazar la entrada en casa de un ordenador. Si no lo tienes, entonces realmente es que no quieres entender...

• Nace eBay y lo hace, también, en California. Mercado abierto a todo el mundo, para poder comprar y vender cualquier cosa. Lo primero fue un puntero láser roto.

1998

03

• Gran Final. Dos estudiantes de veinticuatro años de la Universidad de Stanford (Serguéi Brin y Larry Page) lanzan un motor de búsqueda al que le ponen un nombre idiota: Google. Hoy es el sitio web más visitado del mundo. Cuando lo imaginaron había poco más de seiscientos mil sitios web: encontraron el modo de permitirte encontrar, en menos de un segundo, todos los que contenían una receta de lasaña, y de soltártelos por orden de importancia. (La lasaña es solo un ejemplo: funcionaba también si buscabas prótesis de cadera.) Lo más sorprendente es que sigue siendo capaz de hacerlo ahora que los sitios son más de 1.000.000.200. Para utilizar una metáfora del siglo XVI, si los navegadores te proporcionaban los barcos de vela para viajar por el gran mar de la Web, si los portales como Yahoo! te indicaban rutas y peligros, esos dos tipos encontraron de golpe el sistema para calcular la longitud y la latitud, y pusieron al servicio de todos los navegantes un mapamundi en el que estaban todos puertos del planeta, ordenados por importancia, comodidad y vocación comercial. Eran capaces de decir en cuáles se comía mejor, en cuáles el precio de la pimienta era más bajo y en cuáles eran mejores los burdeles. No os asombraréis al saber que actualmente su marca, Google, es la más influyente del mundo [sea lo que sea que quiera decir esto].

También aquí, más allá de las incalculables consecuencias económicas, asistimos a la introducción de algunos movimientos mentales que resultarán ser decisivos para trazar el perfil de la nueva civilización que estaba naciendo. Variaciones de cualquier lógica conocida, y posiciones mentales que nunca fueron vistas: lo nuevo absoluto. Será interesante hablar del tema en los habituales Comentarios a los que ya me he referido. Por ahora quedémonos aquí y miremos lo que tenemos delante de los ojos.

Screenshot final

¿Veis la columna vertebral, la cadena montañosa? Es la época clásica de la revolución digital. Los Space Invaders no eran más que una primera colinita, más que nada simbólica: estas ya son montañas de verdad. Bastante espectaculares, hay que admitirlo. ¿Queremos intentar entenderlas de una forma sintética, tan sencilla que incluso un niño lo entendería [es un decir]? Sí, queremos. Pues veamos:

La revolución digital nace en tres largos gestos que delimitan un nuevo campo de juego.

A. Digitalizar textos, sonidos e imágenes: reducir a estado líquido el tejido del mundo. Es un gesto que va del CD al DVD, pasando por el MP3: de 1982 a 1995. Más o menos la misma época del PC.

B. Hacer realidad el Ordenador Personal. Es un gesto que viene de lejos y que se hace realmente visible a mediados de los años ochenta –con los tres PC mencionados– e irreversible a mediados de los años noventa –con la llegada de Windows 95.

C. Poner en contacto todos los ordenadores, ponerlos en red. Es un gesto que empieza con ARPANET en 1969 y, pasando a través de la invención de la Web, llega a la línea de meta en 1998 con la invención de Google.

Llegados a este punto, sinteticemos: lo que hemos hecho, en la época clásica, ha sido reducir al estado líquido los datos que contenían el mundo (A), construir una tubería ilimitada por la que ese líquido podía correr a una velocidad vertiginosa y salir a borbotones en todas las casas de la gente (C) e inventar grifos y lavabos muy refinados que pudieran hacer de terminales de ese inmenso acueducto (B). En 1998 el trabajo había terminado. Era mejorable, pero había terminado. Lo que podemos decir sin miedo a equivocarnos es que un humano occidental, sentado delante de su PC, cualquier día de 1998, estaba sentado delante de un grifo bastante fácil de usar gracias al que accedía a un acueducto colosal: es importante señalar que no solo podía obtener agua cuando quería, sino que también podía a su vez meter agua para ponerla en circulación. O gaseosa, naturalmente. Whisky, si le apetecía. Bastante increíble. Como situación era completamente nueva, y ahora es particularmente importante –además de divertidover con exactitud cuáles fueron las primeras acciones que el ser humano llevó a cabo cuando se vio en esa situación y puso sus manos en ese grifo.

En esencia, utilizó ese enorme acueducto para poner tres cosas en circulación: informaciones personales (mails, investigaciones), mercancías (Amazon, eBay, videojuegos) y mapas del acueducto (Yahoo!, Google). Naturalmente, si volviéramos a esos años, con detalle, encontraríamos una cantidad casi infinita de usos de Internet: pero si ahora debemos verificar la columna vertebral, y tomar nota solo de las formaciones geológicas que nacieron entonces y que luego realmente llegarían a ser montañas, lo que vemos es sencillo: mapas, mercancías, documentos.

No habría sido posible decir algo muy distinto de los primeros navegantes que abrieron las grandes rutas intercontinentales en el siglo XVI. Una estrategia muy tradicional, en consecuencia. Una apertura clásica, la llamaríamos en el ajedrez. También en su movimiento más recóndito y, al final, más importante. Había otra cosa que los comerciantes marinos del siglo XVI llevaban alrededor del mundo: Dios. Misioneros. Una cierta way of life. Cierto modo de estar en el mundo. Lo mismo hace la revolución digital: empieza a sedimentar cierto modo de estar en el mundo. Representaciones mentales. Movimientos lógicos que no se conocían. Una idea diferente de orden, y de contacto con la realidad. No exactamente una religión, sino algo que está cerca: UNA CIVILIZACIÓN.

Podemos reconocerla si intentamos observar de cerca esos primeros movimientos –hallazgos arqueológicos– y estudiarlos: en esos gestos hay algo que se reproduce constantemente, casi unos rasgos somáticos comunes, a veces unos tics que se repiten igual. Los indicios de una cierta mutación. Las huellas de humanos hechos de una forma extraña, nunca vista.

Si queréis saber más sobre el tema, entreteneos un rato leyendo los Comentarios que siguen: resulta fascinante. Interrumpe un poco el ritmo de nuestra reconstrucción de la columna vertebral digital, pero también ayuda a entenderla de verdad.

Por otra parte, ahora que lo pienso, también cabe la posibilidad de lanzar el libro a la estufa, en cualquier caso. Lo entiendo y paso, haciendo caso omiso, a los Comentarios. Adoro ese nombre un tanto vintage.

COMENTARIOS A LA ÉPOCA CLÁSICA

Ocaso de las mediaciones

La utilidad de reconstruir la columna vertebral de la revolución digital es que luego puedes ir y excavar en esas montañas. Como un geólogo, como un arqueólogo. ¿En busca de qué?

Fósiles. Huellas dejadas por esa gente. Indicios.

El primero lo encuentras casi de inmediato, hasta un niño lo vería: SE TRATABA DE ORGANISMOS QUE SE SALTABAN PASOS Y BUSCABAN UN CONTACTO DIRECTO CON LAS COSAS. Tenían esa forma de moverse: se saltaban pasos.

CONTACTO DIRECTO. Mirad las mercancías, que es lo más sencillo: al vender libros online, Amazon se saltaba un paso, dejaba en fuera de juego la librería [en realidad, se saltaba más de uno, pero centrémonos en el más visible]. eBay incluso hacía más: se saltaba todos los pasos, anulaba todas las tiendas, sobre el papel también aniquilaba a Amazon: la mercancía corría directamente entre una persona y otra: ningún mediador, los comerciantes son expulsados.

Igual de lineal era el camino del mail: directamente de quien lo escribe a quien lo lee: ¿dónde se habían metido el cartero, el sello, el mítico sistema postal? Aparentemente, en la nada. ¿Sobres, papel de cartas? Puf. También Google, y en el fondo de una forma más clamorosa, aniquilaba los pasos intermedios: ya no existía una casta de sabios que sabía dónde se encontraba el saber: el que lo sabía era un algoritmo que saltaba invisible y te llevaba directamente a lo que buscabas.

Esto era un fenómeno nuevo. Saltarse los movimientos no estaba previsto en ninguna apertura clásica. De manera que vale la pena mirarlo todavía más de cerca.

MAREAS. Es interesante fijarse en lo que queda sobre el tablero cuando sacas de en medio todas las mediaciones que puedes. A simple vista, queda una especie de GESTOR DE LA MESA, alejado, casi legendario, que habilita a los jugadores para utilizar las casillas que tienen delante, gobierna la funcionalidad del sistema, dirige el tráfico y obtiene de una manera u otra su beneficio: eBay, pongamos por caso. O Yahoo! Es una entidad bastante impersonal, o al menos suprapersonal (más que un individuo, es una nebulosa de individuos). A menudo es incluso un algoritmo, como en el caso de Google, o un protocolo informático, como en el caso del mail. Es poco más que un sistema de reglas, un espacio organizado, un tablero limpio, un campo vagamente abierto y controlado por alguna entidad bastante remota. La impresión de libertad es notable, es inútil negarlo.

Pero si se observa mejor aún, se notará que en el aparente vacío de ese campo abierto aflora el dibujo reconocible de una nueva fuerza, tan nueva que en un primer momento es difícil enfocarla bien: son como corrientes, apenas perceptibles. Mareas. Son generadas por los movimientos de los usuarios que están circulando en ese espacio. Los compradores de Amazon, pongamos por caso. O los que utilizan Google como buscador. Se mueven, viajan y dejan huellas. Desde el primer momento, los gestores de esos espacios abiertos se percataron de que esas huellas eran importantes: de manera que prestaron mucha atención a no borrarlas, es más, aprendieron a registrarlas y organizarlas para hacerlas legibles: y empezaron a utilizarlas, a darles un valor. El caso más clamoroso es Google. Querían indexar y jerarquizar las páginas web donde encontrar lo que buscabas, un propósito más que lógico, casi obvio. Lo difícil era cómo elegir las páginas que se debían colocar en cabeza de la clasificación, las que serían señaladas como las mejores. La lógica tradicional habría sugerido contratar a expertos que de vez en cuando indicaran cuáles eran los mejores sitios: pero Google trabajaba con tales cifras que eso no podía proponerse y, sobre todo, ya estaba más allá de una lógica como esa –instintivamente apuntaba a saltarse pasos y mediaciones, buscando un contacto directo con el mundo–. Así que nada de expertos. ¿Y entonces? Entonces hicieron uno de esos movimientos revolucionarios que realmente se encuentran en el seno de la mutación que estamos estudiando: decidieron que serían las elecciones de los distintos usuarios las que sancionaran qué era lo mejor y qué era lo peor: trazando el camino en la Red de cada usuario se captaban unos flujos más intensos y otros más débiles, y esa iba a ser, con pocas correcciones, la geografía del saber. EL MEJOR LUGAR ERA ESE AL QUE IBA MÁS GENTE. Resultado: hoy Google, que en sí mismo no es experto en nada, es consultado como si fuera un oráculo porque es capaz de dar cuenta, al milímetro, del juicio de millones de personas. Donde podéis ver establecido un principio que luego será decisivo: la opinión de millones de incompetentes es más fiable, si uno es capaz de leerla, que la de un experto.

Lo que podemos decir, pues, es que donde desaparecen los libreros, los carteros, los comerciantes, los expertos y, en resumen, cualquier forma de sacerdote, permanece la presencia vigilante de un sistema remoto y, a veces, las corrientes generadas por flujos colectivos de enormes dimensiones. Se genera una especie de EFECTO MAREA: el individuo concreto nada libremente en un mar protegido y organizado en el que no hay sacerdotes tocando las pelotas, pero donde corrientes creadas por inmensas mareas colectivas lo engloban sin que él casi lo note. Una mosca que volara alegremente en el compartimento de un tren en marcha no haría un viaje muy diferente. ¿Podríamos decir que vuela libremente? Ella no lo sé, con sinceridad, pero si vuelvo a centrarme en los humanos de esa nueva civilización, y en su tendencia a saltarse las mediaciones y a buscar un contacto directo con el mundo, creo que podría decirse que al menos volaban con cierta dosis de libertad, equivalente al menos a la que tenían antes de la revolución digital. En aquel entonces, en los tiempos de lo analógico, las mareas estaban constituidas por flujos ideológicos masivos a los cuales era esencialmente imposible sustraerse (la Iglesia o el Partido, pongamos por caso); en la época clásica de la revolución digital están formadas por movimientos de masas que vienen señalados con regularidad por los jugadores dominantes de la revolución: resulta difícil decir qué es preferible. Pero llegará el momento de hacerlo, y será fascinante. Por ahora me limito a evidenciar un efecto, de enorme alcance, que ha generado el deseo de contacto directo con el mundo: el ocaso de los sacerdotes.

DESTRUCCIÓN DE LAS ÉLITES. Si te saltas las mediaciones, dejas fuera de juego a la casta de los mediadores y, a largo plazo, aniquilas a todas las viejas élites. El cartero, el librero, el profesor universitario: todos ellos sacerdotes, aunque de modo diferente; todos ellos miembros de una élite a la que solía reconocérsele una determinada competencia, una autoridad y, en definitiva, cierto poder. Si organizo un sistema que los deja fuera de juego, sustituyéndolos por ambientes protegidos en los que pongo en contacto directo a los hombres y las cosas, y empujo a todo el mundo a flotar en mareas generadas por una inescrutable inteligencia de masas, hago realidad algo de la época: un mundo aparentemente sin élite, un planeta a tracción directa, donde la intención y la inteligencia colectivas se convierten en acción sin tener que pasar por autoridades intermedias. La consecuencia inevitable es que en un número significativo de personas se va abriendo paso la convicción de que puede prescindirse de las mediaciones, de los expertos, de los sacerdotes: muchos llegan a la conclusión de que han sido engañados durante siglos. Miran a su alrededor y, animados por una cierta vena comprensible de resentimiento, buscan la próxima mediación que debe destruirse, el próximo paso que saltarse, la próxima casta sacerdotal a la que inutilizar. Si has descubierto que eres capaz de prescindir alegremente de tu agente de viajes, ¿por qué no empezar a pensar en echar al médico de familia? En un ámbito que está ampliamente sobrevalorado como es la política, la presente inclinación de los electores hacia determinada forma de liderazgo populista que tiende a saltarse la mediación de los partidos tradicionales y, en el fondo, también los razonamientos, puede dar una idea particularmente clara del fenómeno. Pero se trata, como digo, solo de un ejemplo, y ni siquiera del más importante.

RESUMEN. Desde su época fundacional, clásica, la columna vertebral de la revolución digital da fe de organismos con un instinto elevadísimo de instalar un mundo a tracción directa, saltándose todos los pasos posibles y reduciendo al mínimo las mediaciones entre el hombre y las cosas o entre un hombre y otro. El individuo, bastante libre en su avance, casi carente de referencias-guía, acaba tomando como referencia los millones de huellas dejadas por otros individuos, porque es capaz de leerlas, de organizarlas, de traducirlas en datos ciertos. Se generan entonces mareas en donde flota la natación libre de cada individuo. Al final de este proceso, el hombre experimenta una vida en la que ha logrado prescindir de los sacerdotes, de los expertos, de los padres. La encuentra hermosa. OBTIENE UNA REJUVENECIDA CONCEPCIÓN DE SÍ MISMO.

Desmaterialización

Volvamos un momento atrás, a los Space Invaders. A la secuencia futbolín/millón/videojuego. Existía ese deslizamiento progresivo hacia una realidad carente de fricciones, esa disolución de los gestos, ese movimiento progresivo hacia algo cada vez más inmaterial. Ahora podemos decir que esa misma sensación se encuentra, con cierta regularidad, en todas las costillas de la época clásica.

La digitalización diluía los datos, haciéndolos ligerísimos e inmateriales. Textos, sonidos e imágenes quedaban en una nada que era posible convocar desde la nada gracias a instrumentos que eran cada vez más pequeños: como si hubieran querido retirarse de la realidad y ocupar cada vez menos mundo físico. Entretanto, los ordenadores desmaterializaban prácticamente el mundo, restituyéndolo todo en una pantalla que podía gestionarse pulsando teclas y moviendo un ratón (que, al revelarse más tarde como demasiado material, desapareció en la nada). Por otra parte, escribir y enviar una carta se habían convertido ya en gestos completamente factibles mientras uno estaba sentado y tecleando. La compra de un libro en Amazon o de una bicicleta usada en eBay era un proceso que solo a la entrega de la compra desembocaba en una verdadera realidad, material, tangible: de entrada todo pasaba por la materialidad de procesos que también podían ser una pura fábula y mediante representaciones de los objetos que, en cuanto tales, podían ofrecer poco más que su bonachona imagen. Por no hablar de la PlayStation, que hacía realidad el sueño visionario de los marcianitos, convirtiendo el acto de pilotar un coche de carreras (o de dispararle a la cabeza a una viejecita, o de lanzar un penalti) en una experiencia bastante real, a condición de no serlo en absoluto. Y, naturalmente, para terminar: la propia Web, como antes el mismo Internet, era, y es, una entidad que se percibe como sustancialmente INMATERIAL, seguramente «real», pero no como lo eran las redes ferroviarias e incluso las rutas marinas: ¿tiene peso?, ¿ocupa espacio?, ¿está en un lugar?, ¿puede romperse?, ¿tiene límites? Preguntas a las que por regla general no se sabe responder. ¿De qué estaban hechos los marcianitos, por otra parte? ¿Alguno de nosotros lo sabía? No.

Desmaterialización.

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