The game
1981-1998. DEL COMMODORE 64 A GOOGLE:
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Voy a intentar traducirlo. [Cuando digo esto no quiero decir que estoy a punto de traducir a una lengua sencilla de manera que lo entendáis vosotros también, pobres idiotas: intento traducírmelo a mí mismo, intento convertir una colección de datos en una figura utilizable, en la rotundidad de un significado completo.] Voy a intentar traducirlo, como venía diciendo. A partir de la época clásica de la revolución digital, zonas cada vez más amplias del mundo real se hacen accesibles a través de una experiencia inmaterial. Hablamos de una experiencia en la que los elementos materiales se han reducido al mínimo. Es como si el instinto de esos primeros organismos fuera, desde siempre, delimitar el contacto con la realidad física, para hacer más fluida, más limpia y más agradable la relación con el mundo, con las cosas, con las personas. Es como si se les hubiera metido en la cabeza recoger la cosecha entera de la realidad y almacenarla en graneros que reducían su peso, hacían más simple su consumo y preservaban su valor nutritivo frente a cualquier invierno o asedio. Es como si buscaran aislar en todas las ocasiones la esencia de la experiencia y traducirla a un lenguaje artificial que la pusiera a salvo de las variables de la realidad material. Es como si tuvieran la urgencia de fundir toda su propia riqueza en oro ligerísimo, fácil de esconder, fácil de transportar, tan blando que fuera capaz de adaptarse a cualquier escondrijo, tan irrompible que fuera capaz de sobrevivir a cualquier explosión.
La pregunta surge de forma espontánea: ¿de qué tenían miedo? ¿De quién estaban huyendo? ¿Se estaban preparando para una civilización nómada? Y si así era, ¿por qué?
Humanidad aumentada
Si existía una tendencia a desmaterializar la experiencia y a diluir el mundo en formas más ligeras, nómadas, la Web encarna, en esa tendencia, el momento más álgido, más claro y más visionario. Realmente vale la pena mirarlo de cerca hasta entenderlo mejor.
Una buena manera es la de ir a mirar la primera página web de la historia: aquella en la que el profesor Berners-Lee explicaba lo que era la Web. Es una maravillosa pieza de arqueología. Podéis encontrarla aquí: info.cern.ch/hypertext/www/TheProject.html.
La definición de lo que es la Web (no para nosotros, sino para un mundo que no tenía la menor idea de lo que era) es de VEINTIUNA PALABRAS. Toda la primera página no llega ni a doscientas palabras (ligereza, brevedad: del campo del futbolín a las dos teclas de los Space Invaders). En compensación, en la sexta palabra (hypermedia) ya cambia el color de los caracteres y las letras aparecen en azul, subrayadas. Haciendo clic sobre ella se acaba en otra página, esta también muy concisa. La primera línea ofrece en diez palabras la definición de lo que es un hipertexto: un hipertexto es un texto que no está obligado a ser lineal. Fantástico. Un texto libre de las cadenas de la linealidad. Un texto compuesto en telaraña, en árbol, en hoja, di lo que tengas que decir como diantres te parezca. Un texto que estalla en el espacio y ya no gotea de izquierda a derecha, de arriba abajo. Mientras entiendes lo que es, ya estás dentro, te estás moviendo como él: sigues haciendo clic en esas palabras azules y esto te proporciona una trayectoria oblicua, laxa, rápida, que gira casi sobre sí misma, en un movimiento que no conocías. Deambulando de esa manera y experimentando una ligereza nunca antes sentida, te cruzas con frases que le dan un nombre a lo que estás sintiendo. Una muy bella es: No hay una clasificación en la Web. Puedes mirarla desde muchos puntos de vista. A una civilización que durante siglos había sido acostumbrada a buscar la estructura del mundo poniéndolo en columna de lo alto a lo bajo, o a afrontar los problemas ordenándolos del más grande al más pequeño, ese hombre estaba diciendo que la Web era un mundo sin un principio o un final, sin antes ni después, sin arriba ni abajo –podías entrar por cualquier lado, y siempre sería la misma puerta principal, y nunca la única puerta principal–. ¿No veis el reflejo de una grandiosa revolución mental? No se trataba únicamente de una cuestión técnica, de ordenación del material: era una cuestión de estructura mental, de movimiento de los pensamientos, de uso del cerebro. Hay otra frase que a mí me parece decisiva, en su deslumbrante sobriedad: Hipertextos e hipermedia son conceptos, no productos. Qué bien conocía a sus retoños, el profesor Berners-Lee, sabía que era necesario decírnoslo bien clarito, en términos explícitos: esto es una forma de pensar, no es un instrumento que te compras y luego usas mientras sigues pensando de la misma forma que antes. Es una forma de mover la mente, y es tu responsabilidad elegirla como tu manera de mover la mente.
A quien elegía esa forma, la Web le proporcionaba una sensación que hay que consignar aquí como fundamental y que traza quizá la diferencia más evidente entre Internet y la Web. De una manera u otra, Internet, por muy de ciencia ficción que pudiera parecer, remitía a un esquema de experiencia bastante tradicional: yo estoy aquí, cargo cierta información o mercancía en un determinado medio de transporte, y esta llega a otro ser humano en la otra punta del mundo, en un momento. Bonito, pero un telégrafo, con todos sus límites, en el fondo no te ofrecía, mentalmente, una experiencia muy distinta. Las cosas cambian de manera drástica cuando te pones a navegar en la Web. Ocurra lo que ocurra realmente dentro del vientre tecnológico de la Web, la impresión, al viajar, es que eres TÚ quien se está moviendo, no las cosas: eres tú quien puede acabar en un instante en la otra punta del mundo, mirar a tu alrededor, robar lo que te apetezca, chapotear en todas direcciones, pillar lo que quieras y volver para casa a la hora de cenar. De hecho se dice enviar un mail con Internet (yo me quedo aquí, es él el que viaja), pero se dice navegar en la Web (soy yo quien se mueve, no el mundo el que se desplaza). Es una diferencia que significa muchísimo en términos de modelos mentales y de percepción de uno mismo. Toda la revolución digital, como ya hemos aprendido, tenía esta pequeña manía de disolver el mundo en fragmentos ligeros, rápidos, nómadas, pero es fácil percatarse de hasta qué punto la Web ha subido extraordinariamente la apuesta: ¡no se limitaba a desmaterializar las cosas, también desmaterializaba a la gente! Técnicamente, no hacía más que permitir que viajaran paquetes de datos digitales; pero a nivel de sensaciones, de impresiones, lo que hacía era hacernos a nosotros ligeros, rápidos, nómadas: igual que esos datos. Bastaba con apagar el ordenador y uno volvía a ser el paquidermo de antes, pero mientras estábamos en la Web éramos animales con el mismo diseño que nuestros productos digitales, con la misma técnica de caza.
El asunto tiene una consecuencia que puede parecer siniestra, pero que por ahora quisiera proponer que se considerara con la debida calma. De hipertexto en hipertexto, el hombre que viajaba por allí dentro acababa teniendo una percepción de sí mismo como de HIPERHOMBRE. No quisiera que entendierais esto en términos vagamente nazis o dignos de un cómic de Marvel: no es que uno se sintiera Dios en la tierra o un superhéroe con superpoderes. Es que uno se sentía un hiperhombre: UN HOMBRE QUE NO ESTABA OBLIGADO A SER LINEAL. A permanecer anclado en un lugar mental. A dejarse dictar por el mundo la estructura de sus pensamientos y los movimientos de su mente. A entrar siempre por la puerta principal.
Un hombre nuevo, diría alguien. Y es aquí, exactamente aquí, donde la revolución digital empieza a permitir que se perciba el hecho de que es hija de una revolución mental. Por primera vez vemos salir con claridad a la superficie la hipótesis de que UN HOMBRE HECHO DE FORMA DIFERENTE está en el origen de la elección digital: y que UN HOMBRE HECHO DE FORMA DIFERENTE será con toda probabilidad el resultado.
Un paso cuya importancia hace época.
Vamos a esforzarnos para tomarlo, por ahora, como un paso inocente: lo era. Era la perspectiva de una especie de HUMANIDAD AUMENTADA. Olvidémonos por un momento de Twitter, Facebook, WhatsApp, e incluso de la inteligencia artificial: ya llegaremos, pero por ahora olvidémonos de ello. En esa época no existían: en esa época se tenía esa sensación de ser humanos aumentados, sin estar ya obligados a movimientos rígidos, complicados, lentos. Tenéis que intuir la inesperada disolución del mundo y el desvanecimiento de cualquier forma de fricción. La libido de Space Invaders. Lo único es que ya no se trataba de un juego. Ahora se trataba de la vida.
¿De qué muerte estaban huyendo cuando decidieron vivirla de esa forma nunca antes vista?
Ultramundo
No solo la Web aludía a una especie de HOMBRE NUEVO, sino que incluso le abría por delante su hábitat natural. Y aquí nos encontramos ante el auténtico quid de la cuestión.
¿Qué hacía la Web, dicho en palabras supersimples, que las pueda entender hasta un niño? CREABA UNA COPIA DIGITAL DEL MUNDO. No la creaba en ningún laboratorio elitista, la obtenía sumando los infinitos pequeños gestos de todos sus usuarios: era una especie de ULTRAMUNDO que brotaba desde el modesto artesanado de cualquiera. Si podía parecer un tanto artificial, en compensación era INFINITAMENTE MÁS ACCESIBLE. Las credenciales que se pedían a la entrada eran irrelevantes: bastaba con ser capaz de comprar un ordenador y a partir de entonces parecía que no existían obstáculos, ni económicos ni culturales: el movimiento en el ultramundo era libre y gratuito. Una locura.
Además, esa copia del mundo organizada por la Web ofrecía un tipo de realidad que parecía mucho más inteligente que la que uno podía ver cada día: era posible viajar en todas direcciones, moverse con gran libertad, organizar el material de la experiencia según infinitos criterios, y hacer todo esto en un tiempo increíblemente rápido. En comparación, la realidad verdadera, el primer mundo, era un lugar lento, complicado, lleno de fricciones y sostenido por un orden obtuso. Un futbolín comparado con un videojuego.
Por muy arriesgado que pueda parecer, creo que debemos ir más allá y admitir que, en el modelo mental que proponía, el ultramundo de la Web prometía algo más en consonancia con nuestras capacidades, me atrevo a decir más NATURAL. Si nos fijamos atentamente, el sistema de los links reproducía el genial funcionamiento de algo que conocemos muy bien: NUESTRA MENTE. Que a menudo se ve obligada a avanzar en sentido lineal, pero que probablemente no ha nacido para moverse así. Si la dejamos en libertad, lo que hace es moverse abriendo links de manera continua, manteniendo muchas ventanas abiertas de forma simultánea, sin llegar a profundizar en nada porque tiene tendencia a desplazarse sin detenerse de manera lateral hacia otra cosa, y conservando en algún disco duro la memoria y el mapa de todo ese viaje. Si pensamos solo en el esfuerzo que debe hacer un niño para concentrarse en una tarea, en una operación matemática, en la lectura de una página de libro, queda irremediablemente claro que, si no fuera obligada a ser lineal, esa mente se movería en cambio de una forma muy parecida a la que la Web sugiere. En el pasado, este modo de moverse fue estigmatizado, de manera irremediable, como una técnica mental incapaz de resolver problemas y de poner en movimiento la experiencia; sin embargo, la Web estaba ahí para decirnos que, por el contrario, es precisamente moviéndose de esa manera, no lineal, como podríamos solucionar un montón de problemas y tener una experiencia singular pero significativa del mundo. No solo lo decía: bastaba con aceptar navegar un rato y te lo demostraba. El asunto no podía pasar inadvertido: te estaban diciendo que ese anárquico, indisciplinado, instintivo gilipollas que estaba en tu interior no valía menos, como explorador, que ese oficialillo de marina que el colegio te sacaba del interior cada mañana. Con la condición –este es el quid– de aceptar que existían otros océanos, en los que la realidad se había duplicado y convertido en un formato distinto y más adecuado a tu mente: era por esos por donde tenías que navegar. Por las aguas del ultramundo.
En estos rasgos utópicos suyos –ofrecer a los humanos un campo de juego más acorde con sus capacidades instintivas y más accesible a quien quisiera jugar– la Web llevaba a cabo impulsos que hacía ya mucho tiempo que existían: podemos reconocerlos en procesos que no tenían nada de digital, pero que intentaban obtener el mismo resultado que la Web forzando las costumbres del mundo verdadero, no de una copia suya. Voy a citar cuatro, únicamente para entendernos: les debemos una especie de fantástica Web ante litteram, predigital. Aquí están (los datos se refieren a Europa, Estados Unidos es una historia aparte):
– los supermercados en los años cincuenta,
– la televisión a partir de los años sesenta,
– el fútbol total de los holandeses en los años setenta,
– los vuelos low cost en los años ochenta.
No resulta difícil comprender que la Web aprendió algunas cosas de los cuatro. Había una mezcla de accesibilidad, libertad y velocidad en esos modelos que había roto con décadas de sistemas bloqueados, lentos y selectivos. En ellos se disolvía una cierta rigidez del mundo, y ámbitos enteros de la experiencia (hacer la compra, pasar el rato, recibir información, jugar a fútbol, viajar) parecían haberse liberado de pronto de ataduras inútiles y perjudiciales. También en estos casos, una cierta pérdida de calidad, y hasta de realidad, cabía contabilizarse: en los aviones de Ryanair los asientos ni siquiera estaban numerados, en el súper Esselunga tenías que olvidarte de que el comerciante te preguntara cómo le iba el colegio a tu hijo, la selección holandesa no ganó prácticamente nada y la televisión, comparada con el teatro, la ópera o incluso el cine, era una experiencia que sabía a premio de consolación. A pesar de todo, la llamada era irresistible, y el asunto tenía que ver con cierta apertura de horizontes, la pulverización de numerosas reglas, la devastación de estúpidos bloqueos mentales y la reivindicación de una nueva igualdad. La Web heredó de una manera inconsciente ese empuje ideal y lo llevó hasta el triunfo sirviéndose de una estrategia tan genial como arriesgada: en vez de intentar modificar directamente el mundo, maniobró para pillarlo por la espalda, por sorpresa, y con un gesto de incalculables consecuencias invitó a todos a duplicarlo, a representarlo a través de miríadas de páginas digitales, organizando de este modo una copia por donde sería posible volar por unos céntimos como hacían los aviones de Ryanair, jugar en todas las zonas del campo como jugaba Cruyff, hacer llegar el planeta a nuestra sala de estar como era capaz de hacer la televisión y deambular por las mercancías del mundo empujando el carrito de Esselunga hasta los confines del planeta. Era, obviamente, un movimiento irresistible. Jaque mate.
Podría decirse, si aplicara la lógica ingeniosa del MP3 a la materia incandescente de la experiencia, que la Web ofreció a la gente una versión comprimida del mundo: al reescribir lo creado en una lengua más adecuada para ser leída por los seres vivos, restituía lo existente a un formato capaz de derribar las murallas que hacían que la experiencia fuera un producto de lujo. De este modo, cambió de manera irreversible el formato del mundo: y aquí de verdad os suplico que apaguéis el móvil, os bajéis del ciclomotor, dejéis a la novia un momento y me regaléis un minuto de concentración. Veamos: de este modo, cambió de manera irreversible el formato del mundo.
Esto hay que entenderlo bien.
¿Qué son esos millones de páginas web que actualmente residen en un no-lugar virtual, pero al lado del mundo verdadero? Son un segundo corazón, que bombea realidad, al lado del primero. Es este el verdadero gesto genial llevado a cabo por la Web:
dotar al mundo de una segunda fuerza motriz, imaginando que el flujo de la realidad podría circular por un sistema sanguíneo en el que dos corazones bombeaban armónicamente, el uno al lado del otro, el uno corrigiendo al otro, el uno sustituyendo rítmicamente al otro.
Entendedme: no estoy diciendo que el hábitat del hiperhombre digital sea el ultramundo de la Web. La cosa es mucho más sofisticada. Su hábitat es un sistema de realidad con una doble fuerza motriz, donde la distinción entre mundo verdadero y mundo virtual se convierte en una frontera secundaria, dado que uno y otro se funden en un único movimiento que genera, en su conjunto, la realidad. Ese sí que es el campo de juego del hombre nuevo, el hábitat que se ha construido a medida, la civilización que ha cristalizado a su alrededor: es un sistema en el que mundo y ultramundo giran uno dentro de otro, produciendo experiencia, en una especie de creación infinita y permanente.
Es el escenario en el que vivimos en la actualidad. Inaugurado a principios de los años noventa, y llegado hasta nosotros a través de un sinfín de pequeñas mejoras que poco a poco descubriremos. Y el juego que nos aguarda cada mañana: no saber las reglas del mismo puede llevarnos a fracasos grotescos.
Webing
Organizar un ultramundo digital y ponerlo en rotación con el primer mundo, hasta organizar un único sistema de realidad basado en una doble fuerza motriz. Aprendido este truco de la Web, lo reproducimos más tarde en formas diferentes, muchas de las cuales guardan escasa relación con la Web. Pongamos por caso, no se entra en la Web para jugar a FIFA 2018, ni cuando enviamos un mensaje por WhatsApp, ni mucho menos mientras leemos un libro en el Kindle; no estamos en la Web cuando buscamos en Tinder a alguien con quien ir a cenar [eufemismo] ni tampoco cuando abrimos Spotify en nuestro smartphone. Y, sin embargo, todos estos actos no son más que variantes de ese gesto revolucionario que fue inventado por la Web: rebotar entre el mundo y el ultramundo digital, trazando un entramado al que legítimamente llamamos REALIDAD. En este sentido, el curioso malentendido que nos lleva a definir todo como Web y pasar de puntillas hasta por la diferencia que existe entre la Web e Internet revela una percepción infantil que, en el fondo, da en el blanco: sentimos que de una manera u otra todo lo que hacemos es WEBING, que sigue siendo WEBING cuando producimos realidad haciendo girar los dos corazones del mundo, sigue siendo WEBING ese paso nuestro por el ultramundo de las Apps para gestionar mejor nuestra vida material. Navegamos continuamente, y esta es nuestra forma de vivir, de producir sentido, de desmenuzar experiencia. En esto somos realmente una humanidad inédita, y lo éramos ya en el amanecer de la revolución, cuando a la luz auroral de la época clásica pusimos las bases de ese movimiento.
Si queremos condensar nuestro modo de vivir en una definición simple y definitiva, que podamos llevar en el bolsillo para los momentos difíciles, resulta muy útil volver atrás, hasta un indicio que habíamos vislumbrado en los Space Invaders, ese inocente jueguecito. ¿Os acordáis de aquella postura? Hombre-teclado-pantalla. No era más que un modo de estar físicamente en el espacio, pero tenía algo de revolucionario. Ahora sabemos que compendiaba un gesto bastante complejo: poner en comunicación el mundo y el ultramundo digital, estableciendo así, mediante esa postura hombre-teclado-pantalla, un nuevo sistema de realidad con dos fuerzas motrices. Parecía ser una simpática forma de estar, pero era una genial manera de existir. La nuestra. Nosotros somos ese hombre. Y hombre-teclado-pantalla es el logotipo de nuestra civilización. Tiene la misma hermosa esencialidad de un icono que durante siglos resumió otro tipo de civilización: hombre-espada-caballo. Era una civilización guerrera, y esa postura resumía todo lo que cabía decir sobre la vida: su campo de juego era el mundo físico, y caballo y espada eran los instrumentos con los que lo modificaba. Nosotros somos los de HombreTecladoPantalla. Nuestro campo de juego es más complejo porque contempla dos corazones, dos generadores de realidad: el mundo y el ultramundo. El logo nos capta en el momento exacto en que, sentados en el primero, viajamos por el segundo. Estamos navegando.
Es un logo muy exacto. ¿No os apetece bordarlo en el revés de todos vuestros miedos?
Máquinas
Del modo más inequívoco, el logo HombreTecladoPantalla fija, entre otras cosas, una verdad que no siempre queremos recordar: nada habría ocurrido si la gente no hubiera consentido que una parte de su experiencia pasara a través de las máquinas.
Una decisión semejante no les resultaba completamente nueva: los catalejos de Galileo eran máquinas, y utilizarlos para aumentar el conocimiento le había parecido a todo el mundo una óptima idea [a todos, menos a un puñado de obispos y papas, como es obvio]. Más recientemente, la gente había aceptado de buena gana comunicarse a través de una máquina, el teléfono, que incluso descartaba una buena parte de la experiencia posible, esto es, estar cerca y mirarse mientras se comunicaba: y, pese a todo, la única queja era que la línea a menudo tenía interferencias. En resumen, la gente ya tenía cierto hábito con las máquinas. Pero el caso de los ordenadores y del ultramundo era un caso particular. Allí, a través de una máquina, generabas y vivías en una ampliación de la realidad, una multiplicación del mundo. No era exactamente como calentar la leche en el microondas. De hecho, la máquina no te ayudaba únicamente a gestionar la realidad, sino que, si ese era tu deseo, generaba otra, a tus órdenes, que completaba la primera. La cosa se ponía bastante seria, y al aceptar que todo esto ocurriera, la gente emprendió probablemente un camino sin retorno, el mismo del que hoy tienen miedo: usar las máquinas para corregir y proseguir la creación. Una decisión temible: y, de hecho, haberla tomado por el contrario con atrevida despreocupación, disparando a los marcianitos y comprando corbatas online, ha permanecido en la conciencia de la mayoría como un lejano pecado original que tarde o temprano expiaremos. Es un reflejo irracional, pero puede explicar muchas vacilaciones y miedos que nos acompañan, y que, si nos fijamos bien, no dejan de ser propios de imbéciles (¡seremos barridos por los robots!).
Algo que me sorprende –si sigo con mi análisis– es que precisamente esos humanos que buscaban por todas partes un contacto directo con el mundo, y que se saltaban de manera sistemática todas las mediaciones, hayan sido los padres de una idea exactamente contraria: aumentar su experiencia gracias a la mediación de una máquina. ¿Curioso, verdad? Es un pequeño embrollo lógico que no resulta fácil entender. Sin duda alguna debe de revelar algo sobre esos hombres, pero ¿exactamente qué? Se me viene a la cabeza una frase que he escrito hace unas páginas [soy un tanto autorreferencial: ¿y qué?]: «La PlayStation hace realidad el sueño visionario de los marcianitos, disolviendo el acto de pilotar un coche de carreras en una experiencia bastante real, a condición de no serlo en absoluto.» Una experiencia bastante real a condición de no serlo en absoluto: otro embrollo lógico. ¿Será pariente del otro? ¿Enuncian ambos algo que yo aún no soy capaz de registrar bien?
Sí, probablemente. Y si debo intentar entenderlo mejor, de repente se me revela el error en que estoy incurriendo: sigo pensando con una mente antigua, prerrevolucionaria. Por otra parte, nací a mediados del siglo XX, ¿qué demonios podría hacer? Venir desde allí, eso es lo que podría hacer. Pensar como pensaba la mente colectiva que generó estas montañas que estoy estudiando.
Así pues: parecen embrollos lógicos, pero debo entender que no lo son. Definir un ordenador como una mediación es quizá algo razonable para un hombre del siglo XX, pero una tontería para un millennial: este considera las máquinas como una extensión de sí mismo, no algo que media en su relación con las cosas. Para él un smartphone no es diferente a un par de zapatos, o un estilo de vida, o incluso sus convicciones musicales: son extensiones de su yo. El instinto que tiene al saltarse las mediaciones no entra en conflicto con su obsesiva confianza en las máquinas por la sencilla razón de que para él esas máquinas NO SON MEDIACIONES. Son articulaciones de su forma de estar en el mundo. De manera análoga, demorarse en hacer distinciones entre lo que es real y lo que es irreal en la experiencia proporcionada por la PlayStation es para él un lujo discutible: en un sistema en el que el mundo y el ultramundo digital giran el uno en el otro generando un único sistema de realidad, meterse ahí a trazar la línea de demarcación entre lo real y lo irreal en FIFA 2018 le parecerá tan curioso, al menos, como ponerse a separar las verduras en una menestra, o preguntarse si los ángeles son varones o mujeres o transgénero. Son ángeles, eso es lo que son. Y eso es una menestra, por Dios. Así, si vuelvo a esa frase que me parecía tan brillante –«la PlayStation hace realidad el sueño visionario de los marcianitos, disolviendo el acto de pilotar un coche de carreras en una experiencia bastante real, a condición de no serlo en absoluto»– me doy cuenta de que hace solo treinta años me habría hecho ganarme unos aplausos, pero hoy, objetivamente, expresa de una forma muy elegante una auténtica chorrada.
Resulta incómodo, debo admitirlo.
Creo que voy a ir a tomarme una cerveza.
Movimiento
Una cosa más, la última. Aunque de una enorme importancia.
Al final, si uno mira con el microscopio todos los movimientos que componen la época clásica de la revolución digital, encuentra cierta sustancia química en todas partes, realmente en todas partes, y siempre es dominante sobre todas las demás y, en cierto modo, precedente a todas las demás: LA OBSESIÓN POR EL MOVIMIENTO. Era gente que desmaterializaba todo lo que podía, que trabajaba para hacer ligero y nómada cualquier fragmento de lo creado, que pasaba su tiempo construyendo inmensos sistemas de conexión, y que no se rindió hasta que inventó un sistema sanguíneo que permitiera que circulara todo y en todas direcciones. Era gente que vivía la linealidad como una coacción, que destruía todas las mediaciones que podían ralentizar el movimiento y que prefería sistemáticamente la velocidad a la calidad. Era gente que llegó para edificar un ultramundo que anulara la posibilidad de que el mundo en el que vivían pudiera permanecer inmóvil sobre sí mismo y, por tanto, ser indiscutible.
Pero ¿qué problema tenían, cielo santo?
Era gente en fuga –esa es la respuesta–. Estaban escapándose de un siglo que había sido uno de los más horribles de la historia de la humanidad y que no había hecho excepciones con nadie. Dejaban a sus espaldas una serie impresionante de desastres, y si uno mirara con el microscopio esa secuencia de desgracias, habría encontrado una cierta sustancia química en todas partes, pero realmente en todas partes, y siempre dominante sobre todas las demás: LA OBSESIÓN POR LA FRONTERA, LA IDOLATRÍA HACIA CUALQUIER LÍNEA DE DEMARCACIÓN, EL INSTINTO DE ORGANIZAR EL MUNDO EN ZONAS PROTEGIDAS Y NO COMUNICANTES. Ya se tratara de la frontera entre Estados nación diferentes, o entre una ideología y otra, o entre una cultura alta y otra baja, cuando no directamente entre una raza humana superior y otra inferior, trazar una línea y hacer que fuera infranqueable representó durante al menos cuatro generaciones una obsesión por la que resultaba sensato morir y matar. El hecho de que se tratara de líneas artificiales, inventadas, casuales, estúpidas, no hizo que la masacre fuera más lenta. No puede entenderse mucho de la revolución digital si uno no se acuerda de que los abuelos de quienes la iniciaron lucharon en una guerra en la que millones de hombres murieron defendiendo la inmutabilidad de una frontera o en el intento de desplazarla algunos kilómetros, a veces algunos cientos de metros. Unos años más tarde, el aislamiento ciego de la élite, el inmovilismo cultural de los pueblos y el grave estancamiento de las informaciones llevaron a sus padres a vivir en un mundo en el que era posible la existencia de Auschwitz sin que nadie lo supiera, y lanzar una bomba atómica sin que la reflexión acerca de la oportunidad de hacerlo concerniera solo a un puñado de personas. Ellos mismos, al crecer, habían ido a la escuela, cada mañana, en un mundo dividido en dos por un telón de acero y anclado sobre sí mismo por el peligro de un apocalipsis nuclear, gestionado por otra parte en dependencias inaccesibles por una élite blindada en su aislamiento de casta. Todo esto no ocurría en un mundo todavía sumido en la barbarie de una precivilización, sino, por el contrario, en un rincón del mundo, Occidente, en el que una civilización aparentemente sublime transmitía desde hacía siglos el arte de cultivar ideales y valores elevadísimos: la tragedia era que todo ese desastre no parecía tanto el resultado imprevisto de un paso en falso de esa civilización, como el producto coherente e inevitable de sus principios, de su racionalidad, de su modo de estar en el mundo. Quien haya visto el siglo XX sabe que no fue un accidente, sino la lógica deducción de un determinado sistema de pensamiento. Podría haber ido mejor, pero si uno dejaba andar ese tipo de civilización hasta profundizar en sus principios, con facilidad se encontraba ante un matadero como el del siglo XX. ¿Qué podía salvarle?
Ponerlo todo en movimiento.
Hacerlo en el primer instante posible.
Boicotear las fronteras, derribar todas las murallas, organizar un único espacio abierto en el que todas las cosas se ponían en circulación. Demonizar la inmovilidad. Asumir el movimiento como un valor primordial, necesario, totémico, indiscutible.
La intuición era bastante genial: el siglo XX había enseñado que los sistemas fijos, si se dejaban demasiado tiempo en la inmovilidad, tendían a degenerar en monolitos famélicos y ruinosos. Una opinión se convertía en una convicción fanática, el sentimiento nacionalista se transfiguraba en ciega agresividad, las élites se enquistaban en castas, la verdad se convertía en credo místico, la falsedad se transformaba en mito, la ignorancia se difuminaba en barbarie; la cultura, en cinismo. Lo único que podía hacerse era impedir que todas estas partes del mundo pudieran permanecer durante mucho tiempo inmóviles, refugiadas dentro de sí mismas. Hombres, ideas y cosas tenían que ser arrastradas a cielo abierto e introducidas en un sistema dinámico donde la fricción con el mundo se redujera al mínimo y la facilidad de movimiento se convirtiera en el valor más alto, y su razón primera, y su único fundamento.
Nosotros venimos de esa decisión.
Muchos rasgos de nuestra civilización solo se explican cuando tomamos el MOVIMIENTO y lo reconocemos como el primer objetivo, y origen único, de esa civilización. Era el antídoto para cierto veneno por el que habían muerto de manera atroz al menos durante un siglo. No nos quedamos pensando mucho tiempo sobre los efectos colaterales ni en las posibles contraindicaciones. Teníamos prisa, no podíamos permitirnos dudas. Había un mundo que salvar.
Si echamos un vistazo a las fechas, hasta podemos intuir cómo debieron de suceder las cosas. Estuvimos preparándonos durante cierto tiempo y luego aprovechamos la primera ventana que nos ofreció la Historia: 1989, la caída del muro de Berlín. Son esos cinco minutos en los que caen todos los muros, todos los telones de acero, y en la cabeza de los occidentales hasta el propio valor del muro, de frontera, de separación. Una vez vista la ventana, nos colamos por ella. La revolución digital se combina con movimientos colectivos que van evidentemente en la misma dirección: la globalización y el nacimiento de la Unión Europea son solo dos ejemplos más evidentes que los demás. De hecho, durante un tiempo relativamente corto, rompemos un montón de cadenas y nos imponemos un nuevo juego, a campo abierto, donde el movimiento es la principal habilidad. El antídoto está en su sistema. Y empieza a funcionar. Se crea por ejemplo una situación absolutamente inédita para la gente occidental: invirtiendo una tendencia que durante milenios había marcado nuestra civilización, nos encontramos identificando la paz como el mejor escenario para hacer dinero. Siempre había sido la guerra. Pero, a partir de cierto momento, cualquier inestabilidad política o riesgo de enfrentamiento militar es visto como una desgracia porque suspende la fluidez del planeta, interrumpiendo la circulación del dinero, de las mercancías, de las ideas, de las personas. Si se está de parte de la paz no es tanto por convicción o por bondad como por conveniencia: que, en el fondo, es el único pacifismo que puede resistir cualquier emergencia. Resistió incluso cuando se intentó partir el mundo por la mitad con una frontera, optando incluso por una frontera mítica, que ya tenía cierta historia y su fama, una buena pieza, en ese ambiente: la frontera entre Occidente e Islam. La lucidez con la que en Occidente los poderes fuertes han reducido al mínimo el recurso a las armas y comprobado la agresividad instintiva de amplias zonas de la población dicen mucho sobre la penetración del antídoto en el sistema sanguíneo del sistema. El arte del movimiento parece haber reducido de hecho los riesgos al mínimo. Ahora podemos permitirnos hacer lo más difícil y ponernos a discutir sobre si todos estos vuelos low cost no estarán arruinando el turismo de calidad, o sobre si Google no ha destruido la capacidad de hacer investigaciones de geografía. Qué guay. Muchos de nosotros incluso estamos empezando a pensar de nuevo que, al fin y al cabo, algún muro no estaría de más, y crece la nostalgia por las élites. Memoria corta. Tenemos un trabajo que hacer y todavía no hemos terminado.
De manera que hoy se trata de volver a las raíces de todo y comprender bien el primer movimiento que dimos, el que precede y explica todos los demás: LE DIMOS AL MOVIMIENTO PRIORIDAD SOBRE TODAS LAS COSAS. Es necesario tomar el asunto al pie de la letra. Si haces del movimiento una obligación que se extiende a todo lo existente, lo encontrarás marcando cada capa de la experiencia, desde las más simples a las más complejas: es inútil pretender luego que tu hijo haga solo una cosa a la vez, que el trabajo fijo siga siendo una prioridad, y que la verdad se encuentre donde la dejaste la tarde anterior. Todo lo que para obtener un sentido necesita la firmeza de una inmovilidad termina apestando a siglo XX y, por tanto, pareciendo vagamente siniestro. Por eso privilegiamos sistemas que generan movimiento e impiden que las cosas se pudran en la inmovilidad. Hemos llegado al punto de valorar las cosas por su capacidad de generar o albergar movimiento. Y no hay verdad ni maravilla que no resulte inútil, a nuestros ojos, si no es capaz de entrar en la corriente de algún significativo flujo colectivo. Así, lo que acaece tiende a hacerlo, para existir realmente, con la forma de una trayectoria, algunas veces con el aplomo de un punto: cada vez más a menudo no tiene principio, no tiene fin, y su sentido se inscribe en la huella cambiante que deja tras de sí. Estrellas fugaces. Así nos movemos, sin interrupción, y esto nos da ese andar un tanto neurótico y disperso que nos hace, a ratos, dudar de nosotros mismos. Lo atribuimos a menudo al efecto de las máquinas, pero una vez más tendríamos que darle la vuelta al razonamiento: en realidad somos NOSOTROS quienes hemos elegido el movimiento como objetivo prioritario y esas máquinas son solo los instrumentos que nos hemos construido, a medida, para perseguir ese objetivo. Hemos sido nosotros los que optamos por ese andar ligeros por el mundo, es lo que quisimos cuando empezamos esta revolución. Había una casa en llamas que debía ser abandonada a la carrera. Teníamos en la mente un plan de fuga y un sistema para salvarnos. Algunos eran capaces de ver, a lo lejos, una Tierra Prometida.
MAPAMUNDI 1
Excavar montañas no es subirse a las mismas. Adoptarlas como yacimientos arqueológicos no es pintarlas a la puesta de sol. Se excava y se trabaja duramente para encontrar pruebas de los movimientos telúricos acaecidos en tiempos remotos. Se busca el principio de todo. Es un trabajo incluso terco, si queremos, de paciencia y espera. Con la cabeza agachada. Lo hemos hecho, y ahora tenemos delante de los ojos un primer mapa del terremoto que nos generó. El primer mapamundi que buscábamos.
Lo que se vislumbra es el amanecer de una civilización... y sus motivos.
Venían de un desastre. Dos generaciones de padres, antes de ellos, habían vivido dando y recibiendo muerte en nombre de principios y valores que se habían revelado tan sofisticados como letales. Lo habían hecho bajo la guía indiscutible de élites implacables que habían sido formadas con esmero y lúcida programación. El resultado fue un siglo atroz y la primera comunidad humana capaz de autodestruirse con un arma total. Era el paradójico patrimonio que una civilización en apariencia refinadísima estuvo a punto de legar a sus herederos: el privilegio de un trágico final.
Fue en ese momento cuando una especie de inercia instintiva empujó a una parte de esa gente a la fuga. Una evasión de masas a trompicones, casi clandestina: en el fondo, era de ellos mismos, de su propia tradición, de su propia historia, de su propia civilización. Se veían acosados por dos enemigos: 1) cierto sistema inquietante de principios y valores; 2) la granítica élite que los custodiaba. Ambos habían arraigado profundamente en las instituciones, con la solidez de una firmeza secular, y con la fortaleza de una forma de inteligencia acreditada. Si querían desafiarlos podían elegir entre un choque frontal, y se trataría por tanto de producir ideas, principios, valores. Más o menos lo que habían hecho, en otros tiempos y en una situación parecida, los ilustrados. Una batalla ideológica en el campo abierto de las ideas. Pero los que inventaron el plan de la fuga habían visto tantas veces «las ideas» dando a luz desastres que albergaban con respecto a ellas cierto recelo instintivo. Además venían generalmente de una élite masculina, técnica, racional, pragmática, y si tenían algún talento era en el campo del problem solving, no en la elaboración de sistemas conceptuales. De manera que, instintivamente, afrontaron el problema a fondo, INTERVINIENDO SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DE LAS COSAS. Empezaron a resolver problemas (cualesquiera, incluso el mero envío de una carta) ELIGIENDO SISTEMÁTICAMENTE LA SOLUCIÓN QUE ELIMINABA LA TIERRA BAJO LOS PIES A LA CIVILIZACIÓN DE LA QUE PRETENDÍAN EVADIRSE. No era la mejor solución o la más eficaz: era la que erosionaba los pilares fundamentales de la civilización de la que querían liberarse. Venían de una civilización que se apoyaba en el mito de la firmeza, de la permanencia, de los límites, de las separaciones: ellos empezaron a afrontar los problemas adoptando sistemáticamente la solución que aseguraba la máxima cantidad de movimiento, de movilidad, de fusión entre los diferentes, de demolición de barreras. Era una civilización que se mantenía en equilibrio sobre el punto fijo de una élite sacerdotal a la que se le había confiado un tranquilizador sistema de mediaciones: ellos se pusieron a adoptar de forma sistemática la solución que se saltaba el mayor número de pasos posibles, hacía inútiles las mediaciones y dejaba en fuera de juego a todos los sacerdotes que existían. Hicieron todo esto de una forma depredadora, feroz, rapidísima, y con una cierta dosis de urgencia, desprecio y hasta deseo de venganza. Más que una revolución, fue una insurrección. Robaron toda clase de tecnología que estuviera a disposición (lograron robar Internet a los militares, es decir, al enemigo). Se servían de las universidades como almacenes en los que quedarse el tiempo necesario para llevarse todo lo que podía resultarles de utilidad. No tenían compasión alguna hacia las víctimas que dejaban a sus espaldas (nadie ha visto nunca a Bezos conmoverse por las librerías a las que llevaba a la ruina), no tenían ningún manifiesto ideológico, una explícita perspectiva filosófica y ni siquiera las ideas guía especialmente claras. No construían, de hecho, ninguna TEORÍA SOBRE EL MUNDO: estaban estableciendo una PRÁCTICA DEL MUNDO. Si queréis los textos fundacionales de su filosofía, aquí los tenéis: el algoritmo de Google, la primera página web de Berners-Lee, la pantalla de inicio del iPhone. Cosas, no ideas. Mecanismos. Objetos. Soluciones. HERRAMIENTAS. Estaban huyendo de una civilización ruinosa y lo hacían con una estrategia que no necesitaba de particulares teorías: consistía en resolver problemas eligiendo sistemáticamente la solución que boicoteaba al enemigo, es decir, la que favorecía el movimiento y desmantelaba las mediaciones. Era un método ilícito, pero inexorable y difícilmente cuestionable. Aplicado a cualquier asidero de la experiencia –desde la compra de un libro, al modo de hacer las fotografías en las vacaciones o a la búsqueda del significado de «mecánica cuántica»– generaba una especie de erosión que, burlándose de los grandes palacios del poder (escuelas, parlamentos, iglesias), invadía el mundo desde abajo, liberándolo de un modo casi invisible. Era como excavar subterráneos por debajo de la piel de la civilización del siglo XX: tarde o temprano todo se derrumbaría.
Lo que ahora alcanzamos a comprender es que la aplicación en serie de soluciones elegidas sistemáticamente por su capacidad de facilitar el movimiento y de desmantelar las mediaciones, generó, en primera instancia, nuevos instrumentos que más adelante serían las bases del manual de conducta digital: digitalización de los datos, ordenador personal, Internet, Web. También sabemos que, en un segundo momento, el uso de estos instrumentos generó escenarios completamente inéditos e imprevisibles donde anidaba una auténtica revolución mental: la desmaterialización de la experiencia, la creación de un ultramundo, el acceso a una humanidad aumentada, el sistema de realidad de doble fuerza motriz, la postura HombreTecladoPantalla. Y ahora la pregunta es: ¿deseaban escenarios como estos? ¿Eran el mundo que se habían propuesto construir previamente? ¿Encontraban ahí la idea de hombre por la que habían liado una buena? Podemos contestar serenamente que no. No tenían una idea del mundo que perseguir: tenían una idea del mundo del que huir. No tenían un proyecto de hombre: tenían la urgencia de desintegrar lo que los había jodido. De todas formas tenían, en su ADN de problem solver, una formidable capacidad de actualización: de vez en cuando, solución tras solución, se encontraban sobre el tablero escenarios que no se habían buscado y hay que reconocer en ellos una formidable capacidad de reconvertirlos en figuras eficientes que continuaran persiguiendo el objetivo último de la insurrección, es decir, desarmar al hombre del siglo XX. En esto, es necesario admitirlo, eran geniales. De tanto en tanto se equivocaban, iban por callejones ciegos, emprendían direcciones sin futuro. Pero en la mayor parte de los casos (la famosa columna vertebral) la constante corrección de la línea maestra de la insurrección es sorprendente. Eran pioneros, no lo olvidemos, y sin embargo lograron diseñar un tablero de juego que no era en modo alguno casual, sino que describía exactamente la partida por la que habían empezado a jugar. Cuando empezaron todo aquel follón, no podían imaginarse ni por asomo algo como Google: pero cuando lo tuvieron delante de sus ojos entendieron perfectamente que era un producto exacto de su revolución mental y tardaron poquísimo en adoptarlo como fortaleza estratégica que dejaba fuera de juego para siempre el grueso del ejército enemigo. Volvamos a la historia del ultramundo: no era muy difícil, tras haberlo generado, que quedara reducido a una especie de almacén donde guardar cosas más o menos útiles. Pero, en cambio, los padres de la insurrección digital entendieron que, si se lo tomaban en serio, ese ultramundo ofrecía una inmensa oportunidad de victoria: si lograban hacer girar la realidad también allí dentro, añadiendo un latido digital al corazón del mundo, resultaría enormemente más difícil confinar la experiencia de los seres humanos dentro de esa semiparálisis que había parecido indispensable al desastre del siglo XX. Análogamente, la idea de una humanidad aumentada, accesible a la mayoría, minaba desde el interior el propio concepto de élite: en cierto modo, prometía distribuir entre todos los participantes de la insurrección los poderes que antes estaban concentrados en unos pocos privilegiados: la mejor manera de deshacerse de un sacerdote es lograr que todo el mundo sea capaz de obrar milagros. Mientras tanto, la digitalización proyectada sobre cualquier información disponible creaba una especie de ligereza del mundo que aseguraba una natural inestabilidad del mismo: era un formato nacido para facilitar el movimiento y uno podía apostar a que generaría, sin ocuparse demasiado del asunto, una migración continua de cualquier material en todas direcciones: intenta trazar ahora una frontera, separar razas, esconder una bomba atómica o hacer pasar Auschwitz como un campo de trabajo. Suerte.
Así, tal vez no supieran adónde iban, pero seguro que de camino difícilmente se equivocaban de dirección. Quien trabajó en los primeros ordenadores personales seguro que no se habría imaginado la Web, y los hombres que crearon el MP3 probablemente no se esperaban que muchos años después se encontrarían con Spotify: pero una especie de brújula colectiva puso en fila india todas estas cosas trazando la línea recta de la que ahora podemos definir ya como una fuga conseguida. Lo que nos lleva, por fin, a dar con una de las respuestas que estábamos buscando [ya era hora]. ¿Os acordáis?, partía de uno de nuestros miedos:
pág. 21 ¿Estamos seguros de que no es una revolución tecnológica que, ciegamente, dicta una metamorfosis antropológica sin control? Hemos elegido los instrumentos, y nos gustan: pero ¿alguien se ha preocupado por calcular, de manera preventiva, las consecuencias que su uso tendrá en nuestro modo de estar en el mundo, quizás en nuestra inteligencia, en casos extremos en nuestra idea del bien y del mal? ¿Hay un proyecto de humanidad detrás de los distintos Gates, Jobs, Bezos, Zuckerberg, Brin, Page, o tan solo hay brillantes ideas de negocios que producen, involuntariamente, y un poco al azar, cierta humanidad nueva?
Bien, ahora podemos atrevernos a dar una respuesta. No, los padres de la insurrección digital no tenían en efecto un proyecto exacto de humanidad, pero conocían de forma instintiva una línea de fuga del desastre, y en esa dirección han alineado efectivamente todo lo que durante ese tiempo han construido. Esto suelda la civilización que han inaugurado con una motivación originaria y le da a la misma ese rasgo de coherencia y de armonía que cualquiera puede percibir con facilidad, una precisión similar a la que reconocemos en períodos pasados del sentir humano, como la Era de la Ilustración o la Época Romántica: épocas hermosas o trágicas, no importa, pero períodos con su coherencia, un diseño armónico, una determinada orientación, una cierta necesidad.
Un sentido.
Sabemos, pues, al menos esto. No vivimos en una civilización nacida al azar. Existe una génesis que podemos reconstruir, y una dirección que tiene su lógica. No somos los escombros de ciegos procesos productivos. Tenemos una Historia y somos una Historia. De rebelión.
Me parece estar oyendo ya la objeción: sí, gracias, una bonita teoría, pero eso de hacer pasar Silicon Valley como un refugio de revolucionarios anarquistas con una gran conciencia histórica suena un poco a cuentecito consolador. Es decir, aparte de todas estas bonitas teorías, ¿hay algo allí que sea real, algunos hechos, alguna evidencia histórica?