The game

The game


1981-1998. DEL COMMODORE 64 A GOOGLE:

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Dado que la objeción, en primer lugar, me la he formulado yo mismo, estoy preparado. Y tengo una historia que contar. Ninguna teoría esta vez, solo hechos. Prestad atención. Seré breve.

Universidad de Stanford, San Francisco, 12 de junio de 2005. Bajo un sol jaguar, con un estadio lleno de gente, Steve Jobs pronuncia un discurso a los licenciados que luego se consideró su testamento espiritual. Lo concluye con una frase que se hará mítica. Stay hungry, stay foolish. «Quedaos con hambre, quedaos locos.» Como él mismo explicó, esas palabras no eran suyas. Venían de un libro que, como relató, «había sido la biblia de mi generación» y «una especie de Google treinta y cinco años antes de Google». Se trataba de un libro realmente extraño, que se llamaba Whole Earth Catalog (Catálogo General de la Tierra). Era un monumental catálogo de objetos e instrumentos útiles para vivir de forma libre e independiente en el planeta Tierra. La mezcla de cosas que podías encontrar y comprar allí era curiosa: podías aprender a tejerte un jersey con tus manos, y cómo utilizar el ordenador de Hewlett-Packard; había casas geodésicas, sistemas para drogarse, las primeras bicicletas de montaña de la historia, consejos para cultivar comida biológica en el huerto, libros que trataban de masturbación femenina, manuales para sepultar a un querido difunto y noticias sobre los primeros sintetizadores. Si buscáis algo que unifique todas estas cosas, solo hay una expresión que puede ayudaros: contracultura californiana. Un fenómeno que venía de los beat y pasaba por los hippies para toparse con un pelotón de nerds guarecidos en los laboratorios informáticos de las universidades. Es el humus del que procedía Steve Jobs (quien tenía ese libro en su mesita de noche), y, lo que más importa: ERA EL HUMUS DEL QUE PROCEDÍA GRAN PARTE DE LA INSURRECCIÓN DIGITAL. ¿Cómo lo sabemos? Escuchad.

El inventor del Whole Earth Catalog fue un hombre que se llamaba Stewart Brand. Era un tipo que llevaba un chaquetón de piel de gamo a rayas e iba por ahí fotografiando a los indios americanos. Vivía en el área de San Francisco, era licenciado en Biología, hacía un uso declarado del LSD y estaba bastante interesado en la idea de cambiar, a ser posible, el mundo. Contracultura, como ya he dicho. Lo más curioso para nosotros, aunque para él fuera obvio, era su otro hábito: frecuentaba los laboratorios de informática de las universidades y de las compañías californianas. No lo hacía colándose o como mero figurante. Era, de una manera u otra, uno de los protagonistas de ese mundo. En la mitología de la insurrección digital se recuerda una legendaria sesión celebrada en la Joint Computer Conference de San Francisco de 1968, en la que un inventor, Douglas Engelbart, exhibió, según un informe autorizado, «el primer ratón para ordenador, la primera teleconferencia, el primer programa de escritura y el primer ordenador interactivo». Este formidable Engelbart tenía para la ocasión un ayudante. ¿Quién era? Stewart Brand. Quien luego llegaría a ser de hecho [entre un guitarrazo y otro, se imagina uno] el primero en teorizar la insurrección digital como el proceso de liberación y de rebelión colectiva. Afirmaba que los ordenadores permitían devolverle a cada uno «poder personal», leía en el ciberespacio una especie de Tierra Prometida y había intuido que las comunidades que llegarían a formarse en ese mundo paralelo serían una fantástica implementación de las comunas hippies. Logró acuñar, en 1974, una expresión que en esa época no significaba nada, o en el mejor de los casos era una auténtica gilipollez: ordenador personal. Era, en definitiva, alguien que ya lo había previsto todo, o por lo menos muchísimo. El hecho de que fuera el héroe de Steve Jobs vincula a Apple con una determinada contracultura californiana, pero esto al final es incluso secundario comparado con lo que esta historia puede llegar a enseñarnos: Brand tan solo era la punta del iceberg, por detrás de él había todo un mundo en el que programar software era un modo de ir en contra del sistema, y en este sentido no era muy diferente a probar el LSD o practicar el amor libre en una multiván Volkswagen. Decimos que era un tanto más cómodo. Ya sé que para nosotros, los europeos, es algo difícil de entender: para nosotros los ingenieros programáticamente son parte orgánica del sistema, cuando no peones del poder. Si uno tiene un cuñado informático no se espera que sea un revolucionario. Pero en California, en esos años, estaba naciendo un nuevo hábitat, y en ese hábitat los ingenieros se llamaban hacker y a menudo llevaban el pelo largo, se drogaban y odiaban el sistema. Intentad comprenderlo. En ese momento, y en ese lugar, de cada diez que querían darle la vuelta al tablero, cinco se manifestaban contra la guerra de Vietnam, tres se retiraban a vivir en una comuna y dos se pasaban las noches en los departamentos de informática para inventar videojuegos. En este libro estamos tratando de entender qué fue lo que montaron esos dos últimos.

Por eso puedo decir con cierta seguridad que sí, que de verdad se trataba de una insurrección, era digital, y lo sabían. Era exactamente lo que buscaban. Darle la vuelta al tablero. Sé que ahora supone un gran esfuerzo imaginar a Zuckerberg como un paladín de la libertad, pero no estamos hablando de 2018, estamos hablando del amanecer de todo esto. Y en este momento sabemos que fue un amanecer iluminado por un preciso instinto de rebelión. A lo mejor no todos ellos eran conscientes de las implicaciones sociales de la que estaban montando, pero la mayor parte de ellos despreciaba realmente el sistema y trabajaba para quitarle la tierra bajo los pies. Con sorprendente determinación se sirvieron de una estrategia que quizá a muchas personas podía pasar desapercibida, pero no a los más perspicaces de ellos. La resumió, de modo fantástico, uno de ellos en cierta ocasión: a ver si sabéis quién. Stewart Brand. La resumió con tres líneas que no sin motivo deberían aparecer en el epígrafe de este libro. «Muchas personas intentan cambiar la naturaleza de la gente, pero es realmente una pérdida del tiempo. No puedes cambiar la naturaleza de la gente; lo que puedes hacer es cambiar los instrumentos que utilizan, cambiar las técnicas. Entonces, cambiarás la civilización.»

¡Strike!

¡Objeción rechazada!

Una última cosa. Si nos agachamos para observar de cerca las primeras costillas de la insurrección digital, nos encontramos aún un fósil, el último, demasiado importante como para no aparecer en este primer mapamundi. Se presenta como una minúscula constelación, casi una reacción química: LA FUSIÓN DEL HOMBRE Y LAS MÁQUINAS. Una elección hecha con lucidez, con absoluta frialdad. Una disponibilidad absoluta a correr el riesgo de una deriva artificial. La clara conciencia de que ninguna evasión habría sido posible sin una extensión artificial de nuestras destrezas innatas. Debemos esta drástica elección de campo a los primeros, a los pioneros, a los fundadores. Son ellos los que no tuvieron miedo a cristalizar en tiempos rapidísimos una postura que podía parecer innatural, pero que prometía asaltar con alguna esperanza las fortalezas de la cultura del siglo XX. El logo Hombre-Teclado-Pantalla lo dibujaron ellos. Resulta dudoso que lo hubieran hecho si entre ellos hubiera una mayoría de pensadores humanistas: en cierto sentido fue una exigencia establecida por el dominio de mentes que habían estudiado ingeniería, informática, ciencias. Fue sin duda alguna la frialdad de su saber, y tal vez una especie de obtusa insensibilidad ante las seducciones de lo humano, lo que generó las condiciones para girar tan drásticamente hacia un pacto con las máquinas. Una de nuestras tareas, hoy en día, es entender si fue una elección que nos ha recompensado. Lo resolveremos, prometido.

Por ahora, volvamos a 1997 y, provistos ya de un primer mapamundi, encaminémonos a descubrir qué pasó, realmente, después de que ese tablero de juego fuera fijado. No olvidemos que, a esas alturas de la historia, la insurrección digital era aún un movimiento salido desde hacía poco tiempo de la clandestinidad; durante mucho tiempo había implicado a una minoría absoluta de personas, por regla general guarecidas en sus garajes, departamentos de universidad y esotéricas puntocom. Los escenarios que habían dibujado con sus inventos eran tan sofisticados como desiertos. Eran años en los que, sirva para alegrarnos con un detalle de carácter doméstico, uno de los principales periódicos italianos abría su versión online (1997, Repubblica.it): la misma gente que lo confeccionaba lo llamaba con el conmovedor nombre de periódico telemático. En cierto sentido, todo el mundo se encontraba en la línea de salida y la mayor parte de nosotros tenía aspecto de no tener la más mínima idea de qué estaba haciendo allí. Lo que iba a pasar en el instante sucesivo era algo sobre lo que pocos corredores de apuestas habrían aceptado posturas. En la práctica, lo que quedaba por ver era si la insurrección sería aplastada por el poder absoluto de las instituciones y de las élites tradicionales o si seguiría excavando túneles bajo la piel del mundo hasta hacer que se derrumbara. Resulta un consuelo saber que nosotros, ahora, estamos en disposición de reconstruir exactamente cómo terminó la cosa. Como el próximo capítulo se divertirá demostrando.

Música.

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