The game

The game


1999-2007. DE NAPSTER AL IPHONE:

Página 8 de 27

1999-2007. DE NAPSTER AL IPHONE: LA COLONIZACIÓN

A la conquista de la Web

Así pues, teníamos ese nuevo tablero de juego y las piezas fundamentales habían sido colocadas en las casillas correspondientes. Ahora la pregunta era si la gente iba a jugar. Algunos números pueden ser de utilidad:

– en el silbido inicial, los usuarios de Internet eran 188 millones, lo equivalente al 3,1% de los seres humanos.

– los sitios web eran 2.410.000.

– Amazon tenía un millón y medio de clientes.

– El 35 % de los americanos tenía un ordenador en casa.

Dejemos esos datos aparcados un rato: que pasen unos años y luego volveremos a mirarlos.

¿Preparados? Adelante.

1999

• Un americano de diecinueve años se pega al ordenador de su tío y después de pasar algunos meses programando se saca de la manga un software que obtiene este resultado singular: si tienes la música en tu ordenador puedes enviarla gra-

tuitamente a cualquier humano que tenga un ordenador. Y viceversa. De repente la idea de gastar dinero para obtener música se hacía vagamente tontorrona. El chico de diecinueve años se llamaba Shawn Fanning; el software se llamaba Napster. Al cabo de dos años lo dejaron fuera de la ley, pero la tortilla ya estaba hecha. En esos pocos meses Napster se había convertido en un nombre famoso (Shawn acabó en la portada de Times) y en la imaginación colectiva había creado un clamoroso precedente: en la práctica, había enseñado que si eras un tipo despierto y te tomabas en serio los preceptos del profesor Berners-Lee (pongamos en conexión nuestros cajones) podías montar un lío de la hostia, del tipo destruir con solo diecinueve años toda una industria (en el caso que nos ocupa, la discográfica). Naturalmente, con un desprecio total hacia todas las élites, incluida la de los autores. Digamos que Napster enseñó lo que podía llegar a representar el ala más radical de la insurrección. El tipo de libertad –extrema e incondicional– que podía generar.

2000-2001

• Estalla la dot.com bubble, es decir, la burbuja especulativa que se había formado alrededor de las primeras compañías digitales. En la práctica: un montón de dinero se había invertido en compañías que prometían hacer un negocio con Internet, y en 2001 la mitad de ese dinero acabó en la nada por la sencilla razón de que, como probaban los hechos, aquellas compañías hacían cosas que la gente luego no compraba. ¿Y se dieron cuenta todos juntos una mañana?, os preguntaréis. Bueno, no fue exactamente así, los primeros en espabilar lo hicieron en 1997, pero, en resumen, el castillo de naipes se desmoronó en el 2000, y siguió desmoronándose un par de años más. Al final del derrumbe, para entendernos, el 52% de las puntocom americanas besaban la lona. Y las que no lo hacían se tambaleaban en la esquina: una acción de Amazon, que a principios del desastre valía 87 dólares, podías arramblarla por siete dólares. Imagínate las llamadas de papá Bezos a su hijo...

En sí misma, la señal parecía inequívoca: todo estaba perdido, fin del recreo, vuelta a la economía pesada y a un mundo predigital. De todos modos, a la luz de lo que luego pasó realmente, es posible también leer ese desastre de otro modo. De entrada, cuando lo vieron caer, mucha gente se dio cuenta de que el castillo EXISTÍA, y que además era enorme: fue una manera de descubrir qué eran las puntocom. El detalle que debió de resultar revelador fue que una clase muy particular de gente –los que se despertaban cada día para acumular dinerocreía en la revolución digital y lo creía hasta tal punto que perdía la lucidez y apostaba las fichas un poquito al tuntún sobre el tablero de juego. Cuando esa gente pierde lucidez por un exceso de entusiasmo, algo notable está pasando, puedes jurarlo. A esto hay que añadir que, como todas las tempestades, esta se había encargado de quitar de en medio un poquito de ramas secas y había dejado en pie, aunque fuera tambaleándose, los árboles más fuertes: gustara o no, esa hermosa poda tenía todo el aspecto de resultar providencial...

En la Wikipedia hay una interesante lista de puntocom que se desplomaron en aquellos años. Es un cementerio asombroso, una especie de Spoon River de los sueños digitales. Fui a echar un vistazo porque, pensé, allí encontraría las huellas de las montañas que luego no se elevaron sobre la corteza terrestre, los restos de la vértebras no nacidas. Entré, y luego no había manera de hacerme salir. Había historias fantásticas. Los cementerios nunca me decepcionan.

KOZMO.COM. Estaban en Nueva York. Prometían entregarte gratis la compra en el plazo de una hora. ¡Te la llevaban utilizando bicicletas y hasta metro y autobús! Vivieron tres años.

INKTOMI. El nombre venía de una palabra de la lengua lakota (indios americanos). Era un motor de búsqueda del que ya había oído hablar mientras leía la biografía de Brin y Page, los inventores de Google: uno de los motivos por los que habían comenzado a construir un motor de búsqueda era que los existentes daban asco; Inktomi, por ejemplo, no se encontraba ni siquiera a sí mismo: tecleabas «Inktomi» ¡y no salía nada! Yo lo habría entendido, pero ellos inventaron Google. Inktomi, en cambio, después de haber tenido un valor de 37.000 millones de dólares fue comprado por 235 millones por Yahoo, a la mañana siguiente de la tempestad.

PETS.COM. Vendían comida para perros. ¿Por qué deberíamos comprar online las croquetas?, se preguntó la gente. Porque vuestro perro no puede salir a comprárselas, era la respuesta de Pets.com. Duraron dos años.

RITMOTECA.COM. A veces lo que acababa con ellas es que llegaban antes de tiempo. Estos fueron en la práctica los primeros en vender música online: iban tres años por delante respecto a iTunes, para entendernos. Estaban en Miami y se especializaron en música latinoamericana. Pero también tenían a Madonna y los U2. Entonces llegó Napster, que regalaba música: todo el mundo para casa.

EXCITE. Otros pioneros: era un portal lanzado en 1995, montado por algunos estudiantes que habían encontrado cuatro millones de dólares de financiación [qué tiempos aquellos]. Estaba bien hecho, también era famoso, pero no lograba hacer dinero. Quebró en 2001. Un par de años antes, por sus oficinas pasaron dos estudiantes para ofrecer por un millón de dólares el motor de búsqueda que habían inventado. Quizá debido al nombre estúpido (Google) los del Excite se partieron de risa y los echaron de la oficina.

Vale, vale, ya paro. Pero ya veis que vagar por allí era fascinante.

Es sorprendente a cuántas renuncias se condena uno si se decide únicamente a escribir un libro como es debido.

Vale, de acuerdo. Amén.

2001

• 11 de septiembre, atentado de las Torres Gemelas. Naturalmente, por muchas razones, es un durísimo golpe para la insurrección digital. La más evidente es que ponía en riesgo el escenario de paz que era condición y objetivo de la insurrección. Primero, el colapso de las puntocom, luego ese atentado: durísimo derecha-izquierda. No hay que subestimar, sin embargo, el hecho de que el 11 de septiembre comunicaba, de modo traumático, una noticia particular a la gente: ya no existían fronteras nacionales que se sostuvieran, ya no existía un frente, ya ni siquiera quedaban claras las fronteras conceptuales de la guerra, el perímetro de fenómenos que indicábamos con esa palabra [¿qué era el terrorismo? Y si los que dispararon en el Bataclan fueron ciudadanos franceses, nos preguntamos entonces, ¿cómo se llamaba eso, guerra civil?].

De manera que, al final, el 11 de septiembre fue también una lección fulminante, traumática e inolvidable: hacía visible una situación que, en cambio, esa sí, era incluso constitutiva de la insurrección digital: era necesario acostumbrarse a jugar cualquier partido en un campo abierto en el que quizá existían reglas, pero no límites. Si hasta la guerra se había hecho líquida, imagínate tú el campeonato de fútbol, comprendimos de manera definitiva.

Si, a la luz de esta reflexión, volvemos a la reacción del Gobierno americano en ese momento, lo que vemos es interesante: fueron a buscarse una guerra al viejo estilo, donde hubiera fronteras que atravesar y un enemigo visible al que aniquilar. Así, la guerra contra el Irak de Saddam, con su dañina inutilidad, puede ser tomada hoy como emblema de una determinada reacción, posible y primitiva, a la nueva civilización digital: no entender sus reglas y seguir jugando al juego de antaño. Es un comportamiento que podéis ver a menudo, a vuestro alrededor. A lo mejor incluso en vosotros mismos. Es extraño porque mezcla una enorme cuota de dignidad y de orgullo con una increíble dosis de ridículo. A mí se me vienen a la cabeza esos futbolistas que lo celebran después de haber marcado un gol cuando el juego ya estaba detenido. No habían oído el pitido del árbitro. Tienen esa mezcla de felicidad y de soledad... Están en una historia completamente suya, durante un largo instante. Son héroes y payasos al mismo tiempo.

La escuela, ya puestos, marca con el juego detenido cada vez que abre las puertas por la mañana, somos conscientes de ello, ¿verdad?

• Nace Wikipedia, la primera Enciclopedia online. Fantástico ejemplo de ultramundo construido, cotidianamente, por los usuarios, saltándose un montón de mediaciones y expulsando en apariencia a las élites tradicionales. En teoría –y también bastante en la práctica– cualquiera puede contribuir escribiendo entradas, modificándolas, traduciéndolas. ¿Cómo es posible no provocar un terrible follón? La idea de fondo consiste en que cuatro estudiosos bien intencionados no van a obtener, si se ponen a escribir la entrada Italia, más precisión que la que puede obtenerse dando libertad a toda la gente del planeta para que eche una mano. Lo más increíble es que la cosa es bastante así. Además –hay que anotar– es la misma idea que está detrás de la democracia y del sufragio universal: dos técnicas de gestión de la realidad que no nos permitimos poner en tela de juicio demasiado.

Wikipedia la fundaron dos americanos, blancos, varones y con poco más de treinta años. Uno de los dos se llamaba Larry Sanger y hay que recordarlo por una extraña característica suya: es uno de los pocos fabricantes de la revolución digital que ha cursado estudios humanísticos. Filósofo, especializado en Descartes. La inmensa mayoría de los héroes de la revolución son, de hecho, ingenieros: sí, lo sé, impresiona. Pero es insignificante comparado con otra estadística que siento tener que apuntar aquí: entre todos los héroes de la revolución digital, que yo sepa, solo hay una mujer. En esa epopeya todos son varones. [Increíble. Ni siquiera en las películas del oeste es así.] El otro inventor de la Wikipedia –el que al principio puso el dinero, entre otras cosas– había estudiado economía y finanzas. Los dos, al final, terminaron peleándose. Obvio.

2002

• LinkedIn. Su fundador puede ser considerado quizá como el primero a quien se le pasó por la cabeza el concepto de REDES SOCIALES. Se llamaba Reid Hoffman, era californiano y él también venía de estudios vagamente humanísticos: epistemología y ciencias cognitivas. La primera vez que se le vino a la cabeza utilizar la Red para conectar a personas fue para solucionar un problema que yo nunca he tenido: encontrar en mi barrio a alguien con quien jugar a golf. Era 1997. Al cabo de cinco años presentó Linkedin, que ponía en contacto a los que tenían trabajo con quienes lo buscaban. Para nosotros, en este libro, es una piedra miliar: es la primera vez que la gente hace una copia digital de sí misma y la coloca en el ultramundo. Ese gesto que, como sabéis, tendrá desarrollos increíbles.

• Es el año, recordémoslo, en que llegamos a la cima y empezamos el descenso, acarreando con nosotros un planeta cuyos datos ya eran digitales en un 50 % + 1. Repito: no tengo la más mínima idea de cómo podemos saberlo, y ni siquiera estoy seguro de entender qué significa con exactitud (¿qué entendemos por datos?): pero aunque lo tomemos como una leyenda, el hecho de que haya sido situada en ese año seguro que querrá decir algo. Evidentemente queremos creer que en ese año la insurrección digital obtuvo la mayoría y alcanzó el poder. Me parece una línea divisoria útil. Vamos a adoptarla.

2003

• Se pone a la venta la BlackBerry Quark. Es un momento histórico. Nace el primer smartphone que llega realmente a las manos de la gente. Quizá no a muchísimos, pero sin duda a los más despiertos. No era un teléfono: era una especie de PC que, sin embargo, llevabas en el bolsillo. También podías usarlo para telefonear, por supuesto, pero el quid no era este. El quid era que en ese pequeño instrumento la postura hombre-teclado-pantalla se desenganchaba de la sujeción al ordenador, se pegaba al humano y se marchaba por ahí con él. Intentad volver a la inocencia de entonces y tomad nota de este clamoroso avance: de hecho, se hacía posible permanecer conectado con el ultramundo aproximadamente veinticuatro horas de veinticuatro, siete días de siete. Algunos lo hacían, en efecto, y en esa época parecían toxicómanos (incluso fue acuñado el término crackberry): es posible, no obstante, que no usaran el smartphone más de lo que ahora lo usamos un poco todos. No sé. Es difícil recordar bien.

A mí, lo que se me quedó grabado en la mente de ese paso histórico fueron dos imágenes aurorales, llamémoslas así, no por casualidad registradas una en Nueva York y la otra en Tokio: en nuestros pagos, provincia del Imperio, estábamos situados algunos pasos atrás. En Tokio veías a miles de chiquillas que iban por la calle sosteniendo el móvil en la mano: quiero decir que no lo sacaban y lo metían de nuevo en el bolsillo: lo mantenían constantemente en la mano –como un abanico, se me ocurrió pensar de manera instintiva, víctima de un enfoque cultural primario– como el eterno cigarrillo del fumador empedernido –como unas gafas–. No era un instrumento, era una prótesis. No era una MEDIACIÓN, era una EXTENSIÓN DE SÍ MISMAS. Chiquillas que habían leído una millonésima parte de los libros que había leído yo me enseñaban un punto de inflexión antropológico que yo ni siquiera imaginaba, y lo hacían pulsando con los pulgares [¡con los pulgares!] un teclado que aferraban en la mano. Lo hacían riendo, charlando, comiendo, fumando. Lo hacían sin pausas. Eran el logo de la revolución digital, y a menudo lamían un helado. En Nueva York, en cambio: ese joven grafista italiano, convertido en neoyorquino –uno de esos que van siempre un cuarto de hora por delante de los demás, y que alardeaba ya de una arquitectura de bigote y barba que más tarde vería adoptar a los hipstershacía unas portadas bellísimas. Y, en un momento dado, saca la BlackBerry, que yo miro con una especie de repugnancia, y me dice: ¿cómo puedes vivir sin uno? Resulta difícil olvidar la inmensa y angelical altivez con que lo miré negando con la cabeza y, convencido de mi sabiduría campesina, me incliné para ver de cerca ese instrumento, como inclinándome ante un examen de orina. Había un teclado que parecía hecho por hombres diminutos, parientes de las hadas. Había una pantalla en la que él, que hacía maravillosas portadas de maravillosos libros de papel, leía a Tolstoi mientras viajaba de pie en el metro. Había un montón de cosas que tenía que entender, en ese momento, y el hecho de que lo recuerde con exactitud, ese momento, me dice que no aprendí nada, de ese momento, aunque en cierto modo lo dejé a un lado, con la certeza de que un día u otro tendría la cultura suficiente para abrirlo de nuevo y leer en su interior lo que tenía que aprender. Hecho.

La BlackBerry murió en 2016. No estaba a la altura de la revolución que había puesto en marcha. Una especie de Gorbachov de la telefonía.

• Skype. En el mismo momento en que los móviles se ponían a hacer de PC, alguien encuentra el sistema de convertir los PC en teléfonos en los que telefonear no costaba ni un céntimo. Empate. Un detalle interesante: los dos emprendedores que lanzaron Skype eran uno sueco y el otro danés; técnicamente, el proyecto se puso a punto en Estonia. Rarísimo caso en el que la vieja Europa logra meterse en el suntuoso desfile de inventores y emprendedores americanos. La última vez, si os acordáis, fue diez años antes, con la invención del MP3.

• Nace, un año antes de Facebook, el progenitor de Facebook, que es Myspace. Es el desembarco definitivo de la gente en el ultramundo. Antes se enviaban mercancías e informaciones, movían su dinero, pegaban tiros dentro de cuentos fantásticos y mundos paralelos. Ahora se meten dentro ellos mismos. La cosa hay que tomarla al pie de la letra: no daban un paseo por el ultramundo, como en una especie de videojuego: iban a existir realmente también allí dentro. Un ejemplo que puede ayudarnos a entenderlo: Adele, la cantante, un fenómeno con cien millones de discos vendidos, empezó con diecinueve años grabando por su cuenta tres canciones que luego unos amigos colgaron en Myspace: un éxito clamoroso. En el mundo aún no existía mientras que en el ultramundo de una red social ya era una estrella. En un momento dado contactó con ella un sello independiente inglés, se llamaba XL Recordings: Adele pensó que se trataba de una broma. Todavía no era tan sencillo acostumbrarse a la idea de que ultramundo y mundo formaban parte de un único sistema de realidad con dos fuerzas motrices: se transitaba del uno al otro con un ápice de incredulidad y recelo...

2004

• El 4 de febrero nace Facebook. Al principio era una red social reservada a estudiantes de algunas universidades. En 2006 se abrió a cualquier persona que tuviera una dirección de mail y al menos catorce años. Hoy los usuarios de Facebook son casi dos mil millones. Es tal vez el fenómeno más multitudinario de colonización que nos resulta posible constatar: veamos, en la actualidad uno de cada dos italianos desembarca con regularidad en el ultramundo con las naves ofrecidas por Facebook. Un éxodo de masas, no hay más que decir. Será delicioso estudiarlo, en los Comentarios, para entender si tiene sentido o si simplemente se trata de una abrumadora prueba de locura.

• Nace Flickr, que en sí misma es simplemente una red social en que la gente cuelga sus propias fotografías. El punto interesante es que en este caso la gente va a vivir al ultramundo no consigo mismo, con su propia cara, su propia biografía, sus propias charlas, sino solo con sus propias miradas. Sus mejores miradas, para ser exactos. Todas ellas hechas realidad a través de esa extensión de uno mismo que es una cámara fotográfica. Es una forma de autorrepresentación bastante refinada [¿os presentaríais en una fiesta haciendo que os precedieran vuestras mejores fotos?], y de hecho no tiene el éxito de Facebook. Pero abre una técnica de colonización que hoy encontramos en Instagram o Snapchat y que tiene curiosas implicaciones mentales. Aquí debo añadir, de todas maneras, un detalle cuya paradójica singularidad no debe pasarse por alto: uno de los dos fundadores de Flickr se llamaba Caterina Fake: es la única mujer, que yo sepa, que aparece en la lista de inventores y emprendedores a los que debemos la insurrección digital. La única. [Dice Wired que en su casa estaba prohibido ver la televisión, de manera que ella, por las tardes, escribía poesías y escuchaba música clásica. Conmovedor. A menos, naturalmente, que su apellido sea un mensaje en clave para idiotas como yo.]

• Alguien (un tal Tim O'Reilly, un editor irlandés que procedía de los estudios clásicos) acuña la expresión Web 2.0. Su intención era diferenciar una primera fase de la Web –en la que el usuario generalmente era pasivo: consultaba, navegaba, pero encontraba las cosas ya cocinadas– respecto a una segunda fase marcada por la interactividad expandida: el usuario era llamado, más directamente, a crear el ultramundo. Es una línea divisoria sensata, y da una idea bastante clara de lo que ha significado la colonización digital: no nos hemos limitado a tomar posesión de las tierras del ultramundo, sino que todos nos hemos puesto a cultivarlas, a dibujarlas, a construirlas. Eso fue lo que Tim comprendió hace catorce años.

• El 22 de septiembre se emite en la ABC el primer capítulo de Perdidos. Casi veinte millones de americanos lo ven. No era la primera serie de televisión: Los Soprano, por ejemplo, empezó en 1999. Pero he elegido Perdidos porque probablemente representa el momento en que esa forma narrativa sale a campo abierto y luego ya no desaparece. Si nos ocupamos aquí de ello es porque las series televisivas son un caso interesante de matrimonio entre un medio de comunicación antiguo, la televisión, y un medio nuevo, los ordenadores. Su deslumbrante éxito planetario no se explica sin recurrir al código genético de la insurrección digital, de la que las series son su más lograda expresión artística. Por eso se catalogan aquí. Y por eso, tarde o temprano, tendremos que detenernos a estudiarlas un rato. Lo haremos. Pero no ahora. Ahora nace YouTube.

2005

• Nace YouTube, que, en este momento, es el segundo sitio más popular del mundo. Cada minuto se suben cuatrocientas horas del vídeo. Si intentáis visualizar en concreto semejante número podéis ver una serie impresionante de seres humanos que destilan su experiencia en secuencias de vídeo para transferirlas más tarde y almacenarlas en el ultramundo: de ahí las recuperan cuando las necesitan –o por puro deleite–. De esta manera contribuyen a generar ese movimiento de rotación en que se ha convertido la realidad: una cíclica migración de los hechos a través de los dos polos, el mundo y el ultramundo. No importa el nivel de estupidez o de belleza de los contenidos a los que dedican ese gesto: sea como sea, tejen igual que arañas la tela circular en la que se enreda esa hermosa presa a la que, cuando la devoren, llamarán EXPERIENCIA.

2006

• Nace Twitter, y para entender el sentido del asunto es necesario empezar desde los SMS. Durante años flotó en el ambiente la idea de utilizar los teléfonos para escribir con ellos mensajes que enviar al otro lado de la línea. Sobre el papel parecía una pijada colosal [ya puestos, ¿por qué no utilizar el radiocasete del coche para hacer unas tostadas?], aunque en realidad el principio era sensato. Dado que una línea telefónica permanece durante horas sin ser utilizada, ¿por qué no utilizarla, entonces, entre una llamada y otra, para transmitir pequeños textos en formato digital?, se preguntaron ya a mediados de los años ochenta. Hicieron algunos experimentos y realmente la cosa tenía aspecto de funcionar. Se trataba únicamente de producir paquetes digitales de dimensiones compatibles con la capacidad de la línea: por eso los primerísimos SMS tenían un máximo de dieciocho caracteres. Trabajaron un poco el tema y llegaron a los 160. No se les pasó por la cabeza implementar con posterioridad la longitud de los SMS porque estudiaron los textos de las postales que la gente se enviaba y vieron que 160 caracteres ya eran un lujo. Lo juro. Antes de que la cosa saliera a la superficie del consumo colectivo fueron necesarios, de todas maneras, unos cuantos años. El primer teléfono móvil que ofrecía un sistema sencillo para enviar SMS fue el Nokia 2010: era 1994. También hay que decir que la cosa no funcionó de inmediato. Las estadísticas del primer año son conmovedoras: por término medio, en 1994, los usuarios del Nokia enviaron un SMS al mes. Almas bellas. No obstante, al cabo de poco tiempo la gente se dio cuenta de dos cosas: la primera era que escribir costaba menos que llamar por teléfono; la segunda era que escribirse era más práctico que hablar. En 2006 los SMS enviados solo por los usuarios americanos fueron 159.000 millones. Fue entonces cuando llegó Twitter. Que en realidad se limitó a fusionar dos cosas que iban de maravilla: los SMS y las redes sociales. Lo hicieron con mucha habilidad, creando una plataforma decididamente cómoda, rápida y amable. Éxito mundial. En la época, lo que llamó la atención a todo el mundo –y supuso el desdén de muchas personas– fue esa historia de que los mensajes no debían exceder los 140 caracteres. En realidad, tratándose de SMS, la cosa era normalísima, pero a muchos ya les fue bien entenderlo como la enésima prueba de un apocalipsis cultural: había una humanidad que podría expresar sus propios pensamientos en 140 caracteres.

Bárbaros.

Anoto, a propósito de lo dicho, que precisamente hoy, día en que he escrito estas líneas, el presidente Trump (el Emperador del planeta) ha comunicado CON UN TUIT que China apoya en secreto a Corea del Norte y esto pone en serio peligro la paz mundial.

Estaréis de acuerdo conmigo que aquí el problema no es el hecho de que haya logrado decirlo en 140 caracteres. El problema es claramente otro. Esto es: que un presidente de Estados Unidos haya llegado a comunicar cosas semejantes utilizando el mismo instrumento del que se sirve el tipo que me cambia las ruedas para comentar los partidos de la Juve. Debo de haberme perdido algún paso. Habrá ocasión, en los Comentarios, de volver sobre este tema.

• Nace YouPorn. Vale, vale, ya sabéis qué es.

2007

• Amazon lanza el Kindle, es decir, un lector de e-books que prometía erradicar el libro de papel. Un umbral simbólicamente importantísimo. El libro de papel era –y es– una especie de fortaleza totémica en el choque entre insurrección digital y civilización del siglo XX. De manera que ahí se abría un frente decisivo.

Cabe decir que Bezos se valió del poder de su red de distribución, si bien no era el primero en intentar una operación semejante. En el 2000, por ejemplo, Stephen King había «publicado» su nuevo libro, Riding the Bullet (Montado en la bala), solo en la Red: lo descargabas y te lo leías en el ordenador. Lo vendía a dos dólares y medio y luego, al cabo de un tiempo, se puso a distribuirlo gratis. En las primeras veinticuatro horas lo descargaron 400.000 veces [quizá solo para ver si era verdad que era posible hacerlo, no sé]. También hay que decir que los primeros en comercializar con cierta convicción un lector electrónico, es decir, un objeto hecho específicamente para leer libros electrónicos gracias a la patente de la tinta electrónica, fueron los de Sony, en 2004, con su Sony Librie: pero el hecho de que nadie se acuerde de ello querrá decir algo.

Si queréis saber cómo terminó la cosa, aquí tenéis unos datos relativos a Estados Unidos, es decir, el país en el que el e-book tuvo más fuerza. Nunca, desde el 2007, se han acercado siquiera a las ventas de los libros de papel. En 2011 más o menos empataron, en ventas, con las obras de tapa dura, es decir, las novedades salidas en papel. Al año siguiente incluso las superaron y durante más de tres años las dejaron atrás. Era la época en la que la pregunta típica era: ¿acaso el libro de papel está destinado a desaparecer? Ahora te la hacen mucho menos y esto quizá porque, en 2016, los e-books han retrocedido y los de tapa dura se los han comido, con un hermoso adelantamiento en el que, por otro lado, nadie se ha fijado, sobre todo los que gritaban de dolor cuando los que ganaban eran los e-books. Son cosas que resultan difíciles de entender.

• Gran Final. El 9 de enero de 2007, Steve Jobs sube al escenario del Moscone Center, en San Francisco, y comunica al mundo que ha reinventado el teléfono. Luego muestra un objeto pequeño, delgado, elegante, sencillo –una especie de pitillera–. Pronto aprenderíamos a llamarlo por su nombre: iPhone.

Puesto al lado de los otros smartphone en circulación recordaba claramente el efecto de los Space Invaders al lado del futbolín. Estaba claramente un par de generaciones por delante, y no cabía duda de que venía de cerebros que lo habían repensado todo desde el principio, olvidando cualquier lógica habitual. Bastaba con mirarlo, ni siquiera era necesario encenderlo. Los otros smartphone segregaban pequeñas teclas que te esperaban sollozando. Él ostentaba una sola, reconfortante, redonda, centrada abajo: casi paternal. Los otros smartphone eran pequeños ordenadores orgullosos de serlo. Él era un ordenador que fingía ser un juego. Hay que decir que lo lograba a la perfección.

Una de las cosas que más dejó con la boca abierta fue, obviamente, la tecnología touch. Nada de puntero, nada de ratón, nada de flechitas, nada de teclado, nada de cursor. Ibas directamente con los dedos sobre la pantalla y movías las cosas, las abrías, las arrastrabas aquí y allá. Había, sí, un teclado, pero aparecía solo cuando lo necesitabas y no eran teclas de verdad, solo letras sobre las que colocar los dedos (aquí tenemos, de nuevo, la ligereza de Space Invaders). Era algo irresistible, como comer con las manos, y el viejo Jobs lo sabía bien. Es necesario ver el vídeo de esa presentación para comprender cuánto disfrutaba mientras, delante de un público extasiado, rozaba con los dedos esa pantalla como quien acaricia mariposas. Ahora todo nos parece bastante normal, pero ese día, cuando, una vez abierta la lista de Contactos, hizo un pequeño gesto, como sacar una mosca de la pantalla con la punta del índice, y la lista comenzó a correr armoniosamente hacia arriba para luego desacelerar como una canica que rodaba cada vez más despacio hasta detenerse, en fin, en ese preciso momento se oye cómo un estremecimiento sube entre el público, algo como un aplauso de niños, un temblor de infantil maravilla: os juro que incluso hay alguien al que se le escapa un grito. Únicamente estaba haciendo correr los contactos, caramba. Cuando, unos diez minutos más tarde, se puso a hacer un zoom sobre una foto simplemente apoyando encima el pulgar y el índice y luego alejándolos, el teatro se vino abajo. Quedaba claro que allí estaba pasando algo. Parecía una paz firmada entre el hombre y las máquinas, como el definitivo paso a natural de lo que era artificial. Algo se había desarticulado y una mansedumbre diferente parecía inclinar las máquinas a convertirse en una extensión de la mente y del cuerpo de las personas.

Algunos años después, cuando mi familia se había rendido ya a una compañía capaz de hacer que un cargador costara cincuenta euros, y así pues el iPhone ya era de casa, tuve la oportunidad de asistir a una escena que más tarde descubrí que era bastante común y que ahora me parece útil recordar aquí. Estaba mi hijo pequeño, un hombrecito de tres años, que se había subido a una silla para mirar de cerca el periódico que yo había dejado abierto sobre la mesa. No tenía intención de leerlo, no era tan inteligente. Le había llamado la atención la foto de un futbolista, y se había subido a la silla para mirársela bien. Yo lo vigilaba desde la habitación de al lado, lo justo para ver que no se caía. Pero en vez de caerse empezó a rozar la foto con un dedo, exactamente como hacía el viejo Jobs, aquel día, delante de toda aquella gente. Lo hizo una, dos, tres veces. Lo vi constatar, con fastidio, que no pasaba nada. Sin grandes ilusiones intentó hacer zoom, justo de aquella manera, el pulgar y el índice alejándose, dulcemente. Nada. Entonces se quedó un momento observando esa fijeza y yo sabía que estaba midiendo el fracaso de una civilización entera, la mía. Entendí en ese momento que de mayor no leería periódicos de papel y que en el colegio se rompería las pelotas con la pelota. Debo añadir también que, dado que en mi familia legamos valores típicamente saboyanos como la terquedad y la insana propensión a intentar solucionar los problemas, mi hijo no se rindió antes de haber realizado un último intento extremo, que me pareció una memorable mezcla de racionalidad y poesía: le dio la vuelta a la hoja y le echó un vistazo al dorso de la foto para ver si había algo que no funcionaba. Quizá un seguro que quitar. Quién sabe. Una función que activar. Una batería que cambiar.

Había un artículo sobre la selección de baloncesto.

Lo vi bajarse de la silla con una cara de jazzista a la hora de cierre. No sé si logro explicarme, una cara de jazzista cuando se despide de la que hace la limpieza, se pone el abrigo y vuelve a casa: no sabría decirlo mejor.

Más o menos en ese mismo período, un amigo mío que durante un tiempo estuvo en California para hacer películas, regresó a casa para las vacaciones, encontrándose algo atontado por el viaje en el aeropuerto de Malpensa. Tenía que retirar un coche en el aparcamiento, o sacarse un billete para el autobús, no lo recuerdo, pero en definitiva, se encontró delante de una de esas máquinas donde pagas y te escupen un billete. Yo no estaba allí, me lo contó más tarde, tenía interés en hacerlo porque, decía, «es una historia que me ha enseñado mucho, aunque no sé exactamente qué». Estaba allí, en resumen, ligeramente atontado, con esa máquina delante. Había vivido en California algunos años, ya lo he dicho, era joven y bastante listo, hacía su compra online, para entendernos: así que empezó a tocar la pantalla con los dedos, había una especie de iconos en la pantalla, y con el dedo insistía en tocar el que le parecía más útil. Nada. Se quedó un rato tocando con los dedos esa pantalla. Luego se aproximó una pareja de mediana edad, bastante comprensiva, de aspecto tranquilo. Mi amigo nunca los había visto antes, pero cuando me contó toda la historia me dijo que sin duda eran dos de Cologno Monzese, llevaban una mercería y eran de esos que tienen la RAI 1 encendida las veinticuatro horas del día. Fuera como fuera, se aproximaron educadamente y con un gran espíritu de colaboración le indicaron a mi amigo que había teclas en la máquina, y que era necesario pulsarlas. Lo dijeron con cierta cortesía, escandiendo las palabras también un poco lentamente –me dijo más tarde mi amigo– y mirando de vez en cuando la gorrita de béisbol que llevaba en la cabeza, como buscando confirmación de algo.

Al final, le sacaron el billete.

Me los imagino en el coche, luego, a ellos dos, negando con la cabeza, sin decirse nada.

Porque misterioso es el cruce de las civilizaciones, cuando acaece. Y no puede juzgarse el paso tortuoso de la inteligencia de la gente.

Me gustaría dejar claro que, personalmente, si entro en una tienda de Apple y veo a todas esas personas sonriéndome me pongo rígido hasta el calambre; además, considero que cualquier actualización del software es un chantaje e interpreto el constante y agotador intento de hacerme comprar el próximo modelo del iPhone como una agresión personal. Pero ahora debo escribir muy serenamente algo importante. El iPhone, el primer iPhone, era un teléfono, un sistema para entrar en Internet, una puerta para la Web, un instrumento para escribir mails y mensajes, una consola para videojuegos, una cámara fotográfica, un contenedor enorme de música y una caja potencialmente llena de aplicaciones, desde el tiempo hasta las cotizaciones de la Bolsa. Como el armario de los Space Invaders, contenía potencialmente el infinito, pero era inmensamente más hermoso. Cabía en el bolsillo y pesaba como un par de gafas. Ratificaba de manera oficial el amanecer de una época en la que el tránsito al ultramundo llegaría a ser un gesto casi líquido, absolutamente natural y potencialmente sin interrupciones. Aligerando hasta el extremo la postura hombre-teclado-pantalla, y desasiéndola de cualquier forma de inmovilidad, la imponía para siempre como forma de existir, acceso privilegiado a ese sistema de realidad con dos corazones que la época clásica había imaginado y que ahora se estaba convirtiendo en el nido de la experiencia de los hombres. Hacía todo esto llevando consigo una inflexión mental que luego resultaría decisiva: ERA DIVERTIDO. Era como un juego. Estaba diseñado para adultos niños, parecía diseñado por niños adultos. En esto, como veremos en los Comentarios, recogía y llevaba a cabo una herencia que venía de lejos y no era simplemente un resultado de la mentalidad Apple: toda la insurrección digital llevaba en su seno la pretensión no expresada de que la experiencia pudiera llegar a ser un gesto rotundo, hermoso y cómodo. No la recompensa a un esfuerzo. Sino la consecuencia de un juego.

Screenshot final

Una buena mirada panorámica a la columna vertebral y todo parece bastante claro. Al finalizar la época clásica, esa civilización siguió adelante, con coherencia, en la dirección que había tomado. Podían detenerse, volver atrás, arrepentirse o simplemente perderse. Pero no fue así. Siguieron avanzando, como podrían haber avanzado en un videojuego: intentando siempre llegar a la pantalla siguiente y sin interrumpir nunca la partida. De vez en cuando morían, pero como en los videojuegos no tenían una única vida: el 11 de septiembre o la burbuja financiera de las puntocom fueron dos golpes letales: uno amenazaba el espacio de paz que era el tablero de juego necesario para la partida y el otro sacaba del tablero unas cuantas piezas. Podía ser el final de todo. Pero no lo fue, porque pegando de cualquier manera el tablero y concentrándose en las piezas que quedaban en juego se pusieron a jugar de nuevo. Testarudos.

Si queremos, el resultado puede verse también solo con los números. ¿Os acordáis?, habíamos ofrecido algunas referencias. Veamos brevemente cómo terminó la cosa.

– usuarios de Internet en el mundo. Había 188 millones, equivalentes al 3,1% de la población. Diez años más tarde, hay 1.500 millones, equivalentes al 23 % de la población.

– sitios web. Eran 2.410.000. Diez años más tarde hay 172 millones.

– clientes de Amazon. Eran un millón y medio. Diez años más tarde son aproximadamente 88 millones.

– porcentaje de los americanos con un ordenador en casa. Era del 35 %. Diez años después es del 72 %.

Bueno, bastante claro, ¿no?

Pero, más allá de los números, lo que queda claro es una inercia casi irrefrenable, colectiva, aparentemente feliz. Lo que ahora podemos decir con cierta seguridad es que en la época de la colonización esa gente, que en el fondo somos nosotros, hizo algo muy lineal: expandir el juego diseñado en la época precedente. El asunto les salió bien sobre todo en dos direcciones: las redes sociales y el smartphone. Son los dos tótems de la década. Facebook, Twitter / BlackBerry, iPhone. En sí mismos, son simples herramientas, pero como decía Stewart Brand cambia las herramientas y construirás una civilización. De hecho, esos dos instrumentos llevaban en las tripas al menos dos movimientos telúricos, por decirlo de algún modo, destinados a dejar huella. Vamos a anotarlos aquí:

UNO

Las redes sociales certificaban la colonización FÍSICA del ultramundo. Quiero decir que las personas, FÍSICAMENTE, se desplazaron allí adentro. Desplazaron allí adentro no solo documentos, sino ellos mismos, su propio perfil, su propia personalidad. O, en casos más refinados como Flickr, su propia reverberación, el calor de sus emociones, la vibración de sus deseos: el mundo que les gustaba. Simultáneamente, desplazaron allí adentro también una parte cada vez más grande de sus relaciones sociales. Si medís la distancia que hay entre enviar un SMS a un amigo y escribir un tuit que leerán tal vez decenas de miles de personas os haréis una idea de lo que ocurrió en poquísimos años: prácticamente nos hemos convertido en web a nosotros mismos, nos hemos hecho enlaces como los cajones del profesor Berners-Lee, hemos decidido comunicarnos como comunicaban las informaciones en la Web, hemos encontrado en el ultramundo un sistema carente de fricción que nos permitía propagar cualquier gesto o palabra nuestros en el mar abierto de una comunidad aparentemente sin fronteras.

Cuidado con entenderlo mal: no estoy diciendo que NOS HEMOS IDO A VIVIR AL ULTRAMUNDO. Le hemos colonizado, que es diferente. Lo hemos puesto en conexión con el mundo y hemos comenzado a hacer girar con cierta eficiencia ese sistema de doble tracción que habíamos inventado con la Web. Si os fijáis, precisamente las redes sociales os explican la cosa sin márgenes de error. Nadie se ha desplazado integralmente a vivir al ultramundo [bueno, aparte de algún nerd total, quiero decir]. La mayoría ha aprendido a hacer girar su personalidad en dos circuitos que al final han entendido que eran los dos corazones de un organismo: la realidad. Se diga lo que se diga, en esto hemos adquirido una cierta habilidad: hoy en día hasta un chiquillo de secundaria se desenvuelve con cierta habilidad en el juego diario de cruzar la frontera entre mundo y ultramundo, en ambas direcciones y de forma repetida. La idea misma de que esa frontera existe probablemente sea para él una idea inapropiada para definir su experiencia. Hábilmente habita en un sistema de realidad con doble tracción y la experiencia para él circula por un sistema sanguíneo de dos corazones: pedirle que te indique dónde late uno y dónde late el otro es claramente una pregunta superficial. Es probable que encuadre un problema, pero sin duda alguna tendría que formularse de maneras mucho menos infantiles...

DOS

La masiva colonización del ultramundo, y el traslado físico de la gente al otro lado de la nueva frontera ha sido claramente un proceso acelerado por otro tótem de la época: el smartphone. Allí el movimiento es clarísimo: eliminar toda la rigidez posible de la postura hombre-teclado-pantalla, de modo que la migración entre el mundo y ultramundo sea lo más fácil posible. La coherencia con las intuiciones de la época precedente es, aquí, muy evidente: tanto la elección de esa postura como la invención del ultramundo eran dos elecciones de fondo que estaban a la espera de que la tecnología ofreciera un diseño que las hiciera compartibles por la mayoría de la población. Hecho.

Así, a unos treinta años de los marcianitos de Space Invaders, tenemos aquí frente a nosotros la cordillera bastante clara de un paisaje que podemos comenzar legítimamente a leer como una nueva civilización. No un avance tecnológico electrizante: una auténtica civilización.

Lo sorprendente –quisiera decir desconcertante– que podemos descubrir sobre ella agachándonos para excavar y estudiar fósiles resultará evidente en los Comentarios que siguen.

O al menos eso espero.

COMENTARIOS A LA ÉPOCA DE LA COLONIZACIÓN

The Game

He vuelto a ver ese vídeo, ese en el que Steve Jobs presenta el iPhone. Quería verlo bien, excavar, buscar fósiles. Había algo que descubrir allí, algo que podía llevarnos lejos. Al terminar me convencí de que ese algo era el hecho evidente de que en ese vídeo JOBS SE DIVIERTE COMO UN CRÍO. No estoy diciendo que se divierta porque está allí haciéndose el guay sobre el escenario, no: se ve que lo que le divierte es precisamente el iPhone; no se divierte HABLANDO DE ÉL, se divierte precisamente UTILIZÁNDOLO. Todo en su conducta tiende a transmitir la información muy precisa de que el iPhone ERA DIVERTIDO. Ya sé que ahora el asunto puede darse por descontado, pero es necesario volver a ese momento. A lo que había antes. Al lugar del que venían. ¿Era DIVERTIDO el teléfono con auricular y disco con números? No. ¿Era DIVERTIDO el teléfono público de las cabinas? No. ¿Era DIVERTIDA la BlackBerry? No mucho. Todos ellos eran herramientas que solucionaban problemas, pero nadie había pensado en que debían hacerlo también DE MANERA DIVERTIDA, por lo que no lo hacían de manera divertida.

El iPhone sí. Y es lo que de una forma obsesiva Jobs trata de comunicar mientras habla.

ESTÁ DICIENDO QUE ES UN JUEGO.

Ahí está el fósil.

Está diciendo que es un juego.

Haced el intento de recordar cuántas veces en la vida os habéis encontrado en la situación de tener un problema (práctico) cuya solución ERA UN JUEGO. No serán muchas. Y en el fondo casi todas tenéis que ir a repescarlas en años lejanos, cuando erais niños, porque los primeros especialistas verdaderos de la gamification son los padres: el tenedor-avioncito que vuela y luego entra en la boca... El vasito convertido en astronave... Papá que se convierte en un monstruo, o águila, o cactus, depende del problema que hubiera que resolver. Yo abría los pañales de mi hijo fingiendo ser un buscador de oro del Yukón en busca de pepitas de oro [una vez encontré una monedita, de hecho]. Pero en fin... Quería decir que el iPhone había nacido para resolver muchos problemas, pero lo hacía como el tenedor-avioncito y todo, en ese objeto, estaba allí para recordártelo continuamente, eligiendo de forma sistemática soluciones que tenían sabor a juego y a infancia. Los colores, el diseño gráfico, esos iconos que parecían dulces, la fuente de niños cool, la presencia de un único botón [hasta los juegos para críos tienen al menos dos...]. La misma tecnología touch era, obviamente, infantil. ¿Qué os imagináis que pensaron aquellos dos de Cologno Monzese cuando mi amigo insistía en tocar la pantalla para sacar el billete en la máquina del aeropuerto? Que era un niño, eso es lo que pensaron (llevaba además esa gorrita de béisbol para confirmarlo).

Ir a la siguiente página

Report Page