The game

The game


1999-2007. DE NAPSTER AL IPHONE:

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Juego e infancia, pues. Pero es necesario no pensar que era solo una cuestión de presentación, de diseño, de apariencia. La sincera diversión de Jobs, sobre el escenario, sugería algo más sustancial: el iPhone –como ya antes del mismo el Mac y el iPod– no solo tenía el aspecto de un juego, sino que de alguna manera lo era de verdad: CONCEPTUALMENTE ESTABA CONSTRUIDO COMO UN VIDEOJUEGO. Con ese objeto en la mano, ¿qué acabas haciendo, sin pensártelo demasiado siquiera? Sumido en la postura hombre-teclado-pantalla, refinada por la pantalla táctil, derrotabas a los enemigos que caían sobre ti bajo la forma de pequeños quehaceres: como por ejemplo telefonear a mamá o buscar la dirección de un restaurante. A modestos problemas respondías con modestas contramedidas, siempre agradables al tacto y a la mirada, y subrayadas por satisfactorios efectos sonoros. ¿Quieres llamar a Gigi?, agradable secuencia de cuatro toques. ¿Quieres fotografiar a Marisa? Agradable secuencia de tres toques. ¿Quieres descartar la foto porque Marisa ha salido de pena? Agradable secuencia de dos toques. Y etcétera. Para los jugadores más expertos había niveles avanzados: entrar en la Web, comprarte música, escribir un mail. Pero también allí se trataba de un juego de toma y daca, de marcianito que sale a tu encuentro y tú lo aniquilas: al final, puedes darle las vueltas que quieras, pero aquello no era un teléfono, y en el fondo tampoco era una herramienta: tenía todo el aspecto de ser sobre todo un videojuego. Mejor dicho, un montón de videojuegos juntos.

Lo que luego descubrí es que aquello no pasaba así por casualidad, o debido a una estrategia de Jobs. La cosa venía de lejos. Porque el videojuego, bien está saberlo, es de hecho uno de los mitos fundacionales de la insurrección digital, una de las divinidades mayores en el Olimpo de esa gente. No lo digo porque en esta reconstrucción mía me ha dado por comenzar todo a partir de Space Invaders. Lo digo porque históricamente el videojuego ha sido una especie de cuna para muchos protagonistas de esa insurrección. ¿Os apetece oír dos historias instructivas?

Para la primera tenemos que volver al mítico Stewart Brand, el de Stay hungry, stay foolish. Bien, en una entrevista para The Guardian de hace algunos años, empezó a explicar más o menos cómo habían ido las cosas al principio, allí, en California. Las personas a las que había conocido y que le habían abierto el cerebro. Y mirad lo que cuenta en un momento dado. «Estaba en la Universidad de Stanford, en el centro de computación, sería a principios de los años sesenta, y en cierto momento veo a unos muchachos jugando a Spacewar [un videojuego tipo Space Invaders, pero mucho más primitivo y mucho menos divertido]. Esa cosa la habían creado desde la nada, y mientras ellos jugaban tú te los mirabas y lo que entendías es que estaban completamente fuera. No sería capaz de describirlo con otras palabras. Estaban fuera de sus cuerpos. Hasta ese día, yo había visto solo una cosa capaz de hacerte sentir fuera de esa manera: las drogas.»

Naturalmente, lo primero que se os pasará por la cabeza memorizar de esta pequeña anécdota es la conexión videojuego-drogas, que además si tenéis hijos es una de vuestras peores pesadillas. Pero tengo que pediros que paséis del tema, que no os dejéis distraer y que me sigáis. Diez años después de haber tenido esa iluminación, Stewart Brand escribió para la revista Rolling Stone un largo artículo que entrará más tarde en la historia como la primera, profética y genial teorización de lo que iba a pasar con los ordenadores. Es el primer lugar en el mundo en el que alguien puso negro sobre blanco, cuando la cosa podía parecer solo una locura, que los ordenadores acabarían en manos de todo el mundo, que llegaría uno al escritorio de cada uno de nosotros: eran un poder que tenía que ser distribuido, y que haría más fácil la vida a todo el mundo, y apacible, y pasablemente feliz. En resumen un artículo histórico, creedme. La prosa no era gran cosa, si me lo permitís, pero los contenidos eran una bomba. Pues bien, ¿cómo se titulaba ese artículo?

Spacewar.

El nombre del videojuego.

Y de hecho la mitad del artículo versa sobre ese videojuego, os lo juro. ¿Por qué? Respuesta de Brand: «Spacewar era la perfecta bola de cristal en la que uno podía leer adónde nos iban a llevar las ciencias informáticas y el uso de los ordenadores.»

¿No veis cómo esa gente llevaba, en el ADN, ese juego, que venían de allí? No se trataba de que fueran unos capullos y pensaran que la vida era siempre un juego. Es diferente. Es que habían empezado a partir de allí, de los videojuegos, y esto iba a marcarlos para siempre.

Si todavía tenéis alguna duda, aquí va la segunda historia. Es esta.

De nuevo se refiere a Steve Jobs. En 1983 fue invitado a hablar en una convención de diseñadores, en Aspen, Colorado. No sé lo conocido que era por entonces. Pero sé lo que esa reunión de diseñadores sabía sobre los ordenadores: un carajo. Él estaba allí para intentar que comprendieran al menos las cosas fundamentales. Realmente la base. Bien. En un momento dado, apurado al ver que nadie –nadie– sabía lo que era un software, intenta explicarlo. Para ayudarse, hace una comparación con la televisión. Y más o menos dice: un programa televisivo es capaz de reproducir una experiencia: si miro el funeral de JFK me conmuevo, revivo esa experiencia, ¿vale? Si lanzo un programa informático, en cambio, hago algo diferente: no capturo la experiencia, sino LOS PRINCIPIOS SUBYACENTES DE LA EXPERIENCIA. Naturalmente, los diseñadores no entendieron un carajo [yo tampoco, por otra parte] y entonces añadió: Tranquilos, tengo el ejemplo perfecto para que entendáis qué es capaz de hacer un ordenador. ¿Y qué ejemplo eligió?

Un videojuego.

Para ser exactos eligió Pong –a lo mejor os acordáis de él, era un partido de pimpón muy rudimentario, podíais perder la cabeza, lo habían inventado en el 72, seis años antes de Space Invaders–. En resumen, que empezó a hablar de Pong. Para explicar lo que hacía un ordenador a gente que no tenía ni la menor idea eligió el ejemplo que en su cabeza encarnaba de forma más sintética y específica la capacidad inédita y revolucionaria del ordenador: un videojuego en el que tenías que darle a una pequeña pelota.

Así, no debe sorprendernos demasiado si nos lo encontramos de nuevo, veinticuatro años más tarde, presentando el iPhone, divirtiéndose como un loco y dando la impresión de que tenía un juego en la mano. Lo tenía: tenía un juego en la mano, ahora ya podemos decirlo con serenidad. Lo tenía desde siempre, nunca tuvo en su mano otra cosa que no fuera un juego; durante toda su vida de hacker no hizo más que juegos que jugaban al pimpón. Y, en el fondo, esto no sería tan importante si no fuera porque él era uno entre muchos, quizá más consciente que los otros, pero solo uno entre muchos: el videojuego fue el gimnasio de gran parte de los hackers que generaron la insurrección digital y en cierto modo era el esquema mental en el que se resumían con más claridad las intuiciones un tanto desenfocadas de esos cerebros tendencialmente encriptados. Estaban buscando un mundo, y de forma instintiva lo imaginaban con el diseño y la arquitectura lógica de un videojuego.

Esta inclinación, repetida casi con regularidad cada vez que había que afrontar un problema y elegir una solución, a largo plazo solo podía producir animales como los smartphone actuales, o ambientes como Spotify, o Tinder: en esencia, unos juegos. Pero ya en la época de la colonización, es decir, hace ya más de diez años, a esas alturas el resultado era bastante visible. Si Google todavía era un juego que no sabía que lo era (y, de hecho, solo con cierto esfuerzo podríamos definirlo como divertido), en cambio Facebook nace ya con un claro componente lúdico: el ambiente es, como una elección consciente, agradable, cómodo, divertido. Aparecen números (los likes, los followers...) que son claramente la puntuación del videojuego, recuperada y metabolizada con gran soltura. Twitter aprenderá la lección y se convertirá por su parte en una máquina que en el fondo lanza resultados unos detrás de otros (retuits, likes, etcétera) en un divertido e ininterrumpido hacinamiento de ganadores y perdedores. Mientras tanto, los links de la Web seguían ofreciendo esos adorables patinajes transversales sobre el hielo del ultramundo, Napster jugaba a policías y ladrones, los emoticonos empezaban a contagiar los SMS y el Kindle intentaba venderse como una pizarra mágica. Y todo esto sin citar siquiera los juegos verdaderos, los videojuegos, que a esas alturas ya se habían guarecido, como virus, en cualquier dispositivo. Resulta suficiente para entender bastante lo que estaba sucediendo: la elevación del juego a esquema fundacional de toda una civilización. A partir de ese momento, vivir prometía convertirse en una intrigante colección de partidas en la que las asperezas de la realidad representaban el campo de juego; y la emoción de la experiencia, el premio final. En cierto modo era la Tierra Prometida de los hackers: un único, libre e ininterrumpido videojuego. The Game.

No creo que sea necesario tener que señalaros que estamos en un punto crucial [dijo mientras lo señalaba]. En efecto, en todo este asunto del Game se desencadenan muchos de nuestros miedos, de nuestras dudas. Y no sin razón. Si en un determinado momento comenzamos a notar con desagrado que muchos de nuestros gestos habían perdido la respiración lenta y consciente que habíamos aprendido, transformándose en movimientos rápidos y a menudo carentes de poesía, aquí tenemos por fin una posible génesis del fenómeno: el mundo presente ha sido diseñado por gente que inventó Space Invaders, no el futbolín.

Una vez le pregunté a un amigo mío, que no es nada tonto, por qué se obstinaba en seguir comprando vinilos, los discos de 33 revoluciones. Él, en vez de soltarme el rollo habitual de que el sonido es mejor, etcétera, etcétera, me dijo: «Porque me gusta levantarme del sofá, ir a poner el disco, y volver a sentarme.» Es una persona que adora la música, y lo que me estaba diciendo es que para él escucharla era algo tan valioso que de forma instintiva lo asociaba con un gesto de alguna manera lento, también un poco cansado, tal vez incluso solemne. Si os preguntáis cómo hemos pasado de una civilización tan elegante a una capaz de inventar Spotify (cambio de disco con un clic), ahora por lo menos tenemos una parte de la respuesta: porque hemos elegido el camino del Game. Lo digo de forma brutal: por motivos históricos y, digámoslo así, darwinianos, a partir de un determinado momento (del iPhone en adelante, si tengo que arriesgar una fecha), nada ha tenido ya posibilidades serias de supervivencia si no llevaba en su ADN el patrimonio genético del videojuego. Puedo incluso arriesgarme a plasmar, para uso de todo el mundo, los rasgos genéticos de esa especie destinada a sobrevivir:

– un diseño agradable capaz de generar satisfacciones sensoriales;

– una estructura que remite al esquema elemental problema/solución repetido varias veces;

– poco tiempo entre cualquier problema y su solución;

– aumento progresivo de las dificultades de juego;

– inexistencia e ineficacia de la inmovilidad;

– aprendizaje dado por el juego y no por el estudio de abstractas instrucciones de uso;

– disfrute inmediato, sin preámbulos;

– tranquilizante exhibición de una puntuación después de determinados pasos.

Bueno, no se me ocurre nada más: pero tengo una noticia importante para todos vosotros: aparte de raras excepciones, si estáis haciendo algo que no tiene, por lo menos, la mitad de estas características, es que estáis haciendo algo que está muerto desde hace tiempo.

Estáis autorizados a poneros nerviosos.

Superficialidad

Pensar al revés

Esa presentación del iPhone, Steve Jobs y todo lo demás: en ese vídeo, si nos fijamos, había otra cosa que se repetía de forma casi obsesiva. Una palabra.

Simple. Very simple. Very, very simple.

Sencillo.

Ya se tratara de poner una canción de los Beatles, o de telefonear a un amigo, o de entrar en la Web, o de subir el volumen, o de apagarlo todo, siempre se trataba, con el iPhone, de un pequeño gesto que no solo era divertido sino también –como Jobs subrayaba repetidas veces– sencillo, muy sencillo.

Parece algo obvio, carente de consecuencias significativas. Pues no.

Sencillo no es solo lo contrario de difícil. También es –y, en este caso, sobre todo– lo contrario de complicado. Lo que a Jobs más le importaba era que el iPhone era capaz de hacer coincidir procesos muy complejos en la nitidez final de un gesto sencillo. No estaba diciendo que había simplificado el teléfono. Al contrario, estaba diciendo que había hecho un instrumento complejísimo: sin embargo, se empeñaba en subrayar que usarlo, luego, era malditamente sencillo. De alguna manera, ese trasto había logrado desprenderse de toda la complejidad del asunto en algún doble fondo oculto, dejando en la superficie, a flote, tan solo el fruto limpio de esos procesos complejos, su síntesis última, su corazón elemental y útil: iconos para tocar, listas que corrían, páginas para pasar. Con los ojos en esa pantalla, y los dedos rozándola, la impresión que se desprendía era la de acceder a gestos que habían sido limpiados de cualquier escoria y que te venían ofrecidos a ti, de repente, en una especie de simplicidad final, última: lo esencial había subido a la superficie y todo el resto había sido tragado en algún invisible no-lugar.

Era una impresión muy agradable, y la resumían a la perfección esos iconos amistosos, sonrientes, tornasolados. Ahora es más fácil comprender que detrás de su aspecto un tanto infantil había algo muy sofisticado: eran las puntas emergentes de inmensos icebergs, extremadamente complejos, que yacían escondidos en alguna parte por debajo de la superficie de aquella pantalla. Burlonamente, esos iconos utilizaban la imagen estilizada de la herramienta que justo en ese momento estaban destruyendo: el auricular del teléfono, la aguja de la brújula, el sobre de las cartas, el reloj con agujas. Había hasta una rueda dentada. Destinados a desaparecer como objetos, eran legados como boyas que señalaban el punto exacto donde había emergido el corazón útil de las cosas, desasido de la complejidad de los procesos propios del siglo XX que lo mantenían preso. Estaban allí señalando que LA ESENCIA DE LA EXPERIENCIA HABÍA SALIDO DE SUS GUARIDAS SUBTERRÁNEAS, ELIGIENDO LA SUPERFICIE COMO SU HÁBITAT NATURAL. He de decíroslo: hemos llegado al corazón de la cultura digital.

Al fin y al cabo se trataba solo de un teléfono, me diréis. De acuerdo, pero con gente que pretendía cambiar la cabeza de las personas cambiando los instrumentos que tenían en la mano, hay que prestar atención a cómo hacían esos instrumentos. Y en el iPhone debemos tener la lucidez de reconocer un esquema mental que iba a tener una enorme influencia en nuestro modo de estar en el mundo. Es una figura fácil de reconocer. Un iceberg. Una enorme complejidad desaparece bajo la superficie del agua y el minúsculo corazón útil de las cosas sale a flote. Articuladas operaciones matemáticas, almacenadas en depósitos subterráneos, generan resultados elementales que pueden leerse con facilidad en el aire limpio de la superficie. El esfuerzo fluye desde un antes olvidado, y la experiencia se presenta como un gesto inmediato, natural.

Un iceberg.

Ahora bien. Prestad atención porque este es un momento crucial. Lo más interesante de esta figura mental –el iceberges lo siguiente: SI LO INVERTÍS OBTENDRÉIS EXACTAMENTE LA FIGURA MENTAL QUE HA DOMINADO LA CULTURA DEL SIGLO XX.

Yo crecí con esa figura del siglo XX en la cabeza, por tanto puedo dibujárosla bien. En la superficie, flotando delante de nuestras narices, había caos o, en el mejor de los casos, la pérfida red de las percepciones superficiales. El juego consistía en superarlas, oportunamente guiados por los correspondientes maestros. A través de un camino de trabajo, aplicación y paciencia, era necesario bajar en profundidad donde, como en una pirámide invertida, la articulación compleja de la realidad se iría resumiendo, primero, lentamente en la claridad de unos pocos elementos y, luego, en el deslumbrante epílogo de una verdadera esencia: donde se guardaba EL SENTIDO AUTÉNTICO DE LAS COSAS. Llamábamos EXPERIENCIA al momento en que allí lográbamos acceder a la misma. Era un acontecimiento raro, y casi imposible sin alguna clase de mediación sacerdotal, ya fueran profesores o también, simplemente, libros, o viajes: a veces, sufrimientos. En cualquier caso, algo que implicaba dedicación y sacrificio. La idea de que pudiera tratarse de un juego o incluso únicamente de algo sencillo nos resultaba ajena. De manera que LA EXPERIENCIA acababa siendo un lujo poco frecuente, a veces el resultado de algún privilegio, siempre el legado de alguna casta sacerdotal. Era en última instancia un premio del que amábamos la espléndida reverberación en el vacío exhausto de nuestras vidas.

Como veis, una clara figura. La aplicábamos a los aspectos más diversos de la realidad: ya se tratara de investigar noticias, de entender una poesía o de vivir un amor, el esquema siempre era el mismo, una pirámide invertida: rápidamente, en superficie, encontrábamos el terreno friable y bastante articulado de las apariencias, y en profundidad, con paciencia y lentitud, intentábamos alcanzar la esencia de las cosas. La complejidad, por arriba; el corazón útil del mundo, por abajo. El esfuerzo, arriba. El premio, abajo. Una figura clara, ¿verdad?

Dadle la vuelta, por favor.

¿Qué veis?

El iPhone.

El premio, arriba. El esfuerzo, abajo. Las esencias llevadas a la superficie, la complejidad escondida en algún sitio.

Y el iPhone es solo un ejemplo. Ya la primera página de Google, con todo ese blanco y un veintena de palabras para explicarlo todo, ¿no era la punta de un iceberg, como el iPhone? Y las veintiuna palabras de la primera página web de Berners-Lee, ¿no lo eran también? Y la pantalla de Windows 95, con la reconfortante extensión de iconos ordenados y comandos prefijados, ¿qué decís sobre esto? Todo eso son puntas del iceberg: detrás, abajo, dentro –no sé– había un montón de complejidad, pero la esencia de las cosas flotaba en la superficie, la encontrabas al primer vistazo, la entendías en un momento, la utilizabas inmediatamente (sin mediaciones, sin sacerdotes). El iPhone está hecho así, Google está hecho así, Amazon está hecho así, Facebook está hecho así, YouTube está hecho así, Spotify está hecho así, WhatsApp está hecho así: despliegan una simplicidad donde la inmensa complejidad de la realidad emerge en la superficie dejando tras de sí cualquier escoria que haga más pesado el corazón esencial. De lo cual se deriva un índice sintético de lo existente que habría tranquilizado a Aristóteles, encantado a Darwin y excitado a Hegel: todos ellos gente que buscaba la esencia por detrás de la apariencia, lo sencillo dentro de lo complejo, el principio antes de la multiplicidad, la síntesis después de las diferencias. Estoy seguro de que habrían valorado muchísimo la página de inicio de YouPorn, en el caso de que tuvieran tiempo para semejantes amenidades.

Ahora sabemos que con instrumentos como esos la insurrección digital golpeaba de lleno el corazón de la cultura del siglo XX, desintegrando su principio fundamental: que el núcleo de la experiencia estaba sepultado en profundidad, que era accesible solo con el esfuerzo y gracias a la ayuda de algún sacerdote. La insurrección digital arrebataba ese núcleo de las garras de la élite y lo hacía subir a la superficie. No lo destruía, no lo anulaba, no lo banalizaba, no lo simplificaba miserablemente: LO DEJABA EN LIBERTAD SOBRE LA SUPERFICIE DEL MUNDO.

De manera que ahora podemos decir una cosa: eran hombres que pensaban al contrario. Rechazaban el mito de la profundidad y tenían el instinto de destruir la oposición apariencia/ esencia: para ellos ESENCIA Y APARIENCIA COINCIDÍAN. Lo que querían era reconducir la experiencia a los elementos esenciales que pudieran ser colocados sobre un escritorio y estar al alcance de gestos sencillos y rápidos.

En este instinto eran guiados por un miedo que ahora no tenemos que olvidar: el miedo a que otra vez el corazón de las cosas acabara hundiéndose en algún lugar donde permaneciera en una inmovilidad cuyo acceso quedara regulado por alguna casta sacerdotal: habían visto qué desastres podía producir un esquema semejante y de forma instintiva elegían soluciones que hicieran imposible volver a ese infierno. Tenían en mente una estrategia que, a su manera, resultaba genial: si existía un sentido auténtico de las cosas era necesario sustraérselo a cualquier forma de aislamiento y hacer que subiera a la superficie visible del mundo: entonces cesaría de ser un monolítico secreto sancionado por quién sabe quién, y llegaría a ser el resultado de las corrientes del vivir, la huella transparente y cambiante del caminar de los hombres. Algo no permanente y, sin embargo, verdadero.

Gente de esta clase desarrolló tecnologías adecuadas a su forma de pensar. No eran filósofos; por regla general, eran ingenieros: no diseñaron sistemas teóricos, pusieron al día herramientas. En todos ellos su forma de pensar al revés se transformaba en gesto, solución, hábito. Praxis que a veces eran mínimas (verificar el parte meteorológico, medir la fiebre), terminaron, al multiplicarse, generando una posición mental que no es el efecto arbitrario de objetos de éxito, sino el reflejo coherente de ese pensamiento al revés que originó. A largo plazo, lo que pasó es que hemos terminado esperando de la vida lo que veíamos funcionando en la praxis de nuestros pequeños gestos cotidianos: si para llamar por teléfono solo tenía que rozar una pantalla con los dedos eligiendo rápidamente entre un número limitado de opciones en el que un caos de posibilidades acababa limitado a un orden sintético y hasta divertido, ¿por qué en el colegio las cosas no eran así? ¿Y por qué tendría yo que viajar de otro modo? ¿O comer? ¿Y por qué entender de política tendría que ser en cambio más complicado? ¿O leer un periódico? ¿O descubrir la verdad? ¿O, en última instancia, encontrar a alguien a quien amar?

Así, poco a poco, todos empezamos a pensar al revés un poco, y a adoptar, como algo útil, la regla de que cualquier partida podía ser jugada con la condición de ser capaces de colocar las piezas en ese tablero iluminado que es la superficie del mundo: mientras permanecieran escondidas en las profundidades, controladas por la mirada de castas sacerdotales, todo era enormemente más complicado: y, en el fondo, injusto, falso y peligroso. Así, en una espectacular empresa colectiva, nos pusimos a desenterrar el corazón del mundo y colocarlo en superficie: el hábitat en el que descubrimos que éramos aptos para vivir. No pretendíamos arrancarle al mundo su sentido más auténtico: queríamos depositarlo donde fuéramos más capaces de respirarlo.

Decidme si no era un plan electrizante.

La primera guerra de resistencia

Lo era, sin duda alguna. Pero también era –ha llegado el momento de recordarlo– un plan en cierto modo devastador. Objetivamente, el acoplamiento de Game y Superficialidad era, para mucha gente, algo horrible: llevaba al Viejo Mundo a una migración tan extrema, escandalosa e imprevista, que por todas partes comenzó a sonar un poco una especie de campana de emergencia. Es verdad que la civilización del siglo XX seguía bien enrocada en las grandes instituciones culturales y políticas, pero, como ya hemos visto, la estrategia de los insurgentes era la de evitar esas fortificaciones dando un rodeo y apuntar hacia otro objetivo: los sitios donde se elegían las herramientas para el bricolage de la vida cotidiana. Y allí el avance del Game fue fulminante y casi no recibió contestación. Si añadimos que en 2002 habíamos llegado a la cumbre, eligiendo definitivamente el lenguaje digital, el cuadro de la situación parece bastante claro: a base de excavar túneles subterráneos, los insurgentes habían conseguido que el Viejo Mundo, allí arriba, empezara a derrumbarse.

Y, de hecho, es en ese momento cuando la civilización del siglo XX se percata, con nitidez, de la agresión. No la entiende, pero la siente. Tiene la impresión de estar siendo atacada por un enemigo invisible, porque casi no lo ve, no sabe dónde está, no ha entendido cómo debe luchar: pero ve los sitios por donde ha pasado, y lo que ve son las ruinas humeantes de los pueblos que hasta el día antes parecían destinados a prosperar para siempre. Saltan entonces las alarmas: una alarma repetida, prolongada, casi quisquillosa, una especie de meticuloso fuego antiaéreo que, sin embargo, se disparaba con regularidad cuando ya habían pasado los atacantes. Es la época de los manifiestos en defensa de las lecherías, para entendernos. Los años en que escribí Los bárbaros.

El fuego de cobertura –como es natural dirigido por las élites, que sentían que empezaba a faltarles la tierra bajo los pies– sembraba la confusión, era decididamente arrogante y, en definitiva, ciego: pero lograba enmarcar algo, con bastante claridad: algo había en el Game que parecía vaciar a la experiencia humana de sus razones más elevadas, o complejas, o misteriosas, reconduciéndolo todo a un sistema simplificado que daba un rodeo alrededor del esfuerzo, reducía el peso específico de los hechos y elegía soluciones que fueran cómodas y rápidas. Era una intuición un tanto vaga y desenfocada todavía: pero seguro que el Game parecía robarle el alma al mundo, por decirlo en términos un tanto compendiosos. Parecía poner en funcionamiento una versión laica de la misma funcional, lúdica, para uso de gente que no tenía ganas de empeñarse gran cosa.

Obviamente, como denuncia era irresistible: ¿quién iba a querer un mundo sin alma, diseñado por jugadores de PlayStation? Así, cualquier persona que en esa época tenía algo que perder ante el posible éxito de la insurrección digital, podía disponer de una formidable bandera bajo la que luchar: la defensa de lo humano, de una idea elevada y noble de lo humano. El enfrentamiento subió de nivel y ahora nosotros podemos colocar en esos años situados en vilo entre dos milenios la primera y decidida guerra de resistencia contra la cultura digital. Dado que quien la llevó a cabo, estratégicamente, fue sobre todo una cierta élite intelectual del siglo XX que no tenía entonces una gran familiaridad con las herramientas digitales, la batalla se llevó hacia el terreno, más familiar, de los gestos tradicionales: yo qué sé, leer, comer, estudiar. Incluso amarse. Las megalibrerías, la comida rápida, el turismo de aquí te pillo aquí te mato. El amor en los tiempos de YouPorn y Facebook. Las viejas élites constataban en todo ello un aparente desastre e intentaban ir allí para ponerle freno. Que todo nacía más arriba, de una inteligencia que estaba construyéndose sus herramientas a la medida de sus propios sueños, no era algo que resultara muy claro en aquellos tiempos. Tampoco se tenía muy claro todavía que mundo y ultramundo no eran dos ambientes en conflicto, sino, a esas alturas, los dos corazones de un único sistema de realidad. De manera que se luchaba, pero con armas obsoletas, sin entender del todo dónde se encontraba el frente, y con reglas estratégicas que estaban bien para un juego que ya no existía. En la práctica todos ellos estaban delante de un videojuego sosteniendo enérgicamente saber quién diantres había robado la bolita y exigiendo virilmente que la devolvieran. En algunos casos, particularmente dolorosos a la vista, se abrían de manera tardía debates sobre la posibilidad de permitir el cambio y el arrastre en el futbolín. Hélas.

Y, no obstante, ahora debemos dejar constancia de algo en esa guerra de resistencia, y respetarlo, y tomarlo en serio, y ponerlo bajo la lente de nuestro microscopio: esa intuición de fondo que veía en el Game una peligrosa migración en la que se perdía el alma del mundo y la nobleza de la experiencia de los humanos.

¿Era una ilusión óptica, una cómoda mentira, una elegante forma de ceguera? Hasta cierto punto, creo.

Porque todo era muy alegre en aquel escenario, el día en que Jobs se puso a juguetear con el iPhone, pero en realidad allí estaba a punto de pasar algo que, basta con que lo pensemos un momento, de hecho podía dar miedo. De entrada, todas las viejas élites salían destrozadas: al no disponer de un kit de supervivencia para vivir en la superficie y al haber perdido buena parte de su legitimidad, se veían abocadas a la extinción. Y cuando tu profesor se echa a temblar no es un buen momento para nadie. Cuando por el miedo se pone sectario, ciego, agresivo, no es un buen momento para nadie. Ni tampoco lo es cuando, harto, manda a todo el mundo a paseo y se larga: una tarima vacía es un mensaje ambiguo, habla sobre la liberación, pero también es un paso en falso del mundo. Sobre todo en el momento en que la subida a la superficie de un sistema entero de valores había generado una especie de salvados todos donde se acababa por despachar no solo nuevas formas de inteligencia de masas, sino también viejas formas de estupidez individual. Durante un largo instante, que quizá aún no ha terminado, la distinción entre profetas y gilipollas se hizo visible solo a ojos muy fríos y entrenados. Había bastante como para desconcertar a los más lentos y para alarmar a los más despiertos. Emergía el corazón del mundo a la superficie, y se diluía en un grandioso Game: pero no lo hacía sin sufrimiento. No lo hacía sin dar la impresión de perder, en la migración, algo importante.

Por otro lado, la duda de que al final no salieran las cuentas del todo era una duda que conocían incluso los que, como yo, miraban la insurrección digital con una instintiva simpatía. Si puedo remitirme a un recuerdo personal, es verdad que en esos momentos me sentía sobre todo desconcertado por la hipocresía con que veía cómo defendía el statu quo gente que sobre todo se defendía a sí misma: pero es verdad que yo también tenía la sensación de que por el camino perdíamos algo: no lo que decían esos (generalmente sus poltronas, sus facturaciones, sus privilegios), sino algo más importante, que estaba sepultado en algún lugar de nuestra sensibilidad colectiva: algo como la memoria de una vibración. Casi me molestaba pensarlo, pero lo cierto es que lo pensaba, no había manera: ESTÁBAMOS PERDIENDO LA MEMORIA DE UNA CIERTA VIBRACIÓN. No sabría decirlo de otra forma, y sé que así no acaba de entenderse bien: pero tengo un ejemplo que puede explicaros lo que tengo en mente.

En los mismos años en que todo esto pasaba, tuve la oportunidad de dirigir una película. Era 2007, y el cine estaba en vilo en una frontera: se filmaba en celuloide, luego se pasaba todo a digital para hacer el montaje, las correcciones y los efectos especiales, y por fin se pasaba de nuevo a celuloide porque en los cines los proyectores eran todavía del viejo estilo, los que hacían girar unos rollos. Resumiendo: analógico, luego digital, otra vez analógico. Un buen lío, obviamente, y además tampoco éramos muy duchos en aquellas máquinas: de manera que en el camino de ida y vuelta pasaba de todo. En fin, no era posible seguir adelante de esa forma. Un par de años más y el celuloide acabaría en el desván [para filmar una película se necesitaba tanto que podía cubrir un campo de fútbol, me dijeron]. Kodak (el boss del celuloide) se declaró en bancarrota en 2012. Amén.

Pero, en esa época, como ya he dicho, todavía estábamos en vilo entre lo viejo y lo nuevo, y el debate estaba abierto. Puesto que yo estaba allí, me puse a intentar entenderlo. Me parecía un caso típico para estudiar: la insurrección digital contra la civilización del siglo XX. Fascinante. Y, de hecho, el choque era bastante duro: los digitales iban por su camino, más bien despectivos, y los analógicos negaban con la cabeza disfrutando de los últimos kilómetros de celuloide, y anunciando el final del cine. Tenéis que entender que no se trataba únicamente de una cuestión de sensibilidad y de píxeles: lo que estaba en discusión era todo un modo de entender esa profesión: lo digital cambiaba el modo de iluminar, el peso de las cámaras, los tiempos de elaboración, los costes, todo. En general, parecía que simplifica las cosas pero –y he aquí el pero– los viejos de la profesión sabían que en lo digital se perdía una belleza, una magia, algo que incluso podría definirse como el alma del cine.

Y de nuevo nos hallamos en el corazón del problema.

Bueno, se trataba de cine, no era el mundo, así que decidí que esta vez podía ir yo a verificar. Le pedí a mi director de fotografía que proyectara en una pequeña sala una escena de la película primero en celuloide y luego en digital. Quería entender la diferencia. Quería entender si existía. Quería ver dónde se perdía algo, y ese algo sería el alma. Un tanto infantil, pero astuto, en el fondo, venga.

Cuando diriges una película puedes pedir lo que quieras: hicieron esa proyección.

Y esto es lo que vi: no había ninguna diferencia. Gama de color, nitidez, profundidad, nada. Idéntico. Naturalmente, mi director de fotografía, sentado a mi lado, notaba algunas diferencias: pero era su profesión y cuando le pregunté si un espectador de cine normal tenía alguna posibilidad de notar esas diferencias me contestó serenamente: no.

Pero entonces dijo: mira el borde. El borde de la pantalla. En ese momento la proyección era en celuloide: miré: el borde oscilaba. No mucho, pero oscilaba. Como una vibración. Luego me puso la proyección digital. Mira el borde, me dijo.

Clavado.

El celuloide hace así, me explicó: e hizo un gesto con la mano abierta, como si limpiara un cristal, una especie de anillo en el aire. Lo digital, no. Con el celuloide la pantalla parece que respira, entendí. Con lo digital está clavada en la pared, y punto.

Así que se me quedó grabado ese gesto de la mano en el aire, y desde entonces sé que aquello cuya carencia sentimos, en cualquier objeto digital, y en definitiva en el mundo digital, es ese aliento, esa oscilación, esa irregularidad.

Como una vibración.

De hecho es algo bastante inexplicable, y si no sabes lo que es nunca lo sabrás. Pero si debo resumir lo que había de justo en la instintiva rigidez que una parte de los humanos sintió al darse cuenta de que había entrado alegremente en el Game, lo que viene en mi ayuda es tan solo esa expresión: como una vibración.

¿La hemos perdido para siempre? ¿Quienes hoy tienen diez años sabrán alguna vez qué es? ¿Estamos, colectivamente, perdiendo el recuerdo de ello? ¿Era lo que llamábamos alma?

Es difícil decirlo, pero si insistes en estudiarlo, algo se abre camino en tu mente y esto es lo que se me ha venido a la mente: esa vibración es el movimiento en el que la realidad se pone a resonar, es el desenfoque en el que la realidad asume el aliento de un sentido, es la dilación en la que la realidad produce misterio: y es por tanto el lugar, el único, de cualquier experiencia auténtica. No existe auténtica experiencia sin esa vibración.

Olé.

Entonces, ¡esa gente tenía razón!, diréis. ¡Los que clavaban los pies en el suelo, los que hacían la guerra de resistencia, los que firmaban los manifiestos en defensa de las lecherías!

No.

Y ahora veamos si soy capaz de explicarme.

Posexperiencia

Es algo que, la verdad, tardé un poco en entender. No me cuadraba que, si por un lado lo digital parecía anular esa vibración y, por tanto, lo que yo SABÍA que era el corazón de la experiencia, por otro no podía decir con sinceridad que el mundo generado por lo digital sonara sordo, o muerto, o sin sentido. Uno podía decirlo de mala fe, para defender sus intereses, y eran muchos los que lo hacían. Pero si se miraban las cosas con un mínimo de inocencia enseguida te dabas cuenta de que en el Game se encontraba una pulsación casi en todas partes; había algo que palpitaba, que vivía, que producía experiencia, que generaba la intensidad del sentido, que transmitía alma. Era difícil entender de dónde brotaba toda esa fuerza, dónde se encontraba guarecida esa pulsión, pero negarla era propio de imbéciles. Ya que estamos, el caso más banal y evidente era el de los hijos y, más en general, el de los jóvenes que te pasaban por delante de los ojos. Era gente en la que la insurrección digital había empezado a encarnarse, a crear conductas, posiciones mentales. Para nosotros, procedentes de la vieja civilización, resultaba difícil leer todo aquello: es estúpido generalizar, pero en definitiva la impresión que reinaba es que no hacían casi nada de lo que para nosotros resultaba necesario para generar experiencia, sentido, intensidad. Sobre el papel, por tanto, debían de ser unos grandísimos idiotas. Pero no era así. En ellos percibíamos con claridad una intensidad, un sentido, una fuerza que, por el contrario, comparadas con las que recordábamos haber tenido en dotación a su edad, parecían bastante espectaculares.

¿De dónde demonios procedía esa fuerza?

Ahora me resulta más fácil entenderlo.

Si colocas sobre la cómoda de la vida cotidiana una serie de elementos esenciales donde la complejidad de la realidad se doma y se reconduce a un orden rápidamente utilizable (la pantalla del iPhone, para entendernos), las cosas que más tarde puedes hacer son básicamente dos.

La primera es utilizar esos elementos esenciales para solucionarte la vida: gran parte del trabajo lo han hecho otros, tú utilizas esos elementos, y la cosa acaba allí. En el fondo es como hacer clic en los iconos de cualquier dispositivo. Solucionas problemas y ahorras tiempo. Punto y final. No está nada mal, pero resulta evidente que se trata de un uso completamente básico de la cultura digital. Esa gente le dio la vuelta a un iceberg, devolvió el sentido a la superficie ¿y tú qué haces? Reservas online una mesa en el restaurante. Miras vídeos de YouTube. Administras el grupo del fútbol sala en WhatsApp. Qué bien.

¿Vibración? Cero.

O BIEN HACES OTRA COSA: te aprovechas del iceberg, te aprovechas del hecho de que alguien haya ido a desenterrar la esencia de las cosas y la haya colocado sobre la superficie del mundo, te aprovechas del hecho de tener una cómoda repleta de elementos esenciales fáciles de gestionar, te aprovechas del hecho de que cualquier cosa que hayan puesto en esa cómoda comunica con todas las demás, te aprovechas del hecho de que no haya alrededor sacerdotes tocando los huevos y realizas el único gesto que realmente el sistema parece sugerirte: lo pones todo en marcha. Cruzas. Relacionas. Superpones. Mezclas. Tienes a tu disposición células de realidad expuestas de una forma simple y rápidamente utilizable: pero no te detienes a utilizarlas, te pones a TRABAJARLAS. Son el resultado de un proceso geológico, por llamarlo de algún modo, pero tú las utilizas como el principio de una reacción química. Relacionas puntos para generar figuras. Aproximas luces lejanísimas para obtener las formas que buscas. Recorres con rapidez enormes distancias y desarrollas geografías que antes no existían. Superpones jergas que no tenían nada que ver entre sí y obtienes lenguas que nunca antes se habían hablado. Te desplazas a lugares que no son los tuyos y vas a perderte lejos de ellos. Dejas rodar tus convicciones en todos los planos inclinados que encuentras y los ves cómo confusamente se van haciendo ideas. Manipulas sonidos haciendo que viajen dentro de todas sus posibilidades y descubres el esfuerzo de recomponerlos más tarde en un sonido completo, quizá incluso hermoso; haces lo mismo con las imágenes. Dibujas conceptos que son trayectorias, armonías que son asimétricas, edificios que dibujan espacios en tiempos diferentes. Construyes y destruyes, y de nuevo construyes, y luego otra vez destruyes, continuamente. Tan solo necesitas velocidad, superficialidad, energía. Tu forma de estar en las cosas es un movimiento, nunca una inmovilidad; bajar en profundidad únicamente te hace más lento, el sentido de toda clase de figuras va unido a tu capacidad de moverte con la necesaria velocidad; estás en muchos sitios de manera simultánea y este es tu modo de vivir en solo uno de ellos, el que estás buscando. Si has trabajado bien, entonces no te será difícil encontrar en tus pasos una especie de extraño efecto, una especie de modificación que altera el texto del mundo, que parece ponerlo de nuevo en movimiento: COMO UNA ESPECIE DE VIBRACIÓN.

Mírate: es el alma: ha vuelto.

He decidido llamar POSEXPERIENCIA a este singular modo de hacer. No es gran cosa, de acuerdo, pero da una idea. Es la experiencia tal y como la hemos imaginado después de haber tomado distancias respecto a su modelo del siglo XX. Es la experiencia según podemos alcanzarla utilizando las herramientas de la insurrección digital. Es la experiencia hija de la superficialidad. La primera vez que la vislumbramos fue un fenómeno banal e irritante: el multitasking. Ya estaba todo allí: mientras parecía que tu hijo estaba haciendo de forma simultánea cinco cosas a la vez, todas mal, todas de una forma superficial, todas de una forma inútil, lo que estaba pasando era esto: que hacía uno, un gesto, para nosotros desconocido, y lo hacía divinamente. Estaba utilizando las semillas de experiencia –trabajadas mucho tiempo para tener esa forma sintética, final y completa que solo las semillas tienen– y las estaba cruzando y superponiendo para hacer madurar una vibración que, a largo plazo, restituiría el privilegio de una experiencia verdadera. Una posexperiencia.

Bueno, naturalmente también es posible que se tratara simplemente de un hijo neurótico, que ni siquiera era capaz de mirar la televisión sin jugar mientras tanto a Minecraft. Pero aunque así hubiera sido, en ese su modesto multitasking estaba inscrito de todas formas el esquema dinámico al que la cultura digital debe su idea de posexperiencia. Que él lo malgastara inútilmente, que terminara disparando a la caja fuerte, esto en todo caso formaba parte de otro problema: todos malgastamos nuestra vida, quizá; lo hacíamos también en el siglo XX, os lo juro. Pero mil hijos atontados –en el caso de que realmente los encontremos– no valen lo que ese único que está ensayando realmente en el multitasking el movimiento al que, tarde o temprano, le deberá su posibilidad de extraerle un sentido a la vida. Ese hijo nos está explicando lo que es la posexperiencia.

Nos está enseñando, pues, que no, que no tenían razón los que firmaban peticiones en defensa de las lecherías. Dejaban constancia de que en las maneras de la insurrección digital había desaparecido ese obrar sofisticado que en el pasado había permitido la defensa de una cierta alma del mundo, pero no eran completamente inocentes, o desinteresados, o inteligentes, como para entender que la experiencia no moría así, ni tampoco la pasión de las personas por una cierta vibración que era el sentido del mundo. De una manera completamente suya, memorizada mediante la utilización de las herramientas que se habían construido a medida, esos nuevos humanos seguían persiguiendo algo que parecía una intensidad, algo como un desenfoque de la realidad, como una vibración misteriosamente tenaz de los hechos, como una continua oportunidad adicional de creación. Ahora podemos decir con cierta certeza que habían desmontado el alma del mundo, la habían salvado de la profundidad y estaban montándola de nuevo donde les parecía más oportuno transmitirla. Era obvio que si uno iba a buscarla allí abajo, donde la habíamos colocado antaño, podía tener la impresión de que, simplemente, ya no estaba ahí, para nadie y en ningún lado. Pero es un error que ya hemos cometido: repetirlo hoy sería letal, grotesco y tristemente inútil.

Consternación

Más bien cabría dedicar tiempo e inteligencia para entender todo lo que no sabemos de la posexperiencia, todo lo que resultaría útil descubrir de la misma. Algo que, además, resulta difícil hacer estudiando los años de la colonización, cuando la posexperiencia era todavía un fenómeno fuera del alcance del radar, poco claro, a menudo restringido. Será necesario esperar a la siguiente época, la del Game de verdad, para ver cómo toma una forma precisa y verla aflorar explícitamente en las conductas colectivas.

Algo de ello, de todos modos, ya en los años del iPhone, de Facebook y de YouTube, se podía adivinar. Algo que me da vueltas por la cabeza desde que pensé en escribir este libro, y que ahora voy a tratar de escribirlo aquí, por primera vez, porque me parece que lo he encuadrado mejor, mientras escribía; digamos que se me ha presentado con toda la claridad de la ocasión.

Es esto: LA POSEXPERIENCIA ES TRABAJOSA, DIFÍCIL, SELECTIVA Y DESESTABILIZANTE. Bien, lo es como puede serlo un videojuego: pero es trabajosa, difícil, selectiva y desestabilizante.

Quien crea que el Game es un ambiente fácil no ha entendido nada. El iPhone es fácil. No lo es el Game. No lo es vivir en el Game. No lo es GANAR al Game. Es todo lo contrario a dar un paseo.

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