The game
1999-2007. DE NAPSTER AL IPHONE:
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Hasta el punto de que me atrevería a decir lo siguiente: al final, la principal diferencia entre la idea de experiencia que tenía el siglo XX y la idea de posexperiencia que surge de la insurrección digital no radica tanto en ese asunto de la profundidad y de la superficialidad. Sí, por supuesto, ese tema es colosal, son exactamente dos modelos simétricamente opuestos, es un vuelco completo de lo que se pensaba. De acuerdo. Pero, al final, la diferencia más grande es otra. La experiencia, como la imaginaba el siglo XX, era realización, plenitud, rotundidad, sistema hecho realidad. La posexperiencia, por el contrario, es arrebato, exploración, pérdida de control, dispersión. La experiencia era la conclusión de un gesto solemne, el resultado tranquilizador de una operación compleja, el regreso final al hogar. La posexperiencia es por el contrario el principio de un gesto, es la apertura de una exploración, es un rito de alejamiento: como las series de televisión, que de hecho son animales de la era digital, no tiene final. Y tampoco es un final. Es el durante de un movimiento, es la trayectoria de un andar. La experiencia tenía su propia estabilidad y comunicaba una sensación de firmeza, de permanencia del yo. La posexperiencia, por el contrario, es un movimiento, una huella, un cruce, y comunica esencialmente una sensación de falta de permanencia y de volatilidad: genera figuras que ni comienzan ni terminan, y nombres que se actualizan continuamente. La experiencia estaba vinculada a categorías que se querían bien perfiladas e imponentes en su firmeza: la verdad, lo bello, lo auténtico, lo humano. Pero la posexperiencia es un movimiento y su cosecha no podría ser nada tan firme: la verdad, como lo bello, como lo humano, acaban siendo su cosecha, sí, pero en forma de procesos cambiantes, constelaciones que se regeneran de manera continua, oscilaciones perseverantes entre orillas que ni siquiera están del todo quietas. Voy a intentar decirlo en dos palabras: la experiencia era un gesto, la posexperiencia es un movimiento. Los gestos llevan el orden al mundo, los movimientos lo desestabilizan. Los gestos recosen, los movimientos vuelven a abrir. Cada gesto es un punto de llegada, cada movimiento es un punto de partida. Los gestos son puertos, el movimiento es mar abierto. Pero, también, los gestos son firmeza, el movimiento es VIBRACIÓN.
Si entendéis lo que estoy intentando explicar entonces podréis por fin constatar algo que, de una manera u otra, ya sabéis, pero que ahora tal vez sois capaces de explicaros mejor: la posexperiencia a menudo genera consternación. No podía ser de otro modo. Genera inestabilidad, desconcierto, desbarajuste, pérdida de control. Se está convirtiendo en nuestro modo de crear sentido, de encontrar nuevamente la vibración del mundo, de despertar un alma de las cosas: pero el precio es una inestabilidad de fondo, una falta de permanencia inevitable. Es por eso que el Game, contra todo pronóstico, se revela como un hábitat difícil, trabajoso y selectivo. Por Dios, siempre queda a nuestra disposición la opción 1, pulsar los iconos apropiados y solucionarnos la vida: limitarse a reservar online mesa en el restaurante. Pero lo cierto es que nadie se detiene de verdad allí, y todos, cada uno a su manera, tantean el camino de la posexperiencia: todo el mundo tiene hambre de alma. Lo que ocurre es que allí el juego se hace duro, hay alguno que recula, otro que da un salto adelante, surgen desigualdades, y al final se asiste a algo que la insurrección no tenía previsto, esto es, el hecho de que no todos son iguales ante el Game, unos juegan mejor, otros peor, y los que juegan mejor acaban condicionando el tablero de juego, a darle la vuelta como mejor les conviene, a convertirse, en cierto modo, en los vigilantes, o al menos en los primeros jugadores, hasta el punto de llegar a ser algo que podemos llamar tranquilamente con su nombre, por mucho que ahora nos parezca sorprendente: se convierten en una élite.
Ay.
Siempre ha pasado así, se dirá, el privilegio de la experiencia siempre ha sido una prerrogativa de los más preparados –a menudo, simplemente, de los más ricos–. Ya, pero ¿no era precisamente uno de los sueños de la insurrección digital interrumpir esta cadena de privilegios y abrir a todo el mundo el derecho a la experiencia? ¿Cómo diablos han ido las cosas para encontrarnos de nuevo en una situación en la que se han barajado las cartas, pero el juego de nuevo es el de antes?
Dejadme que recapitule: una de las cosas que no tenemos suficientemente en cuenta es que el Game es un hábitat muy difícil, que ofrece intensidad a cambio de seguridad, genera desigualdades y no resulta adecuado para un montón de gente, pese a que también vive allí. Añadid el hecho de que gran parte de las instituciones públicas, la primera de todas la escuela, no nos prepara para el Game, no entrena las capacidades útiles para vivir en el Game, no ayuda a los menos preparados a vivir en el Game. Siendo generosos, las instituciones preparan para vivir en un deslumbrante mundo del siglo XX posbélico y democrático: en modo alguno para el Game. Y entonces empezáis a entender por qué tanta gente, hoy en día, tiene dificultades y por qué se está abriendo otra vez una desproporcionada horquilla entre la élite y los demás, entre ricos y pobres, entre incluidos y excluidos. Empezáis a entender por qué una parte sustancial de la humanidad se ha visto limitada a un uso básico de las herramientas digitales dedicando la mayor parte de su atención a aglutinar todas las certezas al alcance de la mano. Si os estáis preguntando, por ejemplo, cómo es que nos encontramos otra vez con esta vuelta al nacionalismo o a la revalorización de las fronteras, ignorando los desastres que hace tan solo dos generaciones habían provocado, ahora podéis empezar a daros una explicación: porque si te encuentras justo en medio del Game, y se te ha pasado la borrachera de la humanidad aumentada, y de repente tienes la sensación de flotar en un juego que no te han enseñado, en el que estás perdiendo, y que quizá ni siquiera es para ti, entonces todo lo que puedes hacer es caminar hacia atrás hasta que encuentres un muro en el que apoyarte y estar cuanto menos seguro de que no te pillarán por la espalda.
Un muro, por favor.
Tenemos la vieja y querida frontera patria, ¿le parece bien?
Me parece perfecto, gracias.
Hecho.
¿Tan solo hay regresión, ignorancia y egoísmo en un instinto semejante, el de buscar un muro, el muro, cualquier muro? Os ruego que no lo penséis. Hay también –tambiénuna forma de legítima consternación que ahora sabemos precisamente de dónde procede. Empezamos a generarla cuando le dimos la vuelta a la figura del siglo XX, cuando elegimos la superficie, desplegamos nuestros icebergs sobre las cómodas del mundo y empezamos a viajar encima de ellos, encontrando esa forma de estar vivos que podemos llamar posexperiencia. En cierto modo empeoramos esa forma de consternación cuando creímos que el Game, como el iPhone, o Google, o WhatsApp, no necesitaba instrucciones de uso, ni maestros, ni formación. Y la atornillamos definitivamente a la vida de demasiadas personas cuando nos olvidamos de preparar redes de seguridad, en las que pudieran rebotar los que se cayeran. A pesar de todo, en el videojuego no tienes solo una vida, empiezas de nuevo cuando quieres: pero no nos hemos acordado de eso.
De manera que aquí estamos, metidos en un lío que no está nada mal.
¿Puede un proceso de liberación desorientar hasta tal punto a las personas como para empujarlas a regresar, voluntariamente, a las jaulas? ¿Es esto lo que nos está pasando?
Homeland
Mientras leéis este libro, compañías como Amazon, Google, Apple o Facebook se han convertido a estas alturas en una especie de monolitos imponentes e insondables sobre los que ya no sabemos exactamente qué pensar. Pero ahora lo que necesitamos es hacer un esfuerzo para volver a la época de la colonización, hace unos diez años, y entender qué fue lo que pasó en ese momento: porque el escenario en el que ahora vivimos nació allí, en una encrucijada de acontecimientos que comenzaron a hacerse visibles justo en esos años.
El primero es que algunas puntocom –no pocas– empezaron a ganar dinero a espuertas. Ni siquiera debo mencionarlas, son las de siempre. Pero la progresión de su cuenta de resultados es algo que ni siquiera en tiempos de la revolución industrial se había visto. Ahora la pregunta es: esos beneficios, ¿eran la razón de la insurrección digital? Sí y no. Amazon tenía como meta los beneficios, sin demasiados reparos; Microsoft tenía una idea fríamente comercial de su propia misión, pero los casos de Google y de Apple son levemente distintos: allí la urgencia de devolver el dinero de los inversores corría al mismo paso que el puro placer de hacer realidad su propia visión, cuando no, incluso, la de hacer un mundo mejor: sería difícil decir con seguridad si allí importaba más la sed de beneficios o el narcisismo puro y duro. Si Zuckerberg fue rapidísimo a la hora de rentabilizar una intuición que, al fin y al cabo, tampoco era tan visionaria, el hombre que inventó los mails no ganó nada, Wikipedia no nació para obtener beneficios, y la Web (en teoría la máquina de hacer dinero más grande jamás inventada) fue literalmente regalada a quien quisiera usarla. En definitiva, podríamos decir que en la atiborrada columna de los insurrectos había un poco de todo, desde los visionarios puros y duros a los tiburones de las finanzas, desde los más increíbles idealistas a los emprendedores hambrientos de beneficios. Todo ello nos permite decir que cualquier intento de hacer pasar la insurrección digital como una colosal operación mercantil es algo históricamente infundado y enormemente inexacto. Sin embargo, hay algo que debemos añadir, y es que justo en esos años EL RESULTADO ECONÓMICO EMPEZÓ DE HECHO A REPRESENTAR EN CIERTO MODO LA PUNTUACIÓN VISIBLE, COMÚNMENTE ACEPTADA, PARA ENTENDER QUIÉN ESTABA GANANDO EL PARTIDO ENTRE LO VIEJO Y LO NUEVO. Cuando hablamos de comportamientos, de hábitos mentales, de difusión de conductas, al final la forma más sencilla de entender de verdad cómo están las cosas es contar la pasta. Simplifica. Así, el inenarrable éxito comercial de determinadas compañías se convirtió para todo el mundo en la traducción inteligible de una toma de posesión del centro del tablero. Era la puntuación del videojuego, no sé si me explico. Y, además, cuando pienso en cómo se movieron en esos años Zuckerberg, o Jobs, o Brin y Page, soy incapaz de no ver algo que supera las dinámicas tradicionales del capitalismo y que me lleva una vez más hasta allí, al videojuego: soy incapaz de no verlos como ingeniosos nerds dispuestos a jugar de forma paranoica a un juego inventado por ellos mismos, casi en ausencia de rivales, casi en soledad, sin una auténtica necesidad de machacar al contrario, tan solo con la obsesión de ir subiendo niveles, superar sus propios récords, llevar el juego a sus límites, quizá sin tener siquiera todos esos intereses por los beneficios económicos del asunto, perdidos, más que nada, en su juego personal, metidos ahí adentro, devorados por una neurosis: «completamente fuera», como habría dicho Stewart Brand.
A esta especie de autohipnosis tal vez sea posible remontar un segundo fenómeno que procede de esos años: la sustancial separación respecto a las primeras razones de la insurrección, la tendencia a olvidar la presencia de un enemigo (la cultura del siglo XX) y la inclinación a adoptar el futuro, ese futuro, como una razón en sí misma. Siempre hay un momento en que las rebeliones contra un sistema, si alcanzan la victoria, se convierten a su vez en un sistema, y en la época de la colonización podemos reconocer el momento auroral en que la insurrección digital empezó a mostrarse capaz de ser, por decirlo de algún modo, una fuerza de gobierno. No es que controlara gran cosa, en esos tiempos, pero sin duda empezaba a desarrollarse según una propia lógica que comenzaba a olvidarse de dónde había nacido, de qué rebelión, de qué miedos. Ya no era la consecuencia de un pasado, era una invasión lúcida y casi fanática del futuro.
Mientras todo esto sucedía, alrededor de esos grandes jugadores, que iban desprendiéndose de las técnicas de la guerrilla y se preparaban para gobernar la realidad, se iba formando la que resulta difícil no llamar por su nombre: una especie de nueva élite. Ya no se trataba tanto de los programadores y de los ingenieros de Silicon Valley, más bien propensos a trabajar a la sombra. No, era algo diferente: era la cada vez más amplia comunidad de los que eran capaces de la posexperiencia, que sabían servirse de las ventajas de un sistema de realidad con dos fuerzas motrices, que transitaban sin esfuerzo entre mundo y ultramundo, que tenían en el movimiento su hábitat natural. También allí, a menudo, el valor lo ofrecían los números: empezó a formarse una especie de aristocracia que se apoyaba en la cantidad de movimiento que era capaz no solo de soportar, sino sobre todo de generar. Había números para medirlos, también aquí encontrábamos la tan vieja como querida puntuación del videojuego: los followers, los likes, cosas por el estilo. Las cosas aún discurrían bastante por debajo de la piel, no había youtubers en la cima de las clasificaciones de los libros, para entendernos. Y los influencers, si existían, no estaban a la altura de una presentadora de televisión. Pero algo se había puesto en marcha, y mientras una parte relevante de las personas descubría la consternación, otra se asomaba desde la nada para vivir la que durante años había sido una tierra prometida y ahora increíblemente estaba tomando el perfil de una homeland.
Es en aquellos años cuando la insurrección digital se detiene. No en el sentido de que cesa: en el sentido de que planta las tiendas de campaña, de que abandona el nomadismo y toma posesión de la tierra que se había prometido. Lo hace con un preciso diseño estratégico en la mente, con una determinada clase dirigente capaz de hacerlo realidad, un restringido pero contrastado sistema de reglas y una letal disponibilidad financiera. El creciente malestar de muchas personas aún no se había organizado, la resistencia de las viejas élites intelectuales era cada vez más lábil. Podían contar, en compensación, con la complicidad un tanto pasiva pero verdadera de mucha gente que había elegido las herramientas digitales. En resumen, no faltaba nada. Había que llevar a cabo la misión de toda aventura colonizadora, había que completar el gesto que le iba a dar un sentido al viaje, a los riesgos, al coraje: fundar una ciudad. Tenía un nombre: The Game. Tan solo se trataba de construirla.
Los hermosos días de la insurrección, como podéis ver, estaban terminando.
Posexperiencia de uno mismo
Si cabe hablar en esos años de «complicidad pasiva pero real de un montón de gente» se debe también al éxito inmediato e inevitable que experimentaron las redes sociales. En cierto sentido, fue gracias a esas particulares herramientas como la insurrección digital reclutó definitivamente a un montón de habitantes del Game. Es ocioso decir que he dedicado bastante tiempo a estudiar estas redes sociales. También allí me agaché y me puse a excavar. Buscaba fósiles. Con cierta sorpresa he de admitir que encontré esas excavaciones menos interesantes de lo que yo pensaba. Tal vez hay algo que se me escapa, no sé. Tengo la impresión de que lo que es posible encontrar en el ADN de las redes sociales no es nunca nada que nazca allí mismo, sino algo que se sustrae de otros lugares y se aplica a un ámbito particular: el de las personas. El hecho de que existan –las redes sociales– es la consecuencia natural de movimientos hechos en otra parte: eso es, tal vez así la cosa queda más clara.
El hecho es que si existe un ultramundo, la gente obviamente va. Si existe un sistema de realidad con dos fuerzas motrices, la gente termina de forma natural haciendo girar incluso a sí misma en ese motor. Y si la posexperiencia es lo que hemos dicho, la personalidad de la gente, la auténtica personalidad de la gente, se convierte en el resultado de una suma de presencias, en el mundo y en el ultramundo, que reaccionan juntas como sustancias químicas y suministran una última especie de identidad cambiante y móvil. Poned en fila india todas vuestras presencias en el mundo digital –cada una de ellas diferenciada de las demás, porque utilizar Twitter no es lo mismo que tener una página Facebook, ya se sabe– y tendréis una hermosa constelación de presencias latentes de manera continua: añadid aquí lo que antaño se llamaba «la vida verdadera», lo que hacéis en el mundo, y os daréis cuenta de que vuestra personalidad, en este momento, es un taller abierto de dimensiones decididamente notables. Humanidad aumentada es una expresión que puede ayudaros a definir el asunto...
De hecho, tampoco es que resulte tan fácil mantener todo el asunto ensamblado. Una vez más el Game se revela como lo que es: un juego difícil. Muchas personas consiguen moverse divinamente en esa doble rotación de mundo y ultramundo. Otras muchas, no: balbucean apenas algún movimiento, acaban colgando la foto de la piscina y amén. Se crean disparidades, clasificaciones, élites... Ya lo hemos visto, las cosas van así. Y para unos la humanidad aumentada representa de hecho un modo de enriquecer su propia vida, mientras que a otros les suena como un terreno de juego inútilmente amplio, dispersivo y desestabilizador. Sin embargo, una vez más todos intentamos tener una posexperiencia, en este caso DE NOSOTROS MISMOS, y por tanto todos, prescindiendo de capacidades, de educación o de destinos, nos encontramos viviendo en un escenario que hemos creado y que ahora nos parece muy claro: desde hace unos diez años, parte de ese vertiginoso misterio vertical que era nuestra personalidad ha salido a la superficie, ha ido a ubicarse en sitios visibles, expuesto al viento de las miradas ajenas. No son escombros que amontonamos en la basura del ultramundo: son piezas auténticas de nuestra matriz que estamos traduciendo a formatos compatibles con la lengua universal: de esta manera los ponemos a flotar en la corriente del discurso colectivo. A cambio, esperamos existir más, ser reconocidos, tal vez explicarnos mejor, sin duda alguna entendernos más, ser más evidentes a nosotros mismos. En el inmenso éxito de todo lo que es digital y social está inscrita la verdad fútil de que, abandonados en el misterio silencioso de lo que somos, tampoco es que vayamos muy lejos. Nos ayuda contar con testigos, nos ayuda poder existir bajo la mirada de los otros, nos ayuda el acto de llevar a la superficie fragmentos de lo que somos, nos ayuda hablar/mostrar/representar/dar forma: convertir retazos de ese misterio en objetos semovientes a los que echar a rodar sobre la superficie del mundo. Es tan complicado tener experiencia de uno mismo que ayudarse con una posexperiencia nuestra a menudo nos parece la solución perfecta. Es difícil llevarnos la contraria.
Vale, alguien dirá, pero así se termina por decantarse hacia el ultramundo y no prestarle al mundo la atención, el tiempo y el cuidado que se merece. ¿Qué sentido tiene vivir en las redes sociales si luego no nos damos cuenta siquiera de quién pasa a nuestro lado? Ningún sentido, es obvio. De hecho, cuando empiezas a coger confianza con los dispositivos digitales acabas en un plano inclinado que tiende a llevarte al lado teóricamente más cómodo, el del ultramundo. Es así. ¿Podemos hacer algo al respecto? Quién sabe. De todas formas dejaría constancia de una duda: tal vez nos falta algún elemento para poder decir que hemos enfocado realmente el problema. La cosa es importante, por lo que intentaré explicarme con un ejemplo.
En cierta ocasión me encontré hablando con dos personas mucho más jóvenes que yo, dos que no solo están en las redes sociales, sino que incluso trabajan allí. ¿Sabéis esos que se dedican a crear las redes sociales para empresas, instituciones, etcétera? Esa gente. Los había invitado a cenar a cambio de charlar un rato, quería comprobar si podían explicarme cosas que no sabía. Buscaba fósiles, ya lo he dicho. Pues bien, tenían un montón de cosas interesantes que decirme, obviamente. Me encantó, por ejemplo, oír cómo me explicaban que cada red social tiene, por decirlo de algún modo, su propia distancia media respecto a la verdad de las cosas. Es decir, puedes elegir hasta qué punto quieres estar encima de la verdad en ese momento. De manera que decides colgar una foto en Instagram, antes que escribir un par de líneas en Twitter. Puedes elegir. A lo mejor lo haces incluso de forma inconsciente, pero lo haces. Decides a qué distancia estar de la verdad. En un momento dado nos pusimos a analizar bien la página Facebook de mi vendedor de neumáticos (de nuevo él), así: estaba intentando entender qué es lo que de verdad quiere obtener la gente cuando hace esas cosas. Quería mirarlo EN LOS DETALLES junto a ellos. A lo mejor me lo explicaban. Y en cierto momento, visto que no lo estaba logrando, mientras veía pasar fotos de ciervos y selfis en medio de la nieve (la vida de mi mecánico), fui perdiendo un poco la paciencia y poniéndome un poco nervioso, creo; en fin, que les pregunté si ellos también hacían cosas semejantes, si ponían fotos de ciervos, y ellos muy tranquilos me respondieron: pues claro. Y en el forcejeo mental que siguió en un momento determinado uno de los dos, ella, suelta una frase que era: una vez, en un concierto de The National, era todo tan perfecto que LA VIDA NO NECESITABA SER ELABORADA, de manera que no escribí ningún tuit, no hice fotos, no envié ningún WhatsApp, nada de nada. Lo decía como si fuera algo muy especial, y en ese momento me quedé escuchándola, escuchándola con muchísima atención, y quizá entendí algo que no había entendido: que ese famoso plano inclinado no es solo el plano inclinado de bajada para el gesto fácil, digital, rápido, cómodo. Simultáneamente es también un plano inclinado en sentido contrario, de subida: en otras palabras, que cuando lanzamos fragmentos de vida al ultramundo estamos ELABORANDO esa vida, y que por tanto si empuñamos nuestro smartphone en vez de quedarnos allí mirando simplemente, escuchando y tocando, no es solo por el instinto del pusilánime que no sabe vivir, sino también por el motivo contrario, es decir, que la vida nunca es bastante, y nosotros seríamos capaces de más, por lo que salimos en su busca, en busca de ese algo más, ELABORANDO LA VIDA, y enviándola a un ultramundo en el que, quizá, ella estará por fin a nuestra altura.
Realmente lo pensé. Así, en estos términos. Es un plano inclinado: pero no siempre de bajada. A menudo es de subida. Subimos por él para encontrar en la posexperiencia la vida que anhelamos.
Por eso sigo encontrando inaceptable que alguien se siente a la mesa conmigo chateando simultáneamente con quién sabe quién, y no soy capaz de convencerme de que todos esos teléfonos delante de los ojos mientras estoy dando clase sean para tomar apuntes; pero, al mismo tiempo, debo constatar la idea de que en ese irritante ir y venir entre mundo y ultramundo nosotros también limamos con éxito una cierta soledad, y a menudo le arrancamos a la vida un brillo que por regla general tiene solo de forma esporádica, y cuando a ella le parece. Así, se vislumbra una especie de nueva habilidad, que linda con la neurosis; a menudo se decanta hacia la estupidez, pero que también existe en su mejor forma, cuando consiste en valentía, en utilizar el Game para darle a las cosas la vibración que mereceríamos de ellas. Saber remontar ese plano inclinado. Es una de las formas de la posexperiencia. Dado que nací en 1958 recuerdo bien cuando la soledad y el mudo aburrimiento de la vida no tenían remedio, o al menos se conocían algunos remedios, pero pocos, de una humillante simplicidad. El mal era mucho más listo. La gente se las apañaba soñando con mundos que no existían, o cultivando con esmero de otras épocas cada trago que la vida les concedía. Pero no querría que nos hiciéramos demasiadas ilusiones en la memoria sobre cómo era la cosecha, en aquellos tiempos, cuando todavía no teníamos la distracción de cosechar los frutos del ultramundo. Se sembraba mucho, se recolectaba con mesura, y esta era la normalidad de cada día. Nada particularmente glorioso, si se me permite. En cualquier momento lo habríamos trocado por un viaje más arriesgado que, sin embargo, prometiera, al final, alguna tierra dorada, en la que íbamos a encontrar más luz, jaulas más grandes, y días más rápidos.
De hecho, me parece que es lo que luego hicimos.
MAPAMUNDI 2
Tenían algunas líneas de guía, que venían del shock del siglo XX y no las soltaron: elegir siempre el movimiento, saltarse pasos para evitar así las mediaciones, desmaterializar la experiencia, no tener miedo a las máquinas y fiarse de la postura hombre-teclado-pantalla. Tenían, además, un método muy preciso, que venía del tipo de estudios que habían realizado: intervenir sobre las herramientas en vez de intentar una guerra de ideas, inventar herramientas en lugar de sistemas filosóficos. Con la fuerza de esos fundamentos, intentaron colonizar el mundo.
Al realizar esa empresa, su sistema de organización de la realidad se enriqueció al menos con tres pasos decisivos.
1. En primer lugar, retrocedieron para recuperar algo que estaba en los orígenes de su historia, lo estaba con esa aura que solo tienen ciertos recuerdos infantiles. Era un juego. O mejor. Era un ordenador que jugaba. Un videojuego. Allí encontraron de nuevo algo como un mito fundacional, reconocieron en él un rasgo genético que los acompañaba desde los orígenes, y empezaron a legarlo con cada herramienta que generaban. No era algo que fuera realmente sencillo, pero trabajaron en ello mucho tiempo y en maneras cada vez más refinadas hasta obtener herramientas que, de alguna manera, eran, sí, DIVERTIDAS, pero que sobre todo TRABAJABAN CON LAS LÓGICAS PRINCIPALES DE UN VIDEOJUEGO. Secuencias rápidas de acciones y reacciones, aprendizaje debido a la repetición y no a abstractas instrucciones de uso, presencia constante de una puntación, mínima resistencia física, disfrute sensorial. No era solo un reflejo nostálgico de gente que se había quedado infantil. En esa forma de ajustar las cosas se abría camino la idea de que resolver problemas era un gesto que se empezaba siempre generando una determinada sencillez, una síntesis, una claridad. La condición previa era que la complejidad del problema fuera reducida previamente a partes elementales y depositada, de esa forma, sobre la superficie de un tablero de juego, a ser posible confortable, cuando no, incluso, divertido. Se trataba de nuevo de los Space Invaders derrotando al futbolín.
2. Probablemente fue este modo de ajustar las cosas lo que hizo posible, con una velocidad inusitada, el segundo movimiento que llevaron a cabo en esos años, un movimiento que sobre el papel resultaba simplemente prohibitivo: desmantelar el paradigma mental del siglo XX y ponerse a pensar al revés. Rechazar la profundidad como lugar de lo auténtico y situar el corazón del mundo en la superficie. Los iconos de las pantallas de inicio de ordenadores y teléfonos comenzaron a recordar cada día que la esencia de los gestos que realizábamos podía ser desenterrada de las profundidades ilusorias donde castas de sacerdotes los guardaban y devueltos a la superficie en forma de alegres iconos llamados a flotar a la luz del sol. Si aprendías algo semejante gracias a herramientas que usabas decenas de veces al día, terminabas asumiéndolo como una posible estrategia para la vida. Tal vez no la única, pero seguro que una de las mejores en circulación. El asunto resultaba clamoroso y apagaba siglos de geografía de la experiencia, reconstruyendo desde el punto de partida el arte de vivir optando por la superficialidad como su laboratorio ideal.
3. Cabe añadir que nada de todo esto habría pasado probablemente si esos hombres no hubieran seguido creyendo, a ciegas, en la eficacia de la postura hombre-teclado-pantalla. Lograron perfeccionarla –en el smartphone, en la tableta, en los e-books, en la consola de videojuegos–, siempre en busca de un resultado que tenía algo de visionario: reducir hasta la nada la distancia entre esos tres elementos: intentar fundirlos en un único gesto. Buscaban una especie de POSTURA CERO, la limpieza absoluta del modelo que habían imaginado. En el smartphone llegaron de hecho a resultados notables: allí se hacía realidad una especie de utopía que estuvo presente en los albores de la insurrección digital: la de que los ordenadores a largo plazo llegaran a ser productos orgánicos, no objetos artificiales, sino extensiones del ser humano; no máquinas, sino gestos. En el libro de Stewart Brand que a Jobs tanto le gustaba, se presentaban de hecho realmente así: se encontraban entre las técnicas para cultivar tomates en el jardín o parir de modo natural en casa. Existía esa idea, demencial, pero ahí estaba: y después de algunos años la vemos de nuevo asomándose en herramientas como el iPhone, que lograba obtener, con la tecnología touch, la merma de la figura hombre-teclado-pantalla a una especie de POSTURA CERO de la que derivan todas las demás. Una vez obtenida esa síntesis extrema, esa simplificación casi mística, girar entre mundo y ultramundo se hacía realmente algo orgánico, natural, y el sistema de realidad con dos fuerzas motrices se convertía efectivamente en un escenario que ya no tenía ruido de fondo, un paisaje casi natural, un tablero de juego que parecía estar allí desde siempre. Obtener este resultado fue el tercer movimiento que hicieron.
No debe asombrarnos que frente a tanta lucidez estratégica la vieja cultura del siglo XX haya terminado despertándose de su propio letargo y adivinado que algo grande estaba pasando. Hubo reacción, y la hemos constatado aquí como la primera guerra verdadera de resistencia a la insurrección digital: estamos hablando de los años a caballo entre los dos milenios. En general, los resistentes no veían el proceso en su totalidad, sino solo sus efectos finales: veían las huellas del enemigo, pero nunca al enemigo. Esto hizo obviamente que su batalla fuera muy complicada, al límite de lo imposible. Pero la verdadera razón por la que, al final, acabaron siendo derrotados probablemente es otra. Fue el hecho de que su mejor arma, es decir, la denuncia de una pérdida del alma en el mundo –de una cierta desertización del sentido, de la experiencia verdadera, de la intensidad– en última instancia se reveló ineficaz. Aunque sobre el papel esa mezcla de superficialidad, alergia a los maestros, culto a los atajos, adoración al videojuego y escepticismo ante cualquier teoría que presagiara un apocalipsis intelectual e incluso hasta moral, lo que más o menos se evidenció fue que, de una manera u otra, aunque resultara difícil enfocarlo con claridad, la insurrección digital a su vez era capaz de generar experiencia, intensidad, sentido, vibración. Lo hacía de un modo completamente suyo, que nacía de su propia capacidad de llevar a la superficie las esencias del mundo: a partir de allí se abría la posibilidad de trabajar esas esencias, de ponerlas en red, o incluso solo en movimiento, y se reveló que esto constituía de verdad un modo de poner el mundo en vibración, aunque fuera para gente con nuevas habilidades, inéditas, y que quizá aún teníamos que entender absolutamente. Nacía la perspectiva de una posexperiencia que dejaría definitivamente obsoleto el modelo del siglo XX, el único que, hasta ese momento, era capaz de prometer, si bien a un precio altísimo, el acceso al sentido de las cosas.
Así, ahora, en nuestro mapamundi, podemos dibujar una zona todavía incierta, indefinida, pero real, que antes no estaba, a la que podemos llamar posexperiencia. Cuadra a la perfección con los otros continentes que hemos descubierto hace poco: el predominio del rasgo genético que procede del mito fundacional del videojuego; la inversión de la pirámide del siglo XX, la reinvención de la superficialidad, el pensamiento del revés; la aproximación a una postura cero, madre de todos los movimientos. ¿No veis cómo forman, todos juntos, una figura geográfica coherente, sólida, incluso equilibrada? Si la superponemos al primer mapamundi que habíamos trazado, el que daba cuenta de las primeras tierras que emergieron –el culto al movimiento, el contacto directo con la realidad, la apertura del ultramundo, el descubrimiento de la que se convertiría en la postura cero– lo que aparece ante nosotros es efectivamente un mundo, tal vez impreciso aún en los detalles, sin duda alguna aproximativo respecto a las medidas de las distancias, pero coherente, fruto de una génesis que podía recomponerse, detenido en una forma suya reconocible.
En tiempos lejanos, cuando el perfil de las tierras recién descubiertas acompañaba al cartógrafo con semejante evidencia, u orden, o incluso belleza, se consideraba oportuno entonces reconocerles a esas tierras el derecho a un nombre, certificando casi que habían surgido de lo ignoto, y que ahora ya formaban parte de nuestros falibles conocimientos. Era un gesto hermosísimo. Dar un nombre.
The Game.
Ahora sabemos que precisamente en los años de la colonización, la mayor parte de la gente emigró y fue a establecerse a ese mundo. Ni siquiera tenían mapas con los que orientarse, iban ahí y punto, generalmente empujados por el uso de herramientas que les enseñaban el camino. Lo que había nacido como un movimiento nómada de insurrección ahora estaba sedimentando, buscando el mejor suelo donde sustentar su propia técnica singular de construcción. Los grandes edificios de la civilización precedente por regla general no eran arrasados por completo, se les dejaba funcionar de esa forma suya sorda e ineluctable. De vez en cuando se corregían, las más de las veces los rodeaban construyendo a su alrededor nuevos barrios. Nacieron así torres y fortalezas, se desarrollaron los primeros sistemas de gestión y de defensa; surgió una red de reglas, se llamó a alguien para que las gestionara. Se perfilaron figuras líderes, y descollaron los jugadores que parecían más adecuados. Con el tiempo llegó la primera generación de nativos, humanos que no habían llegado hasta allí migrando, sino que habían nacido allí. Los primeros hijos del Game. Es en su obrar donde el Game olvida poco a poco sus raíces insurreccionales, reprime el fantasma del siglo XX, y se convierte en un juego de habilidad que tiene sus razones en sí mismo, no en la oposición a un enemigo. Ya no es un movimiento contra nadie, sino un movimiento hacia algo. En esto pierde espesor ideal, pero adquiere eficacia, confianza, firmeza. Empieza a rodar con un dominio sorprendente y en ese momento tiende a olvidar la obvia verdad de que no a todo el mundo podría resultarles cómodo ese nuevo modo de estar en el mundo. Eran demasiado visionarios, o demasiado poco, para percatarse de que la posexperiencia resultaba sustancialmente difícil, desestabilizadora, agotadora. Una difusa y arraigada inquietud que nadie había previsto que no tardaría en presentar la cuenta. Acababa de ser fundado y el Game ya sembraba el descontento.
Es fascinante, porque a estas alturas nos encontramos ya en el umbral de la época que es la nuestra. Parece que fue ayer cuando estábamos tratando de entender la diferencia entre la Web e Internet, fijaos. O qué quería decir, de verdad, digital. Y ahora estamos aquí, teniendo delante de los ojos las últimas ruinas que investigar: son espectaculares y las conocemos a la perfección. Son las casas en las que vivimos.
