The game
COMENTARIOS A LA ÉPOCA DEL GAME
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COMENTARIOS A LA ÉPOCA DEL GAME
Individualismo de masas
Hace muchas páginas tuvimos ocasión de hablar, por primera vez, de humanidad aumentada. Estudiábamos los primeros años de la insurrección digital y utilizamos esa expresión para dejar constancia de la embriaguez que la Web, al nacer, había provocado en todos los usuarios: en su forma de moverse lateralmente, de viajar por todas partes, de acceder a los cajones ajenos; la nueva frontera del ultramundo que se abría, accesible a todo el mundo; la velocidad, la libertad.
Eran los primeros años noventa. Ahora, si pensamos en ello, nos provoca una sonrisa. Ahora que sabemos lo que pasó en los veinticinco años que siguieron, parece casi increíble que usáramos la expresión humanidad aumentada por tan poca cosa. Ni siquiera podíamos enviar un mail con el teléfono y lo llamábamos humanidad aumentada: ¡y ya estábamos discutiendo sobre si la cosa esa no sería dañina para la salud mental, la sociedad, el mundo!
Qué tipos más entrañables.
Pero ahora que estamos en el Game, podemos entender algo mucho más exacto. Mejor dicho, hemos de hacerlo.
Lo que sabemos con certeza es que esa genérica inclinación a desarrollar las posibilidades de cada individuo en particular se ha solidificado en la época del Game en una enorme red de herramientas que han aumentado de hecho, en todas las direcciones, las posibilidades de la gente. No me parece que valga la pena discutirlo, pero si de verdad queréis hacerlo, pensad en cuatro gestos al azar, yo qué sé, viajar, jugar, informarse, amar, y comparad las herramientas que hoy nos ayudan a realizarlos con las que teníamos hace veinte años. Pues bien, la diferencia es abismal, no hay discusión. Humanidad realmente aumentada.
Otra cosa que sabemos con certeza es que esta especie de mejora espectacular no concierne a una limitada élite de afortunados, sino que ha implicado prácticamente a todo el mundo. Vale, vale, no os gusta la expresión todo el mundo, de acuerdo. Pero si los usuarios de WhatsApp son mil millones, si la gente que tiene un perfil en Facebook es más de dos mil millones, y si las casas en alquiler en Airbnb son cinco millones, olvidaos de hablar de élites, de cosas de ricos, de jueguecitos para pijeras occidentales: aquí estamos hablando de algo que concierne a un número impresionante de personas. A estas alturas ya nos hemos acostumbrado, pero debéis aceptar que abrir el acceso a todas esas posibilidades a una base social tan amplia es una empresa colosal. En tanto que redistribución de las posibilidades es también una redistribución del poder. Hace treinta años, algo semejante podían imaginarlo únicamente algunos hackers un tanto excéntricos que se reproducían en el caldo de cultivo de la contracultura californiana. Ahora sabemos que no hablaban en vano. Increíblemente, su idea de utilizar los ordenadores para romper viejos privilegios de siglos y redistribuir el poder entre toda la gente tenía algo de sensato. Os juro que yo no habría apostado ni un dólar al respecto. Y ya veis.
Lo tercero que sabemos con certeza es que este tipo de redistribución del poder se ha entrecruzado coherentemente con otra inercia que puede rastrearse ya en los albores de la insurrección digital: el instinto de saltarse las mediaciones, de tener un contacto directo con la realidad, de desactivar las élites. Son dos fuerzas que han trabajado una dentro de la otra, durante años: a medida que cada individuo en particular recibía cuotas de poder, de privilegios, de posibilidades, de libertades, los utilizaba para deshacerse de la incómoda presencia de inútiles mediadores. Multiplicad esta dinámica por miles de millones de individuos y empezad a entender de qué estamos hablando. Una especie de espectacular agitación geológica. Un terremoto.
Naturalmente, el mundo ha salido muy diferente de ello. Y nosotros, ahora, podemos entender en efecto de qué forma ha cambiado. Pero es muy importante no detenerse en los detalles, o dejarse distraer por cualquier singularidad curiosa, como por ejemplo el hecho de que alguien pueda organizarse un viaje sin la agencia de viajes o que los foros de los lectores cuenten más que la opinión de los críticos. Pero a quién le importa eso. Ese no es el quid. Es necesario alejarse un poco, mirar como desde arriba, y entonces es posible ver el auténtico corazón del asunto, el punto exacto en el que ese terremoto ha redibujado la imagen del mundo. Es un punto que conocemos a la perfección.
Es donde se forma la conciencia de sí mismo.
Lo que ha sucedido en el Game es que el ego de miles de millones de seres humanos ha sido alimentado cotidianamente con supervitaminas, en parte generadas por las herramientas que multiplicaban sus habilidades, en parte desarrollado por los repetidos parricidios cometidos al liberarse de las élites. Una nueva conciencia de sí mismo ha subido a la superficie en la conciencia de millones de individuos que no estaban acostumbrados a imaginarse de ese modo. Ni siquiera estaban destinados a imaginarse de ese modo, si entendéis lo que quiero decir. En cierto sentido, se redescubrían contemplando la realidad desde asientos en primera fila a los que nunca habían tenido la lucidez de aspirar, o en palcos que desde siempre habían pensado que estaban reservados a otros por edictos sobrenaturales. Antes, si gritaban, se les oía solo en el hueco de las escaleras: ahora un susurro suyo podía acabar en Australia. Muchos incluso se percataron, de repente, de poder PENSAR DIRECTAMENTE: tener opiniones sin deber esperar, para tenerlas, a que alguna élite las pronunciara, las liberara y luego las pusiera a disposición, concediéndote la posibilidad de compartirlas. Podías producirlas tú mismo, darles una forma, pronunciarlas y luego incrustarlas en el sistema sanguíneo del mundo, donde potencialmente llegarían a millones de personas. Hace solo cien años una cosa semejante podían permitírsela, quieras que no, unos miles de personas en toda Europa.
Así, pues, una hipertrofia del ego. O mejor dicho: una reconstrucción del ego, porque en definitiva lo que la insurrección digital ha logrado restituir a la gente es la robustez del ego que antes estaba reservada a las élites, y que las élites nunca consideraron una hipertrofia, sino la equilibrada articulación de sus propias capacidades. Por tanto: una restitución del ego, llamémoslo así. Hecha con una tremenda habilidad, debéis admitir. Una característica ingeniosa de las herramientas digitales es que, aparte de alimentar nuestro ego, también le han proporcionado a ese ego una especie de hábitat protegido, un territorio cómodo donde ser capaz de crecer sin arriesgar demasiado. Todas las redes sociales, pero también los meros sistemas de mensajería o los grandes contenedores del tipo YouTube, están estudiados para dejarnos salir a terreno abierto, pero no tan abierto: te permiten expresarte a ti mismo, con cierta ambición o incluso cierta agresividad, pero sin salirte de cierta zona de confort. Como situación es ideal: hay quien lo aprovecha para tratar de furcia a una ministra y quien cuelga sus tres primeras canciones y luego se hace famoso; pero se trata, en cualquier caso, de una posibilidad de la que muchos individuos se han aprovechado y ahora lo que debemos entender es que, precisamente, SE TRATA DE INDIVIDUOS, de muchas personas singulares, y esto, creedme, no tiene casi precedentes. Quiero decir que si en el siglo XX, por ejemplo, podía ocurrir que un individuo se sintiera «humanidad aumentada» era casi siempre en el contexto de un rito colectivo, de una pertenencia a una determinada comunidad: podía experimentar momentos de altísima intensidad, de expresión de sí mismo, incluso de grandeza, pero por regla general se trataba de momentos que vivía en cuanto miembro de una comunidad, como su Nación, o una Iglesia, o incluso solo un partido, o en última instancia su pequeña comunidad familiar. La humanidad aumentada, en aquellos momentos, era un perfeccionamiento colectivo, no individual. Él, individualmente, el individuo singular, luego no iba mucho más allá.
Pero en los últimos treinta años algo ha cambiado, algo inmenso de verdad. El Game admite casi en exclusiva a jugadores singulares, está pensado para jugadores singulares, desarrolla las capacidades del jugador singular, da puntos a jugadores singulares. Incluso Trump y el Papa envían tuits, intuyendo que los habitantes del Game ya están acostumbrados a perfilarse individualmente, a jugar el uno contra uno. Así, el Game se ha convertido en la grandiosa incubadora de un individualismo de masas que nunca habíamos conocido, que no sabemos cómo tratar y que nos pilla esencialmente sin preparación. Resulta dudoso que haya sucedido alguna vez algo semejante sobre el planeta Tierra. El único caso precedente que se me viene a la cabeza es, quizá, la democracia ateniense del siglo V a. C.: que era efectivamente una especie de régimen de individualismo de masas, pero donde por masas se entendía el 15 % de los habitantes de Atenas. De todos modos fue suficiente para producir líos inmensos (y maravillas conmovedoras), pero, al fin y al cabo se trataba del 15 % de los atenienses. En Italia, para quedarnos en mi pequeño patio, un humano de cada dos tiene un perfil de Facebook.
Nos encontramos así viviendo en un escenario inédito, donde nunca nadie, antes de nosotros, ha jugado ningún partido de verdad hasta el final. Repetidas veces nos encontramos ante absurdas situaciones del juego que nos cuesta un gran esfuerzo el mero hecho de enmarcarlas. Me explico: cuando el individualismo se hace de masas, lo primero que entra en crisis es el propio concepto de masas. Ya no existen, quiero decir, placas sociales que se mueven en cuanto placas, como grandes supraindividualidades que se mantienen unidas por una cierta pertenencia: yo qué sé, los católicos, los ingleses, los amantes de la música pop, los comunistas. Eran, en el pasado, grandes animales que se movían con un movimiento casi impersonal, generado por la dócil pertenencia de muchas personas a una comunidad, y controlado por una élite capaz de mano de hierro y guía firme. En el Game este tipo del movimiento es un hecho raro porque el individualismo de masas genera millones de micromovimientos y desmantela la labor de los guías. Coherentemente con el viejo precepto del movimiento en primer lugar, también las grandes coagulaciones de consenso se forman y se deshacen con rapidez, porque no son formaciones geológicas sedimentadas a lo largo del tiempo, sino rápidos reagrupamientos de individuos destinados luego a recomponerse de otra forma con el próximo movimiento. Resultado: en el Game, a consecuencia del advenimiento del individualismo de masas, la masa ya no existe, en todo caso se forma, episódicamente, en determinados lances de juego.
Otra paradoja que me fascina es esta: se produce a menudo el triste fenómeno del individualismo sin identidad. Es decir, personas que, por ejemplo, pueden manejar brillantemente sus propias opiniones sin tenerlas, emitir juicios autorizados sin contar con la suficiente competencia, o tomar decisiones cruciales para su vida sin tener un conocimiento pasable de su propia vida. Es como si la capacidad técnica hubiera sobrepasado abundantemente a la sustancia de las cosas. Es como si las herramientas digitales hubieran acabado poniendo motores potentísimos dentro de carrocerías no lo bastante sólidas como para tolerarlos, probarlos, utilizarlos de verdad. No es un escenario completamente inédito, porque a menudo ha ocurrido que hemos generado sistemas mentales sin tener la capacidad inmediata de sostenerlos: la Ilustración, pongamos por caso, generó una reivindicación de libertad que en ese momento no era plenamente capaz de gestionar, y el Romanticismo puso al alcance de la mano a un módico precio una sensibilidad que gran parte de los seres humanos no podían soportar físicamente. Por tanto se trata de algo que conocemos: pero esto no resuelve el problema de vivir en un Game en el que la mitad de los jugadores se exhibe sobre el escenario cuando debería estar en silencio en la platea, mirando. Entre bambalinas, el alboroto es bastante notable.
No quisiera extenderme demasiado, de manera que anoto una última paradoja y lo hago en tres líneas. Es que me parece importante. El individualismo es siempre, por definición, una posición en contra: es sedimento de una rebelión, tiene la pretensión de crear una anomalía, rechaza caminar con el rebaño y camina en soledad en dirección contraria. Pero cuando millones de personas se ponen a caminar en dirección contraria, ¿cuál es la dirección correcta del camino?
¿Se imaginaban los padres de la insurrección digital paradojas de este tipo? No lo creo. ¿Eran imaginables? Quizá sí, con un poquito de lucidez habrían podido preverse. ¿Es posible convivir con paradojas semejantes? Hay que admitir que sí, dado que actualmente convivimos con ellas. Pero, por supuesto, representan grietas, como estratos que se han separado de una forma imprevista del cuerpo del Game, arrebatándole fuerza, coherencia, incluso belleza. Generan desorientación y desconcierto. Desaconsejaría, de todos modos, olvidar que proceden de un movimiento de liberación, de arrebato, de esperanza. Lo mínimo que podía pasar, al redistribuir el poder, era que el paisaje general perdiera en nitidez, en armonía y tal vez incluso en sustancia. Así, si me comporto de nuevo como un arqueólogo y vuelvo a estudiar las ruinas de aquella civilización, en la época del aparente triunfo del Game, lo que me paree reconocer son las huellas de una temporada imperfecta en la que, después haber restituido la dignidad a mucha gente y conciencia a la mayoría, esos hombres pasaron los primeros años del Game obligados a echar cuentas con situaciones paradójicas, a la espera de recomponer equilibrios, alcanzar la madurez y generar una cierta elegancia nueva. Aún les faltaba, se diría, la capacidad de ser ellos mismos. Ninguna herramienta, de hecho, podía dársela.
Nuevas élites
A propósito de paradojas y de fenómenos curiosos. Estudiando los hallazgos arqueológicos, otro acontecimiento se nos hace evidente: después de años desactivando las élites y fundando un sistema capaz de sostenerse sobre el individualismo de masas, lo que ha sucedido, obviamente, es que el Game ha acabado produciendo su propia élite, nueva, diferente por completo, pero sin embargo élite al fin y al cabo. Hay un fósil, recientemente descubierto, que nos explica de un modo maravilloso el fenómeno. La comparecencia ante el Senado de Estados Unidos de Mark Zuckerberg celebrada en abril de 2018.
Como se recordará, hacía poco tiempo que se había descubierto que una compañía inglesa, Cambridge Analytica, se había llevado millones de datos personales de usuarios de Facebook, utilizándolos luego para influir en las elecciones americanas del 2016. Al darles donde más les dolía, los viejos políticos de Washington, que hasta entonces habían dejado a Zuckerberg corretear a sus anchas, se despertaron de la somnolencia de sobremesa y convocaron al chiquillo al despacho del director. El marco escénico, si vais a comprobarlo en el vídeo, es sublime: los poderoso sentados un poco en alto, casi en semicírculo, solemnemente hundidos en sus butacas de piel, respaldados por un par de no sé qué, quizá lacayos. Se asoman un poco hacia abajo, donde, en el centro del cuadrilátero, está el chiquillo, un poco rígido, muy solo, relegado a una especie de banquillo de los acusados, con el alivio de un vaso de agua de reo. Lleva chaqueta y corbata, y esto tiene su importancia: no ha venido con su indumentaria habitual, sino con la de los batracios de ahí arriba: ha aceptado jugar con sus reglas. En cada una de sus palabras se reverbera el esfuerzo de traducir para esos niños viejísimos algo cuyos orígenes, mecanismos y, en el fondo, significados, ignoran. A veces le hacen preguntas surrealistas y él se esfuerza visiblemente para permanecer serio. Si invirtiéramos los papeles es como si él le hubiera preguntado a un senador cosas del tipo: ¿es usted senador para ganar dinero o para ayudar a Estados Unidos? O bien: ¿sus electores, desde que le eligieron, viven mejor? Preguntas de esta clase. Todo es absurdo. Pero consigue no reírse, al contrario, parece bastante tenso en ese extraño papel del estudiante enviado al despacho del director. Está en la absurda situación de verse en la esquina de un cuadrilátero que nunca le ha importado lo más mínimo; está perdiendo en un juego al que nunca ha jugado, está con las manos en alto bajo los tiros de una docena de rifles a los cuales, años atrás, él y los que son como él les han sacado los cartuchos. Es una fantástica situación narrativa: en comparación, Shakespeare era un diletante.
La vieja élite y la nueva, la una frente a la otra.
Bonachona, un tanto rellena, âgée, irremediablemente pagada de sí misma y todavía poderosa, la primera. Vagamente artificial, fría, casi impersonal, segura de sí misma, pero pillada de improviso, la segunda.
Ni siquiera se puede decir quién ha ganado: es como preguntarse si es más fuerte el águila o el guepardo [es una pregunta que a veces hacen los niños, de pequeños; también preguntan si es más fuerte Spiderman o Jesús]. Son exactamente dos mundos que no tienen nada que ver. Pero no tienen nada que ver a niveles estratosféricos. Fijaos en una cosa, solo una, pero central: el uso que hacen, o no hacen, de la ideología. Los senadores se presentan con cierto bagaje ideológico, Zuckerberg no. Los senadores tienen el problema de hacer funcionar la realidad a la luz de algunos principios ideales, Zuckerberg tiene el problema de hacer funcionar la realidad, y punto. Los senadores se embrollan en el típico dilema americano: cómo poner reglas sin mermar el tótem ideológico del libre comercio más desenfrenado; Zuckerberg quiere unir a la gente, y punto. Cuando le preguntan, horrorizados, si a fin de cuentas no podría ser útil introducir límites como han hecho los cagones esos de los europeos, él dice que probablemente sí, sería útil: el liberalismo americano no le importa un pimiento. Quiere conectar a la gente, y de hecho lamenta que el asunto comporte problemas más tarde. Ya se encargarán sus técnicos. No espera que los Gobiernos puedan hacer algo, pero si, por casualidad, tienen alguna sugerencia útil, por qué no. Fin. Es el laicismo –total, irremediable, a veces terriblede los padres del Game.
La comparecencia de Zuckerberg ante el Senado de Estados Unidos resume bastante bien la situación: hace física la distancia abismal entre los dos tipos de poder que en este momento se encuentran el uno delante del otro: el del siglo XX y el del Game. Nos ayuda a enmarcar el cambio del paradigma, y la irrupción de una nueva élite. Pero sería reductivo creer que por «élite del Game» debamos entender solo a gente como Zuckerberg, es decir, ese puñado de multimillonarios que ha inventado las herramientas de éxito con que le hemos dado la vuelta al mundo. En última instancia, ellos son, por el contrario, irrelevantes: la fuerza de los sistemas nunca está en las oligarquías del vértice, está en la capacidad de engendrar una amplia élite que teje cotidianamente, en todas las latitudes, el dictado de cierta forma de estar en el mundo. En este sentido, si queréis entender de verdad quiénes son las nuevas élites, mirad un poco más abajo y allí los encontraréis. Son gente a la que no es difícil reconocer: SON LOS CAPACES DE POSEXPERIENCIA.
¿Os acordáis de la posexperiencia? La versión inteligente de la multitasking. Ese modo de utilizar la superficialidad como terreno del sentido. Esa técnica de bailar sobre las puntas de los icebergs. ¿Estamos?
Bien. A las nuevas élites se las reconoce fácilmente por esto: son las capaces de la posexperiencia. Se mueven bien en el Game, usan la superficialidad como fuerza propulsora, encuentran fuerza en las estructuras no permanentes generadas por su movimiento. Es gente capaz de hacer reaccionar químicamente materiales que están dispersos en el Game por todas partes: de ahí derivan materiales desconocidos con los que construyen las nuevas residencias del sentido. Utilizan los dispositivos de manera orgánica, digamos que biológica: a estas alturas, son casi una prótesis. En ellos cualquier línea de demarcación entre mundo y ultramundo se ha disuelto, y su andadura es la de un animal anfibio perfectamente adaptado a un sistema de realidad con doble fuerza motriz. Son rapidísimos en el movimiento intelectual y raras veces son capaces de comprender cosas que están quietas: no las ven. No sufren los rasgos desestabilizadores de la posexperiencia porque a menudo no han conocido nunca la estabilidad, y reconocen en el Game un hábitat que transforma en técnica de conocimiento su andar desorientados. Encarnan una forma de inteligencia que en el siglo XX habría resultado vanguardista y que ahora está destinada a convertirse en la inteligencia de masas: la más extendida, incluso banal. Como todas las élites, pueden ser sublimes o grotescos: a menudo son las dos cosas de forma simultánea. Pero me gustaría ser claro: son ellos los que acabarán decidiendo las leyes del Game, las invisibles, por tanto las decisivas: qué es lo bello, qué es lo justo, qué está vivo, qué está muerto. Si alguien tenía la esperanza de que la insurrección digital restituiría un mundo de iguales, en el que todos y cada uno llegarían a ser directamente creadores de su propio sistema de valores, que se haga a la idea: todas las revoluciones dan a luz sus élites y de ellas esperan saber qué demonios han montado.
A día de hoy, los de la posexperiencia se han salido del grupo y están allí delante, bien visibles a una luz completamente especial. Desde hace poco tiempo, pero en un camino sin retorno, se han convertido en modelos, puntos hacia los que tender, de algún modo, héroes ya. No han llegado a serlo para unos pocos ensayistas particularmente agudos: han llegado a serlo para el gran pueblo del Game. Mientras estoy escribiendo estas líneas, en Roma, en la estación de Termini, por donde pasa de todo, desde los habitantes más brillantes del Game hasta los que se aferran al mismo con uñas y dientes, o incluso los que nunca se han subido de verdad; pues bien, allí, en la estación de Termini, una totémica secuencia de enormes fotos publicitarias –todas ellas retratos de jóvenes modelos–corona actualmente el acceso a los andenes, con una solemnidad que me ha recordado la procesión de metopas en el friso del Partenón. Esta secuencia de retratos –técnicamente impecables, diligentemente hermosos– es uno de los mejores ensayos sobre la posexperiencia que he leído en mi vida. De hecho, es la publicidad de un famoso estilista, y lo que vende es la ropa que llevan puesta los modelos. Pero casi no logro ver la ropa, porque lo que veo y lo que, en el fondo, me están vendiendo genialmente, es la definición precisa de cierto modo de estar en el mundo, el de la élite del Game. Para cada fotografía, para cada personaje, hay un breve pie de foto. Tomo nota de todos ellos.
Tiene el pasaporte de dos países diferentes. No vive en ninguno de los dos.
Ha actuado en su primer cortometraje, pero no se jacta de ello.
Le gusta hacer yoga al amanecer, prefiere dormir hasta tarde.
Sabe mucho sobre títulos y acciones, le gustaría entender más de arte.
Vegetariana convencida, casi siempre.
Le gusta Nueva York. Siente nostalgia por su casa.
Ha fundado una agencia publicitaria de éxito, siempre tiene tiempo para un amigo.
No le gusta que la definan como influencer. Le gusta influir en la gente.
Pinta desnudos que parecen paisajes, no tiene smartphone.
Diseñador de interiores en San Paolo, escala montañas al norte de Río.
Tiene coche y cepillos eléctricos, lava los platos a mano.
Da indicaciones incorrectas a los turistas. Luego lo siente.
Salía todos los fines de semana, ahora los pasa en su casa de campo.
Se propone acostarse pronto. A partir del año próximo.
Ha heredado los negocios de su padre. No el armario ropero.
Dejó su trabajo en el banco para hacer de panadero. Nunca se ha arrepentido.
No cree en los horóscopos, es el típico Sagitario.
Experto en derecho mercantil de día, bailarín de tango de noche.
A veces lo confunden con un actor, prefiere estar entre bambalinas.
Trabaja en edición digital. Todavía lee libros.
Es inútil decir que todos son jóvenes y guapísimos. Es inútil decir que son de todas las etnias. Es inútil decir que se visten divinamente. Es inútil decir que son la encarnación del individualismo. Es inútil decir que no parecen tener jefes. Es inútil decir que uno los enviaría a todos a la mierda, y que el hecho de que estén allí, expuestos de esa manera en una estación en la que los usuarios habituales del tren de alta velocidad y los abonados a los trenes de cercanías intentan de una manera u otra juntar las piezas de una existencia a duras penas decente, clama venganza y empuja a preguntarse dónde demonios se ha metido la vergenza. Pero también –os ruego que lo entendáis– es inútil señalar cómo toda esa galería de retratos da en la diana, y con una precisión que solo quien se dedica a la moda puede tener: descifra y atrapa lo que todos sentimos surgir como una élite: los que han aprendido del hábitat digital una serie de movimientos y capacidades que luego han sido capaces de verter sobre sus conductas que tienen poco que ver con el mundo digital: en su vida analógica. Son caricaturas, porque se trata de publicidad, pero caricaturas de las personas justas: gente inexpugnable que va disparada por el Game, reinventa figuras coherentes que hasta ayer eran oxímoros, se ha construido su propia constelación de sentido juntando piezas y mundos distanciadísimos, utiliza las tecnologías sin ser esclavo de las mismas, pasa por el mundo pacífica y ligera, y lo hace todo llevando el pasado tras de sí [¡las panaderías!], domando el presente [¡todos tienen un trabajo, coño!] e inaugurando el futuro [¿el coche? Eléctrico]. No son nerds, fijaos bien, no son ingenieros, no son programadores, no son multimillonarios de la Web: son una élite intelectual de nueva especie, vagamente humanista, donde la disciplina del estudio ha sido sustituida por la capacidad de unir puntos, el privilegio del saber se ha disuelto en el de hacer y el esfuerzo de pensar en profundidad se ha invertido en el placer de pensar rápido.
Tomad esta especie de catálogo de héroes, quitadle el aspecto comercial, quitad el polvo del glamur inútil, añadid una parte de respeto hacia los seres vivos, aplicad este tipo de síntesis a la gente que se ocupa del sentido verdadero de las cosas y no de los cárdigan, y os encontraréis la nueva élite que controla la posexperiencia: los que han liquidado el siglo XX después de haber, no obstante, desvalijado sus almacenes, los mejores nativos del Game, los que están traduciendo todo nuestro saber en un saber diferente, basado en la superficie, en la individualidad de masas, en el movimiento y en la ligereza. Okey, no se trata ahora de mostrar demasiado entusiasmo: lo sé, mucho de ellos claramente dan vueltas en vano. Surcan a velocidades admirables la superficie del Game sin lograr arañar lo más mínimo la superficie. En su andar tristemente narcisista, la posexperiencia se convierte en una buena tapadera para gente incapaz de producir ideas o inadecuada para llevar el peso de la honestidad intelectual. A mí me recuerdan a ciertos eruditos que tuvieron mucha fortuna en los tiempos de la élite del siglo XX: allí era el saber el que sustituía a las ideas, y el que encubría la penuria de pensamiento; aquí es más bien la velocidad, una cierta brillantez aparente, una forma hermosa de intensidad. Y sin embargo me queda la convicción de que, igual que las élites del siglo XX produjeron inteligencias extraordinarias, espectaculares y redentoras, así también la élite del Game se está formando alrededor de casos particulares, cada vez más frecuentes, de inteligencia profética, sólida y utilísima. Gente que no ha diseñado el Game, pero que en compensación sabe jugar, y que por tanto le da un sentido. Son para la insurrección digital lo que Federer es para el tenis. No solo mantienen la pelota en el campo, sino que dan golpes que no existen: esos golpes son escritura, en el sentido más elevado del término. Son las pinturas rúnicas en las que dentro de diez mil años reconocerán nuestra civilización.
Episódicas incursiones políticas
La interesante anomalía de los 5 Stelle
Luego encontramos este fósil especial, inesperado: huellas de un asalto de los insurrectos al palacio del poder político. Pequeñas huellas, todo hay que decirlo: por ahora podemos constatar un único caso limitado, en Italia, y por tanto en el fondo en un país pequeño y bastante periférico. Si se prefiere, también un país no muy apropiado para un experimento semejante: como mucho eran cosas que cabía esperar de los pueblos del norte de Europa, donde una cierta tradición de democracia directa y de vocación para los negocios relacionados con la innovación digital habrían hecho que la cosa fuera más natural. Y, en cambio, no es así. Los 5 Stelle nacen y ganan en Italia, país no muy digital, con una idea del poder más bien barroca, y una vocación mucho más humanística que científico-técnica. A ver quién lo entiende.
Pero, en cualquier caso, ha pasado, y ahora hay algo que podemos aprender en el éxito de 5 Stelle desde ya mismo: el partido del siglo XX, sólido, perfilado, cerrado, estable, paquidérmico, permanente, no es adecuado para las reglas del Game. Es obviamente un residuo de una civilización distinta. Puede seguir teniendo su sentido mientras la política siga siendo una de esas fortalezas en las que el Game no mete la nariz: pero basta con que la política se convierta en un juego abierto también a otros jugadores (no necesariamente a los nativos digitales, también pueden ser los populismos xenófobos, o los movimientos que suman ciudadanos a causas singulares) para que el partido del siglo XX aparezca como una especie de línea Maginot destinada a la derrota. Si se quiere es algo que también nos enseñan fenómenos como Podemos o neopartidos a medida como el de Macron. El carácter visionario de los 5 Stelle fue el de entender esta inercia, creer en ella y cabalgarla con indudable obstinación y eficaz audacia. Con toda sinceridad, no me veo capaz de dar una opinión útil sobre la democracia digital y las votaciones a base de clic, ni siquiera es un tema que me apasione demasiado: pero allí detrás, en cualquier caso, crepita la intuición de que si hoy no tienes una alternativa al partido del siglo XX, si no tienes la capacidad de maniobrar con masas móviles, cambiantes, nunca quietas, o de catalizar corrientes fluidas que no puedes ni en sueños detener en un reparto de carnets –si no sabes hacer todo esto–, nunca más vas a poder ganar.
En cierto sentido, este precepto debería ensancharse también hacia las otras instituciones que la insurrección digital ha dejado tranquilas hasta ahora y que permanecen por tanto apacibles en su letargo: la primera de todas, la escuela. Podemos pensar que también allí el problema es la inmovilidad, las estructuras permanentes, la escansión de los tiempos, de los espacios y de las personas propia del siglo XX. A lo mejor seguirá así durante décadas todavía: pero, por supuesto, el día en el que a alguien se le ocurra renovar un poco los locales, lo primero que irá, directamente, a la basura serán la clase, la asignatura, el profesor de la asignatura, el curso escolar, el examen. Estructuras monolíticas que van en contra de todas las inclinaciones del Game. Confiad en mí: todo irá a la basura.
Otra cosa que podemos entender gracias a la experiencia italiana y del fenómeno de los 5 Stelle no resulta particularmente agradable y viene del tipo de programa que el Movimiento ha propuesto a los electores. Contra cada previsión lógica, es un programa del siglo XX en muchos puntos, donde resulta difícil reconocer los caballos de batalla de la insurrección digital. Por ejemplo, son antieuropeístas, y no descartan una salida del euro. Han simpatizado con el Brexit y están a favor del trabajo fijo. ¿Qué tiene esto que ver con la idea de un campo de juego abierto, con el culto al movimiento, con la idea vagamente hippie de un mundo compartido? Quién sabe. Como tampoco tiene mucho que ver su postura ante el problema de la inmigración: es gente que presta atención a mantener cerrada la verja del jardín y, cuando se requiere, con mucha dureza. También cierta llamada rápida al decrecimiento feliz suena vagamente desentonada, procediendo de gente que debería tener en su ADN la feroz ambición de los pioneros de lo digital. Es todo muy raro. Es como si fueran digitales sin serlo. Si os parece, el síntoma más evidente de esta anomalía lo ofrece lo que está pasando en estos días, mientras escribo estas líneas: increíblemente, los 5 Stelle se han aliado con la Liga, un partido populista, xenófobo, que antaño se habría llamado de derechas, unido a la pequeña clase empresarial del norte, gente que trabaja con firmeza, a la que no le gusta la poesía, es bastante pragmática y elemental en sus argumentos, cree en la tradición, tiene confianza en el pasado, no se deja encandilar por el futuro: una solidez de tipo antiguo, se me ocurriría decir. ¿Qué comparte una fuerza que nace de la insurrección digital con una Italia como esa? Sobre el papel, un carajo. Deberían ser irreconciliables ya a nivel antropológico, cultural, mucho antes de serlo a nivel político. Y, en cambio, ahí los tenemos, juntos en el Gobierno. Se entienden, comparten objetivos. Increíble. ¿Qué es lo que yo no entiendo ahí?
Bueno, obviamente se trata de política, por tanto las razones deben de ser muchas, y a menudo incluso a nivel ínfimo. De acuerdo. Pero la anomalía sigue estando ahí, y en un libro como este algo debe enseñarnos, descontada la tara de las peleas de patio, de las lógicas de la pequeña política y de las batallas de poder. Por tanto, intento ver el asunto desde mucho más arriba, olvidándome incluso de que se trata de mi país, y al final consigo ver alguna cosa.
Veo al menos dos puntos en los que realmente la insurrección digital y el populismo de derechas pueden encontrarse, reconocerse, convivir. Uno es el odio visceral hacia las élites. Otro es la instintiva inclinación hacia un egoísmo de masas.
No quiero ocuparme aquí de los movimientos populistas. Sigamos concentrados en el Game y en lo que un fenómeno como los 5 Stelle puede enseñarnos. Lo que enseña es que el Game despliega con cierta solidez arquitecturas sociales, mentales, técnicas que de una manera u otra despiertan pulsiones bastante básicas y nocivas. Por ejemplo, existía esa idea de difuminar el papel de las élites, de liberarse del poder injustificado de quien tenía el privilegio del saber, y de restituir a todo el mundo el derecho a tener un contacto directo con la realidad y el deber de elegir y de tomar decisiones. Se venía de los desastres que las élites habían creado en el siglo XX. Como idea no estaba nada mal, me gustaría decir. Pero, como es natural, también puede pasar esto: que en una sucesiva simplificación todo se reduzca a un rencoroso ajuste de cuentas, a una especie de cacería de individuos, no particularmente violenta, pero fastidiosamente ciega, cuyo único objetivo en apariencia es castigar a las élites que han fracasado y que todavía ocupan de forma injusta puestos de responsabilidad. Por regla general, los habitantes del Game no parecen fanáticamente atraídos por una simplificación de ese calibre: los mismos 5 Stelle, pongamos, tienen entre sus filas a muchos ciudadanos para los cuales intentar ponerse en el juego del Gobierno del país es una atracción mucho mayor que la de patearle el culo a los políticos y a todos los que mandan. Y, de todas formas, la misma experiencia de los 5 Stelle nos recuerda que existen situaciones en las que brota esa simplificación, irresistible, y con fuerza, y la política es una de ellas: donde reina la emotividad, ciertas arquitecturas mentales son barridas por la corriente pura de una pulsión colectiva. Así, puede pasar que un enfoque digital del mundo se vaya descarnando, en determinados aspectos, hasta quedar reducido a poco más que un instinto, un gesto de intolerancia, un «a tomar por culo». Es en ese instante donde se encuentra al lado del populismo de derechas, y surge el abrazo. En sí mismo no significa nada, ni siquiera es tan importante: pero a nosotros, que estudiamos el Game, nos dice algo: dice que el Game también tiene un estómago, y de vez en cuando es el que manda, y en ese momento cualquier bandazo es posible, incluido el que te lleva a retroceder muchos años, o hacia una zona de iras obsoletas. O a bailar con los populismos de derechas.
De manera análoga, si durante años cultivas el individualismo de masas, durante años estás a un paso de generar un efecto no deseado: el egoísmo de masas. Esto es, la incapacidad, repetida por millones de individuos, de prever los próximos veinte movimientos del juego, en vez de dedicarte a ciegas solo al próximo: que siempre es el que te defiende a ti, precisamente a ti, solo a ti. No creo que hubiera ni sombra de este egoísmo en los padres de la insurrección digital: había mucho individualismo, quizá demasiado, pero egoísmo, eso no, no podría decirse. Había una visión amplia, una mirada que oteaba a lo lejos; había una forma de pensar, en cualquier caso, en términos de comunidad; existía el instinto de no dejar abandonado a nadie en el camino. Y, de todos modos, si desarrollas humanidad aumentada, fertilizas el ego de los individuos y llegas a generar una especie de individualismo de masas, corres el riesgo de deslizarte hacia una forma de egoísmo de masas, a cada instante: basta una situación de dificultad, basta una ráfaga de miedo, basta una ráfaga de emotividad, bastan masas de emigrantes que llaman a la puerta, y ya estás jodido. Es en ese instante cuando te encuentras al lado del populismo de derechas y lo abrazas. En sí mismo no significa nada, ni siquiera es tan importante: pero a nosotros, que estudiamos el Game, nos dice algo: dice que el Game también tiene un estómago, y de vez en cuanto es el que manda, y en ese momento cualquier bandazo es posible, incluido el que te lleva a retroceder muchos años, o hacia una zona de iras obsoletas. O a bailar con los populismos de derechas. [Sí, lo sé, ya lo he escrito, era para subrayar la simetría...]
En resumen: el Game se ha asomado a la vida política, aunque haya sido en un rinconcito ni siquiera muy importante. Pero lo ha hecho. Enseñándonos dos cosas. Que los partidos del siglo XX están destinados a ser derrotados por cualquier sujeto político más fluido. Que el Game también tiene un estómago, una sección gástrica, un charco irracional: no solo es técnica, racionalidad, eficacia.
Cojamos los dos fósiles [con cuidado, son valiosos], y pongámoslos aparte.
El redescubrimiento del todo
Como ya se sabe, cuando Brin y Page fueron a ver a su profesor, en Stanford, para proponerle el proyecto de investigación que más tarde se convertiría en Google, la primera objeción que el amable académico les hizo fue: ya, muy bien, pero tendríais que descargaros todas las páginas de la Web. Le debía de parecer una objeción definitiva: entonces las páginas web eran aproximadamente dos millones y medio. Lo que pasa es que esos dos ni se inmutaron. ¿Dónde está el problema?, contestaron: y en ese momento inauguraron una forma de pensar que a partir de entonces será común a todos los organismos nacidos de la insurrección digital: considerar EL TODO una medida razonable, un campo de juego sensato, mejor dicho, el único campo de juego en el que valía la pena jugar. Amazon se propuso ya de entrada como la librería más grande del mundo porque era capaz, en efecto, de obtener todos los libros del mundo (o al menos, los de lengua inglesa: a los americanos les supone un gran esfuerzo recordar que no solo existen ellos). eBay potencialmente ponía en contacto a todos los seres humanos del mundo: lo mismo que, potencialmente, hacían los mails. El aspecto que debió de parecer claro de manera inmediata es que tan pronto como los datos del mundo se diluyeron en un formato agilísimo e inmaterial, las fronteras extremas de cualquier territorio podían verse de nuevo a simple vista, y la idea de alcanzarlas había dejado de ser una visión épica de pioneros para convertirse en un gesto normal de paciencia y dedicación: si querías descargar todas las páginas de la Web alquilabas un garaje, lo llenabas de ordenadores y lo hacías. Fin de la cuestión. De forma análoga, si podías transferir la música a formato digital, logrando así escucharla en tu ordenador en pocos segundos, mientras permanecías echado en la cama, limitarse a hacerlo solo con música clásica, u occitana, o de los años sesenta, tenían todo el aspecto de ser un error: vamos a digitalizar toda la música del mundo y luego, cuando tenga ganas, elijo, venga. Así me gusta más.
Resumo: antaño EL TODO era el nombre que le dábamos a una grandeza hipotética; desde el principio de la insurrección digital no solo se ha convertido en el nombre de una cantidad mensurable y que puede poseerse, sino con el tiempo en el nombre de la única cantidad presente en el mercado: la única unidad de medida significativa. Si algo no mide UN TODO tiene proporciones tan mínimas que sustancialmente no existe. Ejemplo: Spotify, es decir, toda la música del mundo. Lo revelador, en esa vértebra, no es tanto que contenga de hecho (casi) toda la música del mundo: es LA FORMA CON QUE SE PAGA. No se paga una pieza de música, se paga el acceso a toda la música del mundo. Allí, de la manera más clara, hay una única cosa que tiene un precio: EL TODO. El todo se convierte en una mercancía. La única. No quisiera que subestimarais un paso semejante. Es revolución pura, con enormes consecuencias.
La primera es de carácter cultural, tal vez mental: si elevas EL TODO a unidad de medida, a épico objetivo de cualquier empresa y a mercancía perfecta, haces una víctima ilustre: EL INFINITO. Si puedes llegar al fondo del TODO, el infinito no existe. Ahora bien, debemos recordar que, no por casualidad, el infinito era uno de los pilares en los que se sustentaba la sensibilidad romántica, que es el humus cultural que dio vida al siglo XX: y volvemos así a la contienda donde todo empezó. De vez en cuando la insurrección digital hace gala de una puntería que fascina. Querían derribar ese pilar y lo hicieron. No era una idea errónea, porque precisamente en cierto culto poético al infinito el siglo XX había dejado madurar una forma de irracionalismo, por no decir de misticismo, que no iba a ser ajena más tarde a su locura. En cierto sentido, había que entrar en esos territorios, abonarlos y dedicarlos a cultivos menos peligrosos. Miles de Apps están haciendo justamente esto: aniquilar el infinito, reducir al mínimo los límites incontrolados del mundo. Es un minúsculo ejemplo, pero cuando tienes una App que te dice las letras de todas las canciones que existen, lo que deja de existir es la frontera entre las letras que sabes cantar y el infinito de las que no sabes: desaparece una indecisión, una latencia, un vacío, una sombra –la percepción de un infinito que no eres capaz de habitar–. Considerando que haciendo clic en el icono de al lado entras en una App que suspende las barreras lingísticas traduciendo lo que quieres, de cualquier lengua, únicamente fotografiando el texto, la percepción física de un mundo cuyas fronteras más extremas puedo alcanzar de manera constante empieza a hacerse insistente. Si te gusta, solo tienes que seguir haciendo clic: de Google a Wikipedia, pasando por YouPorn, encontrarás solo mundos concluidos, en los que lo inmenso es la regla, y EL TODO es una medida razonable a la que empiezas a acostumbrarte. Multiplicad esa sensación decenas de veces al día, durante días, durante años, y empezad a entender que en el Game el infinito es una especie de categoría en desuso: sobrevive como un artículo vagamente kitsch, que sirve como mucho para entretener a un público casi de saldo. En todas partes, por otro lado, domina una racionalidad técnica que tiene inmensas capacidades de cálculo y que por tanto se inclina a imaginar que no existen verdaderos límites inalcanzables del mundo. También aquí el modelo parece ser el del videojuego: pocos lo terminan, pero se sabe que en el fondo existen límites accesibles, y no un infinito incontrolable. De forma análoga, las series de televisión podrían parecer infinitas, pero no lo son, simplemente no tienen un final: si al principio los autores te dijeran sin ambages que ni tienen la más mínima idea de cómo van a cuadrar las cosas, no te lo tomarías nada bien. A lo mejor luego te cansas por el camino, pero cuando partes necesitas saber que hay una meta, que alguien la conoce. Se afirma así, poco a poco, de herramienta en herramienta, esta estrategia singular de carácter formal, que es quizá uno de los pilares fundamentales del Game, una de las fuerzas que lo mantiene unido: almacenar todo el mundo en locales inmensos que eliminan la incógnita del infinito; luego ir a vivir allí, protegidos por paredes que nunca se alcanzarán, pero que se sabe que son verdaderas.
Obviamente el asunto le quita un poco de fascinación a lo creado, y de hecho es probable que también nazca allí ese efecto de fijeza, de falta de resonancia, de ausencia de vibración que hemos constatado hace unas páginas en los productos de la cultura digital. Sin la reverberación de cierto infinito, cualquier realidad suena un tanto sorda. También en esas páginas, de todas formas, hemos constatado el hecho de que gracias a la técnica de la posexperiencia el Game es capaz de introducir en el sistema la vibración deseada, una cierta dosis de misterio e incluso una significativa extensión de infinito. Lo que parece blindado en esos TODO autosuficientes se pone en movimiento si tú pones en comunicación esos diversos almacenes y los utilizas como trasbordos de un viaje que en ese momento puede ser infinito de verdad: la posexperiencia. En ese viaje, por tanto, algo pasa efectivamente: el mundo se vuelve a abrir, deja de estar cerrado.
Así, lo que tenemos delante de los ojos ahora es un modelo estratégico auténtico y articulado, y es importante que lo observemos con claridad porque, como ya he dicho, es uno de los pilares sobre los que se funda el Game. Es un modelo en cinco pasos:
1. Archivar todo el mundo en inmensos almacenes que eliminan la incógnita del infinito.
2. Irse a vivir allí, protegidos por paredes que nunca se alcanzarán, pero que se saben reales.
3. Recuperar el infinito uniendo todos esos almacenes.
4. Dar las llaves a todo el mundo.
5. Vivir en cualquier parte.
Ponga estos cinco movimientos en práctica: son la apertura clásica del juego.
Entender esta estrategia de juego ayuda a comprender la segunda consecuencia que el redescubrimiento del TODO ha grabado en nuestro modo de estar en el mundo: es importante porque concierne al mundo de los negocios y, sobre todo, a una cierta idea de competencia y de pluralismo. Veamos.
Como puede documentarse ya mediante ese valiosísimo yacimiento arqueológico que es Google, cierto instinto a trabajar con el TODO como única cantidad verdadera inclina a los protagonistas de la insurrección digital hacia un instinto singular: el de SER, a su vez, EL TODO. Lo que quiero decir es que Google no es un motor de búsqueda, es EL MOTOR de la búsqueda; no tiene competidores significativos (al menos en Occidente) y en el fondo nadie espera que vaya a tenerlo. En esta instintiva e inexorable ocupación del espacio –de todo el espacio– se vislumbra un modelo de negocio que resulta fácil reconocer en muchas de las vértebras de la insurrección digital: UN NEGOCIO BUENO ES UN NEGOCIO EN EL QUE HAY UN ÚNICO JUGADOR: TÚ. No creo que Henry Ford pensara en nada semejante alguna vez [y se trataba de un mitómano nada despreciable], pero tampoco la Disney [para seguir con los paranoicos del control del mercado]. En la época digital, en cambio, ese modelo parece bastante razonable, hasta el punto de que nadie se pregunta de verdad cómo es posible que Amazon o Facebook o Twitter no tengan un gran número de competidores directos mientras que, en cambio, Volkswagen y Nestlé sí los tienen. Algo ha cambiado, y si intento explicar qué es, debo recurrir a una metáfora, la de los naipes: en el pasado hacer negocios consistía en inventar juegos factibles con una determinada baraja de cartas preexistente: ganaba el que inventaba el mejor juego. Ahora hacer negocios coincide con inventar un mazo de naipes que antes no existía y con el que es posible jugar solo a una cosa: la que tú has inventado. Fin.