The game
COMENTARIOS A LA ÉPOCA DEL GAME
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No siempre se logra, de lo contrario no tendríamos Apple y Samsung matándose para vendernos teléfonos móviles, ni Safari y Google Chrome disputándose el dominio de la Web. Tabletas existen bastantes y el desafío entre Microsoft y Apple nunca se termina.
Pero WhatsApp no tiene aspecto de ser una App que debe vérselas con muchas otras: a estas alturas ya es el nombre de un determinado gesto, y es posible decir lo mismo de Twitter, Google, Spotify, Facebook. Todo esto nos revela algo muy importante con respecto a la civilización que ha generado un mundo como este: no le gustaba el pluralismo en el sentido que tenía el término en el siglo XX (la convivencia de sujetos diferentes en el seno del mismo campo de juego); al contrario, lo encontraba un principio destinado a complicar las cosas inútilmente, a generar el caos y a desperdiciar energías. Más que desgastarse gestionando la coexistencia de muchos sujetos en un único campo de juego, prefería utilizar sus energías en multiplicar el número de campos de juego. Su idea de eficacia era un único jugador para cada juego y un número enorme de juegos. En este esquema encontraba su sistema de defensa ante los monopolios, las concentraciones de poder, el horror de un pensamiento único, cualquier forma de peligro orwelliano. Lo sé, impresiona decirlo ahora, pensando en gigantes como Google o Facebook, pero, al menos en sus albores, la insurrección digital creyó que para obtener un ciudadano libre de verdad tenían que dársele muchas mesas de juego, y no solo una mesa llena de jugadores. No era gente que fuera a perder el tiempo asegurándose de que en el telediario se escuchara la opinión de todos los partidos: acababan antes creando las condiciones con las que cada partido tuviera su telediario. La televisión digital, con sus innumerables canales, es, al menos sobre el papel, eso: y es necesario admitir que, al menos sobre el papel, funciona.
Si puedo remontarme a una experiencia personal, yo crecí en los años sesenta con un único telediario: lo escuchábamos durante la cena, no en silencio religioso, aunque de todas maneras con cierto respeto. No había otros canales. En casa solo entraba un periódico, siempre el mismo, propiedad del hombre más rico de mi ciudad (y de Italia, creo). Tenía yo esa edad en la que uno no cuenta con que los adultos puedan mentir, y en la mesa, entre una sopita de verduras y una chuleta, escuchaba a un locutor, que para mí podía ser Dios, mientras daba noticias de una guerra de la que no entendía un carajo y que quedaba lejísimos: se llamaba guerra de Vietnam. Veamos: ¿realmente tenía yo la más mínima posibilidad de saber la verdad, o incluso solo una semiverdad, acerca de esa guerra? Ninguna. Para mí los americanos eran buenos, altos y con los dientes sanos. Los vietcong eran malos, bajitos y con dientes podridos. Fin. ¿Había algo, en ese sistema de información en el que crecí, que pudiera liberarme de semejante ceguera medieval? Nada. Se pensó entonces en ofrecer una corrección al sistema: en mi país abrieron dos canales más que eran emanación de dos bloques políticos diferentes al que gobernaba. Así, los locutores se multiplicaron por tres –tres divinidades– y el mundo empezó a aparecer en tres formatos: la guerra en Vietnam prácticamente había acabado, pero en caso de que hubiera seguido, en el primero habrían ganado los americanos; en el segundo había un verdadero follón y en el tercero los vietcong habían ganado ya hacía años. Bastante grotesco, como podréis imaginaros. Solo había una solución a ese gran zafarrancho: crear un sistema en el que las noticias te llegaran de todos lados, mediante muchos mecanismos distintos, dentro de hábitats divergentes, sin sacralizar ninguna, cogiéndolas todas con las pinzas, a ser posible producidas por autoridades diferentes por completo, no necesariamente por las élites encargadas de dar noticias y pagadas por los poderosos del planeta.
Bien. Es exactamente lo que hicimos.
Mi hijo tiene ahora los años que tenía yo cuando Ho Chi Minh zurraba de lo lindo a los americanos sin que yo pudiera enterarme: puedo darle vueltas y más vueltas de todos los modos posibles, pero no encuentro ninguna razón en el mundo para pensar que devolver a ese chico a un sistema con tres telediarios y un periódico (del hombre más rico de la ciudad) podría ser más educativo para él que lo que le espera cada día en el Game. Entiendo los riesgos, comparto las dudas, respeto todas las vigilancias críticas, pero me quedo con la idea de que a él el sistema le concede muchas más posibilidades de llegar a ser un ciudadano perspicaz, consciente y maduro que las que me concedió a mí hace cincuenta años. Es a la luz de convicciones como esta que me veo capaz de sugerir una cierta prudencia a la hora de acercarse, hoy, a la pregunta sobre los grandes monopolios. Tengo la tendencia a pensar que existe el riesgo de sobreestimar el problema debido a un reflejo que sigue siendo del siglo XX, y que no tiene en cuenta el campo de juego actual: es como salir de casa con pánico a ser atropellado por un carro a caballos. Tengo la sospecha de que se trata de un miedo un poquitín obsoleto. Es en lo que se convierte desde el momento en que el monopolio al que temes se encuentra en todo caso ocurriendo en un mundo en el que el movimiento es idolatrado, la multiplicación de los hábitats es elevada a religión, los movimientos transversales son el paso oficial de los seres vivos y cualquier edificio no es habitado salvo como lugar de trasbordo. Intento decirlo de la manera más esencial y molesta posible: en un mundo en el que existe Google, el monopolio de Google no es tan peligroso. En un mundo en el que existe Facebook, que Facebook esté en todas partes no parece pues tan preocupante. En un mundo en que se descargan cada minuto cuatrocientas horas de vídeo en YouTube, el hecho de que exista YouTube y sea esencialmente un monopolio es un hecho singular, no trágico.
Google. Facebook. YouTube. Intentad imaginarlo en los años del siglo XX, en tiempos del nazismo, o en la Unión Soviética: tragedias.
Pero tengo una noticia: el siglo XX ha terminado.
La pregunta que hay que plantearse es la siguiente: el ecosistema del Game, que tiene cierta tolerancia con respecto a los monopolios, mejor dicho, que de alguna manera los necesita, ¿ha desarrollado mientras tanto anticuerpos que le eviten degenerar en un campo de juego bloqueado, controlado por cuatro o cinco jugadores?
Bonita pregunta.
Todo lo que sé sobre la respuesta lo escribiré en el último capítulo de este libro, que voy a titular, con una expresión que me fue regalada por dos alumnos míos, Contemporary Humanities.
La segunda guerra de resistencia
Luego existe esa pista ineludible, clarísima: es justo en la época del triunfo del Game cuando se desencadena una Segunda guerra de resistencia. La primera, como recordaréis, se había desencadenado en los años noventa, y no había tenido mucho éxito, acabando en una retirada hacia una especie de clandestinidad. Pero a partir de 2015, diría yo, algo se pone en movimiento, encontrando probablemente un impulso favorable en las victorias del Brexit, en Inglaterra, y de Trump, en América: extrañas señales que abren los ojos acerca de imprevisibles desviaciones del Game. Algo interesante, en esta segunda resistencia, consiste en que quienes luchan en ella no son solo los veteranos de la primera, aún obstinadamente anclados en el siglo XX, sino que a menudo son también gente hija del Game, a veces hasta forajidos de las nuevas élites, individuos que habían participado en la insurrección digital, que no la habían odiado. Lo que los lleva a la rebelión es el hecho de constatar una especie de degeneración del sistema: luchan no tanto contra el Game, sino en nombre del Game, de los valores con que se había fundado.
Es un contramovimiento fascinante, de manera que he dedicado grandes esfuerzos para entenderlo bien, y este es el resultado: sé más o menos lo que esa gente no traga. Lo que hace que salten por los aires. Voy a intentar sintetizarlo en unos pocos puntos bien claritos.
1. Nacido como un campo abierto capaz de redistribuir el poder, el Game se ha convertido en presa de unos poquísimos jugadores que prácticamente se lo comen todo, a menudo incluso aliándose. Estamos hablando de Google, Facebook, Amazon, Microsoft, Apple. Esa gente.
2. Cuanto más ricos se hacen, más jugadores de estos son capaces de comprarse todo, en un círculo vicioso destinado a crear poderes inconmensurables. Más arriesgado es el hecho de que se estén comprando toda la innovación, es decir, el futuro: acaparan patentes y son los únicos que tienen los enormes recursos financieros que sirven para invertir en inteligencia /artificial.
3. Parte de estos beneficios tiene su origen en un uso resuelto y quizá astutamente consciente de los datos que dejamos en la Red: la violación de la intimidad parece ser sistemática y parece ser el precio que hemos de pagar por los servicios que esos jugadores ponen a nuestra disposición de manera gratuita. Parece que la regla es esta: cuando es gratis, lo que realmente se está vendiendo eres tú.
4. Otra parte de estos beneficios es generada por un mecanismo simplicísimo: esa gente no paga impuestos.
O, por lo menos, no todos los que deberían.
5. Existe un tráfico de ideas, de noticias y de verdad que se ha convertido en un auténtico mercado, y en el que el Game tolera monopolios de unos pocos jugadores particulares: la sospecha es que si quieren orientar nuestras convicciones no van a encontrar entonces demasiados problemas. Probablemente ya lo hacen.
6. Fuera cual fuera la intención original, lo que el Game ha producido más tarde es una inmensa fractura entre aptos y menos aptos, ricos y pobres, fuertes y débiles. Quizá ni siquiera el capitalismo clásico, en su época de oro, había distribuido la riqueza de un modo tan asimétrico, injusto e insostenible.
7. A base de distribuir contenidos a precio irrisorio, cuando no gratuitamente, el Game acaba haciendo realidad un genocidio de los autores, de los talentos, hasta de las profesiones: el trabajo de un periodista, de un músico, de un escritor, se convierte en mercancía que vaga dentro del Game produciendo beneficios que, sin embargo, no tienen un retorno hacia el autor, sino que desaparecen por el camino. Quien gana no es quien crea, sino quien distribuye. Hazlo durante un buen número de años y para encontrar a un creador vas a tener que ir a buscarlo al fin del mundo.
8. Por medio de perfeccionarse en la fabricación de juegos que resuelven problemas, habría que preguntarse si esto no ha generado un vago efecto narcótico, con el que el Game mantiene domesticados sobre todo a los más débiles, atontándolos lo justo para impedirles que constaten su condición esencialmente servil.
Como veis, no es para tomárselo a broma. Son objeciones durísimas. Y son muchas.
A mí me parece importante conservar la lucidez, volver a trabajar como arqueólogos, y anotar tres cosas.
La primera es que ninguna de esas objeciones habría podido con sensatez abrirse camino en los años noventa: son realmente consecuencias de la época del Game, síntomas de un malestar generado con los últimos desarrollos de la insurrección digital: no son una regurgitación de la cultura del siglo XX, son un resultado de la cultura del Game. La segunda en que debemos fijarnos es que esas objeciones no ponen en discusión el Game, sino que formulan una hipótesis sobre su deformación, un desarrollo perverso suyo que no estaba previsto: como a menudo sucede en la fase avanzada de las revoluciones, la acusación que acecha es la de haber traicionado los ideales de la revolución. Lo tercero que cabe señalar es fundamental y desagradable: el componente irracional, en casi todas las objeciones, es bastante alto: se trabaja a base de se dice, de probablemente, de quizá. Creedme, todas estas objeciones son muy creíbles, pero si os metéis allí con diligencia, sin prejuicios y con una auténtica vocación de mirar lúcidamente los hechos, os daréis cuenta de que las cosas no son tan simples o claras. Vuestro deseo de cabrearos es mucho mayor que los argumentos que tenéis para hacerlo. El hecho es que a partir de determinado momento ha nacido con respecto al Game un deseo de desmarcarse o de plantarse que ni siquiera depende mucho de los hechos: parece ser el irrefrenable movimiento con el que una civilización está intentando recuperar una forma de equilibrio tras haber sido sorprendida demasiado asomada hacia el futuro. Es como si esos humanos sintieran la necesidad de encontrar el fallo del sistema para poder imponerle un paso más lento, para poder pararlo, para que los espere. Diré más: parece que tienen una necesidad espasmódica de encontrar un malo en esta historia, quizá sacarse de encima la duda latente de que lo son todos. El hastío que sienten ante los grandes jugadores parece que ha reducido a cero la posibilidad de recordar que viven tan ricamente en un mundo que han contribuido a organizar: gente que con regularidad utiliza Google odia Google, gente que no puede pasar sin WhatsApp ve en Zuckerberg al diablo, gente que tiene un iPhone piensa que el iPhone atonta a la gente. El periódico online que suelo leer azota a los grandes jugadores casi con regularidad y luego me suelta, mira tú por dónde, y después de la tercera noticia, el anuncio de una rarísima aspiradora sobre la que me informé hace quince días en un motor de búsqueda. Gente prudente considera una desgracia el hecho de que, si tienes simpatías neonazis, YouTube te coloque en la columnita de la derecha materiales capaces de multiplicar esta singular actitud tuya: ¿y qué debería hacer, colocar discursos de Martin Luther King? Si nos pusiera delirantes monólogos sobre la supremacía de la raza blanca, ¿lo encontraríamos una señal de civilización y de meritoria objetividad de YouTube? El hecho de que la Web bien o mal te haga llegar solo las noticias que quieres leer, y que te refuerzan en tus convicciones, ¿es algo de lo que pueda tener miedo de verdad gente que ha conocido las parroquias, las agrupaciones del partido, el Rotary, los telediarios cuando no existía la Web y los periódicos de los años sesenta? Digo todo esto –os ruego que me entendáis– no para negar que esas ocho objeciones sean legítimas e incluso fundadas, sino para explicaros que la adhesión a esas objeciones a menudo es ciega, desproporcionada, instintiva, irracional y horriblemente real, física, animal. Es un síntoma importante: revela que en la época avanzada del Game se han ido formando, de forma simultánea, una dependencia casi patológica con respecto a las herramientas del Game y un rechazo urgente, casi físico, de la filosofía del Game. Una especie de esquizofrenia controlada. El Game existe, funciona, pero ya hay gente que lo juega y que empieza a odiarlo. Técnicamente alineada y mentalmente disidente.
Mientras todo esto sucede –he de añadir, para complicar las cosas– otra fuerza sacude el tejido del Game: no es un movimiento de resistencia, es otro fenómeno: más bien parece un motín. Es la contundente organización de quienes han sido marginados, o derrotados, o no reconocidos, o engañados, o explotados por el Game. Nada que ver con las élites del Game que se rebelan para la traición a los ideales de los orígenes. Aquí se trata de las retaguardias del Game: la novedad es que se han detenido, se han plantado. Lo han hecho de un modo singular, y si ahora trato de describirlo no se me viene a la cabeza nada más adecuado que Trump, y lo que representa. Hacedme caso: hay en su forma de moverse, de nuevo, una especie de esquizofrenia: por una parte tuitea con los líderes del mundo en vez de regirse por el manual de conducta política del siglo XX; existe incluso la posibilidad de que haya disfrutado de la ayuda, quizá no pedida, de los hackers, es decir, de los guerrilleros del Game. Pero simultáneamente impone aranceles comerciales y sueña con construir muros en la frontera con México. ¿Cómo demonios se mueve ese tipo? Resulta difícil entenderlo, pero es muy fácil entender que es un movimiento que en estos años realizan muchas personas. Han elegido presidente de Estados Unidos a ese sujeto. Su modo de estar en el Game encarna el de un montón de gente. Amotinados, se me ocurre decir. Utilizan el barco, pero cambian el rumbo y se vuelven hacia atrás. Utilizan el Game, pero lo convierten a ideales para los que no había nacido. Despegan la revolución mental de la tecnológica. Entran en la sala de juegos, cogen lo que les interesa y luego prenden fuego a todo.
Bastante inquietante.
Así, el escenario que podemos deducir del estudio de esas ruinas arqueológicas –las del Game en la época de su triunfoes el escenario de un conflicto durísimo, en el que el Game, sorprendido por la pinza hecha entre resistentes y amotinados, tiene el aspecto de ser un régimen a un paso del colapso.
Pero ¿realmente lo está?
Esto es algo que me fascina mucho: porque la respuesta es no, no lo está. El Game tiembla, se ve atravesado por sacudidas de todos los tipos, alumbra paradojas que no sabemos cómo gestionar, pero ahora preguntaos si de verdad hay en el mundo una sensata, consciente e inteligente voluntad de hacer que todo vuele por los aires y de salir del Game.
Ninguna.
Crece el acervo de herramientas, se multiplica la capacidad de utilizarlas, aumenta la vigilancia contra sus peligros, se refinan las técnicas para amortizar determinados efectos secundarios que tienen: no se movería de este modo una civilización que quisiera darle la vuelta al tablero. Se mueve así una civilización que ha decidido seguir recto y no rendirse.
Pues entonces, ¿qué es todo ese embarazo, qué incuba la barriga del Game, por qué se retuerce dolorosamente, a qué viene partir por la mitad la conciencia de la gente?
¿Qué nombre darle a todo esto, en nuestros mapas?
MAPAMUNDI 3
De manera que prosiguieron por su camino y, acabado el éxodo del siglo XX, se pararon en una especie de Tierra Prometida, donde el Game se convirtió en algo más que una técnica, una hipótesis, un truco para gente smart: se convirtió en una civilización, una patria para todos.
Pasaron algunos años con ajustes aparentemente menores, pero no carentes de consecuencias significativas. La postura hombre-teclado-pantalla se redondeó posteriormente, transformándose en una especie de POSTURA CERO en la que los dispositivos acababan convirtiéndose casi en prótesis orgánicas del cuerpo humano. Cuando empezaron a multiplicarse de manera vertiginosa las Apps y se consolidó la ingeniosa idea de trasladar datos a nubes casi de cuentos de hadas, acabó por difuminarse definitivamente cualquier frontera pesada entre mundo y ultramundo. A esas alturas la tecnología permitía ir y volver de uno a otro a tal ritmo que la realidad verdaderamente se convirtió en un sistema con dos fuerzas motrices, como la insurrección había imaginado en sus albores. La idea de una vida verdadera, distinta de la artificial contenida en los dispositivos, se diluyó en la percepción común de un único gran tablero de juego, abierto y accesible a todo el mundo.
El mejor modo de sacarle rendimiento a este escenario se reveló que consistía en una capacidad particular de surcarlo con rapidez, recogiendo el sentido de las cosas que tendían a salir a la superficie y generando trayectorias que sabían convertirse en figuras: conceptos, ideas, obras, productos. Era un gesto inédito, se llamaba posexperiencia y era, según se descubrió, un ejercicio difícil. Por esto, de forma callada pero inexorable, se formó una especie de élite nueva por completo, que tenía poco que ver con la del siglo XX, no reproducía, en modo alguno, sus habilidades, pero se imponía gracias a un talento suyo por completo: era gente que realizaba ese ejercicio de maravilla, gente que se movía divinamente en el reino de la posexperiencia. Quizá el Game había sido imaginado como un mundo carente de élites, pero no fue así: con gran rapidez se formó un grupo de gente especialmente apta que empezó a fijar modelos, a amontonar riquezas, a imponer gustos y establecer reglas. En los yacimientos arqueológicos que hemos podido estudiar es difícil llegar a ver a qué nivel de dominio puede llegar una casta semejante. Pero está allí, se está solidificando y resulta fácil reconocerla en las nervaduras de la tierra del Game. Refrenda un efecto imprevisto, quizá no deseado, por supuesto, no perseguido.
No es el único, por otra parte. Las ruinas que hemos estudiado están llenas de fósiles en los que puede leerse una serie de incómodos efectos colaterales que el Game no había imaginado. El más evidente es que el piadoso deseo de poner un ordenador sobre el escritorio de todos los seres humanos, empujando a bloques enteros de la periferia social a fluir hacia el centro del Game y arrollando antiguas barreras de clase y de cultura, ha obtenido el electrizante resultado de devolver derechos y dignidad a un montón de gente, pero también el dudoso privilegio de descubrir que no siempre el esqueleto del Game era capaz de soportar esa especie de sobrecarga muscular. Así, por ejemplo, la difusión de una especie de humanidad aumentada, disponible gracias a la difusión de dispositivos a precios razonables, ha llevado de hecho a sembrar en la superficie del tejido social un renovada conciencia de sí, con el particular resultado, sin embargo, de producir un auténtico y real individualismo de masas: un fenómeno cuyo nombre ya revela el acontecimiento de una paradoja que resulta difícil gobernar. En cualquier caso, encarna una onda expansiva que el Game no se esperaba, o no se imaginaba así, o aún no tenía las herramientas para afrontar.
De manera análoga, una descomunal potencia de cálculo, generada para alimentar dispositivos cada vez más exigentes, ha llevado a difundir la vaga impresión de que el Todo es una cantidad habitual, y en cierto sentido la única mercancía que vale la pena comprar y que es conveniente vender. De ello se ha derivado, como hemos visto, el crecimiento de gigantescos monopolios, o de juegos con un solo jugador (solitarios), o de negocios monoplaza, vagamente inquietantes. El hecho de que no crezcan en un planeta plomizo como el del siglo XX hace que resulte precipitado interpretarlo como un peligro mortal: pero que su convivencia en las resbaladizas pistas de baile del Game represente un escenario sin riesgos es una hipótesis que todavía hay que demostrar.
Al final, si nos atenemos a lo que revela la observación de las ruinas arqueológicas, hay que rendirse a una prueba bastante sorprendente: justo en la edad de su triunfo, el Game empieza a mostrar grietas, desequilibrios, derrumbes subterráneos. Con cierta claridad lo vemos incluso, a partir de un determinado momento, sufriendo el asedio por el ataque simultáneo de tres fuerzas que en teoría poco tendrían que ver unas con otras. Los veteranos del siglo XX, aún no resignados; los puristas del Game, que reivindican la vocación libertaria de los orígenes; y los excluidos del Game, los belicosos, los descartados, los que nunca han ganado. Lo más curioso, que no nos olvidaremos de señalar en el mapa, es que tres de estas fuerzas, incluidos los del siglo XX, atacan al Game desde el interior, armados con herramientas digitales, e incluso dependientes de ellas. Ni siquiera parece rozarles la idea de regresar a una civilización predigital. En dos de los casos por lo menos (los del siglo XX y los jugadores no ganadores) lo que quieren, se diría, es incluso llevarse las herramientas consigo y abandonar el Game. Aprovecharse de la revolución tecnológica, pero desactivar las consecuencias mentales y sociales. Una cuadratura del círculo, probablemente.
Artero, el Game deja hacer, quizá consciente de sus propias grietas, pero seguro de que se trata de detalles destinados a ser superados por la inexorable progresión de su modelo. A duras penas se acuerda ya de haber nacido para destruir un pasado que había sido ruinoso. Ya hace mucho tiempo que se propone como una civilización que tiene en sí sus propias razones y, dentro de sí, sus propios objetivos. Para muchos de los humanos no es el enemigo, es ese mundo que están orgullosos de haber construido. Por más que los opositores sean ruidosos, más decisiva parece ser la sorda determinación con que millones de personas salen cada día de casa para construir su pequeña parte del Game, con la convicción de que es su patria. Ya piensan en el próximo paso, sin esconderlo: la inteligencia artificial en pocos años convertirá la segunda guerra de la resistencia en una rebelión obsoleta: bien distintos serán los temas de los que se hable, y mucho más radicales los escenarios sobre los que se peleará. Hemos aprendido, por otro lado, que nada de lo que suceda sucederá por casualidad, sino porque todo se había sembrado ya, años antes, en los campos del Game. Sea lo que sea que nazca de la inteligencia artificial, los humanos empezaron a construirlo hace años, cuando aceptaron el pacto con las máquinas, aceptaron la postura cero, digitalizaron el mundo para que pudiera ser elaborado por inmensas potencias de cálculo, prefirieron las herramientas a las teorías, dejaron a los ingenieros el timón de su liberación, surcaron los mares del ultramundo, acogieron la promesa de una humanidad aumentada, repudiaron las élites que les habían enseñado a morir, aceptaron el peligro del campo abierto, eligieron la paz, y olvidaron el infinito. Sembraron, están cosechando, seguirán cosechando. En la recompensa de frutos que a menudo nunca antes han visto, mitigan la insidia de la nostalgia y el eterno retorno del miedo.
Eso es. Hace muchas páginas empecé a coleccionar las huellas de esos humanos, con la idea de que me sería posible reconstruir su camino, y medir su distancia de la felicidad y del miedo. Pensaba en mapas, y aquí me encuentro, ahora, hojeándolos, mirándolos, tocándolos. Releo los nombres, recorro con la mirada determinados límites, la hermosa línea de ciertas fronteras. Cuento los espacios en blanco de los que no nos ha llegado noticia alguna. Retoco algunas cotas, añado detalles. Como todos los cartógrafos, sé que he realizado con toda la exactitud posible un trabajo necesariamente inexacto. Porque es obvio que el mundo no está todo allí: si dibujas continentes no puedes dar cuenta de los colores de una flor o de lo que la gente tiene en el corazón delante de una puesta de sol. Cada mapa es una lectura posible de la realidad, una de las muchas posibles. Esta en la que he trabajado yo da cuenta prácticamente de una única cosa en el reciente devenir de las personas: su evolución digital. Pero si quisiera entender realmente a esa gente, podría ser tan útil hacer la historia de las medicinas, o de los deportes, o del modo de comer. Incluso yo, que he dedicado un número sorprendente de horas a intentar entender la importancia de la Web en nuestras vidas, sé que no menos importante habría sido estudiar el Prozac, o la Slow Food, o la teología del papa Wojtyła, los Simpson, Pulp Fiction, el Erasmus, la pujanza de las zapatillas deportivas, la desaparición del salón comedor, la llegada del sushi, Amnistía Internacional, MTV, Dubái, el Bitcoin, el calentamiento del planeta y la carrera de Madonna. Incluso la eliminación del pase hacia atrás al portero en el fútbol (1992) dice algo de nosotros. Evidentemente, sería necesario ser capaces de estudiarlo todo, de trazar todos los mapas, y luego superponerlos, y al final disfrutar de los resultados. Diría que es una acrobacia típica de las posexperiencia, de la élite del Game. Serán capaces de llevarlo a cabo, tal vez, personas que hoy van a enseñanza media y se pasan las tardes jugando a Far Cry. Tengo grandes esperanzas puestas en ellos.
En cualquier caso, ya hemos hecho cierto trabajo. Si volvéis a los dos primeros capítulos y los leéis de nuevo os parecerán casi prehistóricos [bueno, no hace falta que lo hagáis de verdad, qué coñazo, confiad en mí]. Porque hemos hecho mucho camino desde ahí, y, por muchos errores que podamos haber acumulado, un sendero se ha hecho visible, una coherencia se ha recompuesto delante de nuestros ojos, una genealogía ha subido a la superficie y el perfil de una civilización ha aparecido saliendo de la penumbra. Eso ya es mucho, creo. Quizá me sobreestimo, pero si mi hijo me preguntara hoy adónde vamos, lo sé. De dónde venimos, lo sé. Por qué hacemos todo esto, lo sé. Si os acordáis, hace doscientas páginas tenía que preguntárselo yo a él.
Bien. Hecho está.
Podría pararme aquí, podéis pararos aquí. De todas formas, es cierto, como podéis verificar con facilidad, todavía queda un trozo de libro para terminar. No es que tengáis que leerlo realmente. Pero yo tenía que escribirlo: es un asunto personal, una forma de desafío conmigo mismo. El hecho es que si has dibujado mapas luego tienes el deseo de utilizarlos, te apetece salir a navegar un rato. Yo, en particular, guardaba el deseo de utilizarlos para navegar en dos regiones que me fascinan mucho: la de la verdad, y la de las obras de arte. En la actualidad, se dicen un montón de tonterías a propósito de esas regiones y este asunto me provoca un terrible fastidio. En resumen, me apetecía intentar poner un poco de orden, aprovechando los mapas que había dibujado entretanto. Como proyecto podrá pareceros vagamente presuntuoso, cuando no arrogante. Sí, de hecho lo es.
Y luego hay un último capítulo, que se llama Contemporary Humanities. Ya debo de haber dicho que se trata de una expresión que no es mía, surgió durante las horas utilizadas con la gente de la Scuola Holden para entender bien lo que enseñamos, lo que queremos enseñar, lo que logramos enseñar de verdad. No lográbamos avanzar hasta que un par de nosotros, obviamente más jóvenes que yo, salieron con eso de las Contemporary Humanities. Al oírlo, me di cuenta de que no hablaba simplemente de lo que enseñamos en la Holden, sino que era una expresión que tenía que ver con el Game y, es más, designaba con insólita precisión una zona del Game, estratégicamente central y semidesierta en la actualidad. Descubrí, solo en ese momento, cómo se llama el barrio en el que vivo yo.
Por ello, esa expresión la vais a encontrar como título del último capítulo. Es el capítulo en el que digo lo que pienso de todo esto, del Game, de la insurrección digital, de Steve Jobs, de Zuckerberg, y hasta sobre los colores de fondo elegidos por WhatsApp. Como habréis notado, es algo que durante todo el libro he intentado no hacer. Emitir un juicio. No es que sea tímido, o cobarde, no se trata de eso. Es que cuando estudio algo me confunde perder demasiado tiempo pensando si me gusta o no, emitir un juicio de valor. Si quiero estudiar las armonías de Debussy no me ayuda gran cosa preguntarme si me gusta su música. Y si intento entender a mis hijos, estoy seguro de meter menos la pata si consigo olvidar cuán tontamente los adoro. Es una metodología. Me ayuda. Me fío de ella. Así pues, por el camino, mientras hablaba de la Web o de Facebook, intenté limitar al mínimo los espasmos de entusiasmo o las cuchilladas de desprecio. En resumen, me importaba entender, no juzgar. No era ese el momento de hacerlo.
Pero al final, por qué no. Me gustará escribir lo que pienso al respecto. Tomadlo como si fueran unos títulos de crédito, si llegáis hasta ahí. Lo son, de una manera u otra.
Ah, me olvidaba. Los 5 Stelle han terminado formando gobierno aliándose con la Liga, el partido populista y xenófobo del que os hablaba. No, lo digo porque lo había prometido. Amén.
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1. The Game
2. Individualismo de masas
3. Postura cero
4. Ocaso de las élites
5. Desmaterialización
6. Posexperiencia
7. Redescubrimiento del todo
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