¡Terror!

¡Terror!


Capítulo V

Página 7 de 8

CAPÍTULO V

MALL seguía paseando por el «living» en su casa. Hacía poco había mirado el reloj de pulsera y eran las tres de la madrugada. En su alcoba dormía profundamente McLean, confiado en que su camarada no saldría de allí ni haría nada extraño que le perjudicase. Sin embargo, poco después el timbre del teléfono comenzó a sonar, y Small, para no despertarle a Owen, se precipitó sobre él rápidamente.

—¿Quién? —dijo en voz muy queda.

—¿Russell, querido? —La voz de Pasione sonaba zalamera—. Soy Pasione.

Small se sobresaltó. ¿De manera que no la habían detenido aún? ¡Y le llamaba aquella insensata!

—¿Qué quieres? Soy Russell, sí, pero…

—Oye, ven en seguida. Quiero decirte algo muy interesante.

—No tengo que ir a nada. Déjame en paz —contestó, desabridamente, Small, dispuesto a cortar la comunicación.

—¡Oye! Has de venir, ¿entiendes? Tienes mala memoria, por lo que veo. Puedo hacerte venir y que me obedezcas. Por otra parte, si no vienes, una persona a quien según parece quieres, lo va a pasar muy mal. ¡La mataré!

Small se hizo un lío con todo aquello. Recordó, en efecto, que ella tenía unas cartas que le comprometían. Sonrió al contestar suavemente:

—Bien, ahora voy. Pero ¿dónde está usted?

—Al final del Divisadero Street está Flower Street, estrecha, pequeña. En el cinco. Te espero. Si dentro de una hora no vienes, absolutamente solo, me marcharé, pero dejaré un cadáver. Ya verás quién es y lo sentirás.

Small volvió a sonreír burlonamente al afirmar:

—Iré solo… querida. Descuida. Si quieres creerme, te estaba echando de menos. Deseaba verte…

—¡Russell! —La voz de ella se hizo apasionada—. ¿Es cierto? ¡Ven, cariño!

Colgó Small suavemente. Miró a la puerta de la alcoba donde estaba durmiendo McLean. No había oído nada, sin duda, fue a su mesa de despacho y de un cajón sacó su pistola automática, con la funda y los tirantes. Se metió en el bolsillo varios cargadores. Seguía sonriendo misteriosamente.

Se puso la trinchera y fue hasta la puerta de su alcoba, escuchando durante unos segundos. Percibió la suave respiración de McLean, durmiendo.

Salió en puntillas al pasillo, abrió y cerró la puerta tras él, bajando la escalera rápidamente.

La calle estaba desierta, silenciosa. Hacía frío y comenzó a caminar aceleradamente hacia la confluencia de Jackson Street con Divisadero para después ir hacia el norte, a la bahía, rectamente.

Vio un «taxi» en la esquina de Pierce Street. Le mandó parar y le dio la dirección al conductor, que arrancó seguidamente. La distancia no era ya muy larga, pero aún quedaban siete transversales hasta el final de Divisadero, en la misma bahía, sobre los malecones del puerto.

Flower Street era, en efecto, una inmunda calleja, apenas alumbrada, y cuando el «taxista» dijo que no pasaba a ella, deteniendo el coche en la esquina de Divisadero, Small le dio mentalmente la razón. Cualquier cosa, y nada buena, cabía esperar al que se adentrase allí, aunque apareciese desierta.

Pistola en mano, el agente especial avanzó por en medio de la calle, bien prevenido. No olvidaba ahora la amenaza de muerte de aquellos dos guardaespaldas de Pasione.

No le pasó nada en el corto trayecto. Ninguna persona salió repentinamente de un portal ni se oyó ruido alguno de ventana al abrirse. Estaba tan tranquila la callecita como otra cualquiera a aquella hora.

Llamó en la puerta de la casa indicada. Y apenas lo hizo la hoja de madera carcomida por la humedad y el tiempo se abrió. La alta figura de Pasione se dibujó en el umbral.

—¡Russell! —exclamó, y, llevada de su temperamento meridional, fogosamente, le echó los brazos al cuello, besándole mientras le susurraba frases apasionadas con voz trémula—. Pasa, pasa… Vienes solo, ¿verdad?

—¿Para qué queremos estorbos? —dijo él, inocentemente, sonriéndola. Miró a su alrededor, ya en el viejo «hall», con muebles deteriorados, pobres—. ¿No fuiste a Hayes Street? ¿Ni a Pine?

—Me dio en la nariz que allí no podía estar. Perdóname, pero desconfié de ti cuando te marchaste —le miró ansiosamente, cogiéndole del brazo. Se sentaron en un diván. Small quería dar tiempo al tiempo, disimular. Ver qué amenaza era aquélla de que si no iba alguien iba a morir.

—¿Y tus hombres? —La preguntó, indiferentemente.

—No están. Solamente tengo aquí a Raffoli y Fortunate. Están durmiendo.

—¿Y esa persona que moriría si yo no hubiese querido venir? ¡Qué bromista eres! —rió él, solapadamente.

—Es cierto. Russell, me tienes desesperada —ella le echó de nuevo los brazos al cuello, mirándole con terrible expresión—. Estoy dispuesta a matar a quien intente ponerse entre tú y yo. Una imbécil mujer dice que a quien tú quieres es a ella. Lo ha jurado, me ha desafiado a que ante ti la pregunte si es a ella a quien amas y que tú oirás que sí. ¡No puedo soportar eso, Russell de mi vida!

—Pero, bueno, ¿está contigo esa mujer? —inquirió Small con asombro e inquietud. No sabía quién pudiera afirmar semejante cosa—. ¿Quién es?

—¿Tú quieres a otra mujer? ¡Dilo sinceramente! Si la amas, no tienes por qué preguntarme quién es —exclamó, fogosamente, Pasione, espiando el rostro de él con su mirada encendida, anhelante.

—Yo no quiero a nadie… sino a ti —murmuró Small, astutamente. Era verdad que aquella loca de amor tenía a otra mujer allí, tal vez secuestrada. ¿Quién sería?

—¿De veras, Russell? —gritó ella, exaltadamente, con salvaje alegría—. ¿Es cierto? ¡Dilo muy fuerte, muy fuerte! ¡Grita!

—¡Solamente te quiero a ti, Pasione de mi alma! —gritó Small cómicamente, pero sintiendo al mismo tiempo gran inquietud. Pasione estaba loca, sin duda alguna. Ella no se dio cuenta del tono burlón con que él gritó. Le besó, estrujándole entre sus brazos mientras reía con inmensa alegría, tal que si hubiese obtenido un gran triunfo al arrancarle a Small aquella fingida confesión de amor.

—Espera. No te muevas, mi alma —dijo ella después, levantándose del diván—. ¡Raffoli! ¡Raffoli! —grito, imperiosamente, dando palmadas de impaciencia.

El «gangster» apareció con cara soñolienta, malhumorada. Miró torvamente a Small, que tenía la mano puesta sobre la culata de su pistola, en el pecho.

—¡Raffoli, trae a esa embustera, que se va a llevar su merecido! —gritó Pasione, con voz trémula de orgullo y satisfacción—. ¡Ya decía yo que semejante monstruo rojo era incapaz de hacer sentir amor a nadie! ¡Tráela!

Small no salía de su asombro. Realmente no conocía bien a Pasione, al menos desde que su mente estaba libre de toda alteración; es decir, desde hacía muy pocas horas. Desde anochecido. Pero hubo de pensar que cuando estuvo inconsciente su trato con ella debió ser de otra forma, y esto debía ser lo que a aquella mujer la hizo concebir y afirmarse en el amor por él. No era culpable de lo que sucediera antes, que ahora lamentaba profundamente.

Raffoli volvió empujando a Rose, que se debatía furiosamente, propinando puntapiés en las espinillas a su carcelero.

—¡Russell! —exclamó la joven, mirándole con asombro.

—¡Rose! —gritó Small, aún más asombrado, levantándose. Miró a Pasione, que le contemplaba escrutadoramente, queriendo convencerse por sí misma de la verdad del aserto de Small.

—Ahí la tienes, a esa desdichada que se atreve a decir que ya no eres mío, porque eres de ella —murmuró Pasione, con sarcasmo infinito—. Esa Rose…

—Pero… no comprendo nada, Pasione —dijo Small, sin salir de su pasmo.

—Vamos, niña —dijo Pasione, encarándose con Rose, los brazos en jarras y mirándola desafiadoramente—. Dile a Russell, delante de mí, que eres el amorcito suyo. ¡Que me lo has quitado! ¡Dilo, maldita!

—Eso es idiota, Pasione —exclamó Small, en tono decidido, yendo hacia Rose para desatarla las manos. Rose sollozaba, sus nervios destrozados después de las peleas sostenidas contra Pasione y sus sicarios.

—¡Quieto, Russell! —gritó Pasione, empujándole, echando llamas sus negros ojos—. ¡Ella va a ratificar lo que dijo antes o lo desmentirá! Si es esto último, por haber pretendido engañarme con burdas mentiras la quitaré las ganas de volverlo a hacer. Tengo ahí un frasco de vitriolo… —rió gozosamente—. ¡Vamos, Russell, di si la quieres!

—Esta muchacha no tiene nada que ver conmigo. Es conocida mía, y eso poco —aclaró Small—. Desde luego, nunca he estado enamorado de ella. Ahora, déjala en paz y que se vaya.

—¡Rose! ¿Lo has oído? ¡Embustera, maldita! ¿Lo has oído? ¡Es a mí a quien quiere! ¡Sí, a mí! —clamó Pasione, ronca de gritar—. ¡A mí!

Small intentó desatar a Rose, que seguía sollozando, agotada.

—¡Déjala, Russell! ¡Se va a llevar lo suyo! ¡Raffoli, trae la botella de vitriolo! ¡Esta maldita bruja no volverá a engañar a ningún hombre! ¡Es mi venganza, Russell, por lo que me ha hecho sufrir! ¡Casi dudé de ti, mi vida! ¡Anda, Raffoli! —gritó Pasione, empujando a Small del lado de Rose.

El agente especial se dio perfecta cuenta del peligro que estaba corriendo Rose. No comprendía cómo la novia de McLean estaba allí, secuestrada. Debía ser por los celos de Pasione. Sí, eso debía ser. Pero había que salvarla de que el vitriolo la destrozase su cara tan hermosa. Lo que quería hacer Pasione era una salvajada. Una locura dictada por los terribles celos.

—¡Basta ya de tonterías, Pasione! —gritó severamente, encarándose con ella—. No hay derecho a eso. ¿Por qué la has traído aquí?

—¿Cómo? Pero ¿es que la defiendes encima? ¿Sabes lo que me ha hecho sufrir está condenada embustera? —gritó Pasione, retratada en su mirada y en sus alteradas facciones la sospecha—. ¡Yo la tengo en mi poder y haré con ella lo que se merece! ¡Siempre he hecho lo que he deseado, Russell! ¡Hasta hacer que me ames!

Raffoli regresó con una botella de color verdoso, que hizo ademán de entregar a Pasione. Detrás estaba Fortunate, sonriente, quizá deseoso de ver el espectáculo de ver cómo el vitriolo abrasaba el rostro angelical de aquella muchacha.

Small sacó su pistola con un gesto decidido. Apuntó a la botella de vitriolo que tenía en la mano Raffoli y disparó. La vasija saltó en trozos, salpicando las ropas del «gangster» que lanzó un aullido de pánico y rabia.

—¡Los brazos arriba todos! —gritó el agente especial, saltando para colocarse al lado de Rose. Comenzó a desatarla—. ¡Tú también, Pasione! ¡Arriba las manos o te mato!

—¡Bandido, canalla! —aulló Pasione después que el asombro la dejó hablar—. ¡Era a ella a quien querías! ¡A ella! ¡Ya lo decía esa maldita! ¡No subo las manos! ¡Mátame, si te atreves, verdugo, hipócrita!

Rose quedó desatada. Y Small apuntó su pistola sobre Pasione y sus hombres, retrocediendo para evitar una posible agresión repentina de Pasione que, cruzada de brazos, desafiante, le contemplaba con odio infinito.

—Telefonee a la División, Rose —dijo Small—. Que vengan enseguida. Flower, cinco. Por Divisadero Street, al final. ¡Corra, Rose, corra!

La joven se metió en las habitaciones, buscando el teléfono. Y Small se volvió del todo hacia Pasione y los dos «gangsters».

—¡Canalla, hipócrita! —Rugía Pasione, ebria de rabia—. ¡Cómo me has engallado! ¡Y con esa pelo de panocha, horrible criatura!

—Quieta o te envío al infierno —dijo Small, fríamente—. No avances, que disparo…

Raffoli y Fortunate cambiaron una seña de inteligencia. Pasione avanzaba hacia Small, que se resistía a matarla fríamente, y por ello, se veía obligado, a retroceder para dejar bastante espacio entre ellos y él y poder dominarlos con la pistola. Pero entonces también comenzaron a moverse los dos «gangsters», separándole, cuando Pasione se interpuso entre ellos y el agente especial.

Small se vio de repente con Raffoli a la espalda. Si se volvía para hacerle frente, Fortunate se aprovecharla para agredirle. Y Pasione casi iba a tocarle, sonriendo infernalmente, sabedora de que Russell sentía repugnancia por matarla a sangre fría.

—¡Cuidado, Russell! —gritó Rose, apareciendo en el «hall» y dándose cuenta de que Raffoli sacaba un cuchillo de la cintura.

Small se volvió un poco y disparó. La bala se cruzó con el cuchillo que el italiano le había arrojado. Fortunate no desperdició la ocasión y lanzó también el suyo sobre el agente especial. Rose gritó desgarradoramente, y también Fortunate, pero este de alegría.

Raffoli con la cabeza atravesada por la bala que disparó Small, cayó, lanzando un agudo chillido, mientras buscaba con las extendidas manos dónde agarrarse. Y Small, con el cuchillo clavado en la espalda, recostado contra el respaldo del sillón, disparó de nuevo, ahora sobre Fortunate, que se le iba encima rugiendo de rabia. Su cuchillo se había clavado en el costado izquierdo y permanecía allí, tembloroso, como lo estaba el cuerpo de Small.

Recibió en el pecho el «gangster» la bala. Bien dirigida al corazón, el italiano quedó vacilante, en pie, apretándose la herida con gran fuerza. Sus ojos, asombrados, muy abiertos, fueron cerrándose poco a poco, conforme la vida se le iba aceleradamente. Finalmente, se desplomó súbitamente, cayendo de bruces sobre el sucio suelo.

Pasione lanzó un estridente grito de horror y pánico cuando Small, lívido, desfalleciente, la apuntó con el arma. Rose gritó, cubriéndose con ambas manos los ojos, aterrada.

Vaciló en disparar Small. Y Pasione, enloquecida, giró sobre sus talones, fue a la puerta, la abrió con premura y salió a la calle, cerrando tras ella con fuerte golpe.

—¡Se va, Russell! —gritó Rose, y corrió hacia el agente especial, que se desplomaba lentamente, dejando a sus pies un gran charco de sangre, que se Iba extendiendo lentamente.

—Gracias, gracias —murmuró él, sonriendo trabajosamente—. Ayúdeme un poco… Hasta ese diván. Gracias… —Se apoyó en la joven, poniendo su brazo derecho alrededor de los hombros de Rose, y lentamente fueron hasta el diván. Se dejó caer en él pesadamente Russell, jadeando extrañamente.

—¿Es mucho? —gimió la joven—. Los tiene clavados, Dios mío… —Miró con horror los dos cuchillos que subían y bajaban al compás de la agitada respiración de Small.

—Es lo suficiente. Dios lo ha querido así… —balbució Russell, sonriendo mientras la miraba enternecidamente—. No, no los saque —dijo, cuando ella intentó sacar las armas de sus heridas—. No tengo dolores… Si los saca, precipita… el final. ¿Avisó a la División?

—Sí, Russell —gimió ella, llenos los ojos de lágrimas—. ¿No podría curarle un poco, sostenerle hasta que vengan? ¡Cuánto le debo, Russell! Se merecía mi cariño.

—Gracias… Debe olvidar… aquello que la dije. Estaba loco… Debe escucharme, porque esto se va a toda prisa —señaló su pecho, el corazón, mientras crecía su fatiga y una lividez amarillenta se extendía por su rostro, afilándole las facciones—. Dígale a Gibbons que… que yo fui quien hizo que Grazio asesinase a Tucker. Estaba loco. Tenía unos celos idiotas… de él de su inteligencia, de su amistad por mí. Que ayudé a Grazio en algunos de sus asuntos inmorales para… atraerme su ayuda. Que pensé asesinarle a él, a Gibbons, porque… desconfiaba de mí con razón. Pero… dígale que estaba loco, loco. Que yo maté a Grazio para librarme de que me acusase. Estaba loco, loco… Estaba loco cuando… cuando la dije eso…

—No tardarán ya, Russell —dijo Rose, limpiándole el frío sudor de la frente, del rostro—. ¡No se muera todavía, Russell querido! ¡No se muera, y le salvarán! ¡Tiene derecho a ser feliz, como todos! No hable, no gaste fuerzas… ¡Dios mío! —Se arrodilló, juntando las manos para orar en voz alta, bañado su hermoso rostro en lágrimas.

—Es lo mejor esto… Dios lo ha querido así —susurró Small, sonriendo—. Aún he podido tener… tiempo de morir como un… héroe del F. B. I.

Rose le contempló con tremenda ansiedad. El pecho de Small apenas si se movía. El mango del cuchillo homicida subía y bajaba imperceptiblemente.

—Russell… Russell —gimió ella, acariciándole suavemente el rostro—. Espere un poco… Le salvarán. Russell querido. ¡Pobre, pobre! —sollozó, mirándole con ansiedad el rostro, cerúleo, cada vez más inmóvil, como pétreo.

Abrió trabajosamente él los ojos y la miró profundamente, como si en aquella mirada acumulase las últimas energías que le quedasen. Sonrió y dijo en un susurro:

—Es… lo mejor.

Sus ojos se cerraron, como cansados, y un levísimo estremecimiento sacudió su cuerpo. Después quedó inmóvil, muy quieto. Ni su pecho ni los cuchillos matadores se movían ya.

Rose se levantó, espantada, juntas las manos, orando, pidiendo al buen Dios perdonase a aquel hombre, que no supo lo que había hecho cuando tanto mal hizo.

Fuertes golpes en la puerta, sonaron lúgubremente. Voces alteradas, ruido de coches que llegaban, «claxons» y, lejos, sirenas que se acercaban.

Rose se santiguó y corrió a abrir. Casi la derriban el inspector Gibbons, gigantesco, pistola en mano: McLean y agentes especiales y de la Metropolitana, armados hasta los dientes.

Irrumpieron como una oleada de asalto, mirando a todos lados, desconfiados, preparados a disparar.

—¡Rose! —exclamó McLean, mirándola con asombro, después se volvió para contemplar el cadáver de Small, tendido en el diván, tranquilo, yacente como un guerrero en su panteón—. ¿Qué ha pasado? ¿Le has matado? Estaba loco, el pobre…

Todos rodearon a Small, en silencio.

—Ya no lo estaba, Owen —dijo ella sollozando—. Él mató a esos dos hombres defendiéndome. Le llamó esa Pasione, fue horrible…

—¿Y Pasione? —preguntó Gibbons, volviéndose hacia la joven—. Es la peor.

—Huyó. Fue horrible —repitió Rose, estremeciéndose—. Me salvó la vida Russell. Quería ella echarme vitriolo a la cara. Celosa de mí. Small me salvó y mató a esos dos. No estaba loco y era un hermoso corazón…

—Ya lo contarás cuando puedas —murmuró McLean, estrechándola contra su pecho—. Ahora, jefe, hay que atrapar a esa mujer infernal.

—¿Dónde estará? —dijo Gibbons, encogiéndose de hombros—. Tiene infinitos escondrijos la maldita. ¡Bueno, avisen a una ambulancia y que lleven a este pobre camarada a la División! ¡Pobre Small! —Le miró tristemente, hondamente compadecido—. Dios me perdone, pero creo que es como mejor ha podido acabar, si ya estaba su cerebro normal.

—Voy a llevarte a tu casa, Rose —dijo McLean, besándola—. Hemos de continuar ahora mismo la persecución de Pasione.

—A mi casa, no. Me sacó ella de allí con una infernal astucia. Me dijo que era una enfermera de un hospital y que te habían herido y deseabas verme. Me trajo aquí fue horrible… Llévame a la División y estaré allí más segura. Me odia a muerte, creyéndome una rival.

Quedaron dos agentes al lado del cadáver de Small, hasta que llegase la ambulancia, Y todos los demás salieron, montando en los coches.

Pasione se lanzó a la calle despavorida cuando Small la apuntaba con su pistola. Se negaba a admitir la idea de que su vida, su preciosa vida, fuese a terminar precisamente en aquel instante.

Corrió por la calleja como una evadida del infierno, pensando si Small, el hombre a quien amó como jamás lo hizo a hombre alguno, la perseguiría tenazmente hasta darla alcance y matarla a tiros. Seguramente, no. Small estaba muy malherido. Dos cuchillos tenía clavados en el cuerpo y su rostro iba adquiriendo la lividez característica de quien pierde la vida rápidamente. No tendría fuerzas para perseguirla. Pero había que huir, huir… Rose telefoneó al F. B. I. Y pasados pocos minutos aquellos hombres malditos, con los que Grazio se enfrentó locamente, y después ella, se lanzarían en su busca como sabuesos maravillosamente adiestrados, hasta dar con ella.

Abandonó el cruce de Flower Street con Divisadero. Aquella vía era muy ancha, muy visibles en ella cuántos discurriesen, con sus farolas eléctricas que todo lo inundaban de luz. Los «cops» se extrañarían de ver correr a una mujer locamente, despeinada, con el rostro aterrado. Quizá tuviesen ya órdenes de detenerla. Los coches patrullas comenzarían a ir de un lado a otro, guiados por los coches emisoras, con el aro metálico en el techo, orientando y cerrando el paso en las calles, en las barriadas y distritos.

Se metió entre las sombras de calles más estrechas, junto al puerto, con angostos cruces. Las bajas casas, siniestras en su apariencia y soledad, parecían mirarla con hosquedad por sus ventanas pequeñas, como ojos cuadrados, brillando los cristales sucios y rotos cuando las nubes dejaban aparecer unos instantes la luna en cuarto menguante.

En el China Basin, lugar del puerto donde anclaban los barcos de Oriente, con un recodo para los barcos de pesca, había luces que se movían. En las barquillas, las linternas y sombras oscuras también se movían a bordo. Debían de ser pescadores chinos, que comenzaban a aprestarse para salir a la mar a sus faenas.

Huyó de allí. No podía estar en la calle, a la deriva. Cada minuto que pasase más agentes de la Policía la buscarían tenazmente. Se fijarían en una mujer que fuese sola, alta, de magnífico tipo, morena, bella, de raza latina, italiana. Su belleza la iba a perder; su espléndido cuerpo, su morena faz; el ir sola, vagando desesperadamente. No podía estar en la calle.

Se acordó de que alguien la acogería. No era solamente un hombre el que lo haría, sino varios. Su belleza, la vida que hacía, la iban a valer de algo ahora. Ciertos hombres de su jaez, desde luego. Hampones como ella. Siempre tuvo la gran habilidad de jamás rechazar de plano, en una ruptura violenta, creándose un enemigo, los asedios de aquellos hombres, llenos de ideas bestiales. Los apartó suavemente, y si no a todos les dio lo que la pedían, sí los dejó prendidos en la emoción de un beso y una promesa. Todos pensaban en ella, con más o menos impaciencia, y en su ilusión por verse correspondidos harían lo que ella les pidiese.

Pegada a las paredes, caminaba apresuradamente, ya hacia una meta definida, creía ella que segura. Sí; en Sullivan Street, al otro lado del puerto, casi en la rinconada que hace con los dos muelles de Fort Masen, vivía Bill Tevis.

Bill Tevis… Aquel hombre que mató por ella… El noruego gigantesco, rubio, ya de edad de cuarenta años, convertido en manos de ella en un ser sin voluntad. Mató a Krauss, el alemán, cuando vio que éste llevaba más terreno ganado en la conquista de la italiana que él, fue un desafío casi caballeresco, a cuchillo, en el puerto. Ellos dos y ella solamente, en una noche iluminada por la clara luna. Pasione sería de quien ganase, de quien matase a su rival. Ganó Bill Tevis, difícilmente; tan difícilmente, que desde allí fue al hospital, porque se moría. Pasione le prometió concederle el premio y después lo fue postergando, alejándose de su bravo marino noruego. En realidad, lo que ella deseó fue quitarse de encima a Krauss, el alemán, un hombre espantosamente celoso, que la asediaba sin punto de reposo. Consideró a Tevis más manejable, más cachazudo y con mejor corazón que Krauss. No le fue difícil conjeturar que en la lucha sería el vencedor Tevis, porque dominaba en fuerza, en coraje y ciencia de manejar el cuchillo a Krauss. Y si hubiera sido preciso, la pistola que ella llevaba en la mano aquella noche, mientras presenciaba la mortal lucha, hubiérala empleado a favor de Tevis.

Ya había coches policíacos circulando por allí… Iban lentamente, como si con aquella lentitud los que los ocupaban pudiesen mejor vigilar a los pocos viandantes que pasaban por allí: marinos, pescadores, chinos de pasos cortitos, con sacos al hombro o grandes cestas. Y los agentes a pie, plantados en medio de las aceras, en la calzada, miraban con impertinencia, como si dirigiesen un tráfico de peatones inexistente, fiscalizando los rostros de las mujeres, menos numerosas aún que los hombres.

Quedaba poco para llegar a Sullivan Street, pero lo cierto es que a cada momento se hacía más difícil esquivar la presencia de los «cops», de los coches y las «Harley» ruidosas de los motoristas. Se escurría, pegada a la pared de las casas o metiéndose entre los tinglados del puerto, maldiciendo su atuendo de mujer, su escultural cuerpo, la forma de andar, tan femenina.

—¡Oiga! —gritó una voz de hombre a sus espaldas repentinamente. Pasione, lanzando un ahogado grito de temor, volvió la cabeza. Dos «cops» iban tras ella con sus pasos largos, pero veloces—. ¡Espere! ¡A usted, señora!…

Se lanzó a la carrera de nuevo por la estrecha calle, huyendo de los agentes. No podía eludirles, porque la calle era recta, sin un cruce donde darles esquinazo. Y el caso es que estaba ya muy cerca de Sullivan Street. Seguir la calleja, torcer a la izquierda y la primera, hacia arriba, y ya estaba. Pero los sabuesos la seguían, sabiendo que era ella, Pasione, porque si no se hubiese detenido.

—¡Alto o disparamos! ¡Alto! —gritaban, y sus silbatos rompieron el silencio siniestro de la noche, avisando a los otros «cops» de los alrededores. Finalmente, el ruido de disparos de revólver de grueso calibre, y Pasione oyó el silbido estremecedor de las balas por encima y a los lados de la cabeza y el cuerpo.

Se subió las faldas, que la estorbaban para correr aún más. No pensaba entregarse mansamente. Sabía que estaba pasando por los peores trances de su vida de mujer entregada en cuerpo y alma al espíritu demoníaco y que hasta entonces había tenido suerte en su alianza con el diablo. Y fuerte, vigorosa, resistente, corrió desesperadamente, mientras las balas y los silbidos agudos, chirriantes, la seguían.

Llegó al final de la calle y torció la esquina, como si transpuesta ésta la salvación estuviese ya lograda. Atrás, bastante atrás, quedaban los dos «cops», gritando, disparando, poniendo en conmoción toda la extensa red de calles, callejones y vericuetos de los alrededores del puerto, ya cerca de Fort Mason.

Ahora la calle bajaba en una pendiente, y por ella se lanzó dando traspiés, sonando los tacones de sus altos zapatos como una ametralladora. Sullivan Street estaba ya muy cerca. La segunda a mano izquierda…

Dobló la esquina de Sullivan al fin. Varios «cops» gritaban en diferentes direcciones, agrupándose ante las llamadas estridentes de los silbatos. Discutían, corrían en varias direcciones, buscándola, alumbrando con sus linternas los huecos de los portales, los solares de derruidas tapias de madera o ladrillo.

Llamó a la puerta del número 17, mientras miraba a un lado y otro, bajo la pálida claridad de la luna, entre nubarrones, a lo largo de la calleja. Volvió a repiquetear impacientemente, dando con la punta de los zapatos, recostada sobre el quicio, agotada de fatiga, muerta de pánico.

La casa era de dos pisos. Dos balcones estrechos y dos ventanas, éstas en el piso bajo. Y los «cops» corrían de un lado a otro, acercándose, quizá ya en la misma calle, coincidiendo para cerrar el cerco, atrapándola ante la puerta de su salvación… dio sobre la vieja puerta con las manos, los codos, la misma cabeza, poseída de una mortal angustia. Estaba más cerca los «cops» y hablaban roncamente.

—Tiene que estar aquí…

—La hubiéramos visto. Vamos hasta el final. De todas maneras, no puede escapar.

Una de las ventanas del piso bajo se abrió quedamente, y una cabeza de mujer asomó un poco.

—¿Qué quiere? ¿Es por usted por lo que hay ese escándalo? —inquirió una voz de mujer joven.

—Sí. Abra pronto, ¡pronto! ¿Está Bill Tevis? ¡Abra, abra, que vienen! —contestó con voz angustiada Pasione, empujando la puerta.

La mujer se retiró. Y unos segundos después la puerta se abrió, más por el impulso salvaje de la italiana que por el de dentro.

Pasione se recostó contra la pared. Una mujer de unos veintiocho años, con la vela encendida en la mano, alumbrándola, la miraba desconfiadamente. Iba envuelta en una vieja bata de baño de color pardo. Una redecilla sujetaba su pelo rublo. No era fea, pero en su rostro se marcaban ciertos estigmas que eran inocultables.

—¿Quién es usted? ¿De qué conoce a mi Bill? —Siguió la mujer en tono destemplado—. ¿Qué ha hecho para poner en estado de guerra a los «cops»?

Sonaron unos pasos recios, largos, bajando la escalera que nacía en aquel «hall» en penumbra.

—¿Qué es eso, Glenda? ¿Quién es? —La voz gruesa de un hombre que se acercaba hizo levantar la cabeza a Pasione, agobiada de cansancio y angustia. Tenía aquella voz un timbre especial, extranjero, que hizo sonreír de alegría a Pasione.

—Soy yo, Bill —dijo, avanzando hacia el hombre, un gigante de pelo rubio, que estaba ya al final de la escalera, vistiendo un pijama oscuro—. Pasione… ¿No te acuerdas de mí?

—Pasione… ¡Caramba, sí, Pasione! —contestó en tono embarazado Bill, acercándose a ella y mirándola a la luz de la vela que sostenía Glenda.

Ésta contemplaba a ambos con el ceño fruncido. Ya había visto lo bella que era Pasione. Y sintió aumentar su intranquilidad al ver la intensa mirada que Bill lanzaba a la italiana, de pies a cabeza, mientras respiraba agitadamente. Aquella mirada jamás se la dirigió él a ella…

—Me he acordado de ti, Bill. He dado un mal paso y tengo tras de mí a la Policía —dijo Pasione—. Vámonos de aquí. Nos pueden oír hablar. Están de un lado a otro de la calle.

—Y será milagro si no entrar a registrar —gruñó Glenda—. La verdad es que se podía haber acordado de otros en vez de venir aquí.

—No se puede elegir el sitio a dónde ha de irse cuando esos tipos nos van pisando los talones, mujer —dijo Tevis en tono conciliador—. Pasa, Pasione, pasa al comedor. Ésta es Glenda. Buena chica, te lo aseguro —rió quedamente, dándole una recia palmada en la escuálida espalda. Ella tosió y se echó a un lado, huraña.

Se sentaron en el comedor, con muebles baratos, sucios, destartalados. Tevis, con movimientos de oso, sacó una botella y tres vasitos. Los llenó.

—Bebe, Pasione. Es buen «whisky». Glenda, haz café para Pasione. No temas, querida… —Tosió y rectificó—: No temas, Pasione. Han pasado de largo. ¿No vas a hacer el café, mujer? —Miró con el ceño fruncido a Glenda que contemplaba rencorosamente a Pasione, viendo en ella una rival formidable.

—No hace falta. No lo haga. Glenda —dijo Pasione—. Me basta el «whisky».

—¿Y qué te ha pasado? Con lo lista que siempre has sido para escapar a esos tipos —murmuró Tevis, limpiándose los labios con el dorso de la mano.

—Mi hermano se enfrentó al F. B I Le mataron y yo tuve algún lío después…

—¡A quién se le ocurre pisar un callo al F. B. I., Pasione! —rezongó Bill, sonriendo compasivamente—. Buena la has hecho…

—No pensará estar aquí después de que se haga de día, ¿verdad? —insinuó Glenda que seguía en pie, apoyada en la pared, con los brazos cruzados y mirando despectivamente a Pasione—. Cada cual tiene sus problemas y no deseamos se nos aumenten.

Pasione volvió la cabeza para mirarla de pies a cabeza. Vio que Glenda no era sino un pingajo humano, apenas con formas femeninas. Dentadura renegrida, faltando ya muchas piezas; bolsas bajo los ojos, de mirada mortecina, circundados por una franja rojiza. Labios exangües, muy húmedos, con grandes arrugas al final. Arrugas en el cuello, en la frente, bajo las sienes…

—Puedo pagar mi estancia, Glenda. No daré lugar a que nadie desconfíe —dijo en tono reposado, frío, autoritario ya—. ¿Te parece que me quede, Bill, hasta que pase el peligro grave? —Se volvió a él, sonriéndole como ella sabía hacerlo cuando quería emocionar a un hombre.

—Claro que sí, Glenda, sería inhumano lanzar a una buena amiga a la calle, sabiendo que la están esperando para trincarla —respondió Bill, afirmando con la enorme cabeza despeinada—. Ella pagará, ha dicho. Pero si no tienes es igual.

—¿Y olvidas tú que hace quince días que has salido de la cárcel y que te han fichado, imbécil? —gritó Glenda—. ¿Que lo primero que harán será venir a verte y registrar, por si la ocultas? Oiga, amiga de éste —puso una mano sobre un hombro de Pasione—, lo mejor que puede hacer es largarse cuando se haga de día. No quiero su dinero. Quiero que haya paz de una vez en mi casa, en nuestro hogar. Yo he tenido que ir de un lado a otro para atender a mi Bill cuando estaba encerrado, ¿sabe? Usted no se acordó de él, claro. Ahora que se ve en peligro ha venido a comprometernos. ¡La veo venir, y eso sí que no! Ahora recuerdo algo de usted, Pasione. Mi Bill y otro se apuñalaron por usted, ¿no?

—Glenda, haz el favor de callar —murmuró Tevis con voz contenida, pero en la que se adivinaba una naciente cólera—. Lo que hice antes de conocerte no te importa. Pasione se quedará aquí hasta que no necesite estar más. ¿No te acuerdas que tú también viniste una noche a llamar a mi puerta, seguida por los «cops»? Después te has quedado para siempre…

—Eso es lo que yo quiero impedir que haga esta beldad —saltó Glenda en tono sarcástico—. Que se quede y me haga salir a mí…

—Pierda cuidado, hija —replicó Pasione, desdeñosamente—. Pierda cuidado… Por más que… supongo que usted no tendrá la exclusiva de Bill, ¿verdad? ¿Se ha casado con él? Si es así, me retiro. Compadeceré al pobre Bill.

—¡Claro que se retirará, esté o no casada con mi Bill! —gritó Glenda, roja de furor—. ¡Ya sabía que usted vendría no solamente a salvarse a costa de mi Bill, sino a meter cizaña, a tratar de quitármelo! ¡Ni le intente, maldita italiana!

—¡Glenda, fuera de aquí! —rugió Bill, levantándose pesadamente, cerrados los tremendos puños—. ¡Nadie ha hablado de esas tonterías sino tú, celosa imbécil! No la hagas caso, Pasione querida…

—¡Querida! ¡Ya la has llamado querida! —gritó Glenda—. Y antes también se te escapó… ¡Para eso estuve yo meses y meses buscando influencias y dinero para sacarte de la cárcel, bandido! ¡Para eso te he atendido yo, quitándome la comida de la boca y yendo de un lado a otro para que tuvieras tabaco, buen «whisky», sin moverte de aquí cuando la Policía te buscaba! Ahora viene esta belleza de Hollywood y te vas con ella, ¿no? ¡Bandido!

Tevis estiró uno de sus enormes brazos y su mano, abierta, cayó con fuerza inmensa sobre el rostro de Glenda, que gritó ahogadamente, cayendo de espaldas al suelo.

—Déjala, querido Bill —murmuró Pasione, sonriendo sardónicamente—. No merece la pena ocuparse de ella, ¿verdad?

—Claro que no —farfulló Bill, dándole un puntapié a Glenda—. ¡Lárgate de aquí, piltrafa asquerosa! Ése es el agradecimiento que has tenido porque te he tratado como si fueses mi señora, la señora Tevis… ¡Fuera, he dicho! —Y a patadas la hizo levantarse y salir del comedor.

—¡Esto lo pagará, Pasione del demonio! —rugió Glenda, sollozando de rabia, espantoso su rostro, ensangrentado por los golpes de Bill—. ¡Aunque a él le maten, yo haré que la pesquen los «cops»! ¡Se lo juro!

—Vete a dormir, desgraciada —murmuró Pasione, despectivamente—. Me inspiras lástima; si no… le diría a Bill que abreviase tu perra vida.

—Hágalo usted misma, si se atreve. ¡Hazlo tú, si eres valiente! —clamó Glenda, ferozmente. Y riendo salvajemente salió del comedor de nuevo. Bill se pasó una mano por la frente. Después se inclinó y cogió entre sus manazas el rostro de Pasione, mirándolo como fascinado. La besó en los labios apasionadamente, correspondiéndole ella.

Volvió Glenda, llevando en cada mano un cuchillo. Tiró uno de ellos sobre la mesa.

—¡Anda, cógelo y juégate la vida por Bill! ¡Si le quieres, juégate la vida por él! —rugió Glenda, histéricamente—. ¡No! ¡Tú no le quieres hasta ese extremo, maldita! ¡Te has acordado de él cuando te has visto en peligro! ¡Sal aquí, reina de Saba, si tienes corazón para partírtelo por un hombre! ¡Sal aquí!

Pasione, muy pálida, no hizo intención de coger el cuchillo sobre la mesa. Glenda había atinado al suponerla tan egoísta. Ella hubiera luchado por Russell, a quien seguía amando más que a su propia vida, pero no por aquel oso de Bill Tevis. En vez de atender el desafío de Glenda, que rugía de rabia, llenándola de improperios, hizo un gesto significativo a Bill, que miraba a una y otra, tal vez admirado y lleno de vanidad al ver que podía ser objeto de una lucha salvaje entre aquellas dos mujeres, disputándose su amor.

En vez de coger el cuchillo Pasione lo cogió él con ademán como cansado, de hombre fastidiado que se ve obligado a tener que castigar sin deseo de hacerlo. Y avanzó hacia Glenda, mirándola sin rencor, pero con una firmeza aterradora.

—¡Qué vas a hacer, Bill! —gritó la mujer, retrocediendo, las manos sobre el pocho, espantada la mirada—. ¡Te ha vuelto loco esa maldita!…

Bill la siguió después por el «hall», sin apresurar el paso de oso, bien cogido el cuchillo, moviendo la cabeza lentamente, como si dijese en tono apesadumbrado: «Te pones tan pesada que no tengo más remedio que castigarte, querida. Lo siento».

Pasione, en el umbral de la puerta del comedor, con un cigarrillo encendido en la boca, contempló la terrible escena impasible. Cómo Glenda, enloquecida de terror, fue retrocediendo, retrocediendo, muda de espanto, hasta tropezar con un viejo sillón. Rehuirle, para ir hacia un rincón. Intentar salir de él, cuando Bill avanzó el brazo armado. Ágilmente, impulsada por el deseo de vivir, escurrirse hacia otro lado, pasando bajo los brazos del gigante, que no hizo por detenerla, pero la siguió lentamente, mirándola estúpidamente, con una crueldad escalofriante.

Glenda pasó ante Pasione, dándola la espalda. Y ésta adelantó una pierna, sonriendo perversamente, poniéndola la zancadilla. Glenda cayó al suelo, lanzando un alarido de espanto. Bill avanzó sin alterar su paso, la mano armada en alto. Pasione la sujetó con el pie sobre el pecho.

—Vamos, acaba de una vez —le dijo, en tono impaciente.

Y Bill se inclinó y acabó con Glenda. Pasione no apartó su mirada de lo que hizo el hombre, como si quisiera comprobar que estaba bien ejecutado.

—Bien, querido mío —le dijo después, mirándole enternecidamente—. Era imposible que convivieras con ella, ¿verdad?

Bill movió la cabeza lentamente. Limpió la hoja del cuchillo con el revés de su pijama.

—Se portó muy bien conmigo, ésa es la verdad —dijo, filosóficamente—. De no haber venido tú nuestra vida se hubiera deslizado bien. Pero antes eres tú…

En la calle, los pasos rápidos sonaban sin cesar. Lejos, ruido de motores de coches y de sirena. Pasione se estremeció y miró a Bill, que entraba en el comedor, llenaba un vaso de «whisky» y lo bebía de un trago.

—¿Oyes? —le preguntó, inquieta. Y también bebió para sacudirse el frío extraño que sentía en toda la médula, helando su corazón.

—Sí. No entrarán. Y si entran… —Fue hasta el armario, revolvió en el fondo de un cajón laboriosamente, siempre con sus lentos movimientos torpes, y sacó una gran pistola de grueso calibre y varios cargadores. Se la mostró, sonriente, a Pasione, que se había sentado, contemplando el cadáver de Glenda, rodeado de sangre—. Con esto y mi corazón…

Pasione movió la cabeza escépticamente. No obstante ser Bill un hombre formidable por su vigor físico y tener un valor frío, impresionante, era poco para enfrentarse con la Policía. Lo que hacía falta era que no llamasen a la puerta.

Miró la hora de su reloj de pulsera. Las cuatro y diez. No amanecería hasta lo menos las seis. Faltaban dos horas casi. En cuanto fuese de día, abandonaría a Bill. Aquel refugio no era nada seguro. Estaba él fichado por la Policía y ya era sabido que en las redadas lo primero que hacia la Policía era visitar a sus «recomendados» por si permanecían en sus domicilios o entre ellos se escondía alguien sospechoso. Por otra parte, Bill era un verdadero estorbo para sus planes de levantar de nuevo su «gang» tan pronto se sintiese más segura. Tardo de inteligencia, fichado, queriéndola como la quería, desearía ir con ella a todas partes, o no la dejaría moverse a su gusto… Tendría que hacer que lo asesinasen.

Bill y Pasione miraron hacia la puerta. Alguien hablaba en voz alta con otra persona, en la calle:

—Solamente queda esta casa. En las otras no estaba…

—Ni tampoco estará en ésta. Aquí vive Tevis, que acaba de salir de la cárcel. No va a ser tan idiota que se comprometa a esconderla.

—Desde luego, pero el sargento dijo que todas las casas.

—Ahí viene el inspector Gibbons, del F. B. I. Que diga él lo que hay que hacer.

Pasione, palidísima, miró a Bill, que fumaba tranquilamente, escuchando, sentado ante la mesa del comedor. Alargó su manaza y cogió la pistola. Quitó el seguro con un movimiento seco. En la calle, seguían charlando los agentes:

—Hemos registrado todas las casas de la calle, señor. Queda ésta. Vive aquí un licenciado de presidio, un tal Tevis, noruego. Salió hace seis meses y ha estado muy tranquilo. ¿Hay que entrar?

—Me fastidia molestar a las gentes tranquilas. ¿Qué le parece, McLean?

—Que deben perdonarnos que interrumpamos su sueño, jefe. Hay que agotar todas las posibilidades de atraparla. Es una maldita mujer. Si no lo hiciésemos y diese la casualidad de que es aquí donde se ha escondido…

—Llame, entonces.

Bill se incorporó lentamente, esgrimiendo la pistola. Metió el cuchillo entre el cordón del pijama y la cintura.

—¿No puedo esconderme? ¿No hay sitio para esconderme? —susurró Pasione, y dio un brinco de espanto cuando golpearon fuertemente en la puerta.

—No. Te cogerían lo mismo. Solamente te salvaré yo, querida —dijo fríamente Tevis—. Vamos arriba. Hasta que quieran subir y echarnos mano, he matado a una docena. Dame un beso, Pasione de mi vida…

La cogió en sus potentes brazos, y, en puntillas, atravesó el «hall» sin hacer caso de los golpes sobre la puerta ni de las voces de los agentes. Subió con ella en sus brazos, besándola, la escalera, fue después por un corto pasillo y entró en una alcoba. La dejó sobre una cama deshecha, arropándola cuidadosamente.

—No te muevas de ahí. No subirán, porque los muertos no suben las escaleras —dijo él, sonriendo.

Sonó una fuerte detonación y la puerta de la casa chirrió, destrozada por el explosivo, cayendo ruidosamente al suelo. Después, pasos precipitados, órdenes, revolver de muebles en las habitaciones del piso bajo.

Bill, a la entrada de la escalera, en el piso principal, pistola en mano, los esperaba, muy abierto de piernas, impasible. Pasione, que se había levantado, estaba detrás de él, tiritando de pavor. Pensó que había hecho una locura en pedir asilo a Bill, el fichado. Pudo haber ido a casa de Kinley, el abogado, el que defendía a Grazio en algunos de sus asuntos. Kinley no era sospechoso y también sentía por ella gran afición. La hubiera acogida, seguramente. El precio hubiera sido el mismo. Pero ahora ella y Bill iban a morir sin remedio.

—¡Arriba! —gritó Gibbons—. Yo creo que no hay nadie en la casa…

—Sí hay, sí, jefe —replicó McLean—. Vi el reflejo de luz en una de las ventanas. Estarán arriba.

—¡Tevis! ¡Tevis! —gritó Gibbons con su voz potente, al pie de la escalera, que hacía un recodo en su mitad—. ¡Baje y no de lugar a que empleemos la violencia! ¡No tenemos nada contra usted, aunque debió de abrirnos cuando llamamos! ¡Bajé, Tevis, o subimos!…

—Suban, sí pueden —contestó Bill en tono impasible. Pasione le miró horrorizada. Era un valiente un suicida, sí, pero ello no alteraba el resultado final. La muerte de él, que no la importaba lo más mínimo, y la muerte suya. ¡La muerte suya! Sí; cometió una imperdonable torpeza en llamar a aquella casa, en acordarse de Bill, el oso. Era una verdadera ratonera, sin escape posible.

—¡Tevis, baje y tengamos la fiesta en paz! —rezongó Gibbons—. No tenemos nada contra usted, a no ser que haya sido usted el que haya asesinado a esta mujer que está aquí ¡Baje con las manos en alto!

—¡Suban a levantármelas…! —exclamó Bill, sonriendo siniestramente.

—¡Han entrado por un balcón! —gritó de repente Pasione, mirando a sus espaldas—. ¡Han subido por la fachada! ¡¡Bill, que vienen!!

Ir a la siguiente página

Report Page