Terminal

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Después de un rato, todos nos relajamos (dentro de lo posible, según la situación). Convencí a Sherm para que trajera una de las grandes botellas de agua del depósito y les dimos a los rehenes un trago. Eché algo en la garganta de John.

Sherm estaba aburrido.

—Cuéntanos, Dugan. ¿Cuánto tiempo llevas tirándote a Sharon?

Los músculos de Dugan se tensaron bajo la camisa al esforzarse por deshacerse de las ataduras.

—Maldito hijo de puta… Será mejor para ti que no consiga soltarme. Voy a estrangularte con las manos desnudas.

Sharon intentó hacerlo callar, pero Dugan la ignoró.

—No permitiré que sigas hablando de esa manera. ¡Ya es suficiente!

Sherm se echó a reír.

—Hey, tío, solo te he hecho una pregunta. Pero si no quieres responder por las buenas…

Cogió la pistola y caminó hacia Dugan.

—Se acabaron las tonterías. No me importa si han llegado los comandos o no. Es hora de que alguien muera.

Mi corazón comenzó a galopar.

—Vamos, Sherm.

—Mantente al margen, Tommy.

—Hey —tartamudeó Roy—. Espera un poco, Sherm. ¡Tranquilo!

—No. No pienso tranquilizarme, Roy. Le he formulado una simple pregunta y ha decidido ponerse brusco conmigo y amenazarme. Nadie me trata así.

Dugan contempló la pistola en las manos de Sherm. Sus ojos seguían conservando un aspecto desafiante y estaban repletos de odio. No pronunció ni una palabra.

Sherm levantó la pistola para apuntarle.

—Nos conocimos cuando estudiábamos en el instituto —interrumpió Sharon—. Éramos novios cuando él estaba en el último curso y yo en el penúltimo.

Sherm la miró, sonrió y volvió a mirar a Dugan.

—¿Ves? Tu novia sí ha respondido de manera educada.

Se volvió a sentar. Dugan echaba humo y Sharon parecía algo avergonzada.

—Así que os hicisteis novios en el instituto. Suena a romance perfecto. Continúa.

Dugan empezó a hablar.

—Me llamaron a filas en el sesenta y nueve, y dos semanas antes de graduarme iba de camino al campo de entrenamiento de Fuerte Bragg. No podía permitirme la universidad y no pensaba renunciar a mis obligaciones, como otros estúpidos de esta ciudad habían hecho huyendo al Canadá. Serví con el primero de Caballería en Vietnam. Sharon me escribía al principio, pero…

Dejó la frase sin terminar y Sharon continuó en su lugar.

—Pero yo seguía en el instituto, era muy joven, y Vietnam estaba muy lejos.

Su voz sonaba calmada, reflexiva y contrita, todo al mismo tiempo. Me dio la impresión de que hablaba más para él que para nosotros.

—Mientras él estaba allí, mis amigos seguían emparejándose, iban a los bailes de promoción y al autocine los viernes por la noche. Yo, en cambio, me sentaba en casa y esperaba a que me dijeran si seguía vivo o no. Aguardaba la carta de todos los días y lloraba las noches en que no llegaba, hasta que me dormía.

»Y entonces llegó Lee. —Su voz enronqueció. Incluso después de tantos años, el recuerdo aún la disgustaba… quienquiera que fuera Lee.

—Cierto. Y entonces llegó Lee.

—¿Otro novio? —preguntó Kim, y entonces me pregunté si sería la primera vez que sabía de la vida personal de su compañera de trabajo.

—Más o menos. No era como Dugan, y no lo amaba… Pero estaba allí, y Dugan no. Una noche acabamos en el asiento trasero de su Mustang.

—¿Te quedaste embarazada?

—No, nada de eso. Usamos protección. Pero dos de los amigos de Dugan nos vieron y le escribieron para contárselo. Después de eso, dejó de escribirme. Nunca… nunca volvió a casa.

—Tras terminar mi período de servicio me reenganché, solo para quitármelo de la cabeza, pero no sirvió de nada. —Dugan suspiró—. Cuando terminé, volví a un país que ya no reconocía. Volé de Vietnam hasta Hawái, y de allí a San Francisco. Se supone que haría escala en California y viajaría en dirección a Baltimore, para después volar a Hanover. Me asustaba la idea de volver… Estaba lleno de heridas emocionales por todo lo que había visto y hecho, y no me creía capaz de enfrentarme a Sharon. Era joven y estúpido, y aunque la guerra me había envejecido en algunos aspectos, no me ayudó a comprender mejor a las mujeres. No entendía que era joven y que lo que había hecho con Lee era solo debido a eso. Ella me amaba, pero necesitaba a alguien a su lado. No fue justo que terminara el instituto sin saber si su novio estaba vivo o muerto. Desearía haber sabido entonces lo que sé ahora.

»Cuando salí del avión en San Francisco, había una especie de manifestación dentro del aeropuerto. Algunos de los manifestantes me llamaron asesino de niños y basura de ese estilo. ¡Llegaron a escupirme! Me quedé tan impresionado que simplemente me aparté. Me alejé. Creo que aquello me afectó mucho más que la guerra. Y después de lo que me había ocurrido con Sharon, fue la gota que colmó el vaso.

—No me puedo creer que te escupieran —reconoció Oscar—. No hablaban de eso en la escuela. Pasaron de puntillas por Vietnam. Es como si no hubiera ocurrido, así que no quieren que sepamos nada de ello.

—Cierto —asintió Dugan—, así es.

La sonrisa de su cara era amarga, y me percaté de que las lágrimas discurrían por las mejillas de Sharon.

—¿Y qué es lo que ocurrió? —quiso saber Roy.

Dugan suspiró.

—Bueno, viajé por la costa y trabajé en todo tipo de curros. Pero al final todo se reducía a la misma rutina, así que nunca me quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. Me sentía desarraigado, pero tampoco podía volver a casa. No era capaz de enfrentarme a Sharon.

—¿Y su recuerdo te abandonó en algún momento? —preguntó Roy.

Dugan se tragó sus emociones y negó con la cabeza.

Los ojos de Kim se empañaron.

—Es la cosa más bonita que jamás he escuchado.

—Este mes regresé al instituto para la reunión de antiguos alumnos, y cuando caminaba por el Fire Hall la vi cruzar la habitación…

Se paró y miró a Sharon a los ojos. Se querían tanto que podía sentir el amor fluir entre ambos en oleadas. En serio. Las notaba allí dentro, en la cámara. Eso me hizo pensar en Michelle y T. J. ¿Qué es lo que les había hecho? No solo me estaba muriendo de cáncer, sino que tal vez los polis iban a hacer el trabajo de la enfermedad. Incluso si salía de allí vivo, sería cuestión de tiempo. Pasaría el resto de mi vida en una celda, alejado de ellos por barras de acero y cerraduras electrónicas. Los vería a través de una ventana de cristal; hablaría con ellos por teléfono. Moriría con un mono naranja, y al final lo haría solo. No estarían allí para reconfortarme, para que me aseguraran que todo iría bien. Estaría tan solo como ellos.

—Terminé casándome con otro amigo del instituto —continuó Sharon—, pero nos divorciamos hace seis años. Se fue con otra más joven.

—¿Qué le ocurrió a Lee? —Oscar no quería perderse ni un detalle.

—Se largó para no tener que servir en el Ejército —contestó Dugan—. Se marchó a Canadá y murió quince años después en un accidente de coche provocado por un conductor ebrio, cerca de las cataratas del Niágara. No llevaba cinturón.

—He estado en Canadá —divagó Roy—. Es un país precioso.

—¿Por qué fue, señor Kirby? —preguntó Sheila.

—Por trabajo. Era el comercial de la fundición. Viajé por todo el mundo antes de jubilarme.

Sherm y yo nos miramos el uno al otro, y Roy se percató de ello.

—¿Qué? —inquirió.

—Los tres trabajábamos para la fundición —confesé—. Nos despidieron.

—Cállate —siseó Sherm.

—¿Qué más da, tío? Ya saben quiénes somos, ¿no?

Se encogió de hombros.

—Supongo. Da igual… —Entonces los teléfonos empezaron a sonar, interrumpiéndolo.

—Son los polis, que quieren saber nuestra lista de exigencias. Imagino que los hemos retrasado un poco y hemos conseguido demostrarles quién está al mando aquí. Mejor será darles la lista ya, antes de que otro gilipollas coja el megáfono de nuevo. Lo más seguro es que el negociador del equipo de respuesta rápida esté también en la línea. Será divertido. Jugaré con ellos un rato y veré si logro una ambulancia para Polla de Peluche, de paso. Quédate aquí y haz amiguitos con esta gente tan maja.

Salió a toda prisa de la cámara acorazada y cogió el teléfono de la oficina de Keith.

Sheila enarcó una ceja.

—Hay una cosa que me gustaría saber, Tommy.

—¿El qué?

—¿Por qué lo llama Polla de Peluche?

—Confía en mí, no te gustaría saberlo. —Me volví hacia Roy—. Así que trabajaste para la fundición, ¿eh?

—Sí, cuarenta años. Luego me jubilé, y desde entonces me he aburrido un montón.

—¿Por qué te largaste a Hanover?

—Ya tenía el mundo muy visto —explicó—, y mi esposa tiene familia en la ciudad. No tenemos hijos, pero nuestras hermanas viven aquí, y tenemos sobrinos a los que malcriar. Después de que mi esposa muriera… Bueno, no lo sé. Supongo que no había ningún sitio adonde ir. Es gracioso. Gracioso de manera trágica. Esta ciudad era un buen lugar, la clase de sitio al que te vas cuando te jubilas. Hasta que los trabajos empezaron a escasear y la gente de Baltimore se trasladó aquí de manera gradual. Ahora es deprimente. Es como si la ciudad tuviera cáncer. Se muere. Supongo que moriré con ella.

Me estremecí. John permanecía inmóvil entre mis brazos, y su piel había adquirido la tonalidad del alabastro. Necesitaba otro cigarro. Tenía los brazos cansados de hacer presión contra la herida. Las manos se me habían quedado dormidas y la sangre, ya pegajosa, las recubría. Parecía pegamento.

Cambié de posición y rebusqué en mi bolsillo con una mano. Saqué el móvil de Lucas, lo puse a un lado y volví a intentarlo, hasta que di con un paquete arrugado de cigarrillos. Extraje uno. Solo quedaban tres, y lo encendí. De inmediato sentí la nicotina recorrer mis venas.

—No deberías fumar. —Sheila enarcó una ceja.

Exhalé una bocanada de humo y le dediqué una sonrisa con los labios apretados.

—¿Crees que a estas alturas importa mucho?

—No, supongo que no. Pero igual haces saltar las alarmas, o algo así.

Si tú supieras, pensé.

Hacer saltar las alarmas de humo no es lo peor de los cigarrillos. ¿Has visto esas etiquetas que salen en las cajetillas? De eso es de lo que has de preocuparte. Te lleva directo al hospital.

—La alarma de incendios está apagada —recordó Sharon—. Si no, habría saltado cuando Sherm obligó a Lucas a echar un vistazo fuera.

—¿Me puedes dar uno de esos, Tommy, por favor? —preguntó Kim—. Bueno, si a nadie le importa que fume.

—A mí también me vendría bien uno —terció Oscar—. Sería estupendo poder fumarse uno ahora mismo.

Me encogí de hombros, saqué los dos últimos cigarrillos, los encendí y se los metí en la boca.

—Gracias.

Kim inhaló con fuerza y su cara adquirió una expresión placentera. Sus inocentes labios se cernieron de manera experta en torno al filtro. Estaba muy buena.

—Me resulta raro fumar en el trabajo. Siempre nos obligan a hacerlo fuera. —Rió, nerviosa, y el cigarrillo bailó entre las comisuras de los labios.

—No te preocupes, cariño —le dijo Sharon—. No se lo diré a Keith si tú tampoco lo haces.

—Dios, espero que esté bien. —Kim tomó otra calada y el cigarro se balanceó—. No sabemos nada de él desde que fue con Sherm a la oficina.

—No os preocupéis —las tranquilicé—. Sherm no lo mataría. Vivo le sirve de más contra la policía. Keith y Lucas… Los dos están bien.

—¿En serio? —preguntó ella.

—Seguro. —Pero no me creyeron. Era lógico. Yo tampoco me lo creía. Si había mentido a mi esposa y a mi hijo, ¿por qué no a un puñado de extraños? Cambié de conversación.

—¿Y los demás? ¿No nos contáis nada? ¿Oscar?

—Mi vida no tiene nada de especial. Voy a la universidad en York y vivo con mis padres aquí en Hanover, porque es mucho más barato.

—¿Tienes novia?

Frunció el ceño.

—¿Tú qué crees?

En la oficina de Keith, Sherm ladraba al teléfono.

—Te haremos esperar otra puta hora más si no te callas y atiendes. ¿Te enteras, hijo de puta? Bien. Ahora toma nota.

—¿Qué estudias? —le preguntó Sharon a Oscar, elevando la voz por encima de la de Sherm.

—Arte. Quiero ser el nuevo Todd McFarland.

—¿Y quién es ese?

—Un famoso dibujante de tebeos. El que creó

Spawn. Es multimillonario.

—Nunca he comprendido por qué los hombres creciditos siguen leyendo tebeos —apuntó Kim.

—Lo cierto —la corrigió Roy— es que el lector medio de tebeos es un adulto de treinta años.

Oscar se rió, sorprendido.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Yo también los leo, de vez en cuando. Me permiten estar al día de la cultura pop. Los personajes como Superman, Batman y el Capitán América son los mitos de hoy en día, como Hércules y Zeus lo fueron para los griegos. Puedes aprender muchas cosas sobre la sociedad estudiando su folclore.

—¡Eso está mejor! —gritó Sherm—. ¡Y más vale que tenga el depósito lleno!

—Yo también leo tebeos —confesó Benjy.

Roy sonrió.

—¿Cuáles son tus favoritos, Benjy?

El laboratorio de Dexter y

Scooby Doo. Son los únicos que mami me deja leer. Dice que los otros dan miedo.

—Cuando seas mayor —le dijo Sheila, a la vez que le besaba la cabeza. Deseé que tuviera las manos libres para alisarle el pelo, como hacía Michelle con T. J. Seguro que los hacía sentirse mejor. Más seguros.

—¿Y tú? —le espeté a Kim.

—¿Yo? No tengo vida. Trabajo aquí. Voy a casa con mi gata, Tessa. Me leo algún libro de Karen Taylor o Nora Roberts, veo

Will & Grace hasta que llega la hora de irme a la cama y entonces me acuesto. Dos veces por semana voy a clases nocturnas. Y ya. ¿Aburrido, eh?

—¿No tienes novio?

—No. Los hombres son unos cerdos…, al menos los de esta ciudad. Mis amigas y yo salimos los fines de semana por York, pero los hombres no son mucho mejores. O son unos aprovechados o unos perdedores. O están casados.

—O las tres cosas —se rió Sheila.

—Cierto —convino Kim.

—Los salones de baile —chirrió Martha— no son más que antros de iniquidad, lugares de obscenidad. ¿Disfrutas de la perversidad, de la suciedad? ¿No sientes un picotazo en las caderas cuando vas? ¿Cuando un hombre yace contigo? Tu cuerpo es el templo de Cristo y tú lo corrompes comportándote así. ¡Puta! ¡Ramera! Entonces Sansón marchó a Gaza y allí conocieron una ramera, y su nombre era Dalila…

—Maldita sea, Martha, déjala en paz —exclamó Sharon.

—No la dejaré en paz. Diré lo que tengo que decir. Es su alma de lo que hablamos. Solo si conoce a Jesús…

—Martha —interrumpí—, si no cierras la maldita boca te pegaré un tiro. Justo en la puta cabeza. Me importa una mierda el que antes detuviera a Sherm. Lo haré.

—Oh, Dios…

Se volvió a callar, y la habitación entera suspiró aliviada. Sheila me guiñó y yo le sonreí. Cuando los cigarrillos de Oscar y Kim estaban a punto de acabarse, se los quité de la boca y los apagué. Luego volví a centrarme en John.

Mi dolor de cabeza era asfixiante y la nicotina no había ayudado mucho. Parpadeé, me pasé una mano por la frente y con la otra seguí presionando contra la herida. Tenía calambres en ambas. Había que cambiar el torniquete, aunque no estaba muy seguro de qué utilizar. Pensé en usar la camisa de Dugan, pero luego decidí que no importaba. Ya no salía mucha sangre de la herida, así que relajé un poco la presión. Resultaba complicado concentrarse en la situación de John. Resultaba complicado concentrarse. No me había sentido más exhausto en toda mi vida.

—Le duele la cabeza, ¿verdad que sí, señor Tommy? —observó Benjy.

—Sí. Es cierto, colega. Mucho.

—Tengo aspirinas en mi bolso —ofreció Kim.

—Gracias.

—No necesita aspirinas —insistió Benjy—. Puedo curarle la cabeza… y también lo demás.

—Ojalá, Benjy. Ojalá.

Lo deseaba más que cualquier otra cosa. Pero no creía. Recordé mi visita a la iglesia y mi rapapolvo a Dios. Si de verdad existía, si nos pudiera ayudar a través de Benjy, ¿por qué no me había respondido cuando se lo pedí? ¿Por qué me había enviado un cáncer? Tal vez Benjy sí pudiera ayudarme, pero mi falta de fe y mi preocupación por la reacción de Sherm reprimían mi deseo de probar. Y en el fondo, creo que más que de esas dos cosas tenía miedo de volver a desengañarme. No quería que Dios ganara otra vez.

Enganché el bolso de Kim con el pie y lo arrastré hacia mí. Busqué el bote de aspirinas y saqué cuatro. Me esforcé por ignorar el resto de los objetos: píldoras anticonceptivas, móvil, barra de labios, llaves del coche, caramelos de menta, calderilla y demás. Me hizo sentir como un espía, como si estuviera registrando el cajón de su ropa interior. Cerré el bolso y se lo pateé de vuelta.

—¿Y tú qué, Tommy? —preguntó Sheila—. Si Dugan y Roy no se equivocan y esto es el síndrome de Estocolmo, entonces podrías contarnos algo de ti.

—No hay mucho que decir —insistí—. Ya sabéis lo de Michelle y T. J.

—Querías decirle algo a tu mujer cuando hablabas con ella por teléfono. Y Benjy afirma que estás enfermo, y por ahora no se ha equivocado. ¿Qué te pasa? ¿Hay algo más aparte del atraco?

—Como si os importara. Os retengo como rehenes.

—A mí sí me importa —susurró Sheila.

La cabeza de Benjy subió y bajó.

—Tiene cosas negras dentro, señor Tommy. Sombras negras. No como la gente monstruo que hay en la cabeza del señor Sherm, pero sí igual de oscuras. Y se están extendiendo.

Suspiré. No sabía muy bien qué hacer.

Entonces abrí la boca y pronuncié las palabras que no había sido capaz de decirle a mi mujer.

—Te… tengo cáncer. —

En un estado muy avanzado, resonó la voz del médico en mi mente.

—¿Terminal? —preguntó Roy.

—Sí. Es terminal. —La palabra sonó como un disparo—. Se está expandiendo por mi cuerpo a toda hostia. El doctor es de la opinión de que me quedan unas pocas semanas en el mejor de los casos. Como ya he dicho, nos echaron a Sherm, a John y a mí del trabajo, y Michelle y yo siempre hemos estado muy apurados con las facturas. En un principio esto me pareció una buena idea…, una forma de remediarlo. Una solución. La vida no ha hecho más que echarme mierda encima, así que supuse que haciendo esto equilibraría la balanza. Morir de cáncer era la contrapartida, pero con el atraco ayudaría a mi familia de una forma que en otras circunstancias me sería imposible. ¿Qué es lo peor que me puede pasar? Me pillen o no, voy a morir igual. No pensé en cómo iba a afectar esto a Michelle y T. J. hasta que las cosas se empezaron a poner feas. Supongo que fui un poco ingenuo. Sinceramente, no creía que nos fueran a pillar, y desde luego no quería que muriese nadie.

Miré a John y luego a los demás, a los ojos. En cierta medida, me pareció que estaba engañando a Michelle al decir esto al grupo.

—¿Habéis oído la canción

Hard Knock Life?

Oscar, Sheila y Kim asintieron. Los demás me observaron sin inmutarse.

—Bueno, pues resume muy bien mi vida. Ha sido una vida de mierda.

—La tuya y la mía —apostilló Sheila—. Créeme.

—Y la mía —replicó Kim. Oscar asintió al mismo tiempo.

Lo de Sheila lo podía entender, pero lo de Kim y Oscar no me cuadraba.

—A vosotros no os va tan mal, habéis ido a la universidad y todo eso.

—¿Crees que mi vida no es una mierda? —resopló Kim—. No tengo cáncer, eso sí. Es horrible y lo siento por ti y tu familia. En serio. No comprendo por qué eso te llevó a atracar el banco, pero lo siento por ti. Aunque yo también he tenido mi ración de palos.

—Y yo —añadió Oscar—. Los tipos como tú y Sherm siempre me han estado puteando, desde primer curso. Nunca he salido con una chica. Me pasé la noche de la graduación pajeándome en mi cuarto con el porno de la Red. ¿No es patético?

Una lágrima corrió por su cara.

—Me gustaría tener una vida de verdad. Lo único que hago es leer, ver la tele, jugar al ordenador e ir a la universidad. Me gustaría tener una vida normal, amigos, y una chica a la que le gustara y no creyera que soy un

friki. No creo que sea mucho pedir.

La expresión de Kim era triste a la vez que comprensiva.

—Sé cómo te sientes.

Oscar se rió, pero el sonido fue cruel y amargo.

—¿Y cómo ibas a saberlo? Eres guapa. Me apuesto a que tenías cita para el baile de graduación.

—Seguro que te sorprenderías, Oscar.

—¿Y qué es lo que le pides a la vida, Kim? —inquirí—. ¿Qué es lo que deseas?

—Me gustaría encontrar un chico majo. Solo eso. Un buen chico que me escuchara y al que le interesara lo que digo. Uno al que le gustara mi gata y me demostrara que le importo. Eso es lo único que necesitaría para ser feliz.

—Te presentaría a John, pero está algo indispuesto. Habrá que esperar a que se despierte. Es un buen hombre.

Me reí, tal vez demasiado, y golpeé con delicadeza la mano de John.

—Tommy. —La voz de Roy era suave, y hablaba despacio.

—¿Sí? ¿Qué pasa, Roy?

—Tommy…

—¿Qué pasa, señor Kirby?

—Tommy… Hijo. Creo que tu amigo está muerto.

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