Terminal

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—No bromees con esas cosas, Roy. Será mejor que no vuelvas a hacerlo.

—John se ha muerto, Tommy —repitió.

—¿Por qué insistes, tío? ¿Por qué me quieres dar por culo con el tema?

Escuché el tono desesperado de mi voz y me odié por ello. Traté de eliminarlo, pero lo único que logré fue intensificarlo aún más.

—No respira, Tommy. Lleva así un rato. Lo siento, pero es verdad. Tu amigo nos ha dejado. Se ha muerto. Compruébalo por ti mismo, hijo.

—Cierra la puta boca, viejo capullo. ¡Cierra el puto pico ahora mismo!

—Tommy…

—No está muerto. No sabes una mierda, tío. No tienes ni puta idea.

—¡Míralo, Tommy!

—¡No! ¡Para de una vez! —Míralo.

—¡¡He dicho que no!!

Sin siquiera pensar en ello levanté la pistola y le apunté. Todos boquearon y se echaron hacia atrás, aplastándose contra el muro en un intento por esconderse los unos detrás de los otros. Kim sollozó. Sharon y Dugan se encogieron de miedo al mismo tiempo. Oscar dejó escapar un chillido de miedo. Solo Sheila se mantuvo en su sitio. Inclinó la cabeza y escuchó algo que Benjy le susurró al oído. Después me miró con cara seria.

—Tommy, Benjy dice que compruebes su pulso.

—No necesito hacerlo. Está vivo.

—No respira. —Roy probó suerte otra vez—. Se acabó. ¿Cuántas personas más tienen que morir para que nos dejes ir, Tommy? ¿Quién será el siguiente? ¿Yo? ¿Kim? ¿El niño?

—¡No empieces con ese rollo de mierda! ¡Te dije antes que lo dejaras!

—Su pecho no se mueve. ¿Qué crees que significa eso, Tommy? ¿Que duerme? Claro que no. Está muerto.

Ahora fue Sheila quien interrumpió a Roy.

—Cállese un momento, señor Kirby. Tommy, por favor, hazlo.

Antes de poder replicar, un ataque de tos se cebó con mi pecho. Babas y flemas sanguinolentas brotaron de mi boca y cayeron sobre la camisa de John, mezclándose así con la suya. Su brillantez y frescura contrastaba con las manchas secas y oscuras.

—Tommy, tómale el pulso.

Los miré a ambos, madre e hijo. Parecían tan seguros, tan apremiantes…

—Por favor, señor Tommy —rogó Benjy—. No le queda mucho tiempo para ver a Jesús. La luz viene. Ahora es solo un puntito, pero se va haciendo más grande.

Había algo en la voz de Benjy, una honestidad que solo un niño podía transmitir, que me obligó a calmarme. Si tienes hijos sabrás de lo que hablo. Contemplé aquellos enormes e inocentes ojos marrones, ojos que deberían haber estado mirando dibujos animados y no la cámara acorazada donde lo reteníamos, y mi corazón se partió en dos.

El pecho de John no se movía bajo mi mano. Era probable que llevara así un rato, aunque no me había percatado de ello.

—Es mi mejor amigo —sollocé—. Crecimos juntos, joder. Lo conozco desde que éramos críos. No es justo que termine así. Se supone que las cosas no iban a salir así. Siempre me he preocupado por él y lo he sacado de los líos en que se ha metido. Y ahora lo único que puedo hacer es mirar…

Benjy empujó los pies contra Sheila y se deslizó hasta mí.

—No está muerto aún, señor Tommy.

Me encorvé y apreté los labios contra la fría frente de John. Estaba casi congelada. Un débil hálito de aire, tan ligero que casi resultaba imposible de percibir, escapó de entre los labios. De inmediato puse los dedos contra su garganta.

—Respira. Muy débil… Pero su corazón no se mueve. Aún respira pero no le encuentro el pulso.

Sentí un débil revoloteo bajo los dedos y luego nada. Comprobé si respiraba, pero lo único que le salió de la boca fue un chorrito de sangre.

—¡Dios santo! ¡Vamos John, respira! —Frustrado, le golpeé el pecho—. Respira, tío.

—Señor Tommy, lo puedo ayudar, pero tiene que ser ahora. Casi ha llegado a Jesús. Está de camino. La luz se hace más brillante.

¡Está de camino! ¡Cuidado! ¡Jesucristo, ahí va! ¡Y lo hace a un ritmo imparable!

—¡Señor Tommy!

Sacudí la cabeza en un intento por despejarme.

—No puedo, Benjy. Si Sherm vuelve y estás con las manos desatadas…

—Entonces tendrás que entretenerlo —insistió Sheila—. Benjy solo necesita un par de minutos.

—Haz lo que dice, Tommy —dijo Roy—. Todos sabemos de lo que el chico es capaz. Yo mismo lo he experimentado y sé que tú lo has visto. Lo crees, aunque digas lo contrario. Y aunque no lo hicieras, ¿no vale el intento la vida de tu amigo?

La cara de John había perdido el color. Su piel me recordaba a la nieve.

Me ve…

Un invierno, cuando teníamos diez años, la escuela cerró a causa de una tormenta la noche anterior. John y yo pasamos el día con otros niños y nos dedicamos a deslizarnos ladera abajo por la colina enorme que se elevaba a las afueras de la ciudad, la misma colina a la que fui el mismo día que me diagnosticaron el cáncer. A los pies de la colina había una tira de hierba cubierta con botellas de cerveza y bolsas de comida rápida, y más allá, la carretera que llevaba desde Hanover a Spring Grove. No se trataba de una carretera principal, pero siempre había tráfico. Los camioneros la utilizaban como atajo entre las ciudades, en lugar de usar la autopista.

La tormenta había cubierto la colina con una capa de nieve de casi cinco centímetros de espesor, así que se había convertido en una gran montaña de hielo sólido. Los niños bajaban por ella a una velocidad de vértigo, y en el último momento desviaban los trineos para evitar ir a parar a la carretera. Todos excepto John…

Lo hizo por una apuesta. Una apuesta estúpida. Richie Wagaman lo había llamado maricón. Le dijo que no tenía las pelotas para cruzar la carretera y pasar al campo del otro lado sin mirar. Rich se apostó una cinta de House of Pain (por aquel entonces, House of Pain eran la leche). John bajó por la colina, echó un vistazo a la carretera, vio que no había tráfico y aceptó la apuesta. Yo traté de razonar con él, pero, a diferencia de lo habitual, esta vez no quiso escucharme. Contempló a Richie y sus amigos, que formaban un corrillo y lo llamaban maricón. No paraban de reírse y le decían a toda chica que pasaba cerca que era un gallina.

Lo siguiente que supe es que John corrió hacia el borde de la cima, lanzó el trineo, saltó sobre él (aterrizó sobre la tripa) y se deslizó por la colina como un tren de mercancías. Los niños vitoreaban y chillaban… y entonces, en ese momento, todos escuchamos el inquietante sonido de la bocina de un camión.

Los vehículos del Departamento de Transporte habían cubierto las carreteras con ceniza y sal, pero lo único que habían conseguido era volver la calzada aún más resbaladiza. Hubo un siseo cuando los frenos trataron de parar el camión, y la parte trasera de este comenzó a deslizarse de un lado a otro de la carretera. Quise gritar, pero el chillido se quedó pegado a la garganta mientras John seguía disparado por la hierba en dirección al camión descontrolado. El tiempo pareció detenerse entonces, como había hecho la mañana del atraco. El camión continuó su camino, John cruzó la carretera como un relámpago y el vehículo patinó y se chocó contra un pequeño montículo de nieve, lo que hizo volar por los aires cenizas, nieve marrón y suciedad. La nube formada lo oscureció todo y un silencio mortal se extendió por la colina.

La nube se aposentó y el camionero salió de la cabina, ileso pero agitando el puño con furia. No había ni rastro de John.

Y entonces lo vimos, cuando se desmontó del trineo y nos saludó con la mano desde el otro lado de la carretera. Nunca olvidaré la forma en que mi pánico se disolvió y lo contento que me puse al verlo en aquel instante. De verlo vivo… allí, en la nieve.

Vivo…

Supe lo que tenía que hacer.

—Benjy, ven aquí.

Se deslizó hacia mí. Su mirada era apremiante.

—¿Cómo puedes… hacer que se sienta bien? ¿Qué necesitas?

—Tocarlo, señor Tommy. Tengo que poner las manos donde el otro hombre le disparó.

El mero pensamiento de las manos de Benjy tocando el amasijo sangriento hizo que el estómago se me revolviera. Sin mencionar la idea de lo que Sherm haría si volvía y nos pillaba.

—¿No le puedes tocar con la cabeza, los pies o algo? ¿Con la frente no te vale?

—No, señor Tommy. Ha de ser con las manos. No sé la razón, pero así es como funciona.

Tomé aire, miré a John y me centré en Benjy.

—De acuerdo. Voy a desatarte las muñecas. Pero Benjy, me tienes que prometer que no intentarás huir. Si lo haces, no sé de lo que Sherm sería capaz. Se enfadaría mucho, mucho, y no queremos que eso pase. Estabas en lo cierto con él. Está enfermo. No quiero que la tome con tu madre ni con ninguno de los que estamos aquí. Así que no te escapes, ¿vale?

—De acuerdo —asintió—. Lo prometo, señor Tommy. Solo quiero ayudar. Se me da bien.

—Muy bien —accedí—. Estate quieto. Te va a doler un poco.

Retiré la cinta de las muñecas con todo el cuidado posible. Apretó los dientes porque le dolía, pero no dijo ni una palabra. T. J. hubiera hecho lo mismo. Se frotó las muñecas y me guiñó el ojo, como si tratara de reconfortarme. Pareció un tanto absurdo: el niño reconfortando al atracador que mantenía a su madre como rehén. Pero lo cierto es que lo consiguió. Tal vez formara parte de su poder, que no solo consistiera en curar a la gente, sino también en hacerlos sentir mejor en general. Entonces se arrodilló sobre John y colocó las manos sobre la herida.

—Haré que se mejore.

—Lo sé —susurré—. Creo en ti.

Y no mentía. Creía en él. Por primera vez en mi vida, creía en algo más aparte que en mi mujer y en mi hijo. Le había exigido a Dios que me lo demostrara. Había esperado que lo hiciera de manera inmediata, pero esto se acercaba más a su estilo.

Mientras que Benjy se ponía manos a la obra, repté hasta la puerta de la cámara acorazada y escuché. No se oía nada. Pensé de nuevo en el extraño golpeteo amortiguado de antes y me pregunté qué es lo que sería. En ese momento caí en la cuenta de que no habíamos tenido noticias ni de Keith ni de Lucas desde que Sherm se los llevara. Keith estaba al otro lado del pasillo. Resultaba raro no haberlo oído ni una sola vez. ¿Y dónde estaba Sherm? Pegué la cabeza contra la esquina con la esperanza de captar algún ruido, pero lo único que percibí fue la sangre zumbándome en los oídos. ¿Qué demonios pasaba?

Como si alguien contestara a mi pregunta, escuché el débil pero inconfundible sonido del orín caer sobre el agua del retrete, seguido poco después por un largo pedo. Al menos ahora sabía dónde estaba Sherm y lo que estaba haciendo. Pero entonces recordé la conversación de antes. Sherm me había comentado que había encerrado a Lucas en el baño y que había bloqueado la cerradura con pegamento. Entonces, ¿era el repartidor o Sherm el que estaba en el baño? No había forma de asegurarse. ¿Me había mentido Sherm? Y si lo había hecho, ¿por qué?

Miré por encima del hombro. Benjy tenía los ojos cerrados y se mecía de atrás adelante, sin alejar las manos del agujero de entrada de la bala. Los otros tenían la cabeza inclinada hacia delante, centrados en el chico y fascinados por lo que presenciaban.

No sabía muy bien qué esperaban. Tal vez habíamos visto demasiadas pelis o leído demasiadas novelas. No hubo brillos, ni calor, ni un destello cegador de luz blanca. No sonaron trompetas ni aparecieron coros delante de nosotros. Solo ocurrió una cosa: el pecho de John volvió a moverse de forma constante. Su respiración sonaba brusca, pero los pulmones volvían a funcionarle, y eso era lo que importaba.

Tenía la prueba que había exigido. Creía.

Y bajo la luz de esa nueva creencia, me sentía alborozado y aterrorizado al mismo tiempo.

—Jesús… —masculló Oscar.

—Esto… Nunca había visto algo así —susurró Kim.

Al final del pasillo, alguien tiró del agua en el baño. Quienquiera que fuese, Sherm o Lucas, estaba a punto de acabar. Sin perder tiempo, agarré el trozo de cinta con el que Benjy había estado atado antes, formé con él una pelota y me la guardé en el bolsillo.

—Sharon, solo hay un baño en el banco, ¿no?

No despegaba los ojos de Benjy y John.

—Mmmm, sí. El que está al fondo del pasillo. Es la cuarta puerta pasada la oficina de Keith, la que está al lado del armario de la limpieza. Nada más.

—Es lo que pensaba. De acuerdo, escuchadme todos con atención. No podemos dejar que Sherm se entere de esto. Se armará una buena si se entera de que he desatado a Benjy. Y lo que es peor, no sé lo que haría de enterarse de los poderes de Benjy. Bueno, eso si llega a creérselo.

—¿Crees que usaría al chiquillo para negociar con él? —preguntó Roy, sin dejar de mirar el milagro que se había obrado delante de sus ojos.

—Es una posibilidad. Joder, es más que eso. Voy a entretener a Sherm. Le he dejado poner todo esto patas arriba y ya es hora de recuperar la cordura. Estad atentos pero manteneos callados, por lo que más queráis. Si no consigo que se quede en la habitación, empezaré a toser muy alto. Si lo oís, volved a vuestras posiciones. Sheila, si eso ocurriera, tienes que hacer lo posible para mantener las manos de Benjy ocultas. ¿Alguna pregunta?

Todos negaron a la vez, excepto Benjy.

—¿Qué pasa, colega?

No respondió. Siguió apretando. Capté algo entre los dedos, algo parecido a una gasa de color carne. Era como si la piel de John se estuviera regenerando, tejiéndose a sí misma como si fueran hebras de tela de araña.

—No te puede oír cuando está así —explicó Sheila—. Entra en trance o algo parecido. Pero me aseguraré de hacer lo que has dicho.

—Vale.

La respiración de John era audible para entonces, y también más regular.

Quería quedarme y mirar, lo deseaba más que cualquier otra cosa, pero no podía. Así que inhalé con energía, hasta que mis pulmones se quejaron, y caminé hacia el pasillo. Me sentí indefenso, inerme. La placa de la oficina de Charlie Strauser apareció en mi mente.

—He salido para encontrarme a mí mismo —susurré—. Si no estoy aquí cuando me necesites, aguarda hasta que regrese. —Después, más bajito aún, añadí—: Paz.

La puerta de la oficina de Keith estaba cerrada. Había una ventanita en la puerta; las luces del interior estaban apagadas. Sabía que Sherm las había apagado y que no era la poli quien nos había cortado la luz, porque las luces del recibidor y de la cámara acorazada seguían funcionando. Me volví y miré hacia atrás. A partir de este momento, incluso si Sherm se situaba justo enfrente de la cámara acorazada, John y Benjy quedarían ocultos a la vista, ya que estaban detrás de la esquina.

Me detuve y escuché. En el baño, alguien se lavaba las manos. Fuera, los policías se llamaban los unos a los otros y sus radios crujían con órdenes y nuevos datos. Parte de mí quería volverse a la izquierda, ir hacia el recibidor, atravesar la puerta y encarar los cañones de cien rifles. Igual disparaban, igual no. ¿Importaba? Ya estaba muerto. Había visto el poder de Benjy y sabía que funcionaba. Pero si Benjy me curaba, sin Michelle y T. J. a mi lado estaría muerto por dentro.

La puerta del baño se abrió y Sherm salió por ella con el .357 agarrado en la mano. Pegó un respingo cuando me vio, y me percaté de algo que yacía tirado tras él, en el baño cubierto de sombras. Antes de distinguir lo que era, levantó la pistola y me apuntó. Grité y levanté las manos.

—¡Cálmate, Sherm! Hostia, tío, que soy yo.

—¡Joder, Tommy! —Bajó la pistola, aún nervioso—. Casi te disparo. ¿Qué coño haces?

—Quería ver qué ocurría y charlar.

—Estaba plantando un pino, colega. Mejor será que no entres en un buen rato.

—Gracias por el consejo. No lo haré.

—Habrán sido las judías recalentadas de la noche pasada… O puede que el tequila.

—¿Dónde anda Lucas?

—¿Quién? —Se agitó de nuevo, aunque trató de ocultar su sorpresa.

—El repartidor. El tío del agua. Antes dijiste que lo habías encerrado en el baño, Sherm. ¿Cómo has entrado tú, entonces?

—Oh, ese. El tío del agua. Sí. Cuando fui a entrar en el baño lo encerré en el armario de la limpieza. Está bien, capullo. Tranqui. No le he hecho daño.

Elegí mis palabras con cuidado.

—Pero me dijiste que habías llenado la cerradura con pegamento después de meterlo aquí. ¿Cómo has abierto la puerta?

—Supongo que no lo hice tan bien como pensé.

—Oh. —Mentía, y lo sabía. Aunque no sabía el porqué.

Avanzó hacia mí. Sus pies no parecían tocar la alfombra. Apestaba. A sudor rancio, a sobaco y a tabaco, junto con un toque de cordita.

—¿Entonces qué pasa? —pregunté.

—Acabo de hablar con el negociador. El mismo soplapollas que jugaba con el megáfono: Ramírez. ¿Por qué son tan simpáticos esos imbéciles? Se comportan como si fueran el mejor colega del mundo y como si tu única posibilidad de sobrevivir fuera la de hacerles caso. Pretenden estar muy interesados en tu puto bienestar, y en realidad lo único que quieren es que dejes escapar a los rehenes para entrar a saco y volarte el culo para luego salir en las noticias de las cinco. Dios, cómo me jode. Por eso es por lo que esperaba que los tíos del equipo de respuesta rápida trajeran otro negociador. Solo por una vez, me gustaría hablar con un negociador honesto.

—¿A qué te refieres con «solo por una vez»?

Me guiñó el ojo.

—Nada. Solo bromeaba. No te preocupes. De todas formas, los polis estarán ocupados por ahora No vamos a conseguir que se alejen del camión, así que les hice llegar una lista de exigencias que no puedes ni imaginar. Aún piensan que somos más de los que en realidad somos. Así que, mientras siguen indagando, vamos a divertirnos un poco con nuestros invitados.

—Tenemos que hablar primero —dije, y me coloqué enfrente de la puerta de la cámara acorazada—. Sin que ellos nos oigan.

—Entonces vamos ahí dentro —señaló a la oficina de Keith. Luego alzó la voz y les gritó a los otros—. ¡Escuchad! Vamos a la habitación de al lado un rato. Si cualquiera intenta largarse, que recuerde que estamos al final del pasillo. Moriríais antes de dar el tercer paso.

—Sí, señor —respondió Roy—. Es usted el que está al mando.

—Exacto. Y mejor que lo recuerdes, viejo.

—No intentaremos nada —le aseguró Sharon.

Hubo un murmullo de asentimientos por parte de los demás.

—Después de ti. —Traté de sonreír, pero me salió muy forzado.

—¿Estás bien, tío?

—Sí. Es solo que el cáncer me está comiendo el puto estómago. Duele un montón, es como si hubiera bebido ácido o algo así. Cada vez que eructo me abraso la garganta.

—Menuda putada.

Abrió la puerta de la oficina y encendió la luz. Detrás de nosotros, oculto a la vista en la cámara acorazada, John tosió.

—¿Cómo está? —preguntó Sherm mientras entraba en la oficina.

—Aún está helado. Dugan dice que puede que no despierte.

En la cámara acorazada, oí de repente la voz de John murmurar: «¿Qué… qué pasa? ¿Dónde están Tommy y Sherm? ¿Quién eres tú?».

Sherm se dio la vuelta.

—¿Decías?

—Nada. —Sacudí la cabeza. El corazón me latía a mil por hora—. Habrá sido Martha. No dejaba de hablar de Dios y toda esa mierda. Es una fanática plasta.

—Sí, ya me he dado cuenta.

Lo seguí dentro de la oficina y dejé la puerta entreabierta, por si acaso alguno de ellos intentara correr. La habitación era pequeña y carecía de ventanas. Había una percha, una palmera anoréxica en una maceta y unos cuantos cuadros de flores en la pared. Una enorme mesa de despacho dominaba uno de los lados de la oficina, y la silla de cuero de detrás de ella yacía tirada en el suelo. Las ruedas metálicas sobresalían por encima de la esquina de la mesa. Al otro lado de la misma había una silla más. Ni rastro de Keith, solo una foto suya delante del monumento a Washington, encima de la mesa. Le echaba por encima el brazo a una mujer sonriente y los acompañaban dos niños. El .38 que Sherm le había quitado a Mac Davis descansaba en la mesa, al lado de la foto.

—¿Qué es lo que pasa? ¿De qué quieres hablar?

—Dímelo tú, Sherm. John no está nada bien, tío. ¿Te han dicho algo de la ambulancia?

—Sí, pero nada que quieras oír. No enviarán ninguna. Se lo he pedido pero se niegan. Putos polis.

—¿Les dijiste que John era uno de nosotros o que se trataba de un rehén herido?

—Un rehén, colega. Pero ni aun así.

—¿Por qué? —le solté de sopetón. Sabía que no importaba, sabía que justo en ese momento se estaba poniendo bien. Pero tenía que distraer a Sherm.

Se encogió de hombros, sin responder.

—Vamos, Sherm. ¿Qué es lo que te han dicho?

Se volvió a encoger de hombros, parpadeó y supe que mentía de nuevo. Ni siquiera se lo había dicho a los policías.

—Sherm…

—¿Qué hostias haces, Tommy?

Lo empujé a un lado, rodeé la mesa y alcancé el teléfono. Sherm me agarró del bazo y trató de tirar de mí. El teléfono se me escurrió de la mano y empujé a Sherm para cogerlo.

Entonces encontré a Keith.

Tiras de cinta aislante le cubrían la nariz y la boca. Tenía la cara morada y los ojos se le salían de las órbitas. Las diminutas venas que los surcaban habían reventado, y los globos oculares aparecían inyectados en sangre. Los pies habían dejado marcas de las esposas en la pared y la mesa, allí donde habían golpeado en lo que habían sido los estertores de muerte. Recordé aquel sonido amortiguado y jadeé, horrorizado.

—Este hijo de puta trató de gritar a los polis mientras hablaba con ellos por teléfono —explicó—. Le pasé el aparato para que verificara lo que había dicho pero lo que hizo fue empezar a cantarlo todo. Estuvo a punto de revelarles el auténtico número de atracadores, y que John estaba herido. Así que le puse un trozo de cinta aislante en la boca, para mantenerlo callado. Pero ni así cerró el pico. Así que le tapé la nariz con más cinta. Me imaginé que así aprendería la lección… se lo haría pasar mal un par de minutos y luego le quitaría la cinta. Pero el hijo de perra se murió antes. Deberías haberlo visto, colega. Pateaba y se resistía como un cabrón. Por un momento pensé que la cabeza le iba a explotar.

—¿Por eso lo mataste?

—Era la única forma, Tommy. No podía dispararle. Como tú mismo dijiste antes, si los polis oían otro disparo, no tardarían en entrar a saco.

—Joder… Esto es una putada bien gorda, Sherm.

—No es culpa mía, tío. Ni con este ni con el otro.

—¿Ni con el otro? ¿De quién hablas? ¿De Lucas?

—Sí, Lucas, el repartidor. El tipo quiso largarse cuando le echábamos un ojo a su camión. Intentó deshacerse de mí a pesar de que le apuntaba a la nuca. No podía permitirlo, aunque la solución tampoco consistía en dispararle.

—Me aseguraste que estaba encerrado en el baño, Sherm. Dijiste que ya no sería un problema. ¿También me mentiste? ¿Lo mataste y no me comentaste nada?

—No te mentí. Solo no te conté toda la verdad. No quería que el resto de los rehenes se volviera loco.

—¿Y qué es lo que le ocurrió?

—Lo ahogué en el baño.

Me pasé la mano por la cara y suspiré.

—Lo mataste también. —No era una pregunta.

—Igual que a Keith. Tenía que hacerlo, tío. Pero hey, no te mentí. Te aseguré que no sería un problema y no lo fue. No me quedó otro remedio.

—No es a eso a lo que me refiero, Sherm.

Frunció el ceño. Se encogió de hombros y se encendió otro cigarro.

—No lo capto, colega. Entonces, ¿dónde cojones está el problema? Acordamos ser tipos duros desde el principio. ¿Por qué me puteas con esto?

—¿Por qué matarlo, Sherm? Hostia puta, tío. ¿Se te ha ido la pinza? ¿No puedes dejar de matar gente? ¿No se han puesto ya bastante mal las cosas de por sí como para empeorarlas?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, claro. Pero podrían empeorar, Tommy. Y mucho. Empiezo a pensar que no saldremos vivos de aquí, tío.

No conseguí mantener el tono neutro de mi voz y salté.

—Desde luego que no si sigues cargándote a gente. ¡Me cago en la madre que te parió, Sherm! ¿Cuánta gente ha de morir para que te tranquilices? Kelvin. El poli, Mac Davis.

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