Terminal

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Lucas. Keith. Puede que John. ¿Cuántos? ¿Cuántos tienes que matar? Necesitamos un puto plan, tío. ¿Qué coño vamos a hacer?

—¿En serio? Ya he estado pensando en ello.

—Claro que hablo en serio. ¿Cuál es el plan?

—Creo que deberíamos pasar un buen rato. Ya sabes. Aprovechar el tiempo que nos quede. Mira la chica esa, Kim. ¿Has visto el culo que tiene? Dios, me encantaría darle por detrás. ¿Y esas tetitas? Me dan ganas de mordisqueárselas.

Se lamió los labios y se acarició el paquete.

Agité la cabeza, disgustado.

—¿Ese es tu plan? ¿Petarte a Kim?

—¿Y qué vamos a hacer, si no?

—Nos rendiremos —sugerí—. Les diremos que John y tú solo erais cómplices. Yo me llevaré la peor parte. —Suena estúpido ahora, pero en aquel momento creí que sería la opción más sencilla, creía que dejarían libres a Sherm y John con solo un azote en el culo y un «no lo volváis a hacer».

—Que te jodan. Piensa que John y yo no vamos a morir de cáncer. ¿Crees que nos dejarán libres solo por eso? ¿Qué mierda te has estado fumando, Tommy? Lo más probable es que me condenen a la pena de muerte. Me meterán la inyección letal y luego me sentarán en la silla eléctrica para asegurarse. Y como ya te dije antes, incluso si Polla de Peluche sale vivo, le caerán al menos cuarenta y un meses. Saben que hay muertos. Ven a Kelvin y al madero muerto desde donde están. No nos quedan muchas opciones. No saldremos silbando de aquí.

—Vale. Entonces John y yo nos rendimos, y tú te quedas aquí y negocias lo que quieras.

Levantó la .357 y me apuntó.

—No, Tommy. Tienes que entenderme. Intentémoslo una vez más. No vamos a salir silbando de aquí.

Mi estómago se congeló y se revolvió. De manera automática, mi mano se fue en busca de mi propia arma. Solo entonces me di cuenta de que la había dejado en el suelo, al lado de John y Benjy. No la veía, pero sabía que en la mesa estaba la .38 del policía muerto. Pero si iba en su busca me dispararía antes de cogerla.

—Joder, Sherm…

—Recuerda quién ha planeado esta jodienda —me advirtió—. No podrías haber sacado esto adelante sin mí. ¿Y ahora quieres ir por tu cuenta?

—¿Qué vas a hacer, Sherm? ¿Vas a dispararme?

Acarició el gatillo, sonrió y luego se relajó.

—No, tío, no voy a dispararte. Estaba de coña. Pero quiero que te des cuenta de que no pensabas con claridad. Eso es justo lo que te hubiera estado esperando de haber salido sin más. Una bala. Una puta tormenta de plomo.

Dejé escapar el aire que había estado conteniendo.

—Mira —continuó—, sabemos los riesgos que corríamos cuando lo planeamos. Vas a morir de todas formas, eso es lo que dijiste. Y en cuanto a John… Hey, Polla de Peluche fue tan tonto como para unirse, a pesar de que le insistimos para que no lo hiciera. Así que no es culpa de nadie lo que le ha pasado, estas movidas ocurren. La vida es una mierda y luego te mueres. Esa es la regla, tío. No puedes hacer nada. Él tomó su decisión.

—¿Y qué pasa contigo, Sherm? ¿Qué es lo que te impulsó a unirte si sabías que podíamos acabar tan jodidos como lo estamos?

—Ya te lo conté antes, colega. Somos tíos. Estaba aburrido de Hanover. No he hecho nada divertido desde que estuve en Portland.

—O sea, que esto ya lo has hecho antes. ¿Y te parece divertido?

Su cara se tornó seria.

—Tommy, no tienes ni idea de lo que he hecho. Ni de las movidas en las que me he metido.

Me estremecí.

Sonrió.

—Y sí, esto es divertido. Y todo gira en torno a divertirse.

—No tiene ni puta gracia. Sherm.

—Tampoco la tiene rendirse. Al menos no para mí. ¿No estás de acuerdo?

Miré el cadáver ya rígido de Keith, y luego a la pistola que Sherm sostenía en la mano.

—Sí, claro, tío. Estoy de acuerdo.

—Vale. Pues vamos a empezar con la fiesta.

Salió por la puerta. Tosí, alto y fuerte, y esperé que los demás lo hubieran oído.

—¿Estás bien?

Me acaricié la garganta, actuando lo mejor que pude.

—Sí. Algo sediento, nada más. Tengo la garganta seca. Me encantaría beber algo.

—Hay refrescos en la oficina del fondo, aunque están calientes. ¿Quieres que te pille uno?

—Genial, tío. Gracias.

—De nada.

Antes de que nos moviéramos, los teléfonos comenzaron a sonar.

—Hostia —se quejó Sherm—. ¿Qué coño querrán ahora?

Sonaron otra vez. Y otra más.

—¿No lo vas a coger? —le pregunté.

—No, es el soplapollas de Ramírez, que quiere darme por culo un rato más.

Tres tonos más.

—No lo sé, Sherm. Igual es algo importante.

Cuatro más.

—Que les jodan.

Hubo un graznido proveniente del exterior, y entonces la voz del detective Ramírez se impuso por encima del molesto sonido de los teléfonos.

—¡Shady! ¡Shady, soy el detective Ramírez! Shady tienes que coger el teléfono. Tengo que hablar contigo sobre tus peticiones. Es importante. ¡Por favor, coge el teléfono!

Dos tonos más.

—¡Shady!

Sherm apretó los dientes.

—Joder, tío, espero tener la oportunidad de meterle un tiro a ese hijo de puta en la cara antes de que esto termine.

Agarró el teléfono y se lo acercó a la oreja.

—Soy Shady. ¿Qué coño quieres, Ramírez?

Sherm escuchó con atención.

—No sé de qué hablas, colega. ¿Te has estado fumando el

crack del almacén de pruebas, o algo?

Otra pausa.

—No, tío. Ya te he dicho cuál es mi nombre.

Una tercera pausa.

—No.

Poco a poco, los ojos de Sherm se abrieron de par en par.

—¿O'Brien? No lo he oído en mi vida.

Mi corazón estuvo a punto de salírseme.

—Ya te lo he dicho, Ramírez. No conozco a ningún Tommy O'Brien ni a su colega John. Claro que estoy siendo sincero contigo.

Comenzó a moverse. Primero se le marcó una vena en el cuello. Palpitaba y se agitaba como una serpiente que se retorciera. Luego su ojo parpadeó. Se sentó en la esquina de la mesa y empezó a mover la pierna de adelante atrás.

—Bueno, tal vez la puta esa esté loca. ¿Has llegado a pensarlo, detective?

Oh, no…

Sherm me miró de nuevo. Me señaló la silla y me la empujó con el pie.

—Seré sincero, Ramírez. Esa puta loca llama al nueve uno uno, le dice al telefonista que su marido y dos de sus amigos son los que han ido a robar el banco y que uno de sus amigos está herido, y que eso lo sabe porque su marido la ha llamado desde dentro. ¿Eso es lo que me estás contando? Suena como una puta trola. ¿Quién va llamar si tenéis las líneas controladas? ¿A qué juegas?

Michelle. Michelle había llamado a la policía después de que yo colgara el teléfono. Se había puesto nerviosa, histérica. Y en tal estado lo había contado todo, había dado nuestros nombres, les había rogado que le dijeran que no era cierto porque su marido nunca antes le había mentido y no había forma alguna de que se hubiera visto involucrado en una cosa así.

Sin siquiera darse cuenta, mi propia esposa había dejado caer la espada de Damocles sobre nosotros.

Y ahora estaba jodido. Todos lo estábamos. Porque Sherm estaba jodido, y eso significaba que iba a joder a los demás.

—¿Portland? —ladró Sherm al teléfono—. ¿Qué es lo que le pasa? Nunca he vivido allí. Yo soy de la costa Este de toda la vida, tío.

Una pausa. Sherm comenzó a dar golpecitos con la pistola contra la pierna.

—¿Tampa? No, tampoco he ido a Tampa. Te lo aseguro, Ramírez, das palos de ciego, capullo.

Bowwow, yippee-yo, ¿sabes?

Una pausa aún más larga.

—¡Me importa una mierda los faxes que te estén enviando!

Faxea esto, hijo de puta…

Una pausa mucho más larga. El tiempo pareció ir a cámara lenta.

—¿San Francisco? Mierda. Te diré una cosa, Ramírez: estoy impresionado. ¿Cómo habéis encontrado eso? Creí que nadie lo sabía.

»Sí. Ajá. Mira, dame quince minutos, necesito hablar esto con Tommy y John. No, no voy a intentar joderte, tío. ¿No he sido franco contigo hasta ahora? Bueno, vale, no sobre los nombres y esas mierdas, pero no he matado a nadie. Los rehenes siguen vivos y coleando. Danos otros quince minutos. Eso es lo único que te pido. Déjanos decidir cómo nos vamos a rendir y esas cosas. Luego nos puedes poner las esposas y hacerte el héroe. Ya sabes, hacerte la foto para el periódico y las noticias.

Mis ojos se abrieron de par en par. Sherm giró la pistola hacia sí y observó el cañón.

—¡No, no, no, no, no! Ningún puto gesto de buena fe. No voy a soltar a ningún rehén antes. Quince minutos. Voy a colgar. Tú verás si sigues con tus paranoias o me llamas antes de que el tiempo se acabe. ¿Me entiendes? Hasta que nos rindamos, sigo al mando en el banco, hijo de puta. ¿Sí o sí?

Colgó el teléfono con un golpe y contempló el arma.

Cerré los ojos y suspiré.

—Sherm. Yo…

—Cierra la boca, Tommy. Cierra la puta boca.

Su voz sonaba cansada, plana. Vencida. Nunca antes la había oído así, y creo que eso fue lo que más me asustó.

Sacudió la cabeza con tristeza.

—Mierda, Tommy. Tenías que llamar a Michelle.

—Sí —admití. No tenía sentido negarlo—. Tenía que hacerlo.

—¿Cómo lo hiciste?

—Guardé el teléfono de Lucas en el bolsillo porque no sabía qué hacer con él. Cuando te marchaste, la llamé.

Colocó la pistola sobre la mesa, pero la mantuvo en la mano. El cañón me apuntaba. El agujero me pareció enorme, mayor de lo que recordaba. La .38 del poli muerto estaba al lado. Ambas fuera de mi alcance.

—¿Por qué? Es lo único que quiero saber, tío. ¿Por qué hiciste algo tan estúpido como eso?

—Porque es mi esposa, tío. Porque la quiero. Se lo debo, ¿sabes?

—No, no lo sé. Lo que sé es que ha sido una acción tan estúpida que ni al mismo Polla de Peluche se le hubiera ocurrido.

Vi en su rostro que era cierto que no lo sabía, y que nunca lo haría. Sherm nunca lo comprendería. ¿Cómo explicarle el amor a un hombre como él? ¿Recuerdas cuando te dije que todas las mujeres querían curarlo porque pensaban que estaba herido, pero que él quería que lo dejaran en paz? Bueno, pues eso estaba en su naturaleza.

—¿Quieres… quieres decirme por qué has sido tan estúpido?

Su voz siguió sin transmitir emoción alguna.

—Porque ahora lo saben todo, Tommy. Ahora lo saben. Saben que solo somos tres. Saben que Polla de Peluche está herido. Saben nuestros nombres, nuestros historiales, nuestros… Lo saben todo. Les da ventaja. Estamos jodidos.

—Lo siento, Sherm. No soportaba tener que mentirle, tío. Lo siento de verdad.

—Lo sé —se encogió de hombros—, pero no es que eso ayude mucho ahora ¿no crees?

—No, supongo que no.

El silencio pendió sobre la sala un instante, y luego volví a probar suerte.

—¿De qué hablaba el negociador? ¿De Tampa y San Francisco? ¿Qué pasó allí?

—Nada. Todo. Como ya te he dicho, ahora lo saben. Pero ya no importa. ¿Sigues teniendo el teléfono?

—Sí. Lo guardo en el bolsillo.

—Genial. Dámelo.

Extendió la mano que tenía libre. La otra siguió sujetando la pistola.

Lo busqué dentro del bolsillo y se lo alargué. Las manos me resbalaban a causa del sudor.

—Gracias. —Lo estudió con detenimiento—. Bonito teléfono. ¿Es uno de los caros?

Con un súbito arranque de rabia, lo lanzó por los aires. Impactó contra la pared y cayó al suelo; la carcasa se rompió. Di un respingo, pero conseguí no levantarme del todo del asiento.

—Solo quiero saber una cosa, Tommy.

—¿Qué?

—¿Ha valido la pena, hablar con Michelle? ¿Oír su voz? ¿Ha valido la puta pena?

No dudé ni por un segundo, pero mi voz fue poco más que un susurro.

—Sí. Sí, Sherm, valió la pena.

—Vale.

Levantó la cabeza, me miró a los ojos y sonrió.

—¿Qué… qué pasa?

Su sonrisa se agrandó.

—Tratarán de hacerse una idea más precisa de lo que pasa aquí, comprobar cuál es la situación. Quizá traten de meter una cámara dentro, tal vez una de esas unidades robóticas que cuentan con una pértiga telescópica o algo así. Nos quedan quince minutos. Luego, la suerte estará echada.

—¿Y entonces qué hacemos?

Su conducta volvió a cambiar. Una vez más su tono volvía a sonar animado y amistoso…, como mi colega Sherm, que nunca me apuntaría con una pistola ni tampoco tenía una vida secreta de la que yo no sabía nada.

—Seguiremos mi plan, capullo. Nos divertiremos. ¿Aún tienes sed?

—En, claro. Sí, me tomaría algo.

—Te pillaré un refresco, echaré un ojo y me aseguraré de que todo está bien. Luego empezaremos.

—¿Empezar el qué?

—La fiesta, tío. Empezaremos con la fiesta.

Con un guiño, agarró la pistola y saltó de la mesa. Me dio la espalda, salió de la oficina y volvió a la izquierda en el pasillo.

Quince minutos. Pero si Sherm averiguaba lo de Benjy, John y demás, íbamos a estar jodidos mucho antes.

La .38 del poli muerto me miró con ojos ansiosos.

La cogí, la metí debajo de la camisa y me apresuré hacia la cámara acorazada.

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