Taxi

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Estaba parado frente al New Ramses College, en la calle Ahmad Lutfi Al Sayed, donde también se encuentra el colegio de mis hijos. La calle estaba saturada y había un gran número de autobuses públicos lanzándome a la cara toneladas de desperdicios de los tubos de escape. Estuve a punto de ahogarme de la cantidad de contaminación que me rodeaba. Me estaba preguntando qué estaba haciendo mi querido El Cairo con los pulmones de mis hijos, cuando vi un taxi que se me acercaba y que se detuvo con alegría al haber dado con un cliente. Me subí sin precisarle a dónde me dirigía, que es lo que dicta la costumbre. Él estaba fumando y el humo me daba en la cara.

Esa serpiente en forma de humareda que reptaba en el aire en dirección a mis pulmones era insoportable. Mis pulmones mandaron un mensaje de alarma al cerebro en un tono muy hostil para que actuase de inmediato y detuviese como fuera la silenciosa danza de humo. Reflexioné un poco y llegué a la conclusión de que, si le pedía con educación que apagara el cigarro por consideración hacia mi pecho, rechazaría mi petición con altivez, así que decidí intentarlo poniendo tono rudo, con la esperanza de que se imaginara de inmediato que era policía, se sintiera intimidado por mi poder y tirara el cigarrillo.

—¡Tira ese cigarro! Suficiente tengo con respirar esta mierda —le espeté con voz severa.

Me escudriñó. Colocó mi cara en una mano, la de un policía en la otra y sopesó las dos de acuerdo con su criterio. Acto seguido, tiró el cigarro por la ventana. En ese momento, me di cuenta de que mi cara podía pasar por la de un policía.

—Ve a Aguza —le ordené continuando con mi papel de chico duro.

—Enseguida.

Sabía que si pronunciaba aunque sólo fuera una palabra, se descubriría todo el entramado y el conductor volvería a fumar, por lo que opté por permanecer en silencio.

—Lo que usted mande. Le voy a contar algo —me propuso.

—Adelante.

—Estuve trabajando para un millonario y tenía un sueldo de setecientas libras al mes, aparte de regalos, ropa y dinero extra en fiestas, además de otras cosas. Dejé esa buena vida porque tenía prohibido fumar. Ahora soy taxista, trabajo todo el día rompiéndome los lomos para ser libre y fumar a mis anchas. Pero, por ser usted, he tirado el cigarro; era un Marlboro, por cierto.

—Sobrevivirás.

—Yo empecé a fumar ya de mayor, en secundaria o así. Después estuve en el ejército del 73 al 76. Por esa época, nos daban los cigarros gratis: cada soldado tenía una cajetilla al día; todo este tabaco estaba subvencionado por Gaddafi, de Libia para los combatientes egipcios. Antes del ejército no solía fumar mucho, un pitillo de vez en cuando. Cuando estaba en secundaria, mi familia no sabía que yo fumaba, y cuando dejé el ejército la cajetilla de Marlboro estaba a cuarenta y tres piastras y media, mientras que el egipcio oscilaba entre quince y veinte piastras; fue entonces cuando me enganché al Marlboro. Ahora cuesta siete libras y media, y el Cleopatra dos y media; es una faena pero ¿qué quiere que le haga?, es mi vicio.

Y empalmó con otro relato sin dejar que yo respondiera:

—Voy a contarle una historia rarísima: soy de Assyut, y cuando mi familia me dijo que bastaba ya, que me casara, les contesté que vale, pero me dijeron que tenía que casarme con una de allí. Me llevaron ahí y fuimos a pedir la mano de la hija de un pariente. Yo, según las costumbres de El Cairo, llevé unos pasteles, aunque eso no es lo que se hace allí. Cuando aparecí con los pasteles se extrañaron, pero no sé por qué. No me sentía cómodo con la chica, no había química, así que me disculpé como pude y lo entendieron. Acabaron enviando los pasteles a mi tío, ya que mi padre llevaba años viviendo en El Cairo y no tenía casa allí. De vuelta, me encontré con mi prima en casa de mi tío. Surgió la química y nos atrajimos mutuamente. Mi familia no podía creerse que a los dos días ya estuviéramos leyendo la

fatiha[24]. Era una chica guapa que trabajaba allí como profesora en un colegio de primaria. Cuando volví a El Cairo estuve dándole vueltas a la cabeza: «Mira, si te casas vas a tener más gastos, y ahora no llegas ni a fin de mes. ¿De dónde vas a sacar para tabaco? ¿Y para hachís?». No se ofenda, señor, sólo nos liamos un canuto por semana. Estuve pensándolo y me di cuenta de que si me casaba, tendría que dejar el tabaco y los porros. Es lo que les ha pasado a los de mi alrededor. Así que volví a escondidas de mi familia, anulé el enlace y desde entonces no he vuelto a meterme en un marrón así. Soy libre, fumo lo que me apetece, me lío los porros que quiero y no debo nada a nadie.

Y terminó con una invitación:

—Coja un cigarrillo, hombre, que es un Marlboro; mire el paquete.

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