Taxi

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Las pirámides de Giza son las únicas de las Siete Maravillas del Mundo que todavía existen, modelos de esplendor y perfección, maravillosas y extrañas donde las haya.

Y ese taxista, Fuad, de gran altura y de cuerpo más delgado que una caña de azúcar, era uno de los siete taxistas maravillosos del mundo. Taxista, especialista en la Bolsa, hábil especulador, estrella de estrellas y foco de atención de familiares y amigos. A algunos de ellos les hizo ricos en cuestión de días y estaba ojo avizor —tal y como lo dijo él— a cualquier cambio en las acciones. El mundo de la Bolsa y el movimiento de las acciones era su primer mundo; el taxi era el segundo.

—La bolsa no es una ventura sino una aventura, y eso que sólo hay una letra de diferencia. Ya sabe, una vez que se ha probado, es imposible dejarla. Quitarse es mucho más difícil que dejar el tabaco —me explicó el chófer.

—Bueno, pues ¿por qué no se dedica a ello? Quien mucho abarca poco aprieta.

—Yo tengo cabeza para una sola cosa: la Bolsa; para conducir taxis no hace falta tener cabeza, tan sólo experiencia, y yo la tengo. Además, el taxi lo llevo en la sangre, es mi oficio, me da de comer y encima este coche es mío, no es alquilado. El dinero que gano en la Bolsa es como para el postre. El taxi es lo que da el dinero para comer y, si no hay dinero, tiro del postre. Bueno, aunque el postre es lo de menos, lo importante es poder comer, y si hay postre, pues mejor. La Bolsa no es algo garantizado, puede que un día estés en lo más alto y al siguiente te pegues el batacazo.

Y continuó:

—Yo, por ejemplo, juego con dinero de veinte personas, entre familiares y amigos. Hace tiempo cogí de ellos una cantidad y desde entonces nos reunimos en un café y les cuento lo que pretendo hacer. Después viene la confianza. Me dejan dinero sin recibís ni nada. Lo más importante es la confianza, la cuenta de la correduría está sólo a mi nombre.

—¿A qué te refieres con lo de la cuenta? Es que no entiendo nada de este mundillo.

—Mire, señor, resumiendo: lo primero que tiene que hacer es ir y abrir una cuenta a su nombre. A continuación su nombre se codifica. Esto quiere decir que se registra en la empresa Misr Balance. A continuación hay que ver qué quiere comprar y qué quiere vender, y hablar con su corredor. Yo voy a mirar la pantalla que tiene la Bolsa en la calle Borsa, en West El Balad. Veo cómo van los movimientos y en función de ello compro o vendo. Luego, por la noche, voy a algún cibercafé y entro en sitios de Internet donde te dan el valor de las acciones pero con un retraso de quince minutos, como www.arabfinance.com; introduces el código de la compañía cuya cotización quieres saber y a vivir.

—Estás hecho realmente un especialista.

—Pregunte por mí a quien quiera, todo el mundo viene a preguntarme qué tiene que comprar o vender —respondió satisfecho.

—¿Y les haces ganar mucho dinero?

—El martes pasado les arruiné a todos, fue un día que no olvidaré: el 14 de marzo. Tengo por costumbre conducir desde por la mañana temprano y a mediodía me acerco a ver cómo van las cosas. Había comprado en dos empresas distintas, Oriental Weavers y Ezz Steel, y vi que la Bolsa se estaba derrumbando, las acciones estaban cayendo. Las de Oriental Weavers, que las había comprado por ochenta y tres libras, habían bajado a sesenta y una, y tenía la impresión de que seguirían cayendo. Las de Ezz Steel, que las había comprado por setenta y nueve libras, habían bajado a cincuenta y cinco. Pensé que nos habíamos arruinado en un momento, y que, además, seguro que la Bolsa y las acciones continuarían cayendo. «Más vale una retirada a tiempo que una derrota», pensé. Vendí con una pérdida del 30 %. Ese día jugaba con unas treinta mil libras, en dos horas había perdido en torno a nueve mil. Las piernas me temblaban y era incapaz de tenerme en pie. Fui al café y sentía que me iba a morir. Me fui a dormir y, cuando me levanté, vi que las acciones se habían recuperado. No le voy a negar que me reí y aplaudí al maestro al que le había salido bien la jugada. Los dinosaurios, dinosaurios son, y las moscas, moscas son. Yo soy una mosca y revoloteo para poder subsistir, pero en ese momento me di cuenta de que estaba jugando con fuego. Cuando los precios bajaron, vendimos todos, aunque hubo alguien que compró. Me preguntará, ¿quién? Pues los que sabían que los precios no iban a volver a bajar sino que subirían. ¿De dónde sacarían la información de que tenían que comprar? Esos son los peces gordos en los que se sustenta el país. Dese usted cuenta de que cuando las acciones bajan veinte libras y les dan el chivatazo, van y compran un millón de acciones; no se olvide de que cada una de esas empresas tiene cincuenta millones de acciones. Al final del día, cuando las acciones han subido de nuevo, las venden y ganan veinte millones de libras en tres horas. ¡Menuda operación! En un solo día las moscas que huyeron de la escabechina fueron las que perdieron, mientras que los que ganaron fueron unos cuantos peces gordos.

Entonces, se percató de lo que yo hacía y me preguntó:

—¿Qué es lo que lleva tanto tiempo escribiendo?

—Estoy escribiendo todos los números que me has dicho. Me has dado un montón de números.

—¿Qué? ¿También quiere jugar? Deme dinero y yo le meto en mi grupo.

—Yo no soy ni de venturas ni de aventuras. Entre nosotros, lo que haces son las dos cosas al mismo tiempo. Y creo que deberías presentar tu dimisión, al menos mientras sean los peces gordos los que se alimentan de la Bolsa.

—Eso es ley de vida, para que los grandes crezcan, las moscas no debemos dejar de revolotear, ¿cómo van a crecer si no?

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