Taxi

Taxi


18

Página 22 de 64

1

8

Nuestra amiga Sahar nos había invitado a mí y a mis dos hijos gemelos, Bahaa y Badr, a comer en su casa. Los tres estábamos exultantes de alegría; yo porque Sahar es una cocinera excelente, y mis hijos porque estaban deseosos de ver a los suyos. Nos montamos en un taxi y arrancamos.

El taxista me escudriñó de arriba a abajo. A continuación miró a mis dos hijos, que estaban sentados en la parte de atrás, así que me puse yo a observarlo. Era un hombre enorme, parecía que el tronco de un sicomoro estuviera sentado a mi lado; rozaba el techo con la cabeza y el volante parecía entre sus manos un juguete para niños pequeños. Su rostro parecía haber sido esculpido en piedra.

—Sus hijos, supongo —me interpeló.

—En efecto, mis niños.

—Que Dios los guarde, son una bendición del cielo.

—Dios lo guarde a usted.

—Que Dios los cuide.

—Dios lo cuide a usted.

—¿Cuántos años tienen? —preguntó una vez terminados los cumplidos.

—Cumplirán diez dentro de unos meses.

—Que Dios les provea de una vida larga.

No respondí porque me había aburrido de este disco rayado que podía no tener fin. Sin embargo, tras un corto silencio, el taxista prosiguió:

—Yo también tengo un hijo.

—Que Dios lo guarde.

—Gracias a Dios, gracias a Dios. Es un don de nuestro Señor, porque después de casarnos, descubrimos que teníamos problemas para tener hijos. Estuvimos yendo de un lado para otro hasta que, a los siete años, nuestro Señor nos obsequió con Huseín. Le puse ese nombre en honor de nuestro señor Huseín, para que siguiese sus pasos.

Y tras suspirar con una tristeza que parecía salirle de lo más profundo de su corazón, continuó diciendo:

—Pero, ¡ahhhh!, a los cuatro años descubrimos que tenía cáncer. Ahora está bajo observación en el Instituto Oncológico y no se imagina usted cuánto dinero me he gastado ya en él; es una sangría. He rebuscado por todas partes para reunir dinero. Pedí en la mezquita y gracias a Dios me dieron, pero no es suficiente. Algunos me dijeron que fuera a la iglesia; cuando les dije que era musulmán me insistieron en que fuera igualmente. Les enseñé los informes clínicos y ellos también me dieron dinero, que Dios se lo pague. He pedido a todo el que está a mi alrededor, pero no hay manera, no da para el tratamiento. Su madre ya no podía soportarlo más y le ha afectado al corazón: está en el Instituto Cardiológico.

—Qué barbaridad, parece una prueba de fe —le comenté sorprendido.

—Aún así, doy gracias a Dios por todo. Que nuestro Señor le preserve sus hijos a usted y los cuide.

—Muy agradecido. ¿Y cómo se encuentran ahora su mujer y su hijo?

—Que Dios nos guarde a todos. Es que… —El taxista volvió a suspirar desde lo más profundo de su corazón— cuando voy a verlo al Instituto, rebosa de alegría y grita: «¡Ha venido papá, ha venido papá!». Es que se me sale el corazón del pecho. Cuando lo abrazo y me lo acerco al pecho pienso: «¡Dios, permítele que se salve!» —pronunciando la frase mientras lloraba a gritos—. Y no sé qué hacer con su madre, tienen que operarla del corazón… pero doy gracias a Dios por todo.

Acto seguido miró a mis hijos y reiteró una vez más:

—Que Dios los proteja.

Después me lanzó una mirada de tristeza y súplica.

Aunque estoy acostumbrado a este tipo de taxistas que se esfuerzan en dar pena con el fin de conseguir más dinero, este hombre me había conmovido a pesar de estar seguro de que estaba mintiendo y de que esta historia era inventada de principio a fin para que le pagara más al final del trayecto. Fuera como fuere, el caso es que sin saber el porqué, me había conmovido. Quizá fuera resultado de su gran puesta en escena, o de tener el tamaño de un sicomoro, o de una vocecilla en mi interior que me hizo pensar que era posible, aunque remotamente, que estuviera siendo sincero. En cualquier caso, acabé pagando una cantidad de dinero que iría para el Instituto Oncológico, el Instituto Cardiológico o cualquier otro instituto de su imaginación.

Cuando moví la punta de mi nariz, una vez sentado en casa de Sahar, inhalé los aromas de la carne, la cebolla, la canela, e incluso los absorbí a través de los poros de mi piel. Me sentí en paz y le conté a Sahar mi historia con el taxista, pero no se sorprendió:

—Esta historia es muy vieja. A mí me ha pasado cientos de veces. No somos más que un pueblo de mendigos. ¿No la habías oído antes?

—No.

—El que no fue a la cárcel con Abdel Naser no va a ir nunca. El que no se hizo rico con Sadat no lo va a ser nunca. Y el que no haya mendigado con Mubarak no va a mendigar nunca.

Le respondí:

—Entonces, llámame mendigo y tráeme lo que sea para comer, ¡me muero de hambre!

Ir a la siguiente página

Report Page