Taiko

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Libro Uno » ¡Mono! ¡Mono!

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Finalmente el día llegó a su final. Los sacerdotes volvieron tras haberse pasado el día pidiendo limosna, y en lugar de encontrar a Hiyoshi llorando desconsolado, como habían esperado, vieron que sonreía.

—Incluso el castigo es inútil. No podemos ayudarle en nada. Será mejor que lo devolvamos a sus padres.

Aquella noche uno de los sacerdotes dio a Hiyoshi algo para cenar y le envió colina abajo a la casa de Kato Danjo.

Kato Danjo estaba tendido al lado del farol. Era un samurai, acostumbrado a combatir por la mañana y la noche. En los escasos días en que podía relajarse, permanecer en el hogar le resultaba apacible en exceso. La tranquilidad y la relajación eran cosas temibles, pues podría acostumbrarse a ellas.

—¡Oetsu!

—¿Sí? —le respondieron desde la cocina.

—Alguien está llamando a la puerta.

—¿No serán otra vez las ardillas?

—No, ahí afuera hay alguien.

La mujer se limpió las manos, fue a la puerta y regresó en seguida.

—Es un sacerdote del Komyoji y trae a Hiyoshi —anunció, con una expresión consternada en su joven rostro.

—¡Aja! —exclamó Danjo, que había esperado aquello, y comentó regocijado—: Parece ser que el mono ha conseguido un permiso de excedencia.

Danjo escuchó la letanía de los acontecimientos recientes entonada por el sacerdote. Como había sido fiador de Hiyoshi para su ingreso en el templo, pidió disculpas a todos los interesados y se hizo cargo de Hiyoshi.

—Si es incompetente para el sacerdocio, no hay nada que hacer. Le enviaremos a su casa en Nakamura. No debéis sentir ninguna obligación más hacia él. Lamento que sólo os haya causado dificultades.

—Te ruego que expliques las circunstancias a sus padres —le dijo el sacerdote.

Cuando el religioso se volvió para marcharse, su paso se hizo más ligero, como si hubieran levantado de sus hombros una carga pesada. Hiyoshi se quedó allí, dando una patética impresión de soledad. Miró a su alrededor con curiosidad, preguntándose cómo sería la familia en cuya casa se encontraba. No se había detenido allí camino del templo ni tampoco le habían informado de que sus parientes vivían en las cercanías.

—Bueno, muchacho, ¿has comido algo? —le preguntó Danjo, sonriente. Hiyoshi sacudió la cabeza.

—Entonces toma unos pastelillos.

Mientras mordisqueaba los pastelillos de arroz, Hiyoshi se fijó en la lanza suspendida sobre la puerta y el blasón en la pechera de la armadura, y entonces miró con fijeza a Danjo.

Danjo se preguntó si a aquel chiquillo le ocurría realmente algo extraño. Tenía sus dudas. Le devolvió la mirada, pero Hiyoshi ni desvió la suya ni bajó los ojos. No había el menor rastro de idiotez en su expresión. Más bien dirigía a Danjo una sonrisa encantadora.

Danjo cedió, riendo.

—Has crecido, Hiyoshi, ¿no es cierto? ¿No te acuerdas de mí?

Estas palabras despertaron en Hiyoshi el nebuloso recuerdo de un hombre que le había dado unas palmaditas en la cabeza cuando tenía seis años.

Como era costumbre entre los samurais, Danjo casi siempre dormía en el castillo de Kiyosu o en el campo de batalla. Pocos eran los días en que había podido permanecer en casa con su esposa. Había regresado inesperadamente el día anterior, y regresaría a Kiyosu al día siguiente. Oetsu se preguntaba cuántos días habrían de transcurrir antes de que pudieran pasar otra jornada juntos.

«¡Un niño fastidioso!», se dijo Oetsu. La llegada de Hiyoshi no podía ser más inoportuna. Alzó la vista, desconcertada. ¿Qué se creían sus parientes? ¿Era posible que aquél fuese el hijo de su hermana?

Oía la voz chillona de Hiyoshi desde la sala de su marido.

—Eras tú quien estaba aquel día con todos aquellos samurais en la orilla del río, a caballo.

—¿Entonces te acuerdas?

—Claro —dijo el chiquillo, y añadió en un tono de familiaridad—: En ese caso, eres pariente mío. Tú y la hermana menor de mi madre estáis prometidos.

Oetsu y la sirvienta fueron a la sala de estar en busca de bandejas. Oetsu se sentía incómodamente fría al escuchar el lenguaje de Hiyoshi y su ruda voz de muchacho campesino. Abrió la puerta corredera y llamó a su marido.

—La cena está lista.

La mujer vio que su esposo estaba echando un pulso con Hiyoshi, cuyo rostro se había vuelto de un rojo intenso y tenía las nalgas alzadas como la cola de un avispón. También Danjo estaba actuando como un niño.

—¿La cena? —dijo distraído.

—Se te va a enfriar la sopa.

—Empieza tú a cenar. Este chico juega de veras y lo estamos pasando bien. ¡Ja, ja! Es un mozo extraño.

Danjo estaba absorto por completo y parecía absolutamente cautivado por la vivacidad de Hiyoshi. Éste, siempre empeñado en hacer amigos, casi conducía a su tío cogido por la nariz. Tras echar el pulso, jugaron a marionetas con los dedos, luego hicieron imitaciones y se entregaron a juegos infantiles hasta que Danjo se apretaba los costados, desternillándose de risa.

Al día siguiente, cuando se disponía a marcharse, Danjo dijo a su esposa, que parecía deprimida:

—Si sus padres lo permiten, ¿qué te parece si lo tenemos aquí? Dudo de que sirva de gran cosa, pero supongo que sería mejor que tener un mono auténtico.

La idea no hizo ninguna gracia a Oetsu. Acompañó a su marido hasta la puerta del jardín y le dijo:

—No. Molestaría a tu madre y eso sería muy inconveniente.

—Lo que tú digas.

Oetsu sabía que cuando Danjo estaba fuera de casa, sólo pensaba en su señor y las batallas. Se preguntó si regresaría vivo. ¿Por qué había de ser tan importante para un hombre forjarse una reputación? Oetsu contempló la figura del hombre que se alejaba y pensó en los muchos meses de soledad que le esperaban. Entonces terminó las tareas domésticas y se puso en camino con Hiyoshi hacia Nakamura.

—Buenos días, señora —le dijo un hombre que venía por la dirección opuesta.

Parecía un mercader, probablemente el dueño de un gran establecimiento. Lucía una media capa resplandeciente, espada corta, y cubría sus pies con calcetines de cuero con un dibujo de pequeñas flores de cerezo. Tendría unos cuarenta años y parecía simpático.

—¿No sois la esposa del maestro Kato? ¿Adonde vais?

—A casa de mi hermana, en Nakamura, a llevarle este niño.

Apretó un poco más la mano de Hiyoshi.

—Ah, este pequeño caballero. ¿Es el chico que han expulsado del Komyoji?

—¿Ya os habéis enterado?

—Oh, sí. La verdad es que ahora mismo vengo del templo.

Hiyoshi miró inquieto a su alrededor. Nunca hasta entonces le habían llamado «pequeño caballero». Estaba avergonzado y notó que se ruborizaba.

—¡Válgame! ¿Habéis ido al templo por su culpa?

—Sí, los sacerdotes fueron a mi casa para disculparse. Me dijeron que un incensario que doné al templo había sido partido en dos.

—¡Este diablillo ha sido el causante! —dijo Oetsu.

—Vamos, no habléis así. Son cosas que suceden.

—Tengo entendido que era una pieza muy singular y famosa.

—Sí, lamentablemente era obra de Gorodayu, a quien serví durante sus viajes al país de los Ming.

—¿No usa también el nombre de Shonzui?

—Sí, pero cayó enfermo y falleció hace algún tiempo. En los últimos años se han hecho muchas piezas de porcelana azul y blanca que ostentan el sello «Hecho por Shonzui Gorodayu», pero son falsificaciones. El único hombre que estuvo en el país de los Ming y trajo aquí sus técnicas de alfarería está ahora en el otro mundo.

—He oído decir que habéis adoptado al hijo del maestro Shonzui, a Ofuku.

—Es cierto. Los niños se burlan de él llamándole «el crío chino». Últimamente se niega de plano a salir de casa.

El mercader miró a Hiyoshi. Éste, al oír inesperadamente el nombre de Ofuku, se sintió intrigado por la actividad de aquel hombre. El mercader siguió diciendo:

—¿Sabéis? Resulta que este Hiyoshi es el único muchacho que siempre ha defendido a Ofuku. Así pues, cuando Ofuku se enteró de este último incidente, me pidió que intercediera. Parece ser que han ocurrido muchas más cosas. Los sacerdotes me han hablado de su mala conducta y no he podido persuadirlos para que vuelvan a aceptarlo.

Al decir esto último, el hombre apenas podía contener la risa.

—Sus padres deben de tener alguna idea sobre lo que han de hacer con él —siguió diciendo—, pero cuando quieran colocarlo de nuevo en algún sitio, si creen que un establecimiento como el mío sería apropiado, me gustaría serles de ayuda. No sé, me parece que este muchacho es prometedor.

Tras una cortés despedida, el hombre se marchó. Hiyoshi, aferrado a la manga de Oetsu, miró atrás varias veces.

—Dime, tiíta, ¿quién era ese señor?

—Se llama Sutejiro. Es un mayorista que vende cerámica de muchos países.

Hiyoshi permaneció un rato silencioso mientras seguían avanzando.

—¿Dónde está ese país de los Ming? —preguntó de improviso, pensando en lo que acababa de oír.

—Se refería a China.

—¿Dónde está? ¿Es muy grande? ¿También allí hay castillos, samurais y batallas?

—No seas tan latoso y cállate, ¿quieres?

Oetsu agitó la manga con irritación, pero un rapapolvo de su tía no tenía más efecto en Hiyoshi que el de una brisa suave. Estiró el cuello y miró fijamente el cielo azul. Era tan maravilloso que apenas podía soportarlo. ¿Por qué tenía aquel color azul tan increíble? ¿Por qué los seres humanos estaban confinados a la tierra? Si la gente fuese capaz de volar como los pájaros, él mismo probablemente podría viajar al país de los Ming. En realidad, los pájaros pintados en el incensario eran los mismos que los de Owari. Recordó que las ropas de la gente eran diferentes, así como las formas de las embarcaciones, pero los pájaros eran los mismos. Tal vez era así porque los pájaros no tenían patria; el cielo y la tierra eran una sola patria para ellos.

Pensó que le gustaría visitar distintos países.

Hiyoshi nunca había reparado en lo pequeña y pobre que era la casa a la que regresaba, pero cuando él y Oetsu se asomaron al interior, el chiquillo comprendió por primera vez que incluso a mediodía era tan oscura como un sótano. No se veía a Chikuami por ninguna parte. Tal vez había salido para hacer algún recado.

—Sólo causa dificultades —dijo Onaka tras enterarse de las últimas trastadas de Hiyoshi.

Exhaló un profundo suspiro, pero su expresión era impasible y en su mirada no había reproche. Más bien le impresionaba lo mucho que había crecido su hijo en dos años. Hiyoshi miró con suspicacia el bebé que succionaba el seno de su madre. En algún momento la familia había aumentado con un nuevo miembro sin que él se enterase. Sin previo aviso, cogió la cabeza del bebé, forcejeando para separarla del pezón, y le miró atentamente la cara.

—¿Cuándo ha nacido este bebé? —preguntó.

En vez de responderle, su madre le dijo:

—Te has convertido en un hermano mayor. Tendrás que comportarte como es debido.

—¿Cómo se llama?

—Kochiku.

—Es un nombre extraño —dijo con excitación, al tiempo que experimentaba una sensación de poder sobre la criatura, pues un hermano mayor podría imponer su voluntad a su hermano menor.

—A partir de mañana te llevaré sujeto a la espalda, Kochiku —le prometió, pero movía al bebé con torpeza, y Kochiku se echó a llorar.

Su padrastro apareció precisamente cuando Oetsu se marchaba. Onaka había dicho a su hermana que Chikuami se había cansado de los intentos de acabar con su pobreza. Bebía sake en las tabernas del pueblo, y al entrar en la casa su rostro tenía un color muy subido. En cuanto vio a Hiyoshi, lanzó un aullido.

—¡Sinvergüenza! ¿Te han expulsado del templo y vuelves aquí?

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