Taiko

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Libro Uno » Tenzo, el bandido

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Tenzo, el bandido

Había transcurrido más de un año desde que Hiyoshi regresara del templo. Tenía once años. Cada vez que Chikuami le perdía de vista, aunque sólo fuese por un momento, iba de un lado a otro en su busca, rugiendo a voz en cuello:

—¡Mono! ¿Todavía no has cortado la leña? ¿Por qué no? ¿Por qué has dejado el cubo en el campo?

Si Hiyoshi se atrevía a iniciar una réplica, la áspera y dura mano de su padrastro le golpeaba de inmediato en la cabeza. En tales momentos su madre, con el bebé atado a la espalda mientras ella pisaba cebada o cocinaba, se obligaba a desviar la vista y guardar silencio, pero tenía una expresión dolorida, como si fuese ella quien recibía las bofetadas.

—Es natural que un mocoso de once años eche una mano a su familia trabajadora. Si crees que puedes escabullirte y pasar el tiempo jugando, voy a romperte el culo de una patada.

El deslenguado Chikuami hacía sudar a Hiyoshi, pero tras su expulsión del templo y su regreso a casa el muchacho trabajaba con ahínco, como si hubiera cambiado. En las ocasiones en que su madre trataba imprudentemente de protegerlo, la aspereza de las manos y la voz de Chikuami se abatía sobre ella con severidad. Decidió que sería mejor fingir que hacía caso omiso de su hijo. Ahora Chikuami no solía ir a los campos, pero a menudo se ausentaba de casa. Iba al pueblo, regresaba borracho y gritaba a su esposa e hijos.

—Por mucho que me mate trabajando, la pobreza de esta casa nunca cesará —se quejaba—. Hay demasiados parásitos y los impuestos sobre la tierra aumentan sin cesar. Si no fuera por estos niños, me convertiría en un samurai sin amo, ¡un ronin!, y me dedicaría a beber delicioso sake. ¡Ah, estas cadenas en mis manos y pies!

Tras despotricar de esa guisa, obligaba a su esposa a contar el poco dinero que tenían y luego enviaba a Otsumi o Hiyoshi a comprar sake, incluso en plena noche.

A veces, cuando su padrastro estaba ausente, Hiyoshi daba rienda suelta a sus sentimientos. Onaka le abrazaba y consolaba.

—Madre, quiero salir de casa y trabajar de nuevo —le dijo un día.

—Quédate aquí, por favor. Si no fuera porque tú estás a mi lado…

El llanto de la mujer hizo ininteligible el resto de sus palabras. A cada lágrima que vertía, ladeaba la cabeza y se enjugaba los ojos. Hiyoshi no podía decir nada a su llorosa madre. Quería salir corriendo de allí, pero sabía que debía quedarse donde estaba y soportar la desdicha y la amargura que imperaban en la casa. Cuando se apenaba por su madre, los deseos naturales de la infancia, jugar, comer, aprender, correr, crecían en su interior como otras tantas malas hierbas. Todo esto tenía como contrapartida las airadas palabras que Chikuami dirigía a su madre y los puñetazos que llovían sobre su propia cabeza.

—¡Que coma mierda! —musitó, su alma desafiante inflamada dentro de su pequeño cuerpo.

Finalmente decidió insistir hasta el punto de enfrentarse a su temible padrastro.

—Envíame a trabajar de nuevo —le dijo—. Prefiero servir a alguien que quedarme en esta casa.

Chikuami no discutió.

—Muy bien —le dijo—. Ve adonde quieras y come el arroz de otros. Pero la próxima vez que te echen no vuelvas a esta casa.

Lo decía en serio y, aunque se daba cuenta de que Hiyoshi sólo tenía once años, discutía con él como entre iguales, cosa que le enfurecía aún más.

El siguiente empleo de Hiyoshi fue el de aprendiz en la tintorería del pueblo.

—Es un bocazas, y descarado por añadidura —dijo de él uno de los trabajadores que manejaba la prensa de teñir—. Siempre está buscando un lugar soleado donde escarbarse la mugre del ombligo.

Poco después, el intermediario hizo llegar a su familia la noticia: «Me temo que no sirve para nada». Y Hiyoshi regresó a casa.

Chikuami le miró furibundo.

—Bueno, Mono, ¿qué te parece? ¿Ha de alimentar la sociedad a un holgazán como tú? ¿Todavía no comprendes el valor que tienen los padres?

El muchacho deseaba proclamar que no era tan malo, pero en lugar de eso replicó:

—Eres tú el que ya no trabaja los campos, y sería mejor que no te dedicaras solamente a beber y jugar en el mercado de caballos. Todo el mundo se apiada de mi madre.

—¡Cómo te atreves a hablar así a tu padre!

El grito atronador de Chikuami hizo callar a Hiyoshi, pero ahora su padrastro empezaba a ver bajo una luz diferente, y se dijo que poco a poco estaba haciéndose adulto. Cada vez que Hiyoshi salía al mundo y regresaba a casa, era visiblemente mayor. Los ojos que juzgaban a sus padres y su hogar estaban madurando con rapidez, y el hecho de que Hiyoshi le mirase con los ojos de un adulto irritaba, asustaba y disgustaba profundamente al padrastro.

—Anda, date prisa y búscate otro trabajo —le ordenó.

Al día siguiente, Hiyoshi dio comienzo a su nuevo empleo, en el establecimiento del tonelero del pueblo. Antes de que transcurriera un mes estaba de vuelta.

—No puedo tener en mi casa a un chiquillo tan perturbador como éste —se había quejado la dueña de la tienda.

La madre de Hiyoshi no podía entender qué quería decir eso de «perturbador». Otros lugares en los que Hiyoshi inició su aprendizaje fueron el taller del yesero, la cantina del mercado de caballos y la herrería. En cada ocasión aguantó en su empleo entre seis y seis meses. Poco a poco los lugareños conocieron sus idas y venidas, y su reputación se hizo tan mala que nadie quería actuar como intermediario para conseguirle trabajo.

—Ah, ese chico de la casa de Chikuami. Es un deslenguado y no sirve para nada.

Como es natural, esta situación desazonaba a la madre de Hiyoshi. La conducta de su hijo la ponía en una situación delicada, y reaccionaba a los chismorreos apresurándose a desaprobarle, como si su carácter cada vez más turbulento no tuviera remedio.

—No sé qué podría hacerse con él —decía—. Detesta las labores del campo y no hay manera de que se establezca en casa.

En la primavera de su decimocuarto año, la madre de Hiyoshi le dijo:

—Esta vez es absolutamente preciso que conserves el trabajo. Si te vuelven a echar, mi hermana no podrá mirar a la cara al maestro Kato, y todo el mundo se reirá y dirá: «¿Otra vez?». No lo olvides, si fracasas de nuevo, no te perdonaré.

Al día siguiente su tía le llevó a Shinkawa para tener una entrevista. La mansión grande e imponente que visitaron pertenecía a Sutejiro, el mercader de cerámica. Ofuku era ahora un joven pálido de dieciséis años. Gracias a la ayuda que prestaba a su padre adoptivo, el muchacho había aprendido el funcionamiento del negocio.

En el almacén de cerámica se aplicaba de una manera estricta la distinción entre superiores y subordinados. Durante su primera entrevista, Hiyoshi se arrodilló respetuosamente en la terraza de madera mientras Ofuku estaba sentado en el interior, comiendo pastelillos y charlando alegremente con sus padres.

—Bueno, aquí tenemos al monito de Yaemon. Tu padre murió y el lugareño Chikuami se convirtió en tu padrastro. ¿Y ahora quieres servir en esta casa? Tendrás que trabajar con ahínco.

El muchacho dijo esto en un tono de voz tan de adulto, que cualquiera que hubiese conocido a Ofuku de niño no habría creído que se trataba de la misma persona.

—Sí, señor —replicó Hiyoshi.

Le llevaron a los aposentos de la servidumbre, desde donde oía las risas de la familia del dueño en la sala de estar. El hecho de que su amigo no le hubiera dado la menor muestra de simpatía le hizo sentirse todavía más solo.

—¡Eh, Mono! —Ofuku no tenía pelos en la lengua—. Mañana levántate temprano y ve a Kiyosu. Como llevarás género a un oficial, carga los paquetes en la carreta de mano ordinaria. Cuando regreses, pasa por la agencia del consignatario y comprueba si ha llegado la cerámica de Hizen. Si te entretienes por el camino o regresas tarde, como hiciste el otro día, no se te permitirá la entrada en la casa.

La respuesta de Hiyoshi no era un simple «sí» o «sí, señor». Al igual que los empleados que llevaban mucho más tiempo en la tienda, decía:

—Desde luego, señor, y con el mayor respeto, señor.

Con frecuencia Hiyoshi tenía que hacer recados que le llevaban a Nagoya y Kiyosu. Aquel día se fijó en las paredes blancas y los altos muros de piedra del castillo de Kiyosu, y se preguntó qué clase de gente residía allí y qué podría hacer para vivir él también.

Sus cavilaciones le hicieron sentirse tan pequeño y desdichado como una lombriz, lleno de frustración. Al cruzar el pueblo, empujando la pesada carreta cargada de objetos de cerámica envueltos en paja, oía las palabras familiares:

—¡Vaya, vaya, por ahí va un mono!

—¡Un mono empujando una carreta de mano!

Cortesanas con velo, pueblerinas bien vestidas y las bonitas esposas jóvenes de buenas familias susurraban todas por igual, le señalaban y se quedaban mirándole cuando él pasaba. Hiyoshi ya había adquirido habilidad para discernir en seguida a las bonitas. Lo que más le irritaba era que le mirasen fijamente como si fuera una especie de monstruo.

El gobernador del castillo de Kiyosu era Shiba Yoshimune, uno de cuyos principales servidores se llamaba Oda Nobutomo. En el lugar donde confluían el foso del castillo y el río Gojo, aún se podía percibir la presencia de la grandeza en declive del antiguo shogunado Ashikaga, y la prosperidad que persistía allí, incluso en medio de las muchas turbulencias que agitaban el mundo, mantenía la reputación de Kiyosu como la ciudad más atractiva de todas las provincias.

Para sake, ve a la tienda de sake.

Para buen té, ve a la tienda de té.

Mas para cortesanas, no hay como el Sugaguchi de Kiyosu.

En el barrio de placer de Sugaguchi, los aleros de los burdeles y las casas de té festoneaban las calles. Durante el día, las jóvenes que trabajaban en los burdeles cantaban mientras jugaban a perseguirse mutuamente. Hiyoshi pasó entre ellas empujando su carretilla, sumido en sus pensamientos. Seguía preguntándose cómo podría llegar a ser grande. Incapaz de dar con una respuesta, se decía: «Algún día…, algún día…», y mientras avanzaba iba devanando una fantasía tras otra. La ciudad rebosaba de todas las cosas que a él le estaban negadas: alimentos deliciosos, casas opulentas, vistosos equipos militares y sillas de montar, ricas prendas de vestir y piedras preciosas.

Pensando en su flaca y pálida hermana que vivía en Nakamura, observaba el vapor que se alzaba de los recipientes para hacer bolas de masa hervida en las tiendas de dulces y deseaba poder comprarle algunas. O al pasar ante una antigua farmacia miraba extasiado los sacos de hierbas medicinales y se decía: «Madre, si pudiera darte medicinas como éstas, apuesto a que pronto estarías mucho mejor». En sus sueños era omnipresente el deseo de mejorar las desdichadas vidas de su madre y Otsumi. En la única persona en quien no pensaba lo más mínimo era en Chikuami.

Cuando se aproximaba al castillo, su mente estaba deslumbrada por sus habituales ensoñaciones. «Algún día…, algún día…, pero ¿cómo?», tal era su único pensamiento mientras avanzaba.

—¡Idiota!

En un cruce muy concurrido se encontró de repente en el centro de una ruidosa multitud. Había chocado con su carretilla contra un samurai montado a quien seguían diez servidores que portaban lanzas y un caballo de refresco. Cuencos y platos envueltos en paja habían caído al suelo, rompiéndose en pedazos. Hiyoshi se tambaleaba inseguro entre el estropicio.

—¿Es que estás ciego?

—¡Idiota!

Mientras reconvenían a Hiyoshi, los servidores del samurai pisoteaban los platos rotos. Ni un solo transeúnte se acercó para ofrecer ayuda al muchacho. Hiyoshi recogió los fragmentos, los echó a la carretilla y la empujó de nuevo, hirviéndole la sangre de indignación por haber sido tratado en público de semejante manera. Y dentro de sus fantasías infantiles, se formuló un interrogante serio: «¿Cómo seré capaz de lograr alguna vez que esa clase de gente se postre ante mí?».

Poco después pensó en la regañina cuando regresara a casa de su patrono, y el frío semblante de Ofuku se impuso en su imaginación. Su gran fantasía, como un ave fénix remontando el vuelo, se desvaneció en un cúmulo de preocupaciones, como si hubiera sido engullido por una nube de semillas de amapola.

Había anochecido. Tras haber dejado la carretilla en el cobertizo, Hiyoshi se estaba lavando los pies junto al pozo. El establecimiento de Sutejiro, conocido como la Mansión de la Cerámica, parecía la residencia de un gran clan guerrero provincial. La imponente casa principal estaba vinculada a muchos edificios exteriores, y cerca se levantaban hileras de almacenes.

—¡Monito! ¡Monito!

Ante la aproximación de Ofuku, Hiyoshi se levantó.

—¿Qué?

Ofuku le golpeó en el hombro con la delgada caña de bambú que siempre llevaba cuando examinaba los aposentos de los empleados o daba órdenes a los trabajadores de los almacenes. No era aquélla la primera vez que pegaba a Hiyoshi. Éste se tambaleó e inmediatamente quedó cubierto otra vez de barro.

—¿Cuando te diriges al amo le dices «qué»? Por muchas veces que te lo diga, tus modales no mejoran. ¡Ésta no es la casa de un campesino!

Hiyoshi no replicó.

—¿Por qué no dices algo? ¿No lo entiendes? Di «sí, señor».

Temeroso de que le golpeara otra vez, Hiyoshi dijo:

—Sí, señor.

—¿Cuándo has regresado de Kiyosu?

—Ahora mismo.

—Mientes. He preguntado en la cocina y me han dicho que ya has comido.

—Estaba mareado. Temía desmayarme.

—¿Por qué?

—Porque tenía hambre después de haber andado tanto.

—¡Hambre! ¿Por qué no has ido a ver al amo nada más regresar para informarle?

—Iba a hacerlo, después de lavarme los pies.

—¡Excusas, excusas! Por lo que me han dicho en la cocina, gran parte de la cerámica que tenías que entregar en Kiyosu se te ha roto por el camino. ¿Es eso cierto?

—Sí.

—Supongo que te ha parecido correcto no pedirme disculpas directamente. Pensaste que se te ocurriría alguna mentira, que lo tomarías a broma o pedirías a la gente de la cocina que te protegiera. Esta vez no voy a tolerarlo. —Ofuku agarró una oreja de Hiyoshi y se la retorció—. Bien, adelante, habla.

—Lo siento.

—Esto lleva camino de convertirse en un hábito y no puede ser. Vamos a llegar al fondo del asunto. Ven conmigo, hablaremos con mi padre.

—Perdóname, por favor.

La voz de Hiyoshi sonó exactamente como el grito de un mono. Ofuku no aflojó su presa y empezó a encaminarse a la casa. El sendero que conducía desde el almacén a la entrada del jardín estaba oculto por una espesura de altas cañas de bambú chino.

Hiyoshi se detuvo de repente.

—Escucha —dijo, mirando ferozmente a Ofuku y apartando su mano de un manotazo—. Tengo algo que decirte.

—¿Qué te propones ahora? Aquí soy el amo, ¿recuerdas?

Ofuku había palidecido y empezaba a temblar.

—Por eso siempre soy obediente, pero he de decirte algo, Ofuku. ¿Acaso has olvidado tu infancia? Tú y yo éramos amigos, ¿no es cierto?

—Eso pertenece al pasado.

—De acuerdo, pertenece al pasado, pero no deberías olvidarlo. Cuando te tomaban el pelo y te llamaban «el crío chino», ¿recuerdas quién salía siempre en tu defensa?

—Sí, lo recuerdo.

—¿No crees que me debes algo? —inquirió Hiyoshi con el ceño fruncido. Era mucho más bajo que Ofuku, pero tenía tal aire de dignidad que nadie habría podido decir quién era el mayor—. Los demás trabajadores también hablan —siguió diciendo Hiyoshi—. Dicen que el amo es bueno, pero el joven amo es engreído y no tiene buen corazón. Un chico como tú, que nunca ha conocido la pobreza ni las penalidades, debería ponerse a trabajar en la casa de otro. Si vuelves a tiranizarnos a mí o a otros empleados, no sé lo que haré, pero recuerda que tengo un pariente que es ronin en Mikuriya, con más de mil hombres bajo su mando. Si viniera aquí para defenderme, podría echar abajo una casa como ésta en una noche.

El torrente de tonterías amenazantes de Hiyoshi, combinado con el fuego que despedían sus ojos, aterró al desventurado Ofuku.

—¡Amo Ofuku!

—¡Amo Ofuku! ¿Dónde está el amo Ofuku?

Los sirvientes de la casa principal llevaban algún tiempo buscando a Ofuku. Éste, apresado por la mirada de Hiyoshi, había perdido el valor para responderles.

—Te están llamando —murmuró Hiyoshi. Y, haciendo que sonara como una orden, añadió—: Ahora puedes irte, pero no olvides lo que te he dicho.

Con esta última observación, se volvió y dirigió a la entrada principal de la casa. Más tarde, con el corazón latiéndole violentamente, se preguntó si le castigarían, pero no le sucedió nada. El incidente fue olvidado.

* * *

El año llegó a su final. Entre los campesinos y los ciudadanos por igual, cuando un muchacho cumplía los quince años solía celebrarse una ceremonia que conmemoraba la mayoría de edad. En el caso de Hiyoshi, no había nadie que le regalara un mero abanico ceremonial y mucho menos que celebrara una fiesta. Como era Año Nuevo, se sentó en un ángulo de una plataforma de madera con los demás sirvientes, resollando y comiendo pastelillos de mijo cocinados con verdura, todo un lujo.

Se preguntaba entristecido si su madre y Otsumi estarían comiendo pastelillos de mijo aquel Año Nuevo. Aunque cultivaban mijo, él recordaba muchos fines de año en los que no había semejante exquisitez para comer. A su alrededor, los demás hombres refunfuñaban.

—Esta noche el amo tendrá visitantes, así que deberemos sentarnos bien derechos y escuchar sus relatos una vez más.

—Voy a fingir que me duele el estómago y me quedaré en cama.

—Eso no me gusta nada, sobre todo en Año Nuevo.

A lo largo del año se daban ocasiones similares dos o tres veces, en Año Nuevo y durante el festival del dios de la riqueza. Fuera cual fuese el pretexto, Sutejiro invitaba a gran número de personas: los alfareros de Seto, las familias de clientes importantes de Nagoya y Kiyosu, miembros de clanes samurai e incluso conocidos de sus parientes. A partir de aquella noche, habría en la finca un horrendo hacinamiento de gente.

Ese día Sutejiro estaba especialmente de buen humor. Recibió a sus huéspedes en persona, haciendo profundas reverencias y pidiéndoles disculpas por no haberles podido atender como hubiera querido durante el año que finalizaba. En la sala de té, que estaba decorada con una única flor, cuidadosamente elegida y exquisita, la bella esposa de Sutejiro servía té a sus invitados. Los utensilios que usaba eran excepcionales y preciosos.

El shogun Ashikaga Yoshimasa fue el primero que, a finales del siglo anterior, practicó la ceremonia del té como un ejercicio estético. El rito se extendió al pueblo llano y no transcurrió mucho tiempo antes de que, sin que nadie se diera cuenta conscientemente, tomar el té se hubiera convertido en una parte esencial de la vida cotidiana de la gente. Dentro de los límites de la estrecha sala de té con su única flor y una sola taza de té, era posible olvidar la turbulencia del mundo y el sufrimiento humano. Incluso en medio de un mundo corrupto, la ceremonia del té podía enseñarle a uno el cultivo del espíritu.

—¿Tengo el honor de dirigirme a la señora de la casa? —preguntó un guerrero huesudo que había llegado con los demás invitados—. Me llamo Watanabe Tenzo y soy amigo de vuestro pariente Shichirobei. Me prometió traerme aquí esta noche, pero por desgracia ha caído enfermo, por lo que vengo solo.

El hombre hizo una cortés reverencia. Era de porte gentil, y aunque tenía el aspecto aldeano de un samurai rural, pidió un cuenco de té. La esposa de Sutejiro se lo sirvió en un cuenco amarillo de Seto.

—No estoy familiarizado con la etiqueta de la ceremonia del té —comentó Tenzo, y miró a su alrededor mientras sorbía el té con expresión satisfecha—. Como cabría esperar de un hombre tan famoso y rico, los utensilios del té son ciertamente de primorosa artesanía. Perdonadme la rudeza, pero ¿no es esa jarra de porcelana que usáis una pieza de cerámica akae?

—¿Lo habéis notado?

—Así es. —Tenzo contempló la jarra, profundamente impresionado—. Si esta pieza cayera en manos de un mercader de Sakai, me atrevería a decir que obtendría por ella unas mil piezas de oro. Aparte de su valor, es un objeto muy hermoso.

Estaban conversando de esta guisa cuando les avisaron de que la cena esta preparada. La esposa de Sutejiro precedió a los invitados y todos pasaron al salón. Las plazas habían sido dispuestas en círculo alrededor de la estancia. Sutejiro, en calidad de anfitrión, se sentaba en el centro e iba saludando a los invitados. Cuando su esposa y las doncellas terminaron de servir el sake, el dueño de la casa ocupó su lugar ante una de las mesitas bajas. Entonces cogió su taza y empezó a contar anécdotas de los Ming, entre los cuales había pasado muchos años. A fin de poder hablar de sus aventuras en China, un país que conocía bien, pero que aún era relativamente desconocido en Japón, invitaba a toda aquella gente y la agasajaba con tanta prodigalidad.

—Bien, éste ha sido un auténtico banquete, y esta noche he vuelto a escuchar una serie de relatos muy interesantes —dijo uno de los invitados.

—He cenado espléndidamente, pero se está haciendo tarde —dijo otro—. Será mejor que me ponga en camino.

—Yo también. Es hora de despedirme.

Los invitados fueron marchándose uno tras otro y la velada llegó a su final.

—¡Ah, por fin! —exclamó un sirviente—. Los relatos pueden gustar mucho a los invitados, pero nosotros nos pasamos el año entero oyendo hablar de los chinos.

Sin disimular sus bostezos, los sirvientes, y Hiyoshi entre ellos, trabajaron frenéticamente para recoger la vajilla. Finalmente apagaron los faroles en la gran cocina, el salón y las habitaciones de Sutejiro y Ofuku, y atrancaron con una robusta barra la puerta en el muro de tierra del jardín. Era costumbre que las mansiones de los samurais, así como los hogares de los mercaderes acomodados, estuvieran circundadas por un muro de tierra rodeado a su vez por un foso, reforzado con dos o tres hileras de fortificaciones. Cuando caía la noche, tanto los habitantes del campo como los ciudadanos se sentían inquietos. Así sucedía desde el final de las guerras civiles del siglo anterior, y ya nadie lo consideraba extraño.

La gente se retiraba a dormir en cuanto se ponía el sol. Cuando los trabajadores, cuyo único placer era dormir, se metían en sus camas, se amodorraban como ganado. Hiyoshi, cubierto por una delgada estera de paja, yacía en un rincón de la habitación de los sirvientes varones, con la cabeza apoyada en una almohada de madera. Junto con los demás sirvientes, había escuchado los relatos de su amo acerca del gran país de los Ming, pero, al contrario que ellos, los había escuchado con avidez. Y tenía tal inclinación a fantasear que estaba demasiado excitado para dormir, casi como si tuviera fiebre.

Oyó un ruido extraño y se enderezó. Aguzó el oído, seguro de haber oído un sonido como el de una rama de árbol al romperse y, poco antes, el de sordas pisadas. Se levantó, cruzó la cocina y miró con sigilo al exterior. En la noche fría y clara el agua del gran barril se había congelado y de los aleros de madera pendían carámbanos como hojas de espada. Alzó la vista y vio a un hombre que trepaba por el tronco del enorme árbol que se alzaba al fondo. Hiyoshi supuso que el sonido que antes había oído era el de una rama que el hombre había roto con su peso. Observó la extraña conducta de aquella persona en el árbol. El hombre hacía oscilar de un lado a otro una luz que no era mayor que una luciérnaga. Hiyoshi se preguntó si sería una mecha. El arremolinado punto rojo perdió intensidad y se redujo a unas chispas humeantes arrastradas por el viento. Parecía como si el hombre estuviera enviando una señal a alguien al otro lado de los muros.

«Ya baja», se dijo Hiyoshi, ocultándose como una comadreja en las sombras. El hombre se deslizó por el tronco del árbol y avanzó a grandes zancadas hacia la parte posterior de la finca. Hiyoshi le dejó pasar y entonces fue tras él.

«¡Ah! Es uno de los invitados de esta noche», musitó con incredulidad. Era el que se había presentado como Watanabe Tenzo, el hombre a quien la esposa del amo había servido el té y que había escuchado los relatos de Sutejiro desde el principio al fin. Todos los demás invitados se habían ido a sus casas, lo cual planteaba algunos interrogantes: ¿Dónde había estado Tenzo hasta ahora? ¿Y por qué? Vestía de un modo distinto al de antes. Llevaba sandalias de paja, los bordes de sus holgados pantalones estaban enrollados y atados por detrás y de un costado le pendía una larga espada. Su mirada abarcó el entorno con una expresión feroz, como de ave de presa. Cualquiera que le hubiese visto se habría percatado al instante de que se proponía derramar la sangre de alguien.

Tenzo se aproximó a la puerta en el muro y, en aquel preciso momento, los hombres que aguardaban en el exterior chocaron contra ella.

—¡Esperad! Quitaré la tranca. ¡Estaos quietos!

¡Aquello debía de ser un asalto de bandidos! Efectivamente, el jefe había hecho señales a sus seguidores para que acudieran a saquear la casa como un enjambre de langostas. Hiyoshi, oculto en las sombras, se dijo: «¡Bandidos!». Al instante la sangre le subió a la cabeza y se olvidó de sí mismo. Aunque no lo pensó a fondo, dejó de velar su propia seguridad y sólo se interesó por la casa de su patrono. Aun así, lo que hizo a continuación sólo podría considerarse como una temeridad.

—¡Eh, tú! —gritó al tiempo que salía de las sombras y avanzaba sin vacilar y con id a saber qué propósito en su mente.

Se plantó a espaldas de Tenzo en el mismo momento en que éste se disponía a abrir la puerta. En estremecimiento de temor recorrió la espina dorsal de Tenzo. ¿Cómo podía haber adivinado que quien le estaba desafiando era un muchacho de quince años que trabajaba en la tienda de cerámica? Al volverse, se quedó perplejo ante lo que veía: un joven de aspecto curioso y cara de mono que le miraba con una expresión extraña. Tenzo se quedó un instante mirándole sin pestañear.

—¿Quién eres? —le preguntó, perplejo.

Hiyoshi se había olvidado por completo del peligro de la situación. Su expresión era seria e impenetrable.

—Muy bien, dime, ¿qué está ocurriendo aquí? —preguntó al hombre.

—¿Qué? —dijo Tenzo, ya del todo confuso.

Se preguntó si el muchacho estaría loco. La expresión implacable de Hiyoshi, tan distinta a la de un niño, le abrumaba. Pensó que debía amedrentarle con la mirada.

—Somos los ronin de Mikuriya. Si gritas, te corto el cuello. No hemos venido aquí a matar niños. Anda, lárgate. Piérdete en el cobertizo de la leña.

Suponiendo que el gesto intimidaría al muchacho, dio unos golpecitos a la empuñadura de su larga espada. Hiyoshi sonrió, mostrando sus blancos dientes.

—De modo que eres un bandido, ¿eh? En ese caso, quieres marcharte con lo que has venido a buscar, ¿no es cierto?

—No seas un moscón. ¡Piérdete!

—Me voy. Pero si abres esa puerta, ninguno de vosotros saldrá de aquí vivo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No lo sabes, ¿eh? Sólo yo lo sé.

—Estás un poco loco, ¿verdad?

—Habla por ti mismo. Eres tú quien no está del todo en sus cabales… Venir a robar a una casa como ésta…

Los hombres de Tenzo, cansados de esperar, llamaron a la puerta y gritaron:

—¿Qué pasa?

—Esperad un momento —replicó Tenzo. Entonces se dirigió a Hiyoshi—: Has dicho que si entramos en esta mansión, no volveremos a casa vivos. ¿Por qué habría de creerte?

—Es cierto.

—Si descubro que estás jugando conmigo, te cortaré la cabeza.

—No vas a descubrirlo por nada. Tendrás que darme algo a cambio.

—¿Cómo?

Tenzo farfulló para sus adentros, lleno de suspicacia hacia aquel muchacho. El cielo estrellado era cada vez más brillante, pero la mansión, rodeada por el muro de tierra, seguía sumida en una oscuridad total.

—¿Qué quieres? —le tanteó Tenzo.

—No quiero nada, salvo que me dejes ser un miembro de tu banda.

—¿Quieres ser uno de los nuestros?

—Sí, eso es.

—¿Quieres convertirte en ladrón?

—Sí.

—¿Qué edad tienes?

—Quince años.

—¿Por qué quieres ser ladrón?

—El amo me trata como si fuese un caballo. La gente que trabaja aquí se mete conmigo, me llaman «mono» continuamente, así que me gustaría ser un bandido como tú y desquitarme de ellos.

—De acuerdo, te dejaré ingresar en la banda, pero sólo después de que hayas demostrado tu valía. Ahora explícame lo que has dicho antes.

—¿Lo de que os matarán a todos?

—Sí.

—Bueno, vuestro plan no es bueno. Esta noche te has disfrazado de invitado y te has mezclado con un gran grupo de gente.

—Así es.

—Alguien te ha reconocido.

—Eso es imposible.

—Piensa lo que quieras, pero el amo sabía claramente quién eras. Así pues, al principio de la velada, y siguiendo sus instrucciones, corrí a la casa de Kato de Yabuyama, le informé de que seguramente seríamos atacados en plena noche y le dije que apreciaríamos su ayuda.

—Kato de Yabuyama…, ése debe de ser el servidor de Oda, Kato Danjo.

—Como Danjo y mi amo son parientes, ha reunido a una docena de samurais que viven en los alrededores y todos ellos han venido durante la noche, vestidos de invitados. En estos momentos están vigilando en la casa, esperándote. Puedes estar seguro.

Hiyoshi vio por la palidez de su rostro que Tenzo le creía.

—¿Es eso cierto? —dijo—. ¿Dónde se encuentran? ¿Qué están naciendo?

—Estaban sentados en círculo, tomando sake y esperando. Entonces supusieron que no atacarías tan tarde y se fueron a dormir. Me obligaron a montar guardia afuera, con este frío.

Tenzo agarró a Hiyoshi y le dijo:

—Como grites, despídete de la vida.

Entonces cubrió con su manaza la boca del muchacho.

Hiyoshi se debatió y logró decir:

—Señor, esto no es lo que me has prometido. No haré ningún ruido. Aparta la mano. —Hundió las uñas en la mano del ladrón.

Tenzo sacudió la cabeza.

—No hay alternativa. Al fin y al cabo, soy Watanabe Tenzo de Mikuriya. Aunque sea cierto lo que dices, si me marcho de aquí con las manos vacías no podré mirar a mis hombres a la cara.

—Pero…

—¿Tú qué puedes hacer?

—Te traeré lo que quieras.

—¿Lo sacarás de la casa?

—Sí. Es la manera de hacerlo. Así podrás terminar este asunto sin el peligro de matar a nadie o de que te maten.

—¿No fallarás? —El bandido apretó con más fuerza la garganta de Hiyoshi.

La puerta seguía cerrada. Sus hombres, temerosos y suspicaces, no cesaban de llamar a Tenzo con susurros audibles y sacudiendo la puerta.

—Eh, jefe, ¿estás ahí?

—¿Qué ocurre?

—¿Qué problema hay en la puerta?

Tenzo levantó parcialmente la tranca y susurró a través de la abertura:

—Aquí pasa algo raro, así que no arméis ruido y no estéis agrupados. Dividíos y ocultaos.

Hiyoshi fue en busca de lo que Tenzo le había pedido, trasladándose sigilosamente desde la entrada del aposento de la servidumbre a la casa principal. Una vez allí, vio que había un farol encendido en la habitación de Sutejiro.

—¿Señor? —le llamó Hiyoshi mientras se sentaba respetuosamente en la terraza.

No obtuvo respuesta, pero percibía que Sutejiro y su esposa estaban despiertos.

—¿Señora?

—¿Quién es? —preguntó la esposa de Sutejiro con voz temblorosa.

O bien ella o bien su marido se había despertado y sacudido al otro para que despertara, porque un momento antes se había oído un vago frufrú y el sonido de voces. Pensando que podría tratarse de un ataque de bandidos, ambos tenían los ojos cerrados, llenos de temor. Hiyoshi abrió la puerta corredera y avanzó de rodillas. Sutejiro y su esposa abrieron desmesuradamente los ojos.

—Afuera hay bandidos —dijo Hiyoshi—. Un grupo muy numeroso.

Marido y mujer tragaron saliva, pero no dijeron nada. Parecían incapaces de hablar.

—Sería terrible que entraran al asalto. Os atarían a los dos y dejarían cinco o seis muertos o heridos. Se me ha ocurrido un plan, y tengo a su jefe esperando una repuesta.

Hiyoshi les contó la conversación que había tenido con Tenzo, y concluyó diciendo:

—Señor, os lo ruego, dejad que los ladrones se lleven lo que quieren. Se lo entregaré a Tenzo y él se marchará.

Hubo una ligera pausa antes de que el mercader le preguntara:

—Hiyoshi, por todos los dioses, ¿qué quiere ese hombre?

—Dice que ha venido en busca de la jarra akae.

—¿Qué?

—Dice que si se la doy, se marchará. Puesto que no tiene ningún valor, ¿permitiréis que se la lleve? Todo ha sido idea mía —explicó Hiyoshi orgullosamente—. Fingiré que la robo para él. —Pero la desesperación y el temor que reflejaban los semblantes de Sutejiro y su esposa eran casi palpables—. Antes sacaron esa jarra akae del almacén para la ceremonia del té, ¿no es cierto? ¡Ese hombre debe de ser un idiota al pedirme que le entregue una cosa que no vale nada! —exclamó Hiyoshi, y pareció como si todo el asunto le pareciera cómico.

La esposa de Sutejiro estaba completamente inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua de piedra,

—Esto es terrible —dijo Sutejiro, exhalando un profundo suspiro. Sumido en sus pensamientos, también se quedó inmóvil.

—Señor, ¿por qué no lo consideráis así? Una pieza de cerámica puede poner fin a esto sin derramamiento de sangre.

—No es cualquier pieza de cerámica. Incluso en el país de los Ming hay muy pocas piezas como ésa. La traje de China tras considerables penalidades. Y más aún, es un recuerdo del maestro Shonzui.

—En las tiendas de cerámica de Sakai llegaría a valer mil piezas de oro —añadió la esposa.

Pero los bandidos eran más temibles que la pérdida de una pieza tan valiosa. Si les oponían resistencia, habría una matanza, y se habían dado casos de mansiones incendiadas y reducidas a cenizas. Ningún acontecimiento era insólito en aquellos tiempos turbulentos.

En semejante situación, un hombre no disponía de mucho tiempo para decidirse. Por un momento, Sutejiro pareció incapaz de superar su apego sentimental a la jarra, pero finalmente dijo:

—No tiene remedio.

Entonces se sintió un poco mejor y cogió la llave del almacén que guardaba en un cajoncito de un armario laqueado.

—Entrégasela.

Arrojó la llave ante Hiyoshi. Enojado por la pérdida de la preciosa jarra, Sutejiro no pudo alabar a Hiyoshi, aun cuando pensaba que haber ideado la estratagema era algo notable en un muchacho de su edad.

Hiyoshi fue a solas al almacén. Salió con una caja de madera y depositó la llave en la mano de su señor, diciéndole:

—Será mejor que apaguéis la luz y volváis al lecho discretamente. No tenéis por qué preocuparos.

Cuando le entregó la caja a Tenzo, el bandido, que sólo creía a medias lo que estaba sucediendo, la abrió y examinó minuciosamente el contenido.

—Humm, sí, es ésta —dijo, y la expresión de su rostro se suavizó.

—Tú y tus hombres debéis marcharos de aquí en seguida. Hace un momento, cuando estaba buscando esto en el almacén, he encendido una vela. Probablemente ahora mismo Kato y sus samurais se están despertando y pronto empezarán a hacer sus rondas.

Tenzo se apresuró a abrir la puerta.

—Ven a visitarme a Mikuriya cuando quieras. Te aceptaré.

Tras decir estas palabras, desapareció en la oscuridad.

* * *

La temible noche había terminado.

Era cerca de mediodía del día siguiente. Como era la primera semana de nuevo año, una interminable procesión de invitados, en grupos de dos y tres, avanzaban hacia la casa principal. No obstante, en la tienda de cerámica había una atmósfera extrañamente enrarecida. Sutejiro estaba de mal temple y malhumorado, y su esposa, normalmente alegre, no se veía por ninguna parte.

Ofuku fue discretamente a la habitación de su madre y se sentó. La mujer no se había recuperado por completo de la pesadilla de la noche anterior y yacía en la cama, con una palidez enfermiza en el rostro.

—Madre, ahora mismo he hablado con padre. Todo irá bien.

—¿De veras? ¿Qué te ha dicho?

—Al principio se mostraba escéptico, pero cuando le hablé de la conducta de Hiyoshi y la ocasión en que me agarró detrás de la casa y me amenazó, diciendo que llamaría a los bandidos de Mikuriya, se sorprendió y pareció pensarlo de nuevo.

—¿Ha dicho que le despediría pronto?

—No, ha dicho que sigue considerándole un monito prometedor, así que le pregunté si estaba dispuesto a mantener en casa a una herramienta de ladrones.

—Desde el principio no me gustó la expresión de los ojos de ese chico.

—También le he mencionado eso, y finalmente ha dicho que si nadie se lleva bien con él, no hay más alternativa que despedirle. Dice que, como se hizo cargo de él a petición de Kato de Yabuyama, le sería difícil despedirle personalmente.

Cree que sería mejor que nosotros nos encarguemos del asunto y busquemos algún pretexto inofensivo para echarle.

—Muy bien. Hemos llegado a tal extremo que no puedo soportar que ese cara de mono siga trabajando aquí ni siquiera media jornada más. ¿Qué está haciendo ahora?

—Está empaquetando género en el almacén. ¿Puedo decirle que quieres verle?

—No, por favor, no lo hagas. No soporto su estampa. Ahora que tu padre ha accedido, ¿no bastaría con que tú le dijeras que a partir de hoy queda despedido y le enviaras a su casa?

—De acuerdo —dijo Ofuku, aunque estaba un poco asustado—. ¿Qué hago con respecto a su salario?

—Desde el principio no le prometimos salario alguno, y aunque no es un trabajador eficaz, le hemos alimentado y vestido. Incluso eso es más de lo que merece. Oh, bueno, deja que se quede con las ropas que lleva y dale un par de medidas de sal.

Ofuku temía demasiado enfrentarse él solo a Hiyoshi, por lo que pidió a otro hombre que le acompañase al almacén. Echó un vistazo al interior y vio que Hiyoshi, que trabajaba a solas, estaba cubierto de briznas de paja desde la cabeza a los pies.

—Sí, ¿qué quieres? —respondió Hiyoshi en un tono más enérgico de lo acostumbrado, acercándose rápidamente a Ofuku.

No le parecía conveniente hablar de lo sucedido la noche anterior y no lo había comentado con nadie, pero estaba muy orgulloso de sí mismo…, tanto que, en su fuero interno, esperaba la alabanza de su patrono.

Ofuku, acompañado por el más fornido de los empleados de la tienda, el que más intimidaba a Hiyoshi, le dijo:

—Hoy puedes marcharte, mono.

—Marcharme… ¿adonde? —preguntó el sorprendido Hiyoshi.

—A casa. Todavía tienes casa, ¿no?

—Sí, pero…

—Desde hoy estás despedido. Puedes quedarte la ropa que te hemos dado.

—Te damos esto gracias a la amabilidad de la señora —dijo el empleado, tendiéndole la sal y el hatillo con las ropas de Hiyoshi—. Como no es necesario que presentes tus respetos, puedes marcharte ahora mismo.

Aturdido, Hiyoshi notó que la sangre se le agolpaba en el rostro. Su mirada colérica parecía perforar a Ofuku. Éste dio un paso atrás, cogió el hatillo de ropa y la bolsa de sal que sostenía el empleado, los depositó en el suelo y se alejó apresuradamente. Por la expresión de los ojos de Hiyoshi, parecía como si pudiera ir en pos de Ofuku, pero en realidad no veía nada, pues estaba cegado por las lágrimas. Recordó el semblante lloroso de su madre cuando le advirtió que si le despedían una vez más no podría mirar a nadie a la cara y que sería una deshonra para su cuñado. El recuerdo de su cuerpo fatigado y sus ojos, tan ojerosos, a causa de la pobreza y la crianza de los hijos, le hizo reprimir las lágrimas. La nariz dejó de moquearle. No obstante, permaneció allí inmóvil durante un rato, sin saber qué haría. La sangre le hervía de cólera.

—¿Qué ocurre, Mono? —le preguntó uno de los trabajadores—. Has vuelto a meter la pata, ¿eh? Te ha dicho que te marcharas, ¿no? Tienes quince años, y dondequiera que vayas por lo menos tendrás la comida asegurada. Sé un hombre y deja de lloriquear.

Sin detenerse en su tarea, los demás trabajadores se burlaron de él. Sus risas y pullas llenaban los oídos de Hiyoshi, el cual decidió no llorar delante de ellos. Dio media vuelta y les hizo frente, mostrándole sus blancos dientes.

—¿Quién lloriquea? Estoy cansado y harto de esta aburrida tienda. ¡Esta vez voy a servir a un samurai!

Echándose el hatillo de ropas a la espalda, ató la bolsa de sal a una caña de bambú que se apoyó garbosamente en el hombro.

—¡Se va a servir a un samurai! —dijo en tono de chanza uno de los trabajadores—. ¡Qué manera de despedirse!

Todos los demás se echaron a reír.

Ninguno detestaba a Hiyoshi, pero tampoco ninguno se apiadaba de él. Por su parte, en cuanto dio el primer paso al otro lado del muro de tierra, el claro azul del cielo llenó su corazón. Tenía la sensación de haberse liberado.

* * *

Kato Danjo había luchado en la batalla de Azukizaka el otoño del año anterior. Impaciente por distinguirse, se había aventurado en medio de las fuerzas de Imagawa, y recibió tales heridas que se vio obligado a permanecer en casa para siempre. Ahora se pasaba el día durmiendo en la vivienda de Yabuyama. Hacia fines de año, cuando el frío era más intenso, la herida de lanza en el estómago le molestaba constantemente y siempre se quejaba de dolor.

Oetsu prodigaba los mejores cuidados a su marido, y aquel día estaba lavando sus prendas interiores manchadas de pus en un arroyo que pasaba por su terreno. Oyó cantar a alguien con despreocupación y se preguntó quién podría ser. Irritada, se levantó y miró a su alrededor. Aunque la casa se encontraba sólo a media ladera de la colina Komyoji, desde el otro lado del muro de tierra se veía el camino al pie de la colina y más allá, en las tierras labrantías de Nakamura, el río Shonai y la ancha planicie de Owari.

Hacía un frío intenso. El sol de Año Nuevo descendía perezosamente hacia el horizonte, clausurando un día más. La voz de la persona que cantaba era briosa, como si no hubiera experimentado ni la dureza del mundo ni los sufrimientos humanos. La canción era una tonada popular de finales del siglo anterior, pero allí, en Owari, las hijas de los campesinos la habían distorsionado convirtiéndola en una canción de hilanderas.

Cuando el desconocido llegó al pie de la colina, Oetsu se preguntó si podría ser Hiyoshi, y le costó un poco reconocerlo. El muchacho llevaba un sucio hatillo de ropa a la espalda y del extremo de una vara de bambú sobre el hombro colgaba una bolsa. Le sorprendió cómo había crecido en tan poco tiempo, y el hecho de que, a pesar de que hubiera crecido tanto, siguiera tan despreocupado como siempre.

—¡Tiíta! ¿Qué haces ahí de pie?

Hiyoshi la saludó inclinando la cabeza. La canción daba cierta cadencia a su paso, y su voz, sin la menor afectación, dio a su saludo un matiz cómico. La expresión de su tía era de preocupación, y parecía como si se hubiera olvidado de reír.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Has venido con un mensaje para los sacerdotes del Komyoji?

Enfrentado a una respuesta difícil, Hiyoshi se rascó la cabeza.

—Los de la tienda de cerámica me han dejado marchar… He venido porque creo que es mejor decírselo a mi tío.

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