Taiko

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Libro Uno » Tenzo, el bandido

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—¿Cómo? ¿Otra vez? —dijo Oetsu, frunciendo el ceño—. ¿Vienes aquí después de que han vuelto a despedirte?

Hiyoshi pensó en contarle el motivo, pero de alguna manera le pareció que no merecía la pena tomarse la molestia.

Se dirigió a ella en un tono más dulce.

—¿Está mi tío en casa? Si está, ¿me harás el favor de decirle que deseo hablar con él?

—¡De ninguna manera! Mi marido resultó muy malherido en combate. No sabemos si hoy o mañana será su último día. No te permito que te acerques a él. —Hablaba bruscamente, en tono severo—. Lo siento de veras por mi hermana. Es terrible tener un hijo como tú.

La reacción de su tía desanimó al muchacho.

—Bueno, quería pedirle un favor a mi tío, pero supongo que es inútil, ¿verdad?

—¿Qué clase de favor?

—Como es samurai, he pensado que podría encontrarme colocación en la casa de un samurai.

—¡Lo que me faltaba por oír! ¿Qué edad tienes ahora?

—Quince años.

—A los quince años deberías conocer un poco el mundo.

—Precisamente por eso no quiero trabajar en un sitio viejo y aburrido. Dime, tiíta, ¿crees que habría una oportunidad para mí en alguna parte?

—¿Cómo voy a saberlo? —Oetsu le miraba iracunda, los ojos llenos de reproches—. La casa de un samurai no acepta a un hombre si no encaja en las tradiciones familiares. ¿Qué van a hacer con un muchacho ingobernable y despreocupado como tú?

En aquel momento se les acercó una sirvienta.

—Señora, por favor, venid en seguida. El dolor de vuestro esposo ha vuelto a empeorar.

Sin decir otra palabra, Oetsu corrió a la casa. Hiyoshi, abandonado, contempló las nubes cada vez más oscuras sobre Owari y Mino. Al cabo de un rato cruzó la puerta en el muro de tierra y se quedó al lado de la cocina. Lo que más deseaba era regresar a su casa de Nakamura y ver a su madre, pero le retenía la idea de encararse con su padrastro, el cual le hacía sentir que la valla alrededor de su propia casa estaba hecha de espinos. Decidió que lo más importante era encontrar un patrono. Había ido a Yabuyama por prudencia, pensando que era apropiado informar a su benefactor, pero como el estado de Danjo era tan crítico, no sabía qué hacer a continuación…, y tenía hambre.

Mientras se preguntaba dónde dormiría a partir de aquella noche, algo blando le rodeó una pierna aterida. Bajó la vista y vio que era un gatito. Hiyoshi lo cogió y se sentó junto a la puerta de la cocina. El sol poniente los envolvía en una luz fría.

—¿También tú tienes el estómago vacío? —preguntó al gatito, que temblaba contra su pecho. Al notar el calor del cuerpo de Hiyoshi, empezó a lamerle la cara.

—Vamos, vamos —le dijo, apartando la cabeza.

Los gatos no le gustaban especialmente, pero aquel día el animalito era la única criatura viva que le mostraba algún afecto.

De repente Hiyoshi aguzó el oído. También el gato abrió mucho los ojos, sorprendido. Desde una habitación al lado de la terraza les había llegado el grito agudo de un hombre que sufría. Al cabo de un instante, Oetsu entró en la cocina. Tenía los ojos arrasados en lágrimas que se secaban sobre su manga mientras agitaba una pócima medicinal sobre el fogón.

—Tiíta —empezó a decirle cautamente Hiyoshi mientras acariciaba al animal—, este gato tiene el estómago vacío y está temblando. Si no le das algo de comida se morirá.

Evitó la mención de su propio estómago. Oetsu hizo caso omiso de su observación.

—¿Todavía estás ahí? —le preguntó—. Pronto anochecerá, pero no voy a permitir que te quedes aquí.

Ocultó sus lágrimas con la manga. La belleza de la joven esposa del samurai, que había sido tan feliz sólo dos o tres años antes, se había desvanecido como una flor azotada por la lluvia. Hiyoshi, con el gatito todavía contra su pecho, pensó en lo hambriento que estaba y en la cama inalcanzable. Al mirar a su tía, de repente observó algo diferente en su aspecto.

—¡Tiíta! Qué barriga tienes, ¿estás preñada?

Oetsu alzó la cabeza con un sobresalto, como si le hubieran dado una bofetada. Aquella pregunta repentina estaba totalmente fuera de lugar.

—¡Igual que un niño pequeño! —exclamó—. No deberías hacer unas preguntas tan descaradas. ¡Eres asqueroso! —Exasperada, añadió—: Vete en seguida a casa mientras todavía hay luz. ¡Ve a Nakamura o donde quieras! En estos momentos me tiene sin cuidado lo que hagas.

Tragándose su propia voz ahogada, desapareció en el interior de la casa.

—Me iré —musitó Hiyoshi, y se levantó para marcharse, pero el gato no estaba dispuesto a abandonar el calor de su pecho.

En aquel momento una sirvienta sacó un pequeño cuenco de arroz frío con pasta de judías, se lo mostró al gato y lo llamó. El animal se apresuró a abandonar a Hiyoshi para ir en pos de la comida. A Hiyoshi se le hacía la boca agua mientras contemplaba al gatito y la comida, pero parecía que nadie iba a ofrecerle nada de comer. Decidió marcharse a casa, pero cuando llegó a la entrada del jardín le llamó alguien con un fino sentido del oído.

—¿Quién está ahí? —le preguntó una voz procedente de la habitación del enfermo.

Hiyoshi se detuvo en sus pasos. Sabía que era Danjo y se apresuró a responderle. Entonces, pensando que había llegado el momento, le dijo a Danjo que le habían despedido de la tienda de cerámica.

—¡Abre la puerta, Oetsu!

Oetsu intentó hacerle cambiar de idea, arguyendo que el viento nocturno le enfriaría y que le dolerían sus heridas. No hizo ademán alguno de abrir la puerta corredera, hasta que Danjo perdió los estribos.

—¡Idiota! —gritó—. ¿Qué importa si vivo diez días más o veinte? ¡Ábrela!

Oetsu sollozaba cuando obedeció a su marido, y dijo al muchacho:

—Sólo vas a conseguir que empeore. Preséntale tus respetos y márchate.

Hiyoshi se vio ante la habitación del enfermo e hizo una reverencia. Danjo estaba apoyado en un montículo formado con las ropas de cama.

—¿Te has despedido de la tienda de cerámica, Hiyoshi?

—Sí, señor.

—Humm. Eso está bien.

—¿Cómo? —replicó Hiyoshi, perplejo.

—El hecho de que a uno le despidan no es en absoluto vergonzoso, siempre que no hayas sido desleal o injusto.

—Comprendo.

—También tu casa fue antiguamente una casa de samurais. Samurais, Hiyoshi.

—Comprendo.

—Un samurai no trabaja sólo para comer, no es un esclavo de la comida. Vive para su vocación, para el deber y el servicio. La comida es algo adicional, una bendición del cielo. No te conviertas en la clase de hombre que, en busca de su próxima comida, se pasa la vida sumido en la confusión.

* * *

Era cerca de medianoche.

Kochiku, un bebé enfermizo, padecía alguna dolencia infantil y había estado llorando casi sin cesar. Estaba tendido en una yacija de paja y por fin había dejado de mamar.

—Si te levantas vas a helarte, hace mucho frío —le dijo Otsumi a su madre—. Ve a dormir.

—¿Cómo puedo hacer eso cuando tu padre aún no ha vuelto a casa?

Onaka se levantó y se sentó con Otsumi al lado del hogar, trabajando con diligencia en la tarea que había dejado sin terminar por la tarde.

—¿Qué está haciendo? ¿Es que no va a volver esta noche?

—Bueno, es la de Año Nuevo.

—Pero nadie en esta casa, y sobre todo tú, lo ha celebrado con algo más que un solo pastelillo de mijo. Y es preciso que trabajemos sin cesar con semejante frío.

—Bueno, los hombres tienen sus propios pasatiempos.

—Aunque seguimos considerándole el jefe de la casa, lo cierto es que no trabaja. No hace más que beber sake, y cuando vuelve a casa la emprende contigo a insultos. Me pone furiosa.

Otsumi había llegado ya a la edad en que una mujer suele abandonar la casa de sus padres para casarse, pero no estaba dispuesta a abandonar a su madre. Conocía los problemas económicos de la familia y ni siquiera en sueños pensaba en colorete y polvos, y mucho menos en un vestido de Año Nuevo.

—No hables así, por favor —le dijo Onaka, con los ojos bañados en lágrimas—. Tu padre no es digno de confianza, pero Hiyoshi llegará a ser respetable algún día. Conseguiremos casarte con un hombre bueno, aunque no puedes decir que tu madre ha sabido elegir bien a sus maridos.

—No quiero casarme, madre. Quiero estar siempre contigo.

—Una mujer no debe vivir así. Chikuami no lo sabe, pero cuando Yaemon estaba impedido guardamos una ristra de monedas de la indemnización que nos dio su señor, pensando que sería suficiente para tu boda. Y he recogido más de siete balas de retales de seda para hacerte un kimono.

—Creo que viene alguien, madre.

—¿Tu padre?

Otsumi estiró el cuello para ver quién era.

—No.

—¿Quién es entonces?

—No lo sé. Guarda silencio.

Otsumi tragó saliva, sintiéndose súbitamente inquieta.

—¿Estás ahí, madre? —dijo Hiyoshi desde la oscuridad, y permaneció inmóvil, reacio a pasar a la otra habitación.

—¿Eres Hiyoshi?

—Aja.

—¿A estas horas de la noche?

—Me han despedido de la tienda de cerámica.

—¿Despedido?

—Perdóname —dijo sollozando—. Por favor, madre, perdóname.

Onaka y Otsumi estuvieron a punto de tropezar en su apresuramiento por ir a recibirle.

—¿Qué harás ahora? —le preguntó Onaka—. No te quedes ahí como un pasmarote, entra.

Cogió la mano de Hiyoshi, pero el muchacho sacudió la cabeza.

—No, tengo que irme pronto. Si paso una sola noche en esta casa, no querré volver a abandonarte.

Aunque Onaka no quería que Hiyoshi regresara a su casa, un hogar donde imperaba la pobreza, no soportaba la idea de que el muchacho volviera a marcharse en plena noche. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos.

—Pero ¿adonde vas? —le preguntó.

—No lo sé, pero esta vez serviré a un samurai. Entonces por fin las dos podréis dejar de preocuparos por mi futuro.

—¿Servir a un samurai? —susurró Onaka.

—Dijiste que no querías que me convierta en samurai, pero eso es lo que realmente quiero hacer. Mi tío de Yabuyama ha dicho lo mismo. Cree que ahora es el momento.

—Bueno, creo que también deberías hablar de ello con tu padrastro.

—No quiero verle —replicó Hiyoshi, sacudiendo la cabeza—. Tenéis que olvidaros de mí durante los próximos diez años. Hermana, no es bueno para ti seguir soltera, pero sé paciente, ¿de acuerdo? Cuando llegue a ser un gran hombre, vestiré a nuestra madre de seda y te compraré una faja de satén estampado para tu boda.

Ambas mujeres lloraban porque Hiyoshi había crecido lo suficiente para decir tales cosas. Sus corazones eran como lagos de lágrimas en los que se ahogarían sus cuerpos.

—Madre, aquí tienes las dos medidas de sal que me han dado como paga en la tienda de cerámica. La he ganado trabajando durante dos años. Llévala a la cocina, hermana.

Hiyoshi dejó en el suelo la bolsa de sal.

—Gracias —dijo su madre, haciendo una reverencia ante la bolsa—. Ésta es sal que has ganado saliendo al mundo por primera vez.

Hiyoshi estaba satisfecho. Mirando el rostro feliz de su madre, era a su vez tan feliz que se sentía como si flotara. Juró que la haría incluso más feliz en el futuro. «¡Eso es! —pensó Hiyoshi—. Ésta es la sal de mi familia. No, no sólo de mi familia, sino también del pueblo. No, mejor todavía, es la sal de la nación».

—Supongo que pasará bastante tiempo antes de que regrese —dijo Hiyoshi, retrocediendo hacia la puerta exterior, pero sus ojos no se apartaban de Onaka y Otsumi.

Tenía ya un pie fuera de la puerta cuando, de súbito, Otsumi se inclinó adelante y le dijo:

—¡Espera, Hiyoshi! Espera. —Entonces se volvió a su madre—. La ristra de monedas de la que me has hablado hace un momento. No la necesito. No quiero casarme. Así que, por favor, dásela a Hiyoshi.

Ahogando un sollozo en su manga, Onaka fue en busca de la ristra de monedas y se la ofreció a Hiyoshi.

El muchacho miró las monedas y se las devolvió a su madre.

—No, no me hacen falta.

Otsumi, que experimentaba la ternura de una hermana mayor, le preguntó:

—¿Qué vas a hacer en el mundo sin dinero?

—Madre, en lugar de estas monedas, ¿podrías darme la espada que llevaba padre, la que hicieron para el abuelo?

Su madre reaccionó como si hubiera recibido un puñetazo en el pecho.

—El dinero te mantendrá vivo —replicó—. Por favor, no me pidas esa espada.

—¿Ya no la tienes? —le preguntó Hiyoshi.

—No…, ya no.

Entonces su madre admitió amargamente que la habían vendido tiempo atrás para pagar el sake de Chikuami.

—Bueno, no importa. Todavía hay esa espada oxidada en el cobertizo de almacenamiento, ¿no es cierto?

—Bueno…, si quieres ésa…

—¿Te parece bien que me la quede?

Aunque le importaban los sentimientos de su madre, Hiyoshi insistía. Recordaba cuánto había deseado aquella espada vieja y mellada a los seis años, y cómo había hecho llorar a su madre. Ahora ésta se resignaba a la idea de que, al crecer, su hijo se convirtiera en aquello que ella había rezado para que no fuese: un samurai.

—Está bien, quédatela. Pero, Hiyoshi, no te enfrentes nunca a otro hombre y no la desenvaines. Por favor, Otsumi, ve a buscarla.

—No, no es necesario. Yo mismo la cogeré.

Hiyoshi fue corriendo al cobertizo de almacenamiento. Descolgó la espada de la viga de la que pendía y, al atársela al costado, recordó a aquel chiquillo de seis años que lloraba, tantos años atrás. En aquel instante tuvo la sensación de que se había convertido en adulto.

—Hiyoshi, madre quiere verte —le dijo Otsumi desde la puerta del cobertizo.

Onaka había encendido una vela en el templete sobre un estante. En un platito de madera había depositado unos granos de mijo y un poco de la sal que Hiyoshi había traído. Juntó las manos en actitud orante. Hiyoshi entró y ella le dijo que se sentara. La mujer cogió una navaja de afeitar que estaba dentro del templete. Hiyoshi abrió unos ojos como platos.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.

—Voy a llevar a cabo la ceremonia de tu mayoría de edad. Aunque no podemos hacerlo formalmente, celebraremos tu salida al mundo.

Onaka afeitó la parte delantera de la cabeza de Hiyoshi. Luego empapó un poco de paja nueva en agua y le ató el cabello atrás con aquellas briznas. Hiyoshi no olvidaría jamás esa experiencia. Y mientras la aspereza de las manos de su madre que le rozaban las mejillas y las orejas le entristecía, era consciente de otro sentimiento. Pensaba que ahora era como todo el mundo, un adulto.

Oía los ladridos de un perro extraviado. En la oscuridad de un país en guerra consigo mismo, parecía que lo único que se hacía más grande eran los ladridos de los perros. Hiyoshi salió.

—Bueno, me marcho.

No podía decir nada más, ni siquiera pedirles que se cuidaran, pues las palabras se le trababan en la garganta.

Su madre hizo una reverencia ante el templete. Otsumi, con el pequeño y lloroso Kochiku en brazos, corrió tras él.

—Adiós —dijo Hiyoshi.

No miró atrás. Su figura fue empequeñeciéndose hasta que se perdió de vista. Tal vez debido a la escarcha, la noche era muy brillante.

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