Taiko

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Libro Uno » El arma de Koroku

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El arma de Koroku

A cierta distancia de Kiyosu, menos de tres leguas al oeste de Nagoya, se encontraba el pueblo de Hachisuka, al entrar en el cual una colina en forma de sombrero era visible desde casi cualquier dirección. A mediodía de verano, en los espesos bosquecillos, sólo se oía el canto de las cigarras. Por la noche, las siluetas de grandes barcos con la vela desplegada se deslizaban a través de la cara lunar.

—¡Hola!

—¡Hola! —repitieron, como un eco, desde el interior de la arboleda.

El foso, que tomaba sus aguas del río Kanie, discurría alrededor de los riscos y los grandes árboles de la colina. Si uno no miraba atentamente, probablemente no notaría que el agua estaba llena de las algas de color verde y azul oscuro que se encuentran en los viejos estanques naturales. Las algas se aferraban a las desgastadas murallas y las paredes de tierra que habían protegido la tierra durante cien años, y, al mismo tiempo, a los descendientes de los señores de la zona, su poderío y sus medios de vida.

Desde el exterior, era casi imposible conjeturar cuántos millares o incluso decenas de millares de acres de tierra residencial había en la colina. La mansión pertenecía a un poderoso clan provincial del pueblo de Hachisuka, cuyos señores habían sido conocidos con el nombre infantil de Koroku durante muchas generaciones. El señor que ahora ostentaba el título se llamaba Hachisuka Koroku.

—¡Eeeh! ¡Abrid la puerta!

Las voces de cuatro o cinco hombres llegaron desde más allá del foso. Uno de ellos era Koroku.

Si se conociera la verdad, ni Koroku ni sus antepasados poseían el pedigrí del que se jactaban, como tampoco tenían derechos sobre la tierra y su administración. Eran un poderoso clan provincial, pero nada más. Aunque Koroku era conocido como señor y aquellos hombres como sus servidores, lo cierto era que aquella finca tenía un ambiente peculiar, notablemente áspero. Cierto grado de intimidad era natural entre el jefe de una casa y sus servidores, pero la relación de Koroku con sus hombres era más bien la que existía entre el jefe de una banda y sus sicarios.

—¿Qué está haciendo? —murmuró Koroku.

—¡Portero! ¿A qué viene esta tardanza?

—¡Eeeh!

Esta vez oyeron la respuesta del portero, y la puerta de madera se abrió con un ruido sordo.

—¿Quién es?

A derecha e izquierda se apostaron hombres provistos de faroles metálicos en forma de campana o pecíolo, los cuales podían utilizarse en el campo de batalla o bajo la lluvia.

—Soy Koroku —respondió, bañado por la luz de los faroles.

Los hombres se identificaron al cruzar la puerta.

—Inada Oinosuke.

—Aoyama Shinshichi.

—Nagai Hannojo.

—Matsubara Takumi.

Avanzaron con ruidosas pisadas por un ancho y oscuro corredor y entraron en la casa. A lo largo del corredor, las caras de los sirvientes, las mujeres de las casa, las esposas y los niños, los numerosos individuos que formaban aquella amplia familia, saludaron al jefe del clan que regresaba del mundo exterior. Koroku devolvió los saludos, dirigiendo una mirada a cada uno y al llegar al salón principal se sentó pesadamente en una esterilla de paja circular. La luz de un farolillo revelaba claramente las líneas de su cara. Las mujeres se preguntaron inquietas si estaría de mal humor, mientras le llevaban agua, té y pastelillos de judías negras.

—¿Oinosuke? —dijo Koroku al cabo de un rato, volviéndose hacia el servidor que se sentaba más lejos de él—. Esta noche nos han humillado a base de bien, ¿no es cierto?

—Así es —convino Oinosuke.

Los cuatro hombres sentados con Koroku parecían compungidos. En cuanto a Koroku, daba la impresión de que necesitaba encontrar una salida para su malhumor.

—¿Qué opináis vosotros, Takumi y Hannojo?

—¿Sobre qué?

—¡El desconcierto de esta noche! ¿No estaba el nombre del clan Hachisuka vergonzosamente ennegrecido?

Los cuatro hombres guardaron un profundo silencio. La noche era bochornosa, sin un soplo de brisa. El humo del incienso repelente de los mosquitos les irritaba los ojos.

A primera hora de aquel día, Koroku había recibido la invitación de un importante servidor de Oda para asistir a una ceremonia del té. Nunca le habían gustado esas cosas, pero todos los invitados eran personas importantes de Owari y sería una buena ocasión para conocerlas. Si hubiera rechazado la invitación, se habría puesto en ridículo y la gente habría dicho: «Qué pretenciosos son, con esos aires que se dan. Pero si no es más que el jefe de una banda de ronin. Lo más probable es que tema revelar su ignorancia de la ceremonia del té».

Koroku y cuatro de sus hombres acudieron a la cita con un porte muy digno. Durante la ceremonia, una jarra de agua akae había llamado la atención de uno de los invitados, y en el curso de la conversación, un comentario imprudente se había deslizado de sus labios.

—Qué curioso —dijo—. Estoy seguro de haber visto esta jarra en la casa de Sutejiro, el mercader de cerámica. ¿No es la famosa pieza de cerámica akae que le robaron unos bandidos?

El anfitrión, que mostraba un cariño por la pieza fuera de lo corriente, se mostró naturalmente sorprendido.

—¡Eso es absurdo! ¡Hace poco he comprado esta jarra en una tienda de Sakai por casi mil piezas de oro!

El hombre llegó incluso a mostrar el recibo de la adquisición.

—Pues bien —insistió el invitado—, los ladrones deben de haberla vendido al comerciante de Sakai, y a través de una y otra transacción, finalmente ha llegado a tu honorable casa. El hombre que irrumpió en la casa del mercader de cerámica era Watanabe Tenzo de Mikuriya. No hay ninguna duda de ello.

Los invitados reunidos en la sala experimentaron un escalofrío. Era evidente que quien había hablado con tal libertad desconocía el árbol familiar de su anfitrión, Hachisuka Koroku, pero lo cierto era que el jefe de la casa y muchos otros invitados sabían perfectamente que Watanabe Tenzo era sobrino de Koroku y uno de sus principales aliados. Aquel día, antes de marcharse, Koroku juró que investigaría a fondo el asunto. Se sentía personalmente deshonrado y había regresado a su casa lleno de ira y vergüenza. A ninguno de sus abatidos parientes se le ocurría un plan. De haberse tratado de un asunto que implicara a sus propias familias o sus servidores, podrían haber tratado de resolverlo, pero el incidente giraba en torno a Tenzo, que era sobrino de Koroku. La casa de Tenzo en Mikuriya era un ramal de aquella finca de Hachisuka, y siempre residían allí veinte o treinta ronin.

Koroku estaba incluso más airado por su relación familiar con Tenzo.

—Esto es escandaloso —gruñó, lleno de desprecio hacia la vida delictiva de Tenzo—. He sido un estúpido al no preocuparme por el reciente comportamiento de Tenzo. Se ha aficionado a vestir prendas elegantes y mantener a una serie de mujeres. Ha desprestigiado el nombre de su familia. Tendremos que deshacernos de él. Tal como están las cosas, el clan Hachisuka no será considerado distinto de una banda de ladrones o un grupo de ronin desvergonzados.

Hannojo y Oinosuke miraban el suelo, azorados al ver de súbito lágrimas de pesar en los ojos de Koroku.

—¡Escuchadme todos! —Koroku miró directamente a sus hombres—. Las tejas de esta mansión llevan grabado el blasón de la cruz manji. Aunque ahora esté cubierto de musgo, el blasón ha sido transmitido a lo largo del tiempo desde mi lejano antepasado, el señor Minamoto Yorimasa, a quien se lo concedió el príncipe Takakura por haberle organizado un ejército leal. Nuestra familia sirvió en el pasado a los shogunes, pero desde la época de Hachisuka Taro perdimos nuestra influencia, de modo que ahora no somos más que otro clan provincial. De ninguna manera vamos a pudrirnos en el campo sin hacer nada al respecto. ¡No, yo, Hachisuka Koroku, he jurado que ha llegado el momento! He estado esperando el día en que podría restaurar el nombre de nuestra familia y enseñarle al mundo una o dos cosas.

—Eso es lo que siempre has dicho.

—Antes de eso os he dicho que debéis pensar antes de actuar y proteger a los débiles. El carácter de mi sobrino no ha mejorado. Ha violado la casa de un mercader y realizado la tarea de un ladrón nocturno. —Koroku se mordió el labio, comprendiendo que era preciso solventar el asunto sin más dilación—. Oinosuke, Shinshichi, vosotros dos iréis a Mikuriya esta noche. Traed a Tenzo aquí, pero no le digáis el motivo. Tiene varios hombres armados consigo. Como dicen, no es un hombre que se deje capturar con un trozo de soga.

Amaneció entre el trinar de los pájaros en las boscosas colinas. Una de las casas entre las fortificaciones recibía temprano el sol matinal.

—¡Matsu! ¡Matsu!

Matsunami, la esposa de Koroku, se asomó al dormitorio. Koroku estaba despierto, tendido de costado bajo la mosquitera.

—¿No han regresado todavía los hombres que envié anoche a Mikuriya?

—No, todavía no.

—Humm —gruñó Koroku, con una expresión preocupada en el semblante.

Aunque su sobrino era un bribón que sólo hacía maldades, tenía una mente aguda. ¿Habría percibido que las cosas se ponían feas e intentado huir? Volvió a pensar que sus hombres tardaban demasiado en volver.

La esposa desató la mosquitera. Su hijo, Kameichi, que estaba jugando en el borde de la red, aún no tenía dos años.

—¡Eh! Ven aquí.

Koroku abrazó al pequeño y le sostuvo en el extremo de sus brazos extendidos. Rechoncho como los niños de las pinturas chinas, incluso su padre notaba su peso considerable.

—¿Qué ocurre? Tienes los párpados rojos e hinchados.

Koroku lamió los ojos de Kameichi. El pequeño se mostró inquieto, tiró de la cara de su padre y la arañó.

—Deben de haberle devorado los mosquitos —replicó su madre.

—Si sólo son los mosquitos, no hay nada de qué preocuparse.

—Siempre está tan inquieto, incluso mientras duerme. No deja de deslizarse fuera de la red.

—No permitas que se enfríe cuando duerme.

—Claro que no.

—Y ten cuidado con la viruela.

—No la menciones siquiera.

—Es nuestro primer hijo. Podríamos decir que es el premio de nuestra primera campaña.

Koroku era joven y robusto. Puso fin a aquellos momentos placenteros y salió de la habitación con paso firme, como si tuviera que llevar a cabo un gran objetivo. No era hombre que se quedara sentado en casa tomando apaciblemente el té matinal. Una vez se hubo cambiado de ropa y lavado la cara, salió al jardín y caminó a grandes zancadas hacia un lugar donde se oían martillazos.

A un lado del estrecho sendero había dos pequeñas herrerías construidas en una zona despejada recientemente, después de talar unos árboles enormes. Aquello era el centro de un bosque donde, hasta entonces, ningún hacha había tocado un tronco desde los tiempos de los antepasados de Koroku.

El herrero, Kuniyoshi, un hombre de Sakai a quien Koroku había llamado en secreto, estaba trabajando con sus aprendices.

—¿Cómo va eso? —preguntó. Kuniyoshi y sus hombres estaban postrados en el sucio suelo—. Todavía no hay suerte, ¿eh? ¿Aún eres incapaz de hacerme una copia del arma de fuego que usas como modelo?

—Lo hemos intentado de una manera y de otra. Estamos sin dormir ni comer, pero…

Koroku asintió. En aquel momento un servidor de bajo rango se le acercó y le dijo:

—Mi señor, los dos hombres que habéis enviado a Mikuriya acaban de regresar.

—¿Ah, sí? ¿Ahora?

—Sí, mi señor.

—¿Han traído a Tenzo consigo?

—Sí, mi señor.

—¡Muy bien! —Koroku hizo un gesto de aprobación—. Hazles esperar.

—¿Dentro de la casa?

—Sí, pronto me reuniré con ellos.

Koroku era un hábil estratega —el clan confiaba en esa habilidad— pero su carácter tenía otra faceta, una tendencia a la compasión. Podía ser severo, pero también era capaz de conmoverse hasta las lágrimas, sobre todo cuando se trataba de algo que afectaba a sus familiares. Sin embargo, había tomado una decisión: debía librarse de su sobrino aquella misma mañana. Pero parecía titubear y pasó bastante tiempo examinando la obra de Kuniyoshi.

—Es muy natural —comentó—. Al fin y al cabo, las armas de fuego llegaron aquí hace sólo siete u ocho años. Desde entonces, los clanes samurais de todas las provincias han competido entre ellos para producir armas o comprar las que traen los barcos de los bárbaros europeos. Aquí, en Owari, tenemos una ventaja táctica, pues deben de ser muchos los samurais del norte y el este que jamás han visto armas de fuego. Tampoco tú habías fabricado ninguna hasta ahora, así que tómate tu tiempo y trabaja cuidadosamente según el método de la prueba y el error. Si puedes hacer una, podrás hacer cien, y las tendremos a mano para más adelante.

—¡Mi señor! —El servidor regresó y se arrodilló en el suelo cubierto de rocío—. Te están esperando.

Koroku se volvió hacia él.

—En seguida iré. Que esperen un poco más.

Si bien Koroku estaba decidido a efectuar el costoso sacrificio de castigar a su sobrino para hacer justicia, le desgarraba un conflicto entre su idea de lo correcto y sus sentimientos. Cuando estaba a punto de marcharse, volvió a dirigirse a Kuniyoshi.

—Antes de que termine el año podrás hacer diez o veinte armas de fuego útiles, ¿no es cierto?

—Sí —dijo el herrero, el cual, consciente de su responsabilidad, tenía una expresión seria en el rostro, negro de hollín—. Si puedo hacer una como es debido, podré hacer cuarenta o incluso cien.

—La primera es la difícil, ¿eh?

—Inviertes mucho dinero en esto.

—No te preocupes por eso.

—Gracias, mi señor.

—No creo que la lucha cese el próximo año ni el otro ni los posteriores… Cuando se agoste toda la hierba de esta tierra y los capullos empiecen a brotar de nuevo… Bien, haz cuanto puedas para terminar el arma rápidamente.

—Pondré en ello todo mi empeño.

—Y recuerda que esto debe permanecer en secreto.

—Sí, mi señor.

—Los martillazos son demasiado fuertes. ¿No podrías trabajar de manera que no se oyeran fuera del foso?

—También pondré cuidado en ello.

Cuando se disponía a salir de la herrería, Koroku vio un arma apoyada al lado de los fuelles.

—¿Y eso? —preguntó, señalándola—. ¿Es el modelo o uno de tus intentos?

—Está recién hecha.

—Bueno, déjame verla.

—Me temo que todavía no está preparada para pasar una inspección.

—No importa. Tengo un buen blanco para ella. ¿Disparará?

—La bola sale volando, pero por mucho que lo intente, no consigo que el mecanismo engrane como el del original. Pondré más empeño en conseguir algo que funcione.

—Probar también es una tarea importante. Déjamela.

Koroku cogió el arma de las manos de Kuniyoshi, apoyó el cañón en su codo doblado e hizo como si apuntara a un blanco. En aquel momento Inada Oinosuke apareció en la puerta de la herrería.

—Oh, todavía no has terminado.

Koroku se volvió hacia Oinosuke con la culata del arma apretada contra sus costillas.

—¿Y bien?

—Creo que deberías ir en seguida. Hemos podido convencer a Tenzo para que viniera con nosotros, pero parece notar algo raro y se muestra nervioso. Si las cosas van mal, puede convertirse en el tigre que rompe los barrotes de su jaula, como dice el proverbio.

—Muy bien, ya voy.

Koroku le dio el arma a Oinosuke y recorrió a largas zancadas el sendero a través del bosque.

Watanabe Tenzo estaba sentado ante el gabinete, preguntándose qué ocurría allí. ¿Qué clase de emergencia era la causa de que le hubieran llamado? Aoyama Shinshichi, Nagai Hannojo, Matsubara Takumi e Inada Oinosuke, los servidores de confianza del clan Hachisuka, estaban todos cerca de él, observando atentamente sus menores movimientos. Tenzo había empezado a sentirse intranquilo nada más llegar. Estaba pensando en dar alguna excusa y marcharse cuando vio a Koroku en el jardín.

—Ah, tío.

El saludo de Tenzo estuvo acompañado por una sonrisa forzada. Koroku miró a su sobrino con semblante impasible. Oinosuke apoyó la culata del arma en el suelo.

—Tenzo, sal al jardín, ¿quieres? —le dijo. El aspecto de Koroku no difería del normal, y Tenzo se sintió un poco tranquilizado.

—Me han dicho que me apresurase a venir, que es preciso ocuparse de algún asunto urgente.

—Así es.

—¿Qué clase de asunto?

—Bien, ven aquí.

Tenzo se calzó unas sandalias de paja y salió al jardín, acompañado de Hannojo y Takumi.

—Quédate ahí —le ordenó Koroku, sentándose en una gran piedra y alzando el arma.

En un instante Tenzo comprendió que su tío iba a apuntarle, pero en su posición no podía hacer nada. Los otros hombres le rodeaban, como piedras inertes en un tablero de go. Habían hecho jaque al jefe de los bandidos de Mikuriya. Su semblante se puso lívido. Invisibles llamas de cólera irradiaban de Koroku, y la expresión de su rostro indicó a Tenzo que las palabras serían inútiles.

—¡Tenzo!

—¿Sí?

—No habrás olvidado las cosas que te he dicho una y otra vez, ¿verdad?

—Las tengo grabadas con firmeza en mi mente.

—Naciste humano en un mundo de caos. Las cosas más vergonzosas son la vanidad en la indumentaria, la vanidad en la comida y oprimir a la gente ordinaria y pacífica. Los llamados grandes clanes provinciales hacen tales cosas, así como los ronin. La familia de Hachisuka Koroku no es como ellos, y creo que ya te he advertido al respecto.

—Lo has hecho, en efecto.

—Sólo nuestra familia ha prometido albergar grandes esperanzas y llevarlas a cabo. Hemos jurado no oprimir a los campesinos, no actuar como ladrones y, si llegamos a ser los dirigentes de una provincia, procurar que la prosperidad sea compartida por todos.

—Sí, es cierto.

—¿Quién ha roto esa promesa? —preguntó Koroku. Tenzo guardó silencio—. ¡Tenzo! Has abusado de la fuerza militar que te confié, la has usado mal, haciendo el trabajo de un ladrón nocturno. Fuiste tú quien allanó la tienda de cerámica de Shinkawa y robó la jarra akae, ¿no es cierto?

Tenzo parecía como si estuviera a punto de poner pies en polvorosa. Koroku se levantó y dijo en voz atronadora:

—¡Cerdo! ¿Quieres huir?

—Yo… no huiré.

Le temblaba la voz. Se dejó caer en la hierba y permaneció sentado allí como si estuviera clavado al suelo.

—¡Atadle! —gritó Koroku a sus servidores.

Al instante, Matsubara Takumi y Aoyama Shinshichi se abalanzaron sobre Tenzo, le retorcieron las manos a la espalda y se las ataron con la cuerda anudada de su espada. Cuando Tenzo comprendió claramente que la autoría de su delito se había difundido y que corría peligro, su pálido semblante pareció algo más resuelto y desafiante.

—T… t… tío…, ¿qué vas a hacer conmigo? Sé que eres mi tío, pero esto rebasa lo razonable.

—¡Calla!

—Te juro que no recuerdo haber hecho lo que acabas de decir.

—¡Calla!

—¿Por qué me tratas así?

—¿Vas a callarte o no?

—Tío…, eres mi tío, ¿no es cierto? Si corre por ahí semejante rumor, ¿no podrías haberme pedido explicaciones?

—Las excusas cobardes me tienen sin cuidado.

—Pero que el jefe de un gran clan actúe basándose en rumores sin investigarlos…

Ni que decir tiene, aquel gimoteo repugnaba a Koroku, el cual alzó el arma y la apoyó en el brazo doblado.

—Escucha, escoria, eres el blanco vivo que necesito para probar esta nueva arma que Kuniyoshi acaba de hacerme. Vosotros dos, llevadle a la valla y atadle a un árbol.

Shinshichi y Takumi empujaron a Tenzo y le agarraron del cogote, llevándole hasta el extremo del jardín, a tal distancia que un arquero inexperto sería incapaz de cubrirla con un flechazo.

—¡Tío! —gritó Tenzo—. Tengo algo que decirte. ¡Escúchame, una sola vez!

Todos oyeron su voz y la desesperación que vibraba en ella. Koroku no le hizo caso. Oinosuke había traído una mecha. Koroku la cogió y, tras introducir una bola en el mosquete, apuntó a su sobrino que gritaba frenéticamente.

—¡Hice mal, lo confieso! ¡Por favor, escúchame!

Tan poco impresionados como su señor, los hombres permanecían en silencio, preparados para encajar el estruendo del disparo sin inmutarse, esperando. Al cabo de varios minutos, Tenzo calló e inclinó la cabeza. Tal vez se había resignado a la muerte, o quizá su resistencia se había quebrantado.

—¡No hay manera! —murmuró Koroku, y desvió los ojos del blanco—. Aunque aprieto el gatillo, la bola no sale. Oinosuke, corre a la herrería y vuelve con Kuniyoshi.

Cuando llegó el herrero, Koroku le entregó el arma y dijo:

—He intentado dispararla, pero no funciona. Arréglala.

Kuniyoshi examinó el mosquete.

—No es posible repararlo fácilmente, mi señor —replicó.

—¿Cuánto tardarás?

—Quizá pueda haberlo logrado esta noche.

—¿No puede ser antes? El blanco vivo con el que intento probarla está esperando.

Sólo entonces el herrero se dio cuenta de que Tenzo estaba siendo utilizado como blanco.

—¿Vuestro…, vuestro sobrino? —tartamudeó.

Koroku ignoró la observación.

—Ahora eres un armero. Es conveniente que apliques toda tu energía a fabricar un arma. Si pudieras terminarla aunque sólo sea un día antes de lo planeado, tanto mejor. Tenzo es un malvado, pero es pariente mío, y en vez de morir como un perro habrá hecho una contribución útil si sirve de algo para probar un arma.

Anda, sigue con tu trabajo.

—Sí, me señor.

—¿A qué estás esperando?

Los ojos de Koroku eran como fuegos de señalización. Incluso sin alzar la vista, Kuniyoshi sintió su calor. Cogió el arma y se apresuró a regresar a la herrería.

—Takumi, dale un poco de agua a nuestro blanco vivo —ordenó Koroku—. Haz que por lo menos tres hombres lo vigilen hasta que el arma haya sido reparada.

Dicho esto, el jefe de la casa regresó al edificio principal para desayunar.

Takumi, Oinosuke y Shinshichi también abandonaron el jardín. Aquel día Nagai Hannojo tenía que regresar a su propia casa, y pronto anunció su partida. Más o menos a la misma hora, Matsubara Takumi salió para hacer un recado, de modo que sólo Inada Oinosuke y Aoyama Shinshichi permanecieron en la residencia de la colina.

El sol ascendió más y el calor fue en aumento. Las cigarras entonaban su canto monótono, y las únicas criaturas vivas que se movían bajo el calor ardiente eran las hormigas sobre las piedras horneadas del pavimento del jardín. De la herrería surgía espasmódicamente el furioso sonido de los martillazos. ¿Cómo debía sonar en los oídos de Tenzo?

—¿Aún no está lista el arma?

Cada vez que llegaba la voz severa desde la habitación de Koroku, Aoyama Shinshichi iba corriendo a la herrería bajo el calor ardiente, y cada vez regresaba a la terraza para decir que faltaba un poco más e informar sobre los avances del trabajo.

Koroku sesteaba a ratos, con los brazos y las piernas extendidos. También Shinshichi, fatigado por la excitación del día anterior, acabó por adormilarse.

Les despertaron las voces de uno de los guardias.

—¡Ha escapado! —gritaba—. ¡Amo Shinshichi! ¡Ha escapado! ¡Ven en seguida!

Shinshichi corrió descalzo al jardín.

—¡El sobrino del señor ha matado a dos guardianes y ha huido!

El rostro del hombre tenía exactamente el color de la arcilla.

Shinshichi corrió con el guardián, gritando por encima del hombro:

—¡Tenzo ha matado a dos guardianes y ha huido!

—¿Cómo? —gritó Koroku, despertando bruscamente de su siesta.

El canto de las cigarras seguía sin interrupción. Casi con el mismo movimiento, se puso en pie y se ciñó la espada que siempre tenía a su lado cuando dormía. Saltó desde la terraza y pronto llegó al lado de Shinshichi y el guardián.

Cuando llegaron al árbol, no se veía a Tenzo por ninguna parte. Al pie del árbol había un trozo de cuerda de cáñamo sin desanudar. A unos diez metros de distancia, un cadáver yacía de bruces. Hallaron al otro guardián apoyado en el pie del muro, con la cabeza abierta como una granada madura. Los dos cuerpos estaban empapados en sangre, y parecía como si alguien los hubiera rociado con ella. El calor del día pronto secó la sangre sobre la hierba, ennegreciéndola hasta darle el color de la laca. Su olor había atraído enjambres de moscas.

—¡Guardia!

—Sí, mi señor.

El hombre se arrojó a los pies de Koroku.

—Tenzo tenía ambas manos atadas con el nudo de su espada y estaba atado al árbol con una cuerda de cáñamo. ¿Cómo ha podido librarse de la cuerda? Por lo que veo, no ha sido cortada.

—Sí, bueno…, nosotros le desatamos.

—¿Quién?

—Uno de los guardianes muertos.

—¿Por qué le desató? ¿Y con qué permiso?

—Al principio no le hacíamos caso, pero vuestro sobrino dijo que tenía que hacer sus necesidades. Dijo que no podía aguantar y…

—¡Estúpido! —le gritó Koroku, conteniendo apenas el deseo de dar patadas al suelo—. ¿Cómo has podido caer en un truco tan viejo como ése? ¡Mastuerzo!

—Perdonadme, señor, os lo ruego. Vuestro sobrino nos dijo que en el fondo sois amable y nos preguntó si realmente creíamos que ibais a matar a vuestro propio sobrino. Dijo que le castigabais sólo para causar impresión y que, como estabais llevando a cabo una investigación completa, cuando anocheciera ya le habríais perdonado. Entonces dijo que, si no le escuchábamos, sufriríamos por haberle hecho sufrir así. Finalmente, uno de ellos le desató y se fue con él y el otro guardia, a fin de que hiciera sus necesidades a la sombra de esos árboles.

—¿Y bien?

—Entonces oí un grito. Los había matado a los dos, y corrí a la casa para deciros lo que había ocurrido.

—¿Qué dirección ha tomado?

—La última vez que le vi, tenía las manos en lo alto del muro, por lo que supongo que lo ha saltado. He oído un ruido que podría haber sido un chapoteo en el agua del foso.

—Captúrale, Shinshichi. Envía en seguida hombres al camino del pueblo.

Tras impartir estas órdenes, él mismo corrió hacia la puerta principal con una energía aterradora.

Kuniyoshi, bañado en sudor, no sabía lo ocurrido y no hacía caso del paso del tiempo. Sólo el arma existía para él y le absorbía por completo. Las chispas de la fragua volaban a su alrededor. Finalmente, utilizando limaduras de hierro, había confeccionado la pieza que necesitaba. Aliviado por haber hecho su trabajo, meció el mosquete en sus brazos. De todos modos, no confiaba plenamente en que la bola saliera volando del cañón. Dirigió el arma descargada hacia la pared para probarla. Al apretar el gatillo, produjo un chasquido satisfactorio.

El herrero se dijo que parecía funcionar bien, pero si la entregaba a Koroku y éste le encontraba otro defecto, se vería en un gran apuro. Echó pólvora y una bola en el cañón, llenó la cazoleta del cebo, dirigió la boca del arma al suelo y disparó. Con un fuerte estampido, la bola produjo un pequeño cráter en el suelo.

«¡Lo he conseguido!»

Pensando en Koroku, cargó de nuevo el arma, salió corriendo de la choza y avanzó por el sendero entre los espesos árboles que conducía al jardín.

—¡Eh, tú! —gritó un hombre apenas visible a la sombra de un árbol.

Kuniyoshi se detuvo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy yo.

—¿Quién?

—Watanabe Tenzo.

—¿Eh? ¡El sobrino del señor!

—No te sorprendas tanto, aunque comprendo tus motivos. Esta mañana estaba atado a un árbol e iba a ser usado para probar un arma, y ahora aquí me tienes.

—¿Qué ha ocurrido?

—Eso no es asunto tuyo. Es un asunto entre tío y sobrino. Me ha dado un buen rapapolvo.

—Eso ha hecho, ¿eh?

—Escucha, en este preciso momento, en el estanque Shirahata del pueblo, los campesinos y unos samurais de la vecindad se han trabado en una pelea. Hacia allá han ido mi tío, Oinosuke, Shinshichi y sus hombres. Yo tengo que seguirles en seguida. ¿Has podido terminar el arma?

—Así es.

—Pues dámela.

—¿Es ésa una orden del señor Koroku?

—Sí. Dámela. Si el enemigo huye, no podremos probarla.

Tenzo arrebató el arma de la mano de Kuniyoshi y desapareció en el bosque.

«Qué extraño es esto», pensó el herrero, y fue en pos de Tenzo, el cual se abría paso entre los árboles a lo largo del muro externo. Le vio escalar el muro y saltar, cayendo muy cerca del otro lado del foso. Metido hasta el pecho en las fétidas aguas, no perdió el tiempo en salvar, chapoteando, la distancia restante, como un animal silvestre.

—¡Ah! ¡Se escapa! ¡Socorro! ¡Allí!

Kuniyoshi gritaba tan fuerte como podía desde lo alto del muro.

Tenzo salió del agua con el aspecto de una rata cubierta de barro, y se volvió hacia Kuniyoshi. Le apuntó con el arma y disparó.

El mosquete produjo un ruido horrible. El cuerpo de Kuniyoshi cayó desde lo alto del muro de tierra. Tenzo corrió a través de los campos, saltando como un leopardo en huida.

* * *

«¡Asamblea!»

El aviso estaba firmado por el jefe del clan, Hachisuka Koroku. Al anochecer, la mansión se llenó de samurais, tanto dentro como fuera del portal.

—¿Una batalla?

—¿Qué creéis que ha sucedido? —preguntaban, excitados por la perspectiva de la lucha.

Aunque solían dedicarse a arar sus campos, vender capullos de seda, criar caballos e ir al mercado igual que los campesinos y los mercaderes ordinarios, en lo fundamental eran muy diferentes de éstos. Se ufanaban de sus linajes marciales y estaban descontentos de su suerte. Si se presentaba la oportunidad, no vacilarían en empuñar las armas para desafiar al destino y crear una tormenta. Hombres como aquéllos habían sido partidarios fieles y leales del clan durante generaciones.

Oinosuke y Shinshichi estaban fuera de los muros, impartiendo instrucciones.

—Rodead el jardín.

—No hagáis tanto ruido.

—Pasad por la puerta principal,

Todos los hombres estaban armados con espadas largas de combate. Sin embargo, como miembros de un clan provincial, no vestían armadura completa y sólo llevaban guanteletes y espinilleras.

—Vamos a entrar en combate —conjeturó un hombre.

Los límites del dominio de Hachisuka no estaban claramente definidos. Aquellos hombres no pertenecían a ningún castillo ni habían jurado fidelidad a ningún señor. No tenían ni aliados ni enemigos evidentes pero de vez en cuando iban a la guerra cuando las tierras del clan sufrían una invasión, cuando establecían alianzas con el señor local o cuando señores de provincias distantes contrataban a los hombres del clan como mercenarios y agitadores. Algunos dirigentes de clanes convocaban a sus tropas para conseguir dinero, pero a Koroku nunca le habían tentado las ganancias personales. Sus vecinos, los Oda, así lo reconocían, al igual que los Tokugawa de Mikawa y los Imagawa de Suruga. Los Hachisuka sólo eran una más entre varias familias provinciales poderosas, pero tenían el suficiente prestigio para que ningún otro clan amenazara sus tierras.

Tras haber dado el aviso de la convocatoria, el clan entero se presentó en seguida. Reunidos en el espacioso jardín, los hombres miraban expectantes a su líder, el cual había subido a un montículo artificial donde permanecía silencioso como una estatua de piedra, bajo la luna en el cielo crepuscular. Su armadura era de cuero negro y llevaba al costado una espada larga. Aunque su equipo parecía ligero, su dignidad de jefe de un clan guerrero era inequívoca.

Koroku anunció a la silenciosa asamblea formada por cerca de doscientos hombres que, desde aquel día, Watanabe Tenzo ya no era miembro de su clan. Tras exponer claramente las circunstancias, pidió disculpas por sus propios fallos.

—Nuestra penosa situación actual se debe a mi negligencia. Tenzo debe ser castigado con la muerte por haber huido. No dejaremos una sola piedra sin levantar ni una brizna de hierba sin apartarla. Si permitimos que viva, los Hachisuka llevarán el estigma de ladrones durante cien años. Por nuestro honor, por nuestros antepasados y nuestros descendientes, tenemos que capturar a Tenzo. No le consideréis mi sobrino. ¡Es un traidor!

Estaba terminando su discurso cuando un explorador regresó a la carrera.

—Tenzo y sus hombres están en Mikuriya —informó—. Esperan un ataque y están fortificando el pueblo.

Cuando supieron que su enemigo era Watanabe Tenzo, los hombres parecieron un poco abatidos, pero al enterarse de las circunstancias se infundieron ánimos para restaurar el honor del clan. Con paso resuelto, se dirigieron al arsenal, donde había un asombroso surtido de armas. En el pasado, armas y armaduras solían ser abandonadas en el campo después de cada batalla, pero ahora, cuando no se percibía el final de la guerra civil y el país se hundía en la oscuridad y la inestabilidad, las armas se habían convertido en posesiones muy valiosas. Podían encontrarse en la casa de cualquier agricultor, y una espada o una lanza eran, después de los alimentos, los objetos más vendibles por dinero contante.

Un número considerable de las armas que contenía el arsenal estaban allí casi desde la fundación del clan, y su cantidad había aumentado rápidamente desde que Koroku era el jefe, pero no había armas de fuego. El hecho de que Tenzo hubiera huido con su único mosquete había enfurecido tanto a Koroku que sólo la acción podía calmar su cólera. Consideraba a su sobrino como un animal…, descuartizarle sería tener demasiada consideración con él. Juró que no se quitaría la armadura ni dormiría hasta conseguir la cabeza de Tenzo.

Koroku partió hacia Mikuriya al frente de sus tropas.

Cerca del pueblo la columna se detuvo. Enviaron un explorador, el cual les informó a su regreso de que el color rojizo del cielo nocturno se debía a los incendios causados por Tenzo y sus hombres, los cuales estaban saqueando el pueblo. Siguieron adelante y en la carretera se encontraron con campesinos que huían llevándose a sus hijos, familiares enfermos y enseres domésticos, así como su ganado. Al tropezarse con los hombres de Hachisuka, se asustaron todavía más.

Aoyama Shinshichi les tranquilizó.

—No hemos venido a saquear, sino a castigar a Watanabe Tenzo y sus rufianes —les dijo.

Los lugareños se calmaron y dieron rienda suelta a su resentimiento por las atrocidades de Tenzo y sus hombres, quienes estaban saqueando el pueblo. Sus delitos no se limitaban al robo de una jarra a Sutejiro. Además de recaudar la contribución territorial para el señor de la provincia, había establecido sus propias reglas y recaudado un segundo impuesto al que llamaba «tasa de protección» sobre los campos y arrozales. Había tomado posesión de los diques en lagos y ríos, cobrando la llamada «tasa del agua». Si alguien se atrevía a expresar su descontento, Tenzo enviaba hombres para que devastaran sus campos y arrozales. Además, amenazando con pasar a cuchillo a familias enteras, acabó con las iniciativas de informar secretamente al señor de la provincia. En cualquier caso, el señor estaba demasiado preocupado por los asuntos militares para interesarse por detalles como la ley y el orden.

Tenzo y sus cómplices hacían lo que se les antojaba: se entregaban a juegos de azar, sacrificaban vacas y pollos en los terrenos del santuario para comerse su carne, mantenían fulanas y utilizaban las dependencias del santuario como arsenal.

—¿Qué ha hecho esta noche la banda de Tenzo? —preguntó Shinshichi.

Los lugareños hablaron al mismo tiempo. Resultó que los canallas habían empezado por sacar lanzas y alabardas del santuario. Estaban tomando sake y hablando a gritos de luchar a muerte, cuando de repente empezaron a saquear las casas y prenderles fuego. Finalmente se reagruparon y huyeron con sus armas, alimentos y cualquier cosa de valor. Parecía como si, al armar tanto jaleo diciendo que lucharían hasta la muerte, confiaran en disuadir a cualquier posible perseguidor.

Koroku se preguntó si su sobrino le habría superado en táctica. Dio una patada en el suelo y ordenó a los lugareños que regresaran a sus hogares. Sus hombres les siguieron, y juntos intentaron controlar los incendios. Koroku arregló el santuario profanado y, al alba, se postró en actitud orante.

—Aunque Tenzo sólo representa a una rama de nuestra familia, sus maldades se han convertido en delitos de todo el clan Hachisuka. Pido perdón y juro que será castigado con la muerte, que estos lugareños podrán vivir tranquilos y que haré ricas ofrendas a los dioses de este santuario.

Mientras oraba, sus tropas permanecían en silencio a cada lado.

Los lugareños se preguntaban unos a otros si aquél podía ser el jefe de un grupo de bandidos. Estaban confusos y suspicaces, lo cual no era de extrañar porque, en nombre de los Hachisuka, Watanabe Tenzo había cometido muchos crímenes. Como era sobrino de Koroku, todos estaban atemorizados, suponiendo que aquel hombre, que era el jefe de Tenzo, no se diferenciaba de éste. En cuanto a Koroku, sabía que si los dioses y el pueblo no estaban de su parte, fracasaría sin remedio.

Por fin regresaron los hombres que habían sido enviados en pos de Tenzo.

—Tenzo tiene una fuerza de unos setenta hombres —informaron—. Sus huellas indican que han ido a las montañas de Higashi Kasugai y huyen hacia la carretera de Mino.

Koroku les dio órdenes:

—La mitad de vosotros regresaréis para proteger la casa de Hachisuka. La mitad de los restantes os quedaréis aquí para ayudar a los lugareños y mantener el orden público. Los demás vendréis conmigo.

Tras haber dividido a sus fuerzas, no le quedaban más que cuarenta o cincuenta hombres para ir en pos de Tenzo. Después de cruzar Komaki y Kuboshiki, dieron alcance a una parte de la banda. Tenzo había apostado vigías a lo largo de varios caminos, y cuando vieron que les seguían, sus hombres empezaron a tomar una ruta indirecta. Corrió la noticia de que se dirigían desde la cima de Seto al pueblo de Asuke.

* * *

Era alrededor de mediodía del cuarto día después del incendio de Mikuriya, y hacía calor. Los caminos eran empinados y los hombres de Tenzo tenían que llevar sus armaduras puestas. Era evidente que la banda estaba cansada de huir. A lo largo de los caminos habían abandonado bultos y caballos, aligerándose gradualmente de su carga, y cuando llegaron a la garganta del río Dozuki estaban hambrientos, exhaustos y empapados en sudor. Mientras bebían, la pequeña fuerza de Koroku se deslizó a ambos lados de la garganta en un movimiento de pinza. Piedras y cantos rodados llovieron, sobre los fugitivos, y las aguas del río no tardaron en teñirse de sangre. Algunos fueron traspasados con las espadas, otros golpeados hasta la muerte y otros arrojados al río. Se trataba de hombres que, de ordinario, estaban en buenas relaciones, muchos de ellos unidos por lazos de sangre, pues los miembros de cada facción tenían tíos o primos en la otra. Era un ataque del clan contra sí mismo, pero inevitable. En realidad formaban un sólo cuerpo de hombres, y por ello mismo era preciso amputar las raíces del mal.

Koroku, con su valor sin igual, estaba cubierto por la sangre fresca de sus familiares. Llamó gritando a Tenzo para que diera la cara, pero fue en vano. Diez de sus hombres habían caído, pero el otro bando casi había sufrido una matanza. Sin embargo, Tenzo no estaba entre los muertos. Parecía haber abandonado a sus hombres y logrado huir por los senderos de montaña.

«¡El muy cerdo!», se dijo Koroku, apretando los dientes. Su sobrino se dirigía a Kai.

Koroku estaba en pie en una de las cimas cuando de súbito se oyó el estampido de un solo disparo, que resonó a través de las montañas. El sonido del arma parecía burlarse de él. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. En aquel momento reflexionó en que él y su sobrino, que no era más que el mal encarnado, tenían, al fin y al cabo, la misma sangre. Vertía lágrimas de pesar por su propia inutilidad. Profundamente desalentado, trató de pensar a fondo en el problema y se dio cuenta de que estaba lejano el día en que podría superar la categoría de jefe de clan para convertirse en el dirigente de una provincia. Tenía que admitir que era incapaz de tal cosa. Si ni siquiera sabía cómo controlar a uno de sus propios parientes… La fuerza por sí sola no bastaba si uno carecía de una política de gobierno o de disciplina doméstica. De repente, una amarga sonrisa apareció entre sus lágrimas. Se había dado cuenta de que, después de todo, aquel bastardo le había enseñado algo. Entonces dio la orden de retirada.

Su fuerza, formada ahora por poco más de treinta hombres, se reagrupó y descendió desde la garganta del Dozuki a Koromo. Vivaquearon en las afueras del pueblo y, al día siguiente, enviaron un mensajero al castillo de la población fortificada de Okazaki. Obtuvieron permiso para cruzar la ciudad, pero como ya era tarde cuando se pusieron en camino, llegaron a Okazaki al filo de la medianoche. A lo largo de las carreteras que conducían a sus tierras había una sucesión de castillos principales y secundarios, así como fortificaciones de empalizadas. Había también puntos de control estratégicos por los que no podía pasar un grupo de hombres armados. El viaje por carretera les llevaría varios días, por lo que decidieron subir a una embarcación que les llevaría por el río Yahagi, y luego desde Ohama a Handa. Desde Tokoname volverían a viajar en barco por la costa y, subiendo por el río Kanie, llegarían a Hachisuka.

Cuando llegaron al río Yahagi era medianoche y no se veía ninguna embarcación. La corriente era rápida y el río ancho. Frustrados, Koroku y sus hombres se detuvieron bajo unos árboles. Varios hombres dieron sus opiniones:

—Si no hay ninguna barca para navegar río abajo, podríamos subir a un transbordador hasta la otra orilla.

—Es demasiado tarde. Esperemos hasta la mañana.

Lo que más molestaba a Koroku era que, para poder acampar allí, tendrían que ir al castillo de Okazaki y pedir permiso de nuevo.

—Busquemos un transbordador —ordenó Koroku—. Si encontramos uno y podemos cruzar al otro lado, al amanecer habremos cubierto la distancia que habríamos podido recorrer en barca río abajo.

—Pero, señor, no hemos visto un transbordador en ninguna parte.

—¡Idiota! En estos alrededores tiene que haber por lo menos una barca. De lo contrario, ¿cómo cruzaría la gente un río de esta anchura durante el día? Es más, debe de haber barcas de exploración ocultas entre las cañas o las altas hierbas a lo largo de la orilla, o embarcaciones utilizables si la lucha interrumpe el servicio de transbordador. ¡Abrid bien los ojos y buscad!

Los hombres se dividieron en dos grupos, uno de los cuales fue río arriba y el otro en la dirección contraria.

—¡Ah, aquí hay uno! —gritó uno de los que habían ido río arriba, deteniéndose en seco.

En un lugar de la orilla donde la tierra había sido arrastrada por una inundación, unos sauces de gran tamaño, violáceos y con las raíces al aire, se curvaban e inclinaban sus ramas sobre el agua. Ésta era tranquila y oscura, como una charca profunda. Una embarcación estaba amarrada en las sombras bajo los árboles.

—Y es utilizable.

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