Taiko

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Libro Uno » La montaña de la flor dorada

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La montaña de la flor dorada

Aunque hubiera regresado a Hachisuka, Koroku no estaba dispuesto a permitir que Tenzo se quedara sin castigo. Había enviado hombres en su persecución con la consigna de asesinarle y escrito a clanes de provincias distantes preguntándoles por su paradero. Llegó el otoño y sus esfuerzos aún no habían sido recompensados. Corrían rumores de que Tenzo había hallado refugio en el clan Takeda de Kai. Les había ofrecido el arma de fuego robada y había entrado a su servicio como miembro del ejército de espías y agitadores que trabajaba para la provincia.

Si ha llegado a Kai… —musitó amargamente Koroku, pero por el momento no podía hacer más que resignarse a esperar.

Poco después le visitó un mensajero del servidor del clan Oda que le había invitado a la ceremonia del té. El hombre le traía la jarra de agua akae.

—Sabemos que esto ha sido la causa de considerables trastornos para tu familia. Aunque compramos esta famosa pieza de buena fe, nos parece que ya no podemos quedárnosla. Creemos que si la devuelves a la tienda de cerámica, restaurarás el honor de tu nombre.

Koroku aceptó la jarra y prometió que devolvería la visita. Al final no fue a devolverla en persona, sino que envió a un mensajero con regalos: una espléndida silla de montar y oro por dos veces el valor de la jarra. Ese mismo día llamó a Matsubara Takumi y le dijo que se preparase para hacer un corto viaje. Entonces salió a la terraza.

—¡Mono!

Hiyoshi salió brincando de entre los árboles y se arrodilló ante Koroku. Primero había ido a Futatsudera, pero regresó directamente a Hachisuka y emprendió su nueva vida. Era rápido de ingenio y podía hacer cualquier cosa. La gente bromeaba a costa suya, pero él se abstenía de hacer lo mismo. Era hablador, pero nunca insincero. Koroku le puso a trabajar en el jardín y le cobró mucho afecto. Aunque Hiyoshi era un sirviente, no se limitaba a barrer los suelos. Su trabajo le hacía estar cerca de Koroku, por lo que su patrono le veía día y noche. Cuando se ponía el sol, actuaba como guardián. Por supuesto, ese cometido sólo se encargaba a los hombres que merecían más confianza.

—Tienes que ir con Takumi y mostrarle el camino hasta la tienda de cerámica de Shinkawa.

—¿A Shinkawa?

—¿Por qué pones una cara tan larga?

—Pero…

—Veo que no quieres ir, pero Takumi debe devolver la jarra de agua a su legítimo propietario. Me ha parecido una buena idea que le acompañes.

Hiyoshi se postró y tocó el suelo con la frente.

Como el muchacho era un mero ayudante, cuando llegaron a casa de Sutejiro se quedó esperando fuera. Sus antiguos compañeros de trabajo, que no comprendían el motivo de su presencia allí, se asomaron y le miraron. Hiyoshi parecía haberse olvidado por completo de que algunos de ellos se habían reído de él y le habían pegado antes de enviarle a casa. Sonriendo a todo el mundo, el muchacho se acuclilló al sol y esperó a Takumi. Al cabo de un rato, éste salió de la casa.

La inesperada recuperación de la jarra robada hizo tan felices a Sutejiro y su esposa que no tenían la seguridad de que no estaban soñando. Se apresuraron a colocar las sandalias de su visitante de modo que pudiera calzarse con facilidad y avanzaron a paso vivo por delante de él hasta la puerta, junto a la que hicieron repetidas reverencias. Ofuku también estaba allí, y se sobresaltó al ver a Hiyoshi.

—Procuraremos encontrar el momento para ir a Hachisuka y presentar personalmente nuestros respetos —dijo Sutejiro—. Por favor, transmite a su señoría nuestros mejores deseos. Gracias de nuevo por haberte tomado la molestia de recorrer tan largo camino.

Marido, esposa, Ofuku y todos los empleados hicieron reverencias. Hiyoshi siguió a Takumi al exterior y saludó agitando la mano al marcharse.

Cuando pasaban junto a las colinas Komyo, Hiyoshi se preguntó entristecido cómo estarían sus familiares de Yabuyama, su tía y su pobre tío enfermo, el cual quizá ya habría muerto. Estaban cerca de Nakamura y, naturalmente, pensó en su madre y su hermana. Nada le habría gustado más que echar una carrera y verlos aunque sólo fuese un momento, pero el juramento que hiciera aquella noche helada se lo impedía. Aún no había hecho nada de lo que su madre pudiera sentirse feliz. Al desviar a regañadientes la vista de Nakamura, se encontró con un hombre que vestía uniforme de soldado de infantería.

—Oye, ¿no eres el hijo de Yaemon?

—¿Y tú quién eres, si puedo preguntarlo?

—Eres Hiyoshi, ¿no es cierto?

—Sí.

—¡Cómo has crecido! Me llamo Otowaka y fui amigo de tu padre. Servimos en el mismo regimiento a las órdenes del señor Oda Nobuhide.

—¡Ahora te recuerdo! ¿De veras he crecido tanto?

—Ah, ojalá tu pobre padre pudiera verte ahora.

Las lágrimas acudieron a los ojos de Hiyoshi.

—¿Has visto a mi madre últimamente? —preguntó al hombre.

—No he visitado tu casa, pero voy a Nakamura de vez en cuando y oigo las noticias. Parece ser que trabaja con tanto ahínco como de costumbre.

—¿No está enferma, verdad?

—¿Por qué no vas a verlo tú mismo?

—No puedo volver a casa hasta que me convierta en un gran hombre.

—Ve y muéstrale que estás bien. Al fin y al cabo, es tu madre.

Hiyoshi quería llorar. Desvió la vista y, cuando se repuso, Otowaka ya se alejaba en la dirección contraria. Takumi había reanudado su camino y tuvo que apresurarse para darle alcance.

* * *

Por fin había cesado el persistente calor veraniego. Las mañanas y los atardeceres eran como de otoño, y las hojas de las plantas taro eran lozanas y estaban totalmente desarrolladas.

—Este foso no ha sido drenado por lo menos en cinco años —musitó Hiyoshi—. ¡Siempre estamos practicando equitación y aprendiendo técnicas de lanza, y dejamos que el barro se amontone a nuestros pies! Eso no está bien. —Tras haber regresado de la casa del cortador de bambú, estaba inspeccionando el foso de la vieja mansión—. Al fin y al cabo, ¿para qué sirve un foso? Tendré que someter esto a la atención del patrono.

Hiyoshi comprobó la profundidad del agua con una vara de bambú. La superficie del agua estaba cubierta de plantas acuáticas, por lo que nadie se fijaba demasiado, pero como en el transcurso de los años se habían acumulado hojas caídas y barro, el foso ya no era realmente profundo. Tras comprobar la profundidad en dos o tres lugares, arrojó la vara. Estaba a punto de cruzar el puente hacia la puerta lateral cuando alguien le llamó «señor Media pinta». Esto no era una alusión a su estatura, sino la forma acostumbrada de dirigirse a un servidor de un clan provincial.

—¿Quién eres? —preguntó Hiyoshi a un hombre de aspecto hambriento que estaba sentado bajo un roble, abrazándose las rodillas. Vestía un sucio kimono gris con una flauta de bambú sujeta a la faja.

El hombre le hizo una seña para que se acercara.

—Ven aquí un momento.

Era un komuso, uno de los monjes mendicantes que tocaban la flauta y que acudían al pueblo de vez en cuando. Al igual que los demás, aquél estaba sucio y sin afeitar, y llevaba una flauta de bambú en una esterilla de juncos echada sobre un hombro. Algunos iban de pueblo en pueblo como monjes Zen, atrayendo la atención de la gente mediante una campanilla.

—¿Pides limosna o estás demasiado ocupado pensando en tu próxima comida?

—No.

Hiyoshi estaba a punto de burlarse de él, pero como sabía lo dura que podía ser la vida de un viajero, se ofreció a darle comida si tenía hambre y medicina si estaba enfermo.

El hombre sacudió la cabeza, miró a Hiyoshi y se echó a reír.

—Bueno, ¿por qué no te sientas?

—Prefiero estar de pie, gracias. ¿Qué te propones?

—¿Estás al servicio de esta casa?

—En realidad no. Me dan de comer, pero no soy miembro de la familia.

—Humm… ¿Trabajas en la parte trasera o en la casa principal?

—Barro el jardín.

—Un guardián del jardín interior, ¿eh? ¿Eres acaso uno de los favoritos del señor Koroku?

—No sabría decírtelo.

—¿Está en casa ahora?

—Ha salido.

—Es una pena —musitó el monje, al parecer decepcionado—. ¿Volverá hoy?

Hiyoshi pensó que había algo sospechoso en el hombre y titubeó. Se dijo que sería mejor que eligiera sus respuestas cuidadosamente.

—¿Volverá hoy? —repitió el hombre.

—Apuesto a que eres un samurai —le dijo Hiyoshi—. Si no eres más que un monje, debes de ser un auténtico novicio.

Sobresaltado, el hombre miró fijamente a Hiyoshi. Tras una larga pausa, le preguntó:

—¿Por qué crees que soy o bien un samurai o bien un novicio?

—Está claro —respondió Hiyoshi con aire de naturalidad—. Aunque tu piel está bronceada, la parte inferior de tus dedos es blanca y tienes las orejas bastante limpias. Como prueba de que eres un samurai, estás sentado con las piernas cruzadas en la esterilla, al estilo de los guerreros, como si aún llevaras armadura. Un mendigo o un monje doblarían la espalda y se inclinarían adelante. Sencillo, ¿no?

—Humm…, tienes razón. —El hombre se levantó de la esterilla sin apartar los ojos de Hiyoshi ni un momento—. Tienes muy buena vista. He pasado por muchos puestos fronterizos y puntos de control en territorio enemigo y todavía no me ha descubierto nadie.

—En el mundo hay tantos idiotas como hombres discretos, ¿no te parece? En fin, ¿qué quieres de mi señor?

El hombre bajó la voz.

—La verdad es que vengo de Mino.

—¿De Mino?

—Si mencionaras a Namba Naiki, servidor de Saito Dosan, el señor Koroku lo entendería. Quería verle y marcharme rápidamente sin que nadie se enterase, pero si no está aquí, no hay nada que hacer. Será mejor que pase el día en el pueblo y vuelva esta noche. Si regresa, ¿le dirás lo que acabo de decirte en privado?

Naiki empezó a alejarse, pero Hiyoshi le llamó.

—Era mentira —le dijo.

—¿Cómo?

—Que esté ausente. He dicho eso porque no sabía quién eras. Ahora se encuentra en el terreno de equitación.

—Ah, entonces está aquí.

—Sí. Te llevaré a su lado.

—Eres muy agudo, ¿eh?

—En una casa militar, ser cautos es lo más natural. ¿Debería suponer que a los hombres de Mino les impresionan estas cosas?

—¡No, no debes suponerlo! —replicó Naiki, irritado.

Siguiendo el foso, cruzaron la huerta y tomaron el sendero que pasaba por detrás del bosque, hasta llegar al terreno de equitación. La tierra estaba seca y se alzaban de ella nubes de polvo. Los hombres de Hachisuka se estaban adiestrando con ahínco. No sólo practicaban la equitación. En una sola maniobra, se acercaban hasta que los estribos casi se tocaban e intercambiaban golpes con estacas como si pelearan en una batalla verdadera.

—Espera aquí —dijo Hiyoshi a Naiki.

Tras haber observado la sesión de adiestramiento, Koroku se enjugó el sudor de la frente y fue a la cabaña de descanso para beber.

—¿Agua caliente, señor? —Hiyoshi cogió un cucharón de agua caliente y la agitó un poco para enfriarla. Tomó la taza y, arrodillándose, la depositó ante el escabel de campaña de Koroku. Entonces se aproximó a éste y le susurró—: Ha venido en secreto un mensajero de Mino. ¿Le traigo aquí? ¿O iréis vos a su encuentro?

—¿De Mino? —Koroku se levantó de inmediato—. Llévame a él, Mono. ¿Dónde le has dejado?

—Al otro lado del bosque.

No existía ningún tratado oficial entre los Saito de Mino y los Hachisuka, pero durante muchos años habían estado estrechamente vinculados por una alianza secreta para ayudarse unos a otros en caso de emergencia. A cambio, los Hachisuka recibían un sustancioso estipendio anual de Mino.

Koroku estaba rodeado de poderosos vecinos —los Oda de Owari, los Tokugawa de Mikawa y los Imagawa de Suruga— pero nunca había jurado fidelidad a ninguno de ellos. Debía su independencia a la mirada vigilante del señor del castillo de Inabayama, Saito Dosan. Como entre sus territorios respectivos había una distancia considerable, la razón de que los Hachisuka y los Saito hubieran llevado a cabo esa alianza no estaba clara.

Según unos, Masatoshi, el predecesor de Koroku, había rescatado a un hombre próximo a la muerte ante la mansión de los Hachisuka. Parecía ser un espadachín errante que seguía la rigurosa disciplina de las artes marciales. Masatoshi se apiadó de él y ordenó que le acomodaran en la mansión y le dispensaran los mejores cuidados médicos. Cuando el hombre se restableció, Masatoshi incluso le dio algún dinero para que prosiguiera su viaje.

El hombre, que dijo llamarse Matsunami Sokuro, juró que no olvidaría aquella buena acción, y el día de su partida prometió:

—Cuando haya hecho fortuna, te enviaré aviso y te recompensaré por tu amabilidad.

Varios años después llegó una carta firmada por el señor Saito Dosan, y se llevaron una sorpresa al ver que era del hombre a quien habían conocido como Sokuro. La alianza era antigua, transmitida de una generación a la siguiente. Así pues, en cuanto Koroku supo que el mensajero secreto era de Saito Dosan, se apresuró a ir a su encuentro.

Allí, en la penumbra del bosque, los dos hombres intercambiaron saludos y luego, mirándose a los ojos, cada uno alzó la palma abierta al pecho, como si rezara.

—Soy Hachisuka Koroku.

—Y yo soy Namba Naiki de Inabayama.

En su juventud, Dosan había estudiado budismo en el templo Myokakuji. Esta experiencia le había llevado a usar los términos y signos budistas secretos que había aprendido en los templos y monasterios como contraseñas entre sus hombres.

Una vez concluidas esas formalidades y demostrado sus identidades respectivas, los dos hombres se sintieron más cómodos y hablaron libremente. Koroku ordenó a Hiyoshi que montara guardia y no dejara pasar absolutamente a nadie, y entonces se internó más en el bosque con Naiki. Por descontado, no revelaron a Hiyoshi nada de lo que hablaron o los documentos secretos que Naiki podría haber traído consigo, ni tampoco el muchacho deseaba enterarse. Permaneció fielmente en el borde del bosque, vigilando con toda su atención. Cuando tenía que realizar una tarea, la hacía a conciencia, tanto si se trataba de barrer el jardín como de montar guardia. Al contrario que otros hombres, era capaz de encontrar satisfacción en cualquier trabajo que le encargaran, pero no era simplemente porque había nacido pobre, sino porque veía en el trabajo inmediato una preparación para la siguiente tarea. Estaba convencido de que ésa era la manera de alcanzar algún día lo que ambicionaba.

«¿Qué debo hacer para llegar a ser alguien en el mundo?». Con frecuencia se planteaba este interrogante. Algunos tenían pedigrí y linaje, pero él no. Otros tenían dinero y poder, pero Hiyoshi también carecía de ellos. ¿Cómo llegaría a conseguir su fortuna? La pregunta le deprimía porque era tan bajo y no estaba más sano que cualquier otro hombre. Carecía de un aprendizaje digno de mención y su inteligencia sólo era de nivel medio. ¿Qué rasgos personales tenía a su favor? Fidelidad…, eso era todo lo que se le ocurría. No iba a ser fiel en unas cosas y en otras no, y estaba decidido a ser fiel en todo. Mantendría a toda costa su fidelidad porque no tenía más que dar.

¡Todo o nada! Ése sería su objetivo inamovible. Llevaría a cabo cada tarea hasta el final, como si los mismos dioses le hubieran encargado una misión. Tanto si se trataba de barrer el jardín como de ser mozo de sandalias o de limpiar los establos, pondría en ello toda su voluntad. Resolvió que, en favor de sus ambiciones, ahora no cedería a la ociosidad. Tratar de separarse del presente era una tontería desde el punto de vista del futuro.

Los pajarillos del bosque piaban y gorjeaban por encima de la cabeza de Hiyoshi, el cual no veía el fruto de los árboles que picoteaban las aves. Cuando Koroku salió por fin del bosque, estaba animado, sus ojos abrillantados por la ambición, y su semblante, que se ponía tenso cuando atendía a problemas, evidenciaba por su color subido que acababa de recibir alguna noticia importante.

—¿Dónde está el monje? —le preguntó Hiyoshi.

—Ha salido del bosque por otro camino. —Koroku miró seriamente a Hiyoshi y le dijo—: Ni una palabra de esto a nadie.

—Desde luego, señor.

—Por cierto, Namba Naiki te ha puesto por las nubes.

—¿De veras?

—Un día voy a promoverte. ¡Confío en que te quedes con nosotros para siempre!

Anocheció y los principales miembros del clan se reunieron en la residencia de Koroku. El consejo secreto se prolongó hasta la madrugada. También aquella noche Hiyoshi permaneció bajo las estrellas en su papel de fiel guardián.

Se mantenía el silencio más estricto sobre el contenido del mensaje de Saito Dosan, del que sólo se reveló lo sustancial a los principales miembros del clan. Pero en los días que siguieron al consejo nocturno, varios servidores de Koroku empezaron a desaparecer de Hachisuka. Formaban un grupo selecto de los hombres más astutos y capaces, y salieron del pueblo disfrazados. Corrieron rumores de que se dirigían a Inabayama.

Shichinai, el hermano menor de Koroku, era uno de los elegidos para ir de incógnito a Inabayama. Hiyoshi recibió la orden de acompañarle.

—¿Vamos en misión de reconocimiento? —preguntó el muchacho—. ¿Va a haber una batalla?

—No te preocupes —le respondió secamente su superior—. Cierra la boca y ven conmigo.

Shichinai no dijo nada más. El personal de baja categoría, incluso los empleados en la cocina, le llamaban «Señor Hoyuelos», pero sólo a sus espaldas. Les hacía sentirse incómodos y le detestaban. Bebía copiosamente, era arrogante y carecía por completo de la bondad de su hermano mayor. Aquel hombre le parecía a Hiyoshi francamente repulsivo, pero no se quejaba de la misión. Había sido elegido porque Koroku confiaba en él. Hiyoshi aún no había solicitado que le aceptaran como miembro del clan, pero había accedido a acatar las órdenes fielmente. Estaba preparado para servir a Shichinai, incluso a aquel Señor Hoyuelos, y deseoso de hacerlo hasta el fin, si fuese necesario.

El día de su partida, Shichinai cambió de aspecto incluso en su manera de atarse el cabello. Viajaría de incógnito, disfrazado como un mercader de aceite de Kiyosu. Hiyoshi se convirtió de nuevo en el buhonero que vendía agujas del verano anterior. Los dos serían casuales compañeros de viaje por la carretera de Mino.

—Escucha, Mono, cuando lleguemos a los puntos de control, será mejor que pasemos por separado.

—De acuerdo.

—Eres un parlanchín, así que procura mantener la boca cerrada, no importa lo que te digan.

—Sí, señor.

—Si te traicionas, fingiré que no te conozco y te dejaré ahí abandonado.

Había muchos puntos de control a lo largo del camino. A pesar de los estrechos lazos familiares que podrían haber convertido en aliados a los Oda y los Saito, en realidad eran exactamente lo contrario. En consecuencia, ambos bandos vigilaban especialmente su frontera común. Pero ni siquiera cuando hubieron entrado en la provincia de Mino se disipó la atmósfera de sospecha, y Hiyoshi preguntó a Shichinai los motivos.

—¡Siempre preguntas por lo que es evidente! El señor Saito Dosan y su hijo Yoshitatsu están reñidos desde años.

Shichinai no parecía sorprendido por la enemistad entre dos facciones dentro de la misma familia, y Hiyoshi sintió la tentación de preguntarse por el grado de inteligencia de aquel hombre. Desde luego, no faltaban ejemplos, incluso en los tiempos antiguos, de padres e hijos de la clase guerrera alzándose en armas unos contra otros, pero tenía que haber buenas razones para ello.

—¿Por qué son malas las relaciones entre el señor Dosan y el señor Yoshitatsu? —preguntó de nuevo Hiyoshi.

—¡No te pongas pesado! Si quieres saberlo, pregúntaselo a otro.

Shichinai chascó la lengua y se negó a decir nada más. Antes de llegar a Mino, Hiyoshi había temido verse obligado a hacer algo poco juicioso.

Inabayama era una pintoresca ciudad con castillo anidada entre montañas de escasa altura. Los colores otoñales del monte Inabayama eran nebulosos bajo una fina lluvia, pero había un atisbo de sol. El otoño estaba en su apogeo y uno podía contemplar la montaña desde la mañana hasta la noche sin cansarse de mirar. Parecía como si los riscos estuvieran cubiertos con un brocado de oro, un fenómeno que había dado a Inabayama su segundo nombre, la montaña de la Flor Dorada, que se alzaba desde las orillas del río Nagara, un espléndido telón de fondo de la ciudad y los campos. Hiyoshi contempló extasiado el castillo levantado en la cima, con sus muros blancos, pequeño en la distancia y agazapado como un pájaro blanco solitario.

Sólo se podía ascender desde la ciudad que se extendía debajo por un sendero tortuoso. Por otro lado, el castillo tenía un abundante suministro de agua. Hiyoshi estaba impresionado. Aquélla era la clase de fortaleza difícil de atacar y que probablemente nunca caería en manos del enemigo. Entonces se recordó que a una provincia no la sostenían sólo los castillos.

Shichinai tomó una habitación en una calle de mercaderes en la zona próspera de la ciudad. A Hiyoshi sólo le dio un poco de dinero y le dijo que se alojara en una de las casas de huéspedes baratas que había en las callejas interiores.

—Dentro de poco te daré las órdenes —le dijo—. La gente entrará en sospechas si te mantienes ocioso, así que, hasta que esté en condiciones de avisarte, dedícate cada día a vender tus agujas.

Hiyoshi hizo una reverencia respetuosa, cogió el dinero e hizo lo que su superior le había dicho. La casa de huéspedes no estaba muy limpia, pero el muchacho se sentía más cómodo a solas. Todavía era incapaz de imaginar qué le ordenarían que hiciera. En la casa de huéspedes se alojaban viajeros de muchas clases: actores, pulidores de espejos y negociantes en maderas. Estaba familiarizado con su olor característico y con las pulgas y piojos que traían consigo.

Hiyoshi salía a diario a vender agujas, y regresaba con verduras saladas y arroz, pues los huéspedes se preparaban ellos mismos la comida. Había fogones a disposición de quienes pagaban la leña. Transcurrieron siete días y aún no tenía noticias de Shichinai.

¿Y acaso no estaba éste ocioso todo el día? Hiyoshi tenía la sensación de que había sido abandonado.

Un día, cuando Hiyoshi caminaba por una calle secundaria de una zona residencial, ejerciendo su oficio, un hombre con una aljaba en el costado y un par de arcos al hombro avanzó hacia él gritando en voz mucho más fuerte que la suya:

—¡Se reparan arcos viejos! ¡Se reparan arcos viejos!

Cuando estuvo muy cerca, el reparador de arcos se detuvo con una expresión de sorpresa en los ojos.

Hiyoshi no estaba menos sorprendido, pues el reparador de arcos era Nitta Hikoju, otro de los hombres de Koroku.

—Señor Hikoju, ¿qué hacéis reparando arcos en Inabayama?

—Humm, no soy el único. Hay aquí por lo menos treinta o cuarenta de los nuestros. Pero no esperaba encontrarte aquí.

—Llegué hace siete días con el señor Shichinai, pero todo lo que me dijo fue que saliera a vender mis agujas, y eso es lo que he estado haciendo. Por cierto, ¿cómo están las cosas?

—¿Todavía no lo sabes?

—No me dijo una sola palabra, y no hay nada peor para un hombre que estar obligado a hacer algo sin saber por qué.

—Sí, me lo imagino.

—Sin duda sabes qué está ocurriendo.

—Si no lo supiera, ¿crees que andaría por ahí reparando arcos?

—Por favor, ¿no podrías decirme algo?

—Humm, Shichinai es despiadado. Vas por ahí sin saber por qué tu vida está en peligro. Pero no podemos quedarnos aquí, hablando en medio de la calle.

—¿Nuestras vidas corren peligro?

—Si te capturasen, existiría el riesgo de que descubrieran nuestro plan, pero por el bien de todos quizá debería explicártelo para que tengas una idea de la situación.

—Te estaría muy agradecido.

—Pero si nos quedamos aquí llamaremos demasiado la atención.

—¿Qué te parece detrás de ese santuario?

—Sí, y estoy hambriento. ¿Por qué no almorzamos?

Hikoju se puso en marcha y Hiyoshi fue detrás de él. El santuario estaba rodeado de árboles y era muy tranquilo. Abrieron las hojas de bambú que envolvían los alimentos y se pusieron a comer. El follaje de los árboles gingko por encima de ellos danzaba a la luz del sol. Entre las hojas de un color amarillo brillante vieron el monte Inabayama cubierto por las flameantes hojas rojas de fines de otoño. En su cima el castillo se alzaba contra el cielo azul: era el orgullo del clan Saito y el símbolo de su poder.

—Ése es nuestro objetivo —dijo Hikoju, señalando el castillo de Inabayama con las puntas de sus palillos que tenían adheridos granos de arroz.

Ambos contemplaban el mismo castillo, pero cada uno lo veía de una manera por completo diferente. Hiyoshi estaba boquiabierto mientras miraba, sin comprender qué quería decir el otro, las puntas de los palillos.

—¿Van a atacar el castillo los Hachisuka?

—¡No seas estúpido! —Hikoju partió los palillos por la mitad y arrojó los fragmentos al suelo—. El hijo del señor Dosan, Yoshitatsu, está al frente del castillo, desde donde controla la vecindad y las carreteras a Kyoto y el este. Dentro de esos muros, adiestra a sus tropas y almacena nuevas armas. Los Oda, Imagawa y Hojo no están a su altura. Así pues, ¿qué podrían hacer los Hachisuka? No hagas preguntas necias. Iba a informarte de nuestros planes, pero ahora no sé si debería hacerlo.

—Lo siento. No diré nada más.

Tras recibir el rapapolvo, Hiyoshi guardó un silencio sumiso.

—No hay nadie por estos alrededores, ¿verdad? —El reparador de arcos miró en torno y se humedeció los labios—. Supongo que estás enterado de la alianza entre nuestro clan y el señor Dosan. —Hiyoshi se limitó a responder con un gesto de asentimiento—. Padre e hijo están reñidos desde hace años.

Hikoju contó a Hiyoshi la enemistad familiar y el caos resultante en Mino.

En el pasado, Dosan viajó bajo otros nombres, uno de los cuales era Matsunami Sokuro. Era un hombre experimentado: había sido mercader de aceite, espadachín errante e incluso novicio en un templo. Finalmente progresó desde la baja posición de mercader de aceite y llegó a hacerse el dueño de la provincia de Mino. Para ello acabó con la vida de su señor, Toki Masayori, y envió al exilio a su heredero, Yorinari. Más tarde tomó a una de las concubinas de Toki. Eran innumerables los relatos sobre su brutalidad y las atrocidades que había cometido. Si hacía falta alguna prueba más de su sagacidad, una vez se convirtió en el amo de Mino, no cedió una sola pulgada de terreno a sus enemigos.

Pero el destino puede ser terrible. ¿Podría considerarse como castigo divino lo que sucedió entonces? Adoptó a Yoshitatsu, el hijo de la que era concubina de su antiguo señor, pero no sabía con seguridad si el niño era suyo o del señor Toki, lo cual le preocupaba. A medida que Yoshitatsu crecía, las dudas de Dosan se incrementaban a cada día que pasaba.

Yoshitatsu era un hombre imponente que superaba los seis pies de altura. Cuando fue nombrado señor de Inabayama, su padre se trasladó al castillo de Sagiyama, al otro lado del río Nagara. Establecidos en las orillas opuestas del río, los destinos de padre e hijo estaban en el regazo de los dioses. Yoshitatsu se hallaba en la flor de la vida y hacía caso omiso del hombre al que suponía su padre. El viejo Dosan, cada vez más suspicaz, maldecía a Yoshitatsu y finalmente le desheredó, con la idea de colocar a su segundo hijo, Magoshiro, en el lugar de Yoshitatsu. Sin embargo, éste no tardó en comprender el plan.

Pero entonces Yoshitatsu contrajo la lepra y fue conocido como «el señor leproso». Era hijo del destino y excéntrico, pero también ingenioso y valiente. Yoshitatsu levantó fuertes para protegerse contra los ataques desde Sagiyama, y nunca rechazaba una oportunidad de luchar. Decidido a librarse de aquel despreciable «señor leproso», su propio hijo, Dosan se resignó a derramar sangre. Hikoju aspiró hondo.

—Por supuesto, los servidores de Dosan son bien conocidos en estos alrededores. Nos han pedido que incendiemos la ciudad fortificada.

—¡Incendiar la ciudad!

—Prender fuego de repente no serviría de nada. Antes de eso, tenemos que extender rumores, y cuando Yoshitatsu y sus servidores estén indecisos, elegiremos una noche ventosa y convertiremos la ciudad en un mar de llamas. Entonces las fuerzas de Dosan cruzarán el río y atacarán.

—Comprendo —dijo Hiyoshi, asintiendo y con una expresión de adulto. No revelaba admiración ni desaprobación—. Entonces nos han enviado aquí para que propalemos rumores e incendiemos todo esto.

—Exacto.

—Así pues, al final no somos más que unos agitadores, ¿no es cierto? Estamos aquí para excitar a la gente.

—Bueno, sí, podrías plantearlo así.

—Esa actividad de agitador, ¿no es propia de los marginados de más baja estofa?

—No tiene remedio. Desde hace muchos años, los Hachisuka dependemos del señor Dosan.

Hikoju veía las cosas de una manera muy sencilla. Hiyoshi se lo quedó mirando. Un ronin siempre era un ronin, pero a él le resultaba difícil acostumbrarse a la idea. Aunque obtenía su arroz de la mesa de un ronin, consideraba que su vida era preciosa y no tenía intención de perderla incautamente.

—¿Por qué ha venido el señor Shichinai?

—Está aquí para dirigir las operaciones. Con treinta o cuarenta hombres que entran en la zona por separado, necesitas a alguien que los coordine y supervise.

—Entiendo.

—Bien, ahora conoces los motivos de todo esto.

—Así es. Pero hay una cosa más que no entiendo. ¿Qué pinto yo aquí?

—¿Eh? ¿Tú?

—¿Qué esperan que haga? Hasta ahora no he recibido ninguna orden del señor Shichinai.

—A lo mejor, como eres menudo y ágil, te encargarán la tarea de prender los fuegos la noche que haya viento.

—Ya veo, un incendiario.

—Como hemos venido a esta ciudad obedeciendo órdenes secretas, no podemos permitirnos cualquier descuido. Cuando nos hacemos pasar por reparadores de arcos y vendedores de agujas, debemos tener cuidado y vigilar lo que decimos.

—Si se enteran de nuestro plan, ¿empezarán a buscarnos en seguida?

—Naturalmente. Si los samurais de Yoshitatsu tienen el menor atisbo de nuestros planes, habrá una matanza. Si nos capturan, tanto si eres solo tú como todos nosotros, será horrible.

Al principio Hikoju había considerado deplorable que Hiyoshi no supiera nada. Ahora parecía súbitamente inquieto por la posibilidad de que el Mono revelara el secreto. Hiyoshi lo comprendió así por su expresión.

—No te preocupes. Durante mis viajes me he acostumbrado a esta clase de cosas.

—¿No se te escapará nada? —le preguntó Hikoju en tono tenso—. Ya sabes que estamos en territorio enemigo.

—Lo sé.

—Bien, hemos de tener mucho cuidado para no despertar sospechas. —La espalda se le había puesto rígida, y se la golpeó dos o tres veces al levantarse—. ¿Dónde te alojas, Mono?

—En el callejón detrás de la posada donde se hospeda el señor Shichinai.

—¿Ah, sí? Bueno, te visitaré una de estas noches. Ten cuidado sobre todo con los demás huéspedes.

Nitta Hikoju se colgó los arcos del hombro y se encaminó a la ciudad.

Hiyoshi siguió sentado en los terrenos del templo, contemplando los lejanos muros blancos del castillo por encima de los árboles gingko. Ahora que estaba mejor informado sobre el conflicto entre la familia Saito y el mal que había engendrado, ni los muros inexpugnables como si fuesen de hierro ni la posición dominante de la escarpa le parecían realmente poderosos. Se preguntó quién sería el próximo señor del castillo. Tampoco Dosan tendría un final feliz, de eso estaba seguro. ¿Qué clase de fuerza puede existir en una tierra donde el señor y los servidores son enemigos? ¿Cómo puede el pueblo tener confianza cuando los señores de la provincia, padre e hijo, desconfían entre sí y maquinan el uno contra el otro?

Mino era una región fértil defendida por montañas en uno de los principales cruces de caminos entre la capital y las provincias. Estaba bendecida con recursos naturales, la agricultura y la industria prosperaban, el agua era limpia y las mujeres hermosas. ¡Pero estaba podrida! Hiyoshi no tenía tiempo para pensar en el gusano que se retorcía en el núcleo putrefacto de aquel lugar. Cruzó por su mente el interrogante sobre quién sería el próximo señor de Mino.

Lo que más le turbaba era el papel jugado por Hachisuka Koroku, el hombre que le daba de comer. Los ronin no tenían buena reputación, pero en el tiempo que llevaba al servicio de Koroku había tenido pruebas suficientes de que era un hombre honesto, poseía un linaje, aunque fuese distante, y podía decirse de él que tenía un excelente carácter. Hiyoshi se había convencido de que hacerle reverencias a diario y obedecer sus órdenes no era en absoluto vergonzoso, pero ahora esa seguridad estaba Saqueando.

Desde mucho tiempo atrás Dosan había ayudado económicamente a los Hachisuka, y sus vínculos de amistad con ellos eran fuertes. Era impensable que Koroku desconociera el carácter de Dosan, o que no estuviera informado de sus traiciones y atrocidades. Sin embargo, era un agitador en la lucha entre padre e hijo. Por mucho que reflexionara en el asunto, Hiyoshi no podía participar de buen grado en aquel plan. En el mundo había millares de ciegos. ¿Tal vez era Koroku uno de los más ciegos? A medida que aumentaba su sensación de repugnancia, todo lo que deseaba era marcharse de allí.

Hacia finales del décimo mes, Hiyoshi abandonó la casa de huéspedes para ir de un lado a otro tratando de vender su mercancía. En la esquina de una calleja se encontró con Hikoju, cuya nariz tenía un color rojo brillante a causa del viento seco. El reparador de arcos se le acercó y le puso una carta en la mano.

—Después de leer este papel, mastícalo y escúpelo al río —le advirtió.

Entonces, fingiendo que no le conocía, Hikoju giró a la derecha mientras Hiyoshi se alejaba en la dirección contraria. El muchacho sabía que la carta era de Shichinai. Su inquietud no había disminuido y el corazón empezó a latirle con fuerza.

Pensó que tenía que alejarse de aquella gente. Había examinado el problema muchas veces, pero la opción de huir era, a la larga, más peligrosa que la de quedarse donde estaba. Aunque se hallaba solo en la pensión, daba por sentado que vigilaban continuamente sus idas y venidas. Los más probable era que los mismos espías fuesen observados. Todos estaban unidos entre ellos como los eslabones de una cadena. Llegó a la sombría conclusión de que realmente seguían adelante con el plan. Tal vez su renuencia se debiera a apocamiento, pero no podía convencerse de que debía convertirse en un agitador brutal dedicado a confundir a la gente, crear problemas y convertir la ciudad en un infierno.

Había perdido por completo el respeto hacia Koroku. No quería servir a Dosan ni tampoco quería tener nada que ver con Yoshitatsu. Si iba a aliarse con alguien, sería con los ciudadanos, con los que simpatizaba, sobre todo con los padres y sus hijos, que eran siempre las principales víctimas de la guerra. Estaba muy impaciente por leer la misiva de inmediato.

Mientras caminaba, lanzando su grito de costumbre: «¡Agujas! ¡Agujas de la capital!», entró a propósito en una calle de un barrio residencial donde no le verían, y se detuvo a la orilla de un riachuelo.

—¡Maldita sea, aquí no puedo cruzar! —dijo alzando mucho la voz.

Miró a su alrededor y comprobó que la suerte le acompañaba, pues no se veía a nadie. Sin embargo, a fin de estar más seguro, se colocó ante el riachuelo y, mientras orinaba, miró a su alrededor, cerciorándose de que estaba solo. Entonces sacó la carta de entre los pliegues de sus ropas y leyó:

Esta noche, a la hora del perro, si el viento es del sur o del oeste, ve a los bosques detrás del templo Jozaiji. Si el viento es del norte o cesa por completo, no vayas.

Terminó de leer, rompió la carta en pequeños fragmentos, los arrugó hasta formar una pelotita y la masticó convirtiéndola en un duro taco.

—¡Vendedor de agujas!

Hiyoshi se sobresaltó y no tuvo tiempo de escupir la nota al río. Ocultó el papel dentro del puño.

—¿Quién es?

—Aquí. Quisiéramos comprarte unas agujas.

No se veía a nadie y Hiyoshi no podía saber de dónde procedía la voz.

—¡Aquí, vendedor de agujas!

En el otro lado del camino había un terraplén y, en lo alto, unos muros dobles de barro. Se abrió una puertecilla de mimbre en la pared y un joven asomó la cabeza. Hiyoshi respondió con vacilación. Toda residencia de samurais en aquel vecindario debía de pertenecer a un servidor del clan Saito, pero ¿de qué bando? Si pertenecía a un servidor de Dosan, no había nada que temer, pero si era de la facción de Yoshitatsu las cosas podían ponerse feas.

—Aquí hay una persona que desearía comprar agujas.

La inquietud de Hiyoshi se identificó, pero no tenía alternativa.

—Gracias —replicó aturdido.

Hiyoshi siguió al sirviente, cruzó la puertecilla de mimbre y rodeó un montículo artificial en lo que parecía ser un jardín trasero. La mansión probablemente pertenecía a un importante partidario del clan provincial. El edificio principal estaba separado de una serie de anexos. Hiyoshi caminó más despacio para contemplar la grandiosidad de los edificios y la pulcritud de las rocas y los arroyos artificiales. ¿Quién desearía comprar agujas en semejante lugar? Las palabras del sirviente sugerían que pertenecía a la familia del propietario, pero eso no tenía sentido. En una mansión tan imponente, la señora de la casa o su hija no comprarían personalmente agujas, y, en cualquier caso, no habría ningún motivo para llamar a un buhonero que pregonaba su mercancía en la calle.

—Espera aquí un momento —le dijo el sirviente, dejándole en un rincón del jardín.

Un edificio de dos plantas con bastas paredes de yeso, bastante separado de la casa principal, llamó la atención de Hiyoshi. El primer piso parecía ser un gabinete y el superior una biblioteca.

—Señor Mitsuhide —llamó el joven sirviente—. He traído al hombre.

Mitsuhide apareció en una ventana cuadrada muy similar a la abertura de una almena. Era un hombre joven, de veinticuatro o veinticinco años, la tez clara y una expresión de inteligencia en los ojos. Se asomó a la ventana. Sujetaba unos libros con una mano.

—Ahora bajo, llévale a la terraza —dijo, y desapareció en el interior.

Hiyoshi alzó la vista y reparó por primera vez en que alguien podía haberle visto por encima del muro cuando estaba ante el riachuelo leyendo la carta. No tenía duda de que le habían observado y aquel Mitsuhide había entrado en sospechas y estaba a punto de interrogarle. Pensó que, si no se inventaba algo, se vería en apuros. Cuando estaba ideando alguna explicación, el joven sirviente le hizo una seña y le dijo:

—Va a venir el sobrino del señor, así que espera en la terraza y cuida tus modales.

Hiyoshi se arrodilló a cierta distancia de la terraza, con los ojos bajos. Al cabo de un rato, al ver que nadie salía, alzó la vista. Le sorprendió la cantidad de libros que había en la casa, estaban por doquier, encima y alrededor de la mesa y los estantes, así como en las otras habitaciones de la primera y la segunda planta. Allí parecía morar una persona de erudición, ya fuese el señor de la casa o su sobrino. Hiyoshi no estaba acostumbrado a ver libros. Al mirar a su alrededor, observó otras dos cosas: entre las tablas horizontales de la pared colgaba una buena lanza, y en un receso practicado en la misma pared había un mosquete apoyado.

Finalmente el hombre entró en la estancia y se sentó en silencio ante el escritorio. Apoyando el mentón en las manos, miró fijamente a Hiyoshi, como si se estuviera concentrando en los ideogramas chinos de un libro.

—Hola, chico.

—Soy vendedor de agujas —dijo Hiyoshi—. ¿Os interesa comprar unas agujas, señor?

Mitsuhide asintió.

—Sí, me interesa, pero antes quisiera preguntarte algo. ¿Estás aquí para vender agujas o para espiar?

—Para vender agujas, por supuesto.

—Entonces, dime, ¿por qué has venido a un paseo de una zona residencial como ésta?

—Pensé que sería un atajo.

—Estás mintiendo. —Mitsuhide se inclinó un poco a un lado—. Nada más verte me he dado cuenta de que eres un viajero y buhonero experimentado. Así pues, deberías ser lo bastante juicioso para saber si puedes o no puedes vender agujas en una residencia de samurais.

—Pues las he vendido, aunque pocas veces…

—Ya, me lo imagino.

—Pero puede hacerse.

—Bien, dejemos eso de momento. ¿Qué estabas leyendo en un lugar apartado como éste?

—¿Qué?

—Sacaste furtivamente un trozo de papel, creyendo que no había nadie a tu alrededor. Pero en cualquier parte hay vida, hay ojos. Y también las cosas hablan a quienes tienen oídos para oír. ¿Qué estabas leyendo?

—Una carta.

—¿Alguna clase de correspondencia secreta?

—Estaba leyendo una carta de mi madre —respondió Hiyoshi con toda naturalidad.

Mitsuhide le miró inquisitivamente.

—¿Es eso cierto? ¿Una carta de tu madre?

—Así es.

—Entonces déjame verla. Según las leyes del castillo, cuando te encuentras con una persona sospechosa, debes detenerla y llevarla al castillo. Muéstrame esa carta de tu madre, como prueba, o me veré obligado a entregarte a las autoridades.

—Me la comí.

—¿Cómo dices?

—Por desgracia, después de leerla me la comí.

—¿Te la comiste?

—Sí, eso es lo que hice. —Hiyoshi siguió diciendo con vehemencia—. Para mí, sólo por el mero hecho de estar vivo, mi madre es más respetable que los dioses o los Budas. Así pues…

Mitsuhide profirió un grito atronador.

—¡Cierra el pico! Supongo que la has masticado porque era un comunicado secreto. ¡Sólo por eso eres un tipo sospechoso!

—¡No, no! ¡Te equivocas! —replicó Hiyoshi, agitando las manos—. Llevar encima una carta de mi madre, a quien estoy más agradecido que a los dioses y los Budas, y al final sonarme la nariz con ella y tirarla a la calle, donde la pisaría la gente, sería algo impío y vergonzoso. Ésa es mi manera de pensar, y tengo la costumbre de comerme siempre sus cartas. No estoy mintiendo. Es natural que alguien eche tanto en falta a su madre que quiera comerse sus cartas que vienen de tan lejos.

Mitsuhide estaba seguro de que todo era una mentira, pero aun así el muchacho que tenía delante mentía mucho mejor que el común de las gentes. Además, simpatizaba con él porque también se había alejado de su madre.

Aunque fuese mentira, no era una mentira infame, y aunque aquella pretensión de haberse comido una carta de su madre fuese una tontería, era evidente que incluso aquel muchacho con cara de mono debía de tener padres. Tal fue el razonamiento de Mitsuhide, al mismo tiempo que sentía lástima de su adversario tosco e inculto. Sin embargo, si aquel joven ignorante e ingenuo era el instrumento de un agitador, podía ser tan peligroso como un animal salvaje. No era la clase de persona que requería su envío al castillo y sería lamentable darle muerte allí mismo. Pensó en la posibilidad de dejar a Hiyoshi en libertad, pero no dejó de vigilarle mientras procuraba encontrar la manera de resolver el asunto.

—¡Mataichi! ¿Está por ahí Mitsuharu?

—Creo que sí, señor.

—Dile que no quiero molestarle, pero que haga el favor de venir aquí un momento.

—Sí, señor.

Mataichi salió corriendo a cumplir la orden.

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