Taiko

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Libro Uno » La montaña de la flor dorada

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Poco después Mitsuharu salió de la casa, caminando a grandes zancadas. Era más joven que Mitsuhide, de unos dieciocho o diecinueve años, y heredero del señor de la casa, el sacerdote lego Akechi Mitsuyasu. Mitsuhide, que era primo suyo, también se apellidaba Akechi, vivía con su tío y se pasaba los días entregado al estudio. Sin embargo, no dependía económicamente de su tío. Había acudido a Inabayama porque su hogar en la provinciana Ena estaba demasiado alejado de los centros de la cultura y la política. Con frecuencia su tío le ponía como ejemplo a su hijo, diciéndole: «Mira a Mitsuhide y estudia un poco».

Mitsuhide era realmente estudioso. Incluso antes de establecerse en Inabayama había viajado extensamente, recorriendo el país desde la capital a las provincias occidentales.

Había acompañado a espadachines errantes y buscado conocimientos, estudiado los acontecimientos actuales y aceptado de buen grado las penalidades de la vida. Cuando se puso a estudiar el mecanismo de las armas de fuego, hizo un viaje especial a la ciudad libre de Sakai y, finalmente, fue tal su contribución a las defensas y la organización militar de Mino que todo el mundo, empezando por su tío, le respetaba como un genio de los nuevos saberes.

—¿En qué puedo ayudarte, Mitsuhide?

—Bueno, en realidad no es nada —respondió el otro en tono deferente.

—¿De qué se trata?

—Quiero que hagas algo por mí, si te parece correcto.

Los dos hombres salieron de la estancia y, en pie al lado de Hiyoshi, discutieron lo que podrían hacer con él. Tras haberse enterado de los detalles, Mitsuharu dijo:

—¿Te refieres a este don nadie? —Echó un vistazo a Hiyoshi con indiferencia—. Si crees que es sospechoso, entrégalo a Mataichi. Si le torturan un poco, golpeándole con un arco roto, por ejemplo, no tardará en hablar. Sería fácil.

—No. —Mitsuhide miró de nuevo a Hiyoshi—. No creo que sea la clase de persona que hablará con ese tratamiento. Y, por alguna razón, me apena.

—Si te ha embaucado y sientes lástima de él, no es probable que le hagas hablar. Déjamelo durante cuatro o cinco días. Le encerraré en el cobertizo de almacenamiento. Cuando tenga hambre, no tardará en escupir la verdad.

—Siento causarte tantas molestias —le dijo Mitsuhide.

—¿Será mejor que lo ate? —preguntó Mataichi, retorciendo el brazo de Hiyoshi.

—¡Espera! —exclamó Hiyoshi, e intentó liberarse de la presa de Mataichi. Miró a Mitsuhide y Mitsuharu—. Acabáis de decir que, si me azotaran, no diría la verdad. Todo lo que tenéis que hacer es preguntarme y os lo contaré todo. ¡Incluso aunque no me lo preguntéis! ¡No soporto estar encerrado en un sitio oscuro!

—¿Estás dispuesto a hablar?

—Sí.

—Muy bien —dijo Mitsuharu—. Yo me encargo del interrogatorio.

—Adelante.

—¿Qué me dices…? —Pero la serenidad de Hiyoshi parecía amilanar a Mitsuharu, el cual se interrumpió y musitó—: ¡Maldita sea! Es un tipo extraño. Me pregunto si está realmente bien de la cabeza. Debe de estar jugando con nosotros.

Miró a Mitsuhide y soltó una risa mordaz. Pero Mitsuhide no reía, sino que miraba a Hiyoshi con una expresión inquieta. Mitsuhide y Mitsuharu se turnaron para interrogarle, como si estuvieran siguiendo la corriente a un niño mimado.

—Muy bien —dijo Hiyoshi—, os diré lo que han planeado para esta noche, pero yo no formo parte de su banda y no tengo nada que ver con ellos. Por ello os pido que me garanticéis la vida.

—Eso es bastante justo. Matarte no sería una gran hazaña. Están tramando algo, ¿eh?

—Esta noche, si sopla el viento adecuado, habrá un gran incendio.

—¿Dónde?

—No lo sé exactamente, pero los ronin que se alojan en la casa de huéspedes lo han discutido en secreto. Esta noche, si hay viento del sur o del oeste, van a reunirse en el bosque cerca del Jozaiji y allí se dividirán en grupos para incendiar la ciudad.

—¿Qué?

Mitsuharu se quedó boquiabierto. Mitsuhide tragó saliva, apenas capaz de dar crédito a lo que estaba oyendo.

Hiyoshi no hizo el menor caso de su reacción y juró que no sabía nada más que lo que había oído susurrar a los ronin con los que había coincidido casualmente en la casa de huéspedes. Lo único que él quería era vender sus existencias de agujas y regresar a su pueblo natal, Nakamura, lo antes posible para ver a su madre.

Después de que sus semblantes hubieran recuperado el color, Mitsuhide y Mitsuharu se quedaron un momento inmóviles, como pasmados. Finalmente, Mitsuhide dio una orden.

—Muy bien, soltaremos a éste, pero no antes de que haya anochecido. Mataichi, llévatelo y dale algo de comer.

El viento que había soplado durante todo el día empezó a soplar más recio. Procedía del sudoeste.

—¿Qué crees que harán, Mitsuhide? El viento sopla del oeste.

Mitsuharu contempló con profunda preocupación las nubes que pasaban rápidamente por el cielo. Mitsuhide se sentó en la terraza de la biblioteca y permaneció silencioso. Con la vista perdida en el infinito, pareció concentrarse en algún problema complicado.

—Mitsuharu —dijo por fin—. ¿Has oído decir a mi tío algo extraño en los últimos cuatro o cinco días?

—No, nada de lo que ha dicho mi padre me ha parecido especialmente raro.

—¿Estás seguro?

—Ahora que lo mencionas, esta mañana, antes de que partiera hacia el castillo de Sagiyama, dijo que, como las relaciones entre el señor Dosan y el señor Yoshitatsu han empeorado recientemente, podríamos encontrarnos con algunas dificultades, aunque no sería fácil saber cuándo. Dijo que uno siempre debe estar preparado por si sucede algo inesperado, y que los hombres deberían tener a punto sus armaduras y caballos.

—¿Ha hablado así esta mañana?

—Sí.

—¡Eso es! —Mitsuhide se dio una palmada en la rodilla—. Te ha advertido indirectamente de que esta noche habrá una batalla. En esta clase de intrigas militares, es práctica común mantenerlas en secreto y no revelarlas ni siquiera a los más allegados. Sin duda tu padre interviene en esto.

—¿Habrá una batalla esta noche?

—Los hombres que van a reunirse esta noche en el Jozaiji son probablemente agentes traídos del exterior por el señor Dosan, casi con toda seguridad de Hachisuka.

—Así pues, el señor Dosan ha decidido expulsar al señor Yoshitatsu del castillo.

—Eso es lo que creo. —Mitsuhide, convencido de que su suposición era correcta, hizo un vigoroso gesto de asentimiento, pero entonces se mordió el labio y pareció entristecido—. Sospecho que el plan del señor Dosan fracasará. El señor Yoshitatsu está bien preparado. Más aún, que padre e hijo empuñen las armas y derramen sangre es contrario a cualquier código de conducta. ¡Los dioses los castigarán! No importa quién gane o pierda, la sangre de hombres emparentados fluirá libremente, y la lucha no aumentará en una sola pulgada el territorio del clan de Saito. Al contrario, las provincias vecinas estarán esperando una oportunidad de intervenir y la provincia se verá al borde del hundimiento.

El joven concluyó exhalando un largo suspiro.

Mitsuharu guardaba silencio y examinaba pensativamente las oscuras nubes que se deslizaban por el cielo. Cuando surgía una pelea entre dos de los señores a los que uno servía, no había nada que un servidor pudiera hacer. Sabían que el padre de Mitsuharu, Mitsuyasu, un servidor de confianza de Dosan, estaba en la vanguardia del movimiento para provocar la caída de Yoshitatsu.

—Tenemos que detener esta batalla antinatural por todos los medios a nuestra disposición. Ése es nuestro deber como fieles servidores. Mitsuharu, debes ir de inmediato a Sagiyama y ver a tu padre. Y ambos debéis disuadir al señor Dosan de que lleve a cabo sus planes.

—Sí, comprendo.

—Yo esperaré hasta la noche, iré a Jozaiji y, de alguna manera, frustraré sus planes. ¡Voy a detenerlos cueste lo que cueste!

En la cocina había tres grandes fogones en hilera, y sobre cada uno de ellos un enorme caldero que contenía varios sacos de arroz. Cuando abrieron las tapaderas, el agua almidonosa e hirviente surgió en forma de nubes de vapor. Hiyoshi se había figurado que para consumir semejante cantidad de arroz de una sola vez, debería haber más de un centenar de personas en la mansión, incluida la familia del patrono, sus servidores y dependientes. Se preguntó por qué, si existía tanto arroz, su madre y su hermana nunca tenían el suficiente para llenarse el estómago. Pensó en su madre y en el arroz…; ambos pensamientos se complementaban: el arroz le hacía pensar en el hambre de su madre.

—Esta noche hace mucho viento —dijo el anciano encargado de los fogones a los ayudantes que cocinaban el arroz—. El viento no cesará ni siquiera después de que se ponga el sol. Tened cuidado, que no se apaguen los fuegos. Y en cuanto un puchero esté listo, empezad a preparar bolas de arroz.

Se disponía a salir cuando reparó en Hiyoshi. Tras mirarle con curiosidad, llamó a un sirviente.

—¿Quién en ese ciudadano con cara de mono? —le preguntó—. No le había visto antes por aquí.

—El señor Mitsuhide ha ordenado custodiarle. Mataichi le vigila para que no se escape.

Entonces el anciano vio a Mataichi sentado en la caja de la leña.

—¡Buen trabajo! —le dijo a Mataichi, sin saber lo que sucedía—. ¿Está detenido por conducta sospechosa?

—No, la verdad es que desconozco los motivos. Sólo sé que son órdenes del señor Mitsuhide.

Mataichi había dicho lo menos posible, limitándose a salir del paso. El anciano pareció olvidarse de Hiyoshi.

—Lo cierto es que el señor Mitsuhide tiene un discernimiento muy por encima del que correspondería a sus años. —Tras esta muestra de admiración hacia Mitsuhide, el anciano empezó a cantar sus alabanzas—: Está mucho más allá de la media, ¿no os parece? No es uno de esos hombres que desprecian el aprendizaje y se jactan de lo pesado que es su garrote, de lo bien que empuñan la lanza cuando montan o del número de enemigos que han ensartado en tal o cual batalla Cada vez que me asomo a la biblioteca, le veo entregado al estudio. Y también es un gran espadachín y estratega. Llegará lejos, de eso no me cabe duda.

Mataichi, orgulloso de oír hablar en términos tan elogiosos de su señor, replicó:

—Es tal como dices. Soy su criado desde mi infancia, y no hay amo más amable que él. También es un buen hijo de su madre, y ya esté estudiando aquí o viajando por las provincias, nunca descuida escribirle.

—Suele suceder que, hacia los veinticuatro o veinticinco años, si un hombre es muy valeroso, también es un fanfarrón, y si hace gala de gentileza, resulta que es un petimetre —comentó el anciano—. Como si hubiera nacido en un establo, pronto se olvida de lo que debe a sus padres y lleva una vida egoísta.

—Bueno, recuerda que no es sólo un caballero —dijo Mataichi—. También tiene un temperamento impetuoso, a pesar de que aparenta lo contrario. Aunque no suele salir a la superficie, cuando se enfurece no hay manera de contenerle.

—Así pues, aunque parezca benévolo, cuando se enfada…

—Precisamente, como ha sucedido hoy.

—¿Hoy?

—En una emergencia, cuando está pensando en lo que es justo o injusto, reflexiona hasta el final. Pero cuando ha tomado su decisión, es como un dique que se rompe, e inmediatamente da órdenes a su primo, el señor Mitsuharu.

—Es un líder, desde luego…, un general innato.

—El señor Mitsuharu le quiere con verdadera devoción, y cumple de buen grado sus órdenes. Hoy ha galopado al castillo de Sagiyama.

—¿Qué crees que está ocurriendo?

—No lo sé.

—«Prepara mucho arroz y haz unas cuantas bolas para la tropa. Podría haber una batalla en plena noche». Eso es lo que ha dicho el señor Mitsuharu al marcharse.

—Preparativos para una emergencia, ¿eh?

—Ojalá esto no pasara de los preparativos, porque en una batalla entre Sagiyama e Inabayama, ¿por qué bando deberíamos luchar? Sea cual fuere, dispararíamos nuestros arcos contra amigos y parientes.

—Tal vez no lleguemos a eso. Parece como si el señor Mitsuhide hubiera ideado un plan para evitar una batalla.

—Los dioses saben que rezo por su éxito. Si los clanes vecinos nos atacan, estoy dispuesto a hacerles frente ahora mismo.

En el exterior había anochecido y el cielo era negro como la pez. Llegaron ráfagas de viento a la casa y el fuego en las bocas de los enormes fogones hizo un ligero ruido crepitante y se abrillantó más. Hiyoshi, todavía acuclillado ante los fogones, notó el olor a arroz quemado.

—¡Eh! ¡El arroz se está quemando! ¡Estáis dejando que se queme el arroz!

—¡Quítate de en medio! —dijeron los sirvientes sin una palabra de agradecimiento.

Tras cubrir los fuegos de los fogones, uno de ellos subió por una escala y transfirió el arroz a una tina. Todos los que no tenían ninguna otra ocupación se pusieron a hacer bolas de arroz a docenas. Hiyoshi trabajó con ellos, apretando el arroz para formar las bolas. Tomó un par de bocados, pero a nadie pareció importarle. Casi como si estuvieran enajenados, siguieron haciendo una bola de arroz tras otra, charlando mientras trabajaban.

—Supongo que habrá una batalla, ¿no os parece?

—¿No podrían terminar sin pelearse?

Estaban preparando provisiones para la tropa, pero en su mayoría deseaban que el aprovisionamiento fuese innecesario.

A la hora del perro, Mitsuhide llamó a Mataichi, el cual salió pero volvió en seguida, gritando:

—¡Vendedor de agujas! ¿Dónde está el vendedor de agujas?

Hiyoshi se incorporó de un salto, lamiéndose los dedos con granos de arroz adheridos. Un solo paso fuera de la casa le bastó para aquilatar la fuerza del viento.

—Ven conmigo. El señor Mitsuhide está esperando. No te entretengas.

Hiyoshi siguió a Mataichi, el cual se había puesto una armadura ligera, como si estuviera preparado para ir al combate. Hiyoshi no tenía la menor idea de adonde iban. Finalmente cruzaron la puerta central y lo comprendió. Rodearon el jardín trasero y llegaron a la parte delantera de la mansión. Al otro lado del portal les esperaba un hombre a caballo.

—¡Mataichi!

Mitsuhide llevaba la misma indumentaria que había usado durante todo el día. Sujetaba las riendas y bajo un brazo tenía una larga lanza.

—Sí, señor.

—¿El vendedor de agujas?

—Está aquí.

—Adelantaos los dos a la carrera.

Mataichi se volvió a Hiyoshi y le ordenó:

—Vamos, vendedor de agujas, en marcha.

Los dos echaron a correr en la negrura de la noche. Adaptándose a su velocidad, Mitsuhide les siguió a caballo. Llegaron a un cruce de caminos y Mitsuhide les indicó que girasen a la derecha y luego a la izquierda. Finalmente, Hiyoshi se dio cuenta de que habían llegado al portal del Jozaiji, el lugar de encuentro de los hombres de Hachisuka. Mitsuhide desmontó ágilmente.

—Quédate aquí con el caballo, Mataichi —ordenó a su sirviente, entregándole las riendas—. Mitsuharu ha de venir aquí desde el castillo de Sagiyama en la segunda mitad de la hora del perro. Si no lo hace a la hora convenida, nuestro plan quedará cancelado. —Entonces, con una expresión trágica en su semblante, añadió—: La ciudad se ha convertido en el hogar de demonios en guerra. ¿Cómo puede adivinar el resultado un simple hombre?

La negrura que les rodeaba engulló sus últimas palabras.

—¡Vendedor de agujas! Muéstranos el camino.

—¿El camino adonde? —replicó Hiyoshi, preparándose para resistir los embates del viento.

—El bosque donde tienen su reunión los canallas de Hachisuka.

—Pues tampoco sé dónde está ese sitio.

—Aunque ésta sea la primera vez que vienes aquí, creo que ellos conocen tu cara bastante bien.

—¿Cómo?

—No te hagas el inocente.

Hiyoshi se dijo que aquello estaba tomando mal cariz. No los había engañado en absoluto. Era evidente que Mitsuhide había calado sus mentiras, por lo que no siguió excusándose.

En el bosque no había luz alguna. El viento soplaba entre las hojas, las cuales se abatían contra el gran tejado del templo como espuma marina que restregara las regalas de un barco. El bosque detrás del templo era como un océano furioso, los árboles crujían y el fragor de las plantas agitadas era intenso.

—¡Vendedor de agujas!

—Sí, señor.

—¿Aún no están aquí tus camaradas?

—¿Cómo voy a saberlo?

Mitsuhide se sentó en una pequeña pagoda de piedra detrás del templo.

—Se está acercando la segunda mitad de la hora del perro. Si eres el único hombre que no se ha presentado, estarán alerta. —Su lanza, alcanzada de pleno por la fuerza del viento estaba ante los pies de Hiyoshi—. ¡Adelante, muéstrate a ellos! —Hiyoshi tuvo que admitir que Mitsuhide había ido un paso por delante de él desde el mismo principio—. Ve y diles que Akechi Mitsuhide les espera aquí y que le gustaría hablar con el jefe de los hombres de Hachisuka.

—Sí, señor. —Hiyoshi inclinó la cabeza, pero no se movió—. ¿Puedo decir eso delante de todo el mundo?

—Sí.

—¿Y por eso me has traído aquí contigo?

—Sí. Ya puedes ir.

—Iré, pero como es posible que no volvamos a vernos, quisiera decirte algo.

—¿Qué es ello?

—Sería una pena que me marchara sin decir esto, porque sólo me ves como un agente de los Hachisuka.

—Es cierto.

—Eres muy listo, pero tienes unos ojos demasiado agudos y van directamente a lo que están mirando. Cuando uno golpea un clavo, se detiene donde debe hacerlo, pero ir demasiado lejos es tan malo como quedarse corto. Tu inteligencia es así Admito que llegué a Inabayama con los hombres de Hachisuka, pero no soy partidario suyo, en absoluto. Nací en una familia campesina de Nakamura y he hecho cosas como vender agujas, pro no he alcanzado mi objetivo. No pienso pasarme la vida comiendo arroz frío de la mesa de un ronin. Tampoco voy a trabajar como agitador por alguna recompensa indigna. Si, por azar, volvemos a encontrarnos, te demostraré lo que he dicho acerca de tu manera tan directa de mirar las cosas. De momento, iré en busca de de Hachisuka Shichinai, le daré tu mensaje y me marcharé de inmediato. De modo que… ¡buena suerte! Cuídate y estudia mucho.

Mitsuhide le había escuchado en silencio, y súbitamente salió de su estado de ensimismamiento.

—¡Vendedor de agujas! —exclamó—. ¡Espera!

Hiyoshi ya había desaparecido entre los árboles azotados por el viento. Se internó en la negrura del bosque sin oír la llamada de Mitsuhide. Corrió hasta llegar a un pequeño espacio nivelado y protegido del viento por los árboles. Vio hombres a su alrededor, diseminados como caballos silvestres en un pasto, unos tendidos en el suelo, otros sentados y varios en pie.

—¿Quién está ahí?

—Soy yo.

—¿Hiyoshi?

—Sí.

—¿Dónde te habías metido? —le reconvino un hombre—. Eres el último en llegar. Todos estábamos preocupados.

—Siento llegar tarde —dijo mientras se aproximaba al grupo. Estaba temblando—. ¿Dónde está el señor Shichinai?

—Ahí le tienes. Ve y pídele disculpas. Está enfadado de veras.

Shichinai estaba hablando con cuatro o cinco miembros del grupo.

—¿Es ése el Mono? —preguntó, mirando a su alrededor.

Hiyoshi se acercó a él y le pidió disculpas por haberse retrasado.

—¿Qué has estado haciendo?

—Me he pasado el día prisionero de un servidor del clan de Saito —admitió Hiyoshi.

—¿Cómo? —Shichinai y los demás le miraron nerviosos, temerosos de que su complot hubiera sido revelado—. ¡Estúpido! —De improviso agarró a Hiyoshi por el cuello del kimono, tiró de él y le preguntó ásperamente—: ¿Dónde has estado retenido y por quién?

—He hablado.

—¿Cómo dices?

—Si no hubiese hablado, no estaría vivo. No estaría aquí ahora.

—¡Pequeño bastardo! —le espetó Shichinai, dándole una fuerte sacudida—. ¡Idiota! ¡Has dado el soplo por tu mísero pellejo! ¡Por ello vas a ser la primera víctima del baño de sangre de esta noche!

Shichinai le soltó e intentó darle un puntapié, pero Hiyoshi saltó ágilmente hacia atrás y Shichinai falló. Los dos hombres más próximos a Hiyoshi le cogieron los brazos y se los retorcieron a la espalda. Mientras se debatía para liberar los brazos, Hiyoshi les dijo de corrido:

—No perdáis la cabeza. Escuchadme hasta el final, aunque me hayan hecho prisionero y haya hablado. Son servidores del señor Dosan.

Al oír esto parecieron aliviados, pero todavía un tanto dubitativos.

—Muy bien, ¿quiénes eran?

—Era la casa de Akechi Mitsuyasu. No me detuvo él sino su sobrino Mitsuhide.

—Ah, el gorrón de Akechi —musitó alguien.

Hiyoshi miró al hombre y luego su mirada abarcó a todo el grupo.

—Ese señor Mitsuhide quiere ver a nuestro jefe. Ha venido aquí conmigo. Está esperando. ¿No iréis a su encuentro, señor Shichinai?

—¿El sobrino de Akechi Mitsuyasu ha venido aquí contigo?

—Sí.

—¿Le has contado a Mitsuhide todo el plan de esta noche?

—Aunque no lo hubiera hecho, él lo habría adivinado. Es un genio.

—¿Por qué ha venido?

—No lo sé. Sólo ha dicho que le guiara hasta aquí.

—¿Y tú le has obedecido?

—No podía hacer otra cosa.

Mientras Hiyoshi y Shichinai hablaban, los hombres que escuchaban a su alrededor tragaban saliva. Finalmente, Shichinai chascó la lengua y dio un paso adelante.

—De acuerdo. ¿Dónde está ese Akechi Mitsuhide?

Todos hablaron a la vez. Shichinai corría peligro si iba solo al encuentro de aquel hombre. Alguien debería acompañarle, o bien deberían rodear el lugar del encuentro y mantenerse ocultos.

Entonces les llegó una voz desde atrás:

—¡Hombres de Hachisuka! He venido a vuestro encuentro. Quisiera ver al señor Shichinai.

Se volvieron hacia la voz, aturdidos. Mitsuhide se había acercado a ellos silenciosamente y les estaba observando con calma.

Shichinai se sentía un poco confuso, pero era el jefe y se adelantó.

—¿Eres Hachisuka Shichinai? —le preguntó Mitsuhide.

—Así es —replicó Shichinai, con la cabeza alta. Estaba delante de sus hombres, pero era frecuente que los ronin no se humillaran ante samurais que servían a un señor o a guerreros incluso de categoría superior.

Aunque Mitsuhide estaba armado con una lanza, hizo una inclinación de cabeza y habló cortésmente.

—Es un placer conocerte. No es la primera vez que oigo tu nombre, así como el respetado nombre del señor Koroku. Soy Akechi Mitsuhide, un servidor del señor Saito Dosan.

La cortesía del saludo hizo que Shichinai se sintiera ligeramente paralizado.

—Bien, ¿qué quieres? —le preguntó.

—El plan de esta noche.

—¿Qué ocurre con el plan de esta noche? —le preguntó Shichinai con fingida indiferencia.

—Se trata de los detalles que he conocido a través del vendedor de agujas, los cuales me han consternado hasta el punto de hacerme venir aquí a toda prisa. La atrocidad de esta noche… Quizá sea descortés llamarlo atrocidad, pero desde el punto de vista de la estrategia militar está muy mal concebido. Me resisto a creer que esto sea idea del señor Dosan, y quisiera que lo suspendierais de inmediato.

—¡Jamás! —exclamó con arrogancia Shichinai—. No soy yo quien ha dado la orden de hacer esto, sino el señor Koroku a petición del señor Dosan.

—Había supuesto que sería así —dijo Mitsuhide en un tono de voz ordinario—. Como es natural, no tienes autoridad para suspenderlo. Mi primo Mitsuharu ha ido a Sagiyama para reconvenir al señor Dosan. Tiene que reunirse aquí con nosotros. Os pido que todos estéis aquí hasta que llegue.

Mitsuhide siempre era cortés con todo el mundo, sin dejar de ser por ello resuelto y valeroso. Pero el efecto de la cortesía varía según la sensibilidad de la persona con la que uno habla, y hay ocasiones en que puede provocar la arrogancia del interlocutor.

Shichinai se dijo: «¡Bah! Un joven insignificante. Tiene ciertos conocimientos, pero no es más que un pardillo que sólo sirve para buscar excusas».

—¡No vamos a esperar! —gritó, y entonces dijo de un modo terminante—: Señor Mitsuhide, no metas las narices donde no te llaman. No eres más que un gorrón inútil. ¿No dependes acaso de tu tío?

—No tengo tiempo para pensar en mi deber, y ésta es una emergencia para la casa de mi señor.

—Si pensaras así, te prepararías con armadura y provisiones, empuñarías la antorcha como nosotros y estarías en la vanguardia del ataque contra Inabayama.

—No, no podría hacer eso. Ser un servidor entraña cierta dificultad.

—¿En qué sentido?

—¿No es el señor Yoshitatsu el heredero del señor Dosan? Si el señor Dosan es nuestro patrono, también lo es el señor Yoshitatsu.

—Pero ¿y si se convierte en un enemigo?

—Eso es despreciable. ¿Es razonable que padre e hijo tomen sus arcos y los disparen el uno contra el otro? En este mundo no existen ejemplos de algo tan deshonroso ni siquiera entre las aves y las bestias.

—Eres un gran estorbo. ¿Por qué no te vas a casa y nos dejas en paz?

—No puedo hacer eso.

—¿Cómo?

—No me marcharé antes de que llegue aquí Mitsuharu.

Shichinai percibió por primera vez la firmeza de la resolución en la voz del joven que estaba ante él. Comprendió también que Mitsuhide estaba realmente dispuesto a utilizar la lanza que sostenía al costado.

—¡Mitsuhide! ¿Estás ahí?

Mitsuharu llegaba corriendo y casi sin aliento.

—Aquí estoy. ¿Qué ha ocurrido en el castillo?

—No hay nada que hacer. —Mitsuharu, respirando entrecortadamente, cogió la mano de su primo—. El señor Dosan no está dispuesto de ninguna manera a cancelar el ataque. Y no sólo él, sino también mi padre ha dicho que nosotros, los servidores, no debemos meternos en este asunto.

—¿Incluso mi tío?

—Sí, se puso furioso. Yo estaba dispuesto a arriesgar mi vida e hice todo cuanto pude. Es una situación desesperada. Las tropas parecían prepararse para salir de Sagiyama. He temido que la ciudad pudiera ser ya pasto de las llamas, así que he venido lo más rápido posible. ¿Qué vamos a hacer, Mitsuhide?

—¿Está empeñado el señor Dosan en incendiar Inabayama a toda costa?

—Es inevitable. Me temo que no podemos hacer más que cumplir con nuestro deber y morir a su servicio.

—¡Eso no me gusta nada! Aunque sea nuestro señor y patrono, sería lamentable morir por una causa tan indigna. No sería mejor que una muerte de perro.

—Sí, pero ¿qué podemos hacer?

—Si no incendian la ciudad, no es probable que las fuerzas de Sagiyama se muevan. Debemos ocuparnos del origen del fuego antes de que se produzca.

Mitsuhide parecía una persona distinta. Se volvió hacia Shichinai y los demás, con la lanza a punto. Shichinai y sus hombres se desplegaron en círculo.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Shichinai a Mitsuhide—. ¿Nos apuntas con una lanza? Y una mala lanza, por cierto.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo —replicó Mitsuhide con voz firme—. Nadie va a irse de aquí, pero si lo pensáis con el debido cuidado, me obedecéis y abandonáis la idea de cometer esa atrocidad esta noche, y si volvéis al pueblo de Hachisuka, os perdonaremos la vida y yo os compensaré lo mejor que pueda. ¿Qué me dices?

—¿Crees seriamente que podemos marcharnos ahora?

—Estamos en una crisis que podría provocar el hundimiento de todo el clan Saito. Quiero evitar un incidente capaz de arruinar tanto a Inabayama como a Sagiyama.

—¡Idiota! —gritó un hombre airado—. Todavía estás con la leche en los labios. ¿Crees que puedes detenernos? Si lo intentas, serás el primero en morir.

—Desde el principio estaba preparado para morir. —Las cejas de Mitsuhide estaban enarcadas como las de un demonio—. ¡Mitsuharu! —gritó, sin cambiar de postura—. Esto es una lucha a muerte. ¿Estás conmigo?

—¡Claro que sí! No te preocupes por mí.

Mitsuharu ya había desenvainado su larga espada y estaba junto a Mitsuhide, espalda contra espalda. Mitsuhide mantenía un rayo de esperanza y apeló una vez más a Shichinai.

—Si te preocupa la pérdida de prestigio cuando regreses a Hachisuka, ¿por qué no me llevas como rehén, a pesar de mi escaso mérito? Veré al señor Koroku y discutiré con él este asunto. Así podremos llegar a una solución sin derramar sangre.

Por pacientes y razonables que fuesen estas palabras, su adversario las percibió como gemidos. Los hombres de Hachisuka eran más de veinte contra sólo dos.

—¡Calla! ¡No le escuchéis! ¡Ya casi ha pasado la hora del perro!

Un par de hombres lanzaron gritos de guerra, y los dos primos se vieron rodeados por los colmillos de una jauría de lobos, con alabardas, lanzas y espadas por todos los lados. Los gritos de los hombres y el estrépito de las armas al chocar se mezclaban con el rugido del viento, y el lugar se convirtió rápidamente en un horrible torbellino de guerra.

Las espadas se rompían y sus fragmentos salían volando. Las lanzas perseguían a las rociadas de sangre en huida. A Hiyoshi le pareció que era demasiado peligroso estar en medio de aquella carnicería, por lo que se apresuró a trepar a un árbol. No era la primera vez que veía espadas desenvainadas, pero sí la primera que se hallaba en una batalla real. ¿Se transformaría Inabayama en un mar de llamas? ¿Habría una batalla entre Dosan y Yoshitatsu? Cuando comprendió que era una lucha a vida o muerte, se excitó como jamás lo había estado en su vida.

Bastó con que cayeran muertos dos o tres hombres para que los Hachisuka huyeran por el bosque.

«¡Ah! ¡Están huyendo!», se dijo Hiyoshi, y por si regresaban se quedó prudentemente en lo alto del árbol, probablemente un castaño, porque algo le punzaba en las manos y la nuca. Varios frutos y ramitas cayeron al suelo, pues el temporal de viento sacudía el ramaje. Hiyoshi despreciaba a los hombres de Hachisuka como un puñado de cobardes bocazas que habían sido derrotados por sólo un par de hombres. Aguzó el oído y se preguntó perplejo qué era aquello. Caía una lluvia de cenizas que parecían volcánicas. Miró entre las ramas y vio que los hombres de Hachisuka habían prendido fuego mientras huían. El bosque estaba empezando a arder furiosamente en dos o tres lugares, y varios edificios detrás del Jozaiji estaban en llamas.

Hiyoshi saltó del árbol y echó a correr. Si perdía un solo momento moriría abrasado en el bosque. Aturdido, corrió hacia la ciudad incendiada. Las chispas revoloteaban en el cielo, las pavesas eran como pájaros y mariposas de fuego. Los blancos muros del castillo de Inabayama, ahora de un rojo brillante, parecían más cercanos que durante el día. Rojas nubes de guerra giraban a su alrededor.

—¡Es la guerra! —gritó Hiyoshi mientras corría por las calles—. ¡Es la guerra! ¡Es el final! ¡Sagiyama e Inabayama caerán! Pero en las ruinas quemadas la hierba volverá a crecer. ¡Y esta vez la hierba crecerá recta!

Tropezaba con la gente. Un caballo sin jinete pasó al galope por su lado.

En un cruce había un grupo de refugiados apiñados, temblando de terror. Hiyoshi, arrastrado por la excitación, corría a toda velocidad, gritando como un profeta de la catástrofe. ¿Adonde iba? No tenía ningún destino. No podía regresar al pueblo de Hachisuka, de eso no tenía duda. En cualquier caso, abandonaba sin pesar lo que más le disgustaba: un pueblo triste, un señor oscuro, la guerra civil y una cultura corrompida, todo ello dentro de la tierra envilecida de una sola provincia.

Pasó el invierno sin más abrigo que sus delgadas ropas de algodón, vendiendo agujas bajo un cielo frío, deambulando adondequiera que le llevaran los pies. Al año siguiente, el vigésimosegundo de Temmon, cuando los melocotoneros florecían por doquier, seguía gritando:

—¿No vais a comprar agujas? ¡Agujas de la capital! ¡Agujas de coser traídas de la capital!

Se aproximaba a las afueras de Hamamatsu, caminando tan libre de cuidados como siempre.

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