Superhéroes del imperio

Superhéroes del imperio


14. Los héroes del Salvaje Oeste Español

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LOS HÉROES

DEL SALVAJE OESTE ESPAÑOL

No hay más Viejo Oeste que el de John Wayne en Centauros del desierto, el de Yul Brynner en Los siete magníficos o el de William Holden en Grupo salvaje. Para una nación sin historia, como es la imberbe república de Estados Unidos, la conquista del Oeste se convirtió en su mito fundacional. La épica sobre unos superhombres (la actual fiebre por las películas de superhéroes encuentra su par en el género del wéstern) enfrentados a una tierra indómita y a unos salvajes curtidos por siglos de guerra. Tras luchar décadas contra los indios, un coronel estadounidense concluyó que eran «los mejores soldados del mundo» y «los mejores jinetes a pelo nato». Lo que no observaron los norteamericanos es que sus wéstern pisaban sobre terreno ya manoseado por los españoles casi dos siglos antes. Lo que hicieron Custer, Billy el Niño, Mackenzie o Búfalo Bill no resultaba inédito para los dragones de cuera españoles, una tropa de élite surgida ante la necesidad de vigilar una frontera de cientos de miles de kilómetros cuadrados con un puñado de jinetes.

El Oeste más viejo empezó con las primeras exploraciones españolas en el siglo XVI. La conquista de México por Cortés precedió a una interminable lista de incursiones al interior de Norteamérica, entre ellas la que sirvió a Francisco Vázquez de Coronado para descubrir el Cañón del Colorado; sin embargo, pasaron muchas décadas hasta que se establecieran puestos de avanzada en un territorio denominado la «Gran Chichimeca» por los aztecas y otros pueblos sedentarios, que se veían a sí mismos como civilizados en comparación con la vida allí. Bastante tenían los escasos castellanos con haber fundado asentamientos por toda Sudamérica, Centroamérica y México como para extenderse también al otro lado del Río Grande.

Aquella frontera autoimpuesta se derrumbó en el siglo XVII. Juan de Oñate, un español nacido en México, asumió la tarea de establecer por primera vez asentamientos permanentes en lo que hoy es el sur de los Estados Unidos. Firme, temerario e incluso cruel, Oñate, el jinete, fundó en 1598 la ciudad de San Gabriel, hoy Nuevo México, en una tierra áspera que agradó a pocos de los colonos que le acompañaban. La existencia de San Gabriel sería efímera, a causa de su pobreza y de la brutalidad de los indios pueblo. Aparte de los archiconocidos apaches y comanches, en el momento en el que Oñate se internó en el territorio que hoy ocupa Nuevo México la población nativa más importante era el grupo conocido como pueblo. La mayor parte de estas tribus se sintieron intimidadas por los caballeros de brillante armadura y accedieron a colaborar con los forasteros.

El afán de exploración internó a los españoles en las tierras de estas tribus. Confiado en lo fácil que estaba resultando someterlas, Oñate aceptó la invitación para subir a la que llamaban la aldea de las nubes a finales de octubre de 1598. Acoma o Hákuque (hoy al oeste de Alburquerque) estaba edificada por los indios queres en medio de una llanura rodeada de inmensos precipicios. Para alcanzar el asentamiento, que presumían inconquistable los indios, Oñate subió por una estrecha senda en la que un tropiezo suponía caer más de cien metros. La altura era un riesgo, pero más lo era que Oñate se acompañara de solo una decena de soldados, entre una hilera interminable de ojos indios, por mucho que Vázquez de Coronado hubiera sido recibido con gran hospitalidad medio siglo antes. Tal vez porque olfateó el peligro, Oñate rehusó bajar a una cámara oscura en la sala del consejo de la aldea cuando así se lo pidió uno de los indios.

Ninguno de los otros indios insistió en que bajara. Oñate se marchó de Acoma satisfecho de haber sometido a otra tribu a la autoridad real. Mientras se alejaba de la impresionante aldea en su caballo, valoraba la sencillez de su nueva conquista, sin ser consciente de que el mayor botín del día había sido conservar la vida. Los partidarios de un jefe indio llamado Zutucapán habían colocado una trampa para matar en esa sala a Oñate. Muerto su caudillo —creían con cierta ingenuidad— que el resto de barbudos desandaría el camino por el que había venido.

Coronado y Oñate se maravillaron con la aldea de las nubes. Los siguientes españoles en poner pie allí arriba más bien sintieron terror. El 4 de diciembre de ese mismo año, Juan Zaldívar, sobrino de Oñate, se detuvo en Acoma para requisar harina cuando regresaba de explorar las llanuras del este. También él aceptó la invitación para subir a lo alto del valle. Mientras catorce de sus hombres se quedaban abajo vigilando los caballos, dieciséis españoles se dispersaron por las calles de Acoma. De repente, el grito de guerra del jefe de la tribu activó contra los españoles una lluvia de flechas, cuchilladas, pedradas, golpes y todo lo que pudieron lanzarles los indios, niños, mujeres y ancianos incluidos. Zaldívar y la mayor parte de sus hombres fueron masacrados en el ataque sorpresa. No así cinco soldados que se buscaron entre sí por las calles abriéndose paso a golpe de pólvora y de furia. Ya sin munición, los cinco usaron los mosquetes a modo de mazas para defenderse en un pequeño círculo formado al calor irregular de un sol de invierno. Una resistencia que el transcurso de las horas haría insostenible.

La superioridad numérica del enemigo, la gravedad de las heridas de algunos y la falta de un sendero por el que escapar a pie decantaron la opción más arriesgada. Con esa lógica tan aplastante y particular de los soldados de su época, los cinco determinaron que en la aldea de las nubes solo cabía volar, a lo que saltaron al vacío desde una altura de más de cuarenta metros. «¡Están locos estos españoles!», habría comentado Obélix de ser Acoma un territorio de la Galia. Lo más insólito es que solo uno de los cinco perdió la vida en el salto, probablemente porque cayeron en una duna de arena. Los jinetes que permanecían abajo con los caballos acudieron espantados al observar la dantesca escena. Junto a sus compañeros, se hicieron fuertes en los riscos, donde permanecieron hasta que los heridos pudieran recuperarse. Su salida con vida de Acoma permitió avisar a Oñate y a las misiones de franciscanos aisladas de que estaba en curso un levantamiento de los indios pueblo.

Juan de Oñate respondió a la emboscada india con determinación, a pesar de que sus recursos humanos y militares eran casi irrisorios. El sargento mayor Vicente Zaldívar, hermano del fallecido, acudió con sesenta hombres a asediar el inexpugnable asentamiento nativo, que estaba defendido por una fuerza de quinientos indios entre queres y sus aliados navajos. En Europa una fortaleza de esa naturaleza, incluso cuando se trataba de defensas naturales, hubiera exigido un ejército al menos tan numeroso como el enemigo si no se quería entrar en un interminable cerco. No obstante, ni Acoma era un castillo europeo ni los indios pueblo iban a defenderse como normandos.

Los nativos hicieron acopio de alimentos y sus guerreros esperaron, como si se tratara de gárgolas en la montaña, a los europeos pintados de la cabeza a los pies de negro en lo alto de la aldea. Mientras los escasos hombres con armas de fuego realizaban un ataque de distracción en el norte, el 22 de enero de 1599 Zaldívar ordenó a doce españoles que escalaran la parte más afilada del talud en el norte para colocar en un saliente rocoso de la plataforma un pequeño cañón. El impacto de sus proyectiles destrozó las casas de adobe y madera como si fueran de cartón. Desde esta posición los españoles pudieron improvisar un puente portátil con madera subida con cuerdas, a pesar de la constante lluvia de flechas y piedras. El grupo de asalto logró cruzar la pasarela hasta una zona que daba a las casas queres, y allí conquistaron metro a metro frente a un enemigo que les superaba diez a uno. El incesante sonido de los tambores de guerra indios cesó de repente. Sin embargo, aún quedaba el grueso de Acoma por caer, lo que no sucedió hasta que el pequeño cañón fue tumbando, como bolos, las casas de los indios desde primera línea. Dos terceras partes de la aldea desaparecieron, hasta que cundió el pánico y sintieron que era el fin de su mundo.

El 24 de enero, muchos guerreros comenzaron a arrojarse al vació al verse sin escapatoria. La medicina mágica de aquellos hombres blancos los hacía invencibles, estimaron, de modo que los ancianos de la tribu pidieron la rendición. Dado que la mayoría de los responsables del asesinato de su hermano habían perecido en el combate, Vicente Zaldívar no castigó con la muerte a ninguno de los queres rebeldes. Las penas fueros igual de salvajes. Se condenó a todos los hombres y mujeres mayores de doce años a veinte años de servicio personal, una suerte de esclavitud, además de que a los guerreros se les cortó públicamente un pie. Los niños fueron entregados a los frailes para su educación, mientras que sesenta niñas alimentaron los conventos de monjas de Ciudad de México, de manera que nunca más vieron a sus familias. La rápida victoria, que costó dos muertos a los españoles, a pesar de la terrorífica desproporción de fuerzas, sirvió para pacificar al resto de tribus.

En los siguientes años, ya sin Oñate, cesado con el cambio de reinado en España, se consolidó la presencia europea en Nuevo México y se trasladó la colonia a Santa Fe. San Gabriel murió para siempre, mientras Juan de Oñate se dedicó el resto de su vida a que la Corona le rehabilitara de las condenas por dureza excesiva con sus hombres y crueldad con los indios. Murió, ya anciano, en 1630, cuando ejercía el cargo de inspector de las Reales Minas. Para esa fecha, Santa Fe crecía a buen ritmo gracias a la colaboración de las tribus pueblo, cuyo proceso de pacificación se vio truncado por las abusivas presiones de algunos misioneros para que abandonaran sus cultos y ceremonias tradicionales. Uno de los hombres medicina acusados de brujería, Po’Pay, «Popé», organizó el 10 de agosto de 1680 un levantamiento general de indios pueblo como respuesta. Ese día fueron asesinados veintitrés franciscanos y 380 españoles, entre ellos niños y mujeres, y torturados todos los rostros blancos que no alcanzaron a tiempo Santa Fe. Popé se movió de poblado en poblado destruyendo imágenes religiosas, quemando iglesias, rompiendo matrimonios católicos y prohibiendo el uso de objetos españoles porque eran símbolos del mal.

La pólvora y el acero mantuvieron alejados de Santa Fe a los indios hostiles. El temor dentro de la ciudad se centraba en que los suministros se agotaran. Sabían que no podían esperar socorro desde el remoto Virreinato de Nueva España. Cuando se quedaron sin agua, el gobernador, Antonio de Otermín, determinó el 21 de agosto realizar una salida para romper lo que quedaba del cerco indio. Con solo cien hombres en condiciones de sujetar armas, frente a 2.000 enemigos, la caravana de europeos hizo camino al andar, aunque aquello supuso segar unas cuantas piernas enemigas. Su éxito en esta salida antecedió a una lastimosa marcha hasta El Paso. En su ausencia, Popé y su heterogéneo ejército barrieron todo lo que olía a español. La aventura española en Nuevo México había trazado lo que parecían sus últimas y tristes trazas.

Sin embargo, al igual que el ferrocarril, lo que representaban los españoles estaba allí para quedarse por muchas veces que se revolvieran los indios. Otermín y su sucesor, Domingo Jironza, mantuvieron contantes incursiones en las aldeas pueblo, de modo que fueron desplazados cada vez más al norte, donde un enemigo todavía más feroz no dejó de morderlos. Los ataques apaches y el despotismo de Popé ablandaron las posturas de las tribus. En 1692, la mayoría de los pueblo accedieron a reconocer la autoridad del rey de España y a volver a la religión católica, aunque en la práctica se toleraron las viejas creencias de esta nación india.

LOS DRAGONES DEL DESIERTO

España llegó a ocupar la mayor parte de lo que hoy es Estados Unidos, pero lo cierto es que su poder fue más nominal que efectivo. La incapacidad de defender una frontera tan monumental obligó al Imperio español a conformarse con dominar una red de presidios que se extendía desde el Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Texas. Estas fortificaciones eran de piedra o de adobe, casi siempre de forma cuadrada, con bastiones para la artillería. Endebles y atrasadas construcciones si estuvieran en Europa, pero suficientes en América para intimidar a los indios bárbaros y asegurar las principales rutas comerciales de la Corona. La defensa de esta red de fuertes corrió a cargo de los conocidos como dragones de cuera, una suerte de Séptimo de Caballería, siempre en inferioridad numérica, que hacía las veces de patrulla volante por todo el sureste de Norteamérica.

Su peculiar nombre procedía de la forma en la que se designaba su abrigo largo sin mangas, formado por hasta seis capas de piel capaces de resistir los flechazos de los indios. Y es que el nacimiento de los dragones de cuera coincidió con un cambio radical en la estética militar. Las corazas y los morriones propios de los conquistadores dieron paso al cuero endurecido y a los sombreros de alas abiertas, ideales para protegerse del sol. En tanto, se recuperaron la lanza y las armas de astas, que estaban en desuso en Europa, para luchar contra los diestros jinetes indios. Además, en su equipo multiusos portaban espada ancha, dos pistolas y un pequeño escudo (las típicamente españolas adargas ovaladas). Las armas de pólvora eran importantes por el valor psicológico, no así determinantes, porque, a falta de un mecanismo de repetición, los arcos indios podían realizar una veintena de lanzamientos en lo que un dragón recargaba.

En las escaramuzas con partidas de indios primaba la versatilidad. El gran poder de los dragones de cuera, lanza en ristre, era su capacidad de defender poblaciones dispersas sin apenas recursos y asándose de calor bajo sus seis capas de piel. El escaso número de esta tropa especializada exigía que vivieran y durmieran casi todo el tiempo sobre sus caballos. En una inspección de la frontera del enviado real Pedro de Rivera, este se asombró, en 1728, de que la línea defensiva la constituían apenas mil hombres (1.006 hombres) entre oficiales y soldados, repartidos en dieciocho presidios. Las lanzas de los dragones simbolizaban, literalmente, hasta dónde alcazaba el poder del rey de España. Más allá era tierra salvaje o controlada por las otras potencias europeas que aspiraban a hacerse con un trozo del Nuevo Mundo.

Alarmado por la presencia francesa en las Grandes Llanuras, el virrey de Nueva España ordenó en el verano de 1720 al teniente general Pedro de Villasur, sin apenas experiencia militar, que se adentrara en el noreste a recabar más información. El riesgo estaba en que los galos se instalaran en Nuevo México a base de prebendas para los indios. Mientras Francia y España estuvieran en guerra, ningún comerciante galo era bienvenido en Norteamérica si los dragones podían darle caza.

El 16 de junio de 1720, unos cuarenta y cinco dragones españoles, sesenta indios pueblo y una docena de guías apaches partieron desde Santa Fe. La expedición recorrió ochocientos kilómetros a través de los actuales estados de Colorado, Kansas y Nebraska, hasta llegar a territorio pawnee, una tribu que de un tiempo a esta parte estaba colaborando con comerciantes franceses. Con los españoles viajaba un pawnee llamado Francisco Sistaca, del que se esperaba que hiciera de intérprete y mediador con su tribu. Como señal de paz les llevó tabaco. No obstante, «Paco» el pawnee desapareció misteriosamente el 13 de agosto. La negativa de su tribu a permitir que regresara con los españoles y el miedo a caer en una trampa decidió a Villasur a retroceder cerca de la actual Columbus (Nebraska). Al amanecer del 14 de agosto, el centenar de hispánicos fue asaltado en su precario campamento cuando ensillaba sus caballos. Los guerreros pawnee se ampararon en la hierba alta para esconder su posición hasta el último segundo. La presencia de mosquetes en manos indias apuntó a que los pawnee fueron asistidos por soldados y comerciantes franceses.

Pedro de Villasur cayó muerto en los primeros instantes. Los escasos supervivientes del ataque sorpresa formaron un círculo en torno al comandante muerto, cuya fatalidad recuerda a la del archiconocido George Armstrong Custer, oficial en jefe del Séptimo de Caballería. En cualquier caso, la defensa numantina mantuvo a los indios lejos de sus jugosas cabelleras muy poco tiempo. La batalla concluyó en matanza con el resultado de treinta y cinco soldados españoles y once indios pueblo muertos. Los siete españoles y cuarenta y cinco indios restantes llegaron moribundos a Santa Fe el 6 de septiembre. Un soldado escapó con nueve heridas de bala y con el cuero cabelludo arrancado.

HORIZONTES COMANCHES

Juan de Oñate se había enfrentado a indios hostiles nada más cruzar su particular Rubicón, esto es, el Río Grande. Desde temprano pudo comprobar por qué los apaches y los comanches eran los guerreros más temidos del sur americano. Estas dos etnias de carácter nómada habían llegado a la zona en tiempos recientes procedentes del más remoto norte. Los apaches de lengua na-dené procedían de Alaska y estaban considerados un pueblo depredador, rivales de todos sus vecinos incluidos los españoles, los indios pueblo y, más tarde, los texanos, los mexicanos y los estadounidenses. La guerra contra el mundo de los apaches no terminaría hasta la rendición de Gerónimo en 1886. Los comanches, por su parte, procedían del norte de Canadá y por distintas migraciones acabaron desperdigados por todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, a partir del siglo XVIII. Un animal inédito en el continente les ayudó a tal despliegue.

La entrada del caballo en la escena prendió el Salvaje Oeste tal y como se conoce. Los caballos abandonados por los españoles en las praderas del Camino Real dieron lugar a la denominada raza mesteña, conocida en Estados Unidos como la raza mustangs, de pequeña alzada y apariencia robusta. A través del robo y del trueque, la cultura equina se extendió con rapidez entre tribus. Para 1630 no quedaban pueblos nativos que no montaran a caballo. Y en 1750, todas las tribus de las llanuras y la mayoría de indios de las Montañas Rocosas empleaban caballos con una destreza innata. La incorporación del caballo recrudeció la lucha contra los invasores blancos, pero también entre las tribus, ya que los guerreros eran ahora capaces de recorrer distancias inimaginables a pie.

De entre todos estos pueblos, los apaches y los comanches fueron los que mejor uso hicieron del caballo. Estas etnias elevaron a la perfección la cinematográfica táctica de golpear y escapar. Se dedicaban a robar ganado a los colonos, cuando no a saquear sus casas. Su único comercio era a través de animales y mercancías robados. El valor de sus guerreros estructuraba su sociedad, lo que no significaba que fueran unos suicidas o unos irracionales. En palabras de un capitán estadounidense siglos después, los apaches «preferían merodear como un coyote durante horas y después matar al enemigo, antes que, por exponerse, recibir una herida, fuese fatal o no. Las preocupaciones que toman demuestran que son soldados excepcionales». A pie o a caballo, era mejor esquivar a los apaches, de los que se decía que bastaba un hombre para formar una banda guerrera.

Las caballos cayeron por casualidad en manos indias, no así las armas de fuego, que los españoles se cuidaban de no vender bajo ningún concepto a las poblaciones nativas. La legislación prohibía a los indios la propiedad y el uso de armas de fuego, al considerar lo peligroso que era que en el futuro las usaran contra ellos. Unas precauciones que holandeses, ingleses y franceses solo tomaron tras ver las consecuencias de que sus comerciantes armaran a los nativos. A partir de 1746, los comanches empezaron a lanzar incursiones devastadoras contra la frontera española gracias al suministro de rifles y fusiles franceses. Las mismas armas de fuego que poco después también apuntarían hacia el resto de europeos.

En Nuevo México, Arizona y Texas, la Corona de España se citaría con estas tribus depredadoras, armadas con pólvora y montadas a caballo. Frente a apaches, comanches y franceses, la colonización en Texas avanzó con lentitud. La paz con Francia de 1720 permitió despegar a algunos asentamientos como San Antonio de Bexar, pero alimentó a su espalda un monstruo que todos lamentarían. A partir de 1740, la ciudad empezó a sentir el acoso de comanches equipados con armas de pólvora, lo que a su vez desplazó a otras tribus hartas de los depredadores. Incluso los sanguinarios apaches pidieron auxilio ante la nueva horda.

La irrupción en aquellas latitudes de los comanches, primos lejanos de los apaches, revolucionó el orden tribal. No está claro lo que andaban buscando con aquella brusca migración a principios del siglo XVIII, tal vez más caballos españoles o alejarse del empuje francés y británico desde el norte. El caso es que los comanches cayeron como jinetes mongoles en el sur y arrasaron todo a su paso hasta alcanzar la red fronteriza del Imperio español. Entre los afectados estuvieron los propios apaches, cuyo choque con sus primos casi les cuesta la aniquilación en la batalla del Gran Cerro del Fiero. La facilidad con la que fueron derrotados se explica porque los apaches aún no dominaban los caballos tanto como los comanches, además de carecer de armas de fuego.

El primer choque importante con los europeos, por su parte, ocurrió en 1716, en Nuevo México, cuando el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra otros indios hostiles. Los comanches atacaron Taos, el último puesto civilizado antes de las tierras salvajes, pero fueron derrotados a pesar de contar con el factor sorpresa. Claro que en aquellos años todavía no contaban con armas de fuego. El brigadier Pedro de Rivera exhortó a prestar atención a esta nueva amenaza en su diario de 1729:

Todos los años, por cierto tiempo, se introduce en la provincia de Nuevo México una nación de indios tan bárbaros como belicosos; su nombre, comanches, su número nunca baja de mil quinientos, y su origen se ignora, porque siempre andan peregrinando y en forma de batalla, por tener guerra con todas las naciones, y así, acampan en cualquier paraje, armando sus tiendas de campaña, que son pieles de cíbolo.

Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos españoles sufrieron un acoso que era incompatible con la vida humana. El odio homicida hacia los pieles rojas caló en lo más hondo de varias generaciones de colonos. Como respuesta al goteo de asesinatos y de mujeres violadas y secuestradas, el gobernador de Nuevo México, Joaquín Codallos, con quinientos soldados y algunos auxiliares indios mataron a un centenar de comanches en Abiquiú. Ojo por ojo. Cabellera por cabellera. Los reiterados ataques contra los comanches carecían de una estrategia general y a veces perseguían únicamente devolver el golpe. Los dragones de cuera caían en frecuentes emboscadas a manos de unos guerreros que se movían, ágiles y seguros, en un territorio que conocían bien.

Los españoles llamaron Comanchería a la inmensa tierra salvaje que se extendía justo al frente de su red de presidios, que a partir de 1772 quedó fijada en trece fortificaciones y dos puestos de avanzada. Una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma, el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Texas. Con sed de venganza, los apaches desplazados acudieron a la puerta de San Antonio de Bexar a pedir ayuda a sus viejos enemigos. Los apaches lipanes convencieron a los europeos de que querían convertirse al cristianismo y, con este fin, les reclamaron que establecieran un presidio y una misión en una zona bien irrigada por el río Sabá (actualmente en el mismo corazón de Texas). Décadas de fracasos misioneros en territorio apache debieron advertir a los españoles de que alguna razón oculta se escondía tras las amables palabras indias. Y es que los apaches no tenían la menor intención de convertirse al cristianismo, sus planes pasaban por emplear a los españoles como parapeto frente a las acometidas comanches.

Finalmente, a las autoridades virreinales les pesaron más las ganas de evangelizar que la razón y ordenaron al rudo coronel Diego Ortiz Parrilla que levantara, en 1757, el presidio de San Luis de las Amarillas para, a su vez, defender la misión de Santa Cruz de San Sabá.

Con una dotación de cien hombres, el presidio de San Luis de las Amarillas presumía de ser el mejor defendido de Texas. En total, trescientas personas se desplazaron a estas buenas tierras agrícolas y pusieron en marcha la colonia, que contaba con una iglesia misionera a una legua y media del presidio. ¿Vendrían los feroces apaches a escuchar ahora la palabra del dios blanco? ¿Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar? No. A mediados de junio de 1757, unos 3.000 apaches acamparon junto a la misión, pero ninguno pareció interesado en Cristo. Únicamente dos de ellos, heridos de gravedad, se arrojaron a las manos misioneras. Si cabía alguna duda de las verdaderas intenciones apaches, la despejó las pocas ganas de andarse con fingimientos.

En otoño llegaron rumores de que miles de comanches se dirigían a matar a los apaches y a arrasar el presidio. El robo de cincuenta y nueve caballos a principios de 1758 alertó de que el peligro estaba encima.

En la mañana del 16 de marzo, más de 2.000 comanches rodearon la iglesia franciscana, bajo la responsabilidad del padre Alonso Giraldo de Terreros. Al ver sus pinturas de guerras y sus armas de fuego, el padre Terreros entendió pronto que ellos tampoco habían venido a bautizarse. Mientras ganaba tiempo para avisar a los soldados del presidio, el franciscano ofreció a sus huéspedes tabaco y otras chucherías. Cuando se acabaron, los misioneros aconsejaron a los comanches que fueran a la puerta del presidio a por más regalos. Una estratagema para que al fin Diego Ortiz Parrilla respondiera al ataque. A la partida de comanches que llamó a su puerta en vez de tabaco les dieron solo fuego. Terreros y otros misioneros pagaron con su vida el engaño.

Ocho españoles y diecisiete indios murieron durante el delirio sangriento iniciado por los comanches, que incluyó toda clase de mutilaciones. La guarnición del fuerte espantó a los comanches durante el tiempo que tardaron los indios en sondear la escasez de sus efectivos. También el presidio fue cercado y parecía que correría la misma suerte que la misión cuando, en la noche del día 17, los comanches confundieron con refuerzos un tren de mulas de suministros. La banda de guerreros huyó hacia el norte en sus caballos, mientras en el presidio de San Luis de las Amarillas se contaba el número de cabelleras arrancadas.

La mutilación del enemigo era una práctica habitual entre los indios norteamericanos, porque estos creían que así se protegían del espíritu que habían matado cuando fueran al más allá. Arrancar el cuero cabelludo al enemigo, que luego empleaban los indios para adornar sus ropas y sus caballos, es hoy la mutilación más tristemente célebre de estos guerreros. Bastaba con sujetar con una mano un mechón grande de pelo, y con la otra se realizaba un corte de unos cinco u ocho centímetros en la base de la cabeza. «¡Crac!»: con un tirón rápido se desgarraba fácilmente la piel y el pelo. No obstante, este hecho no tenía en sí la intención de matar, sino de marcar de por vida a los rivales. Además, lejos de lo que se pueda pensar, los nativos valoraban más las cabelleras de otros indios que la de los blancos, a los que estimaban oponentes inferiores.

Veterano en la lucha fronteriza, Ortiz Parrilla organizó una misión punitiva contra los responsables de la matanza de Sabá. El coronel de dragones partió a finales de verano de 1759 al frente de 576 españoles y 176 indios, la mayoría apaches. Una fuerza considerable para lo que estaban acostumbrados los hombres de la frontera. El mayor avance de esta expedición de castigo fue el ataque sorpresa a una ranchería de los tónkawa, aliados de los comanches, en Joyvan (Yojuan), con 55 indios muertos y 149 prisioneros. El hallazgo de un centenar de caballos robados de San Sabá delató que los tónkawa también habían participado en el ataque. Así las cosas, animado por esta victoria, Ortiz Parrilla se internó con sus dragones más al norte. Un error que pagaría caro el 7 de octubre. En Taovaya (Texas), un poblado fortificado indio, los españoles fueron los sorprendidos cuando intentaron tomar la zona. La dificultad de los dragones de desplazarse a través del territorio arenoso y la presencia de fusiles franceses en manos comanches situó durante cuatro horas a Ortiz Parrilla al borde del ocaso.

El coronel español se retiró, abandonando dos cañones frente a Taovaya, al verse sobrepasado por la algarabía de comanches y tribus aliadas que acudieron al oler la sangre. Ortiz Parrilla se replegó a Nuevo México obligado por el número de heridos. La expedición de castigo terminó así con tantos muertos en las filas españolas como en las de los castigados. Extraña forma de intimidar a los comanches, cada vez mejor armados y con tácticas más europeas. Ortiz Parrilla fue destituido a su vuelta como comandante del puesto de San Sabá. Lo cual tampoco pudo dolerle mucho en su orgullo, porque el desafortunado presidio de San Luis de las Amarillas fue abandonado en 1770. Los comanches eran un enemigo demasiado peligroso como para colocar una fortaleza en sus fauces.

EL HOMBRE QUE MATÓ A CUERNO VERDE

Era cuestión de tiempo que algún caudillo comanche llevara la guerra a otro nivel, como respuesta a la debilidad mostrada por los españoles. Tabivo Narityante («hermoso y valiente») fue ese hombre. Un guerrero conocido entre los comanches más indómitos como Cuerno Verde, por la peculiar cornamenta de búfalo que utilizaba como tocado. Apodo que había heredado de su padre —muerto a manos españolas en 1768—, al igual que el odio a esa nación. El valor y astucia de Cuerno Verde atrajo a su alrededor la lealtad de una despiadada banda de guerreros, cuyas razias se destacaron pronto por su agresividad incluso entre los comanches. Un episodio en concreto alertó a las autoridades hispanas de que no se trataba de un caudillo cualquiera. El emergente pueblo de Tomé (Alburquerque) recibió en junio de 1779 una visita comanche con la muerte de treinta colonos.

Don Carlos Fernández persiguió a Cuerno Verde en una épica marcha a golpe de trompeta, hasta la localidad de Antón Chico (Nuevo México). Con las primeras luces del día, una fuerza combinada de seiscientos soldados, milicianos e indios pueblo se precipitó sobre el campamento comanche. La banda del líder comanche entabló un sangriento combate con las tropas españolas que se prolongó hasta el atardecer. Tras una heroica resistencia, Cuerno Verde escapó con vida con algunos de sus mejores guerreros, quedando tras de sí un centenar de comanches muertos y otros tantos prisioneros. Así y todo, una de las peores derrotas comanches del siglo no envileció la reputación de Cuerno Verde, sino todo lo contrario. El revés contagió al resto de guerreros del mismo afán vengativo que movía a su líder desde la muerte de su padre.

Nacido en 1736 en el presidio de Frontera (Sonora), Juan Bautista de Anza, de sangre vasca, tenía en común con Cuerno Verde que él también había perdido a su padre en la lucha entre dos tierras. Los apaches emboscaron y asesinaron al padre de Juan Bautista de Anza el 9 de mayo de 1740. De tal manera que el niño creció con la alargada figura de su padre en el horizonte. Este capitán del ejército virreinal había combatido toda su vida a los indios en la frontera y cuando murió aún planeaba nuevas exploraciones por el oeste del continente. El hijo menor recogió ambos testigos: el de la lucha contra los hostiles y el de la exploración de nuevas rutas en California. A la edad de quince años, Bautista de Anza ya era cadete de los dragones de cuera gracias al patrocinio de su futuro cuñado, el capitán Gabriel de Vildósola. No necesitó muchos años ni más padrinos para comandar un presidio, el de Tubac (Arizona), y para alcanzar en 1759 el grado de capitán.

Durante los siguientes años, el joven capitán se curtió como el guerrero de frontera total. Así lo confirmaba el sendero de heridas causadas por los apaches —los verdugos de su padre— que atravesaban su cuerpo. Y al igual que su progenitor, él también quiso ir más allá. En 1774 abrió una ruta entre Sonora y la Alta California, un anhelo que su padre nunca pudo alcanzar. Después de atravesar el desierto y el río Colorado, luchar con nuevas tribus y con colonos insatisfechos, llegó a la misión de San Gabriel el 2 de marzo de ese año. El regreso de sus hombres a Tubac dos meses después, tras recorrer más de 3.000 kilómetros, le elevó a la categoría de leyenda en Arizona y Nuevo México. La travesía por la Baja California era larga y peligrosa, mientras que la iniciada desde Sonora por el capitán de dragones permitió que la recorrieran incluso mujeres embarazadas. El virrey Bucareli le premió con el grado de teniente coronel y con gratificaciones para los dragones de cuera que lo habían acompañado.

De barba negra poblada y mirada feroz, Anza era la versión moderna de los conquistadores de morrión y rodela. Un hombre de frontera, con sombrero negro emplumado, que aceptó, en 1775, el encargo de la Corona de guiar a 240 colonos al norte de California. Una vez alcanzaron San Gabriel (en el condado de Los Ángeles) a través de la ruta abierta por el novohispano, el grupo de colonos y soldados se dirigió a San Francisco, lugar escogido por el virrey para levantar un presidio.

El rey Carlos III nombró a Anza gobernador de Nuevo México al regreso de esta segunda expedición a California. Justo a tiempo de que se enfrentara a Cuerno Verde, que sin el marcaje de los dragones de Carlos Fernández había vuelto a las andadas. El gobernador de Nuevo México organizó una expedición contra los comanches compuesta de 150 dragones cuera y unos 600 hombres entre milicias e indios aliados, a los que después se les unieron unos 200 utes y apaches. Casi un millar de hombres a la caza del líder comanche.

El 15 de agosto de 1779 Anza se dirigió a la Comanchería evitando las rutas más obvias, lo que se tradujo en una marcha sobrehumana a través de terrenos hostiles. Con el fin de dar flexibilidad a su ejército, lo dividió a la altura de San Juan de los Caballeros en tres «divisiones» y una reserva. El miedo a que los exploradores comanches descubrieran la polvareda que levantaba el avance hispánico forzó al gobernador a cabalgar de noche. El mayor temor de Anza era engrosar la lista de gobernadores que habían paseado sus tropas durante días por la Comanchería sin ver un solo comanche. Tras horas de cabalgar a oscuras, Anza acampó el 24 de agosto en una ciénaga a la que bautizó con el nombre de San Luis, que aún conserva hoy. El camino se estrechó al atravesar una zona de cañones y un caudaloso río al que llamó San Agustín, el actual río Arkansas. Como escribió García Márquez en Cien años de soledad, América «era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Anza y otros exploradores españoles fueron poniéndoles nombre a estos lugares.

El grupo punitivo cargaba con un tren de suministros en previsión de alimentar a muchas bocas, pero si querían cazar a Cuerno Verde Anza sabía que debían vivir y alimentarse como él. Los españoles cazaron en su marcha cincuenta búfalos, un animal emblema de la Norteamérica previa a la llegada de los europeos. Con esto, la silenciosa marcha se sometió a los rigores de un clima que tornaba en pocos kilómetros de planicies desiertas a pasos de montañas golpeados por el viento y la nieve. Tantas precauciones dieron su fruto el 31 de agosto. El gobernador fue informado, en la boscosa Sierra de Almagre (actual estado de Colorado), por sus exploradores de que se alzaba un poblado comanche a pocas leguas. Según escribió en su propio diario, Anza reservó a doscientos hombres para proteger los bagajes y, con los mejores dragones, cargó ladera abajó hacia el campamento indio formado por 120 tiendas. Los españoles causaron una veintena de muertos en medio de una gran polvareda y libraron una persecución durante varios kilómetros. Por varios prisioneros supieron que Cuerno Verde había estado allí días antes. Ahora se dirigía con su banda a cometer una razia contra los asentamientos españoles.

El gobernador no perdió ni un segundo. Los españoles volvieron a cruzar el río Arkansas el 2 de septiembre y fueron advertidos de que la banda de Cuerno Verde, sin percatarse de ello, se aproximaba directa hacia ellos. No es que les hubieran dado caza, sino que regresaban ya de su razia. Anza encabezó una emboscada contra la dispersa partida de comanches, que huyeron por una gran zanja que se abría en el terreno con nueve hombres menos en sus filas. Los guías apaches recomendaron entonces replegarse con la oscuridad como cobertura, pero Anza se mostró testarudo en guardar la posición. La lluvia castigó esa noche a los españoles como si quisiera advertirles del riesgo que corrían.

Al día siguiente, no quedaba rastro de los comanches. Como tantas otras veces se habían disuelto delante del enemigo. O al menos eso parecía. Los españoles abandonaban decepcionados la zona cuando, de repente, Cuerno Verde y centenares de comanches decidieron plantar cara a los pieles blancas, que recibieron, a su vez, a los pieles rojas con una ráfaga de fuego cruzado. Cuerno Verde junto a cincuenta de sus guerreros, abandonados por el resto, se precipitaron sobre los indios aliados de los españoles, situados en el centro del despliegue. Una falsa retirada de estos indios atrajo a los comanches a una encerrona, de tal manera que Anza bloqueó cualquier posibilidad de retirada con doscientos jinetes. Cuerno Verde había caído en la trampa del gobernador como un soldado párvulo, impulsado por su odio visceral hacia los españoles o tal vez porque creía poseer una «medicina» poderosa que le inmunizaba de las balas de los dragones de cuera. Al verse rodeados, los últimos comanches desmontaron de sus cabalgaduras y se metieron en la zanja que habían utilizado el día anterior.

Atrincherados entre caballos muertos, los guerreros fueron cayendo uno a uno. Cuerno Verde murió en el combate junto a su hijo mayor, cuatro de sus lugartenientes, su hechicero y diez de sus guerreros. La «medicina» de Anza, que se había mostrado tan astuto y arrojado como un comanche, se había revelado más poderosa que la del caudillo enemigo. En su diario, Anza anotó la grave pérdida que fue la desaparición de Cuerno Verde para su pueblo: «Su muerte aseguran todos los nuestros será bien llorada de sentimiento [entre los comanches], pero creo no excederá a lo que de placer lo han hecho nuestras gentes».

Al llegar al presidio de Taos, el gobernador novohispano supo que Cuerno Verde había asaltado la posición días atrás. La noticia sobre la muerte del caudillo que había puesto bajo sitio el presidio llenó de gozo a los colonos. Desde Taos la expedición regresó a Santa Fe el viernes 10 de septiembre de 1779 con un trofeo de guerra único. El tocado de Cuerno Verde fue retirado de su cadáver y enviado después al virrey de Nueva España. Asimismo, Carlos III se lo regalaría luego al Papa como prueba del mundo exótico que quedaba por civilizar. Por estas azares del destino, el símbolo del guerrero más temido del Salvaje Oeste español forma hoy parte de los fondos del Museo Vaticano.

¿Por qué perdió Cuerno Verde varias veces contra fuerzas que, a pesar de los esfuerzos hispánicos, seguían siendo inferiores en efectivos? Si bien los indios eran excepcionales en las escaramuzas y en la lucha cuerpo a cuerpo, nunca se adaptaron al combate abierto contra una unidad disciplinada o bien guarnecida. La masa de indios atacaba en líneas desordenadas y, a la orden de su caudillo, se dispersaba para reagruparse, como una bandada de pájaros en migración, y lanzarse otra vez contra los flancos enemigos. Un oficial de Estados Unidos, que luchó en las guerras indias, describió con flema este perfecto caos: «La llanura hervía de veloces jinetes, que daban vueltas, cada uno de ellos tumbado sobre su caballo o colgando a un lado del animal para escapar de los disparos del enemigo o lanzándose contra este como una terrorífica masa moviente y ululante al ataque». Sin embargo, los asaltos solían carecer de profundidad y de obstinación, porque los indios eran reticentes a culminar un ataque si no veían clara la victoria. Preferían mejor tender trampas y forzar señuelos. Lo que a largo plazo les condenó, una y otra vez, a no alcanzar victorias decisivas. A Cuerno Verde le sentenció su afán por ofrecer batalla en vez de huir y disolverse en el océano comanche como hicieron la mayoría de sus huestes.

Aparte del orden militar, los europeos tenían en el paso del tiempo su mejor aliado. La frontera española parecía tener más patas que un ciempiés, a la vista de que cada década le comía más y más kilómetros a la Comanchería. Guerra, comercio y pacificación eran los vehículos más efectivos. Como buen hombre de frontera, Anza sabía de la importancia de la colaboración con las tribus amigas y presionó a los comanches para que firmaran un acuerdo de paz. No en vano, su ruta hacia la Alta California se había cimentado en la alianza con varios pueblos nativos deseosos de comerciar y de que alguien les protegiera de los depredadores nómadas. Sabía combatir a los indios, de la misma manera que sabía conversar con ellos y colmarlos de regalos, sobre todo aguardiente, licor y tabaco. En febrero de 1786, el jefe indio más influyente, Ecueracapa (llamado así porque vestía una capa confeccionada con cueras de los dragones), cerró el tratado de paz de mayor duración de todos los firmados por la nación comanche. Cuando Estados Unidos trinchó como un pavo de Acción de Gracias la Comanchería, el tratado de Anza seguía todavía en vigor entre muchas tribus.

La Paz de Anza rebajó la hostilidad de los comanches en Nuevo México, sin que la guerra de esta etnia en el norte de Texas se diera por aludida. Los comanches del norte suponían la peor pesadilla para los colonos de Texas, mientras que los del sur y otras regiones pasaron a ser los mejores aliados, incluso instruidos y armados por los españoles, en la lucha contra los apaches. La amenaza apache en las entrañas del Virreinato de la Nueva España terminó por convertirse en endémica: entre 1771 y 1776, estos guerreros nómadas mataron a 1.676 personas solo en Nueva Vizcaya, lo que hoy es el norte de México. Desesperado por la situación, el más legendario virrey de Nueva España, Bernardo de Gálvez, invocó casi una cruzada contra los apaches a partir de 1786. Se buscaría a los indios hasta el más oscuro de sus escondrijos, se acosaría sin descanso a sus bandas de guerreros y las fuerzas fronterizas levantarían hasta la piedra más remota del más inhóspito de los desiertos hasta cercarlos.

Una implacable política que contuvo la violencia solo en algunas regiones. Los sucesos revolucionarios que precipitaron la emancipación de México de la Corona resucitaron de golpe el caos donde tan bien se zambullían los apaches. Sobre esta forma de guerrear comenta Gálvez con admiración: «No se puede explicar la rapidez con que atacan, ni el ruido con el que pelean, el terror que derraman en nuestra gente, ni la profundidad con que dan fin a todo».

EL ACENTO ESPAÑOL DE «BILLY EL NIÑO»

Juan Bautista de Anza murió de forma súbita en su casa de Arizpe (Sonora) el 19 de diciembre de 1788. El gobernador de Nuevo México había solicitado su relevo dos años antes debido a las falsas acusaciones de no haber prevenido a sus superiores de una rebelión de los indios yumas. Las envidias que acompañaron su fama orquestaron malas palabras contra él en el virreinato. Uno de los hombres más férreos de su frontera fue olvidado en la memoria del Imperio español. En la actualidad diversas estatuas ecuestres recuerdan a Anza en México y en los Estados Unidos. Además, cada año el 16 de octubre, en Tubac (Arizona), se celebra el Día de Anza (Anza Day) para recordar la gesta de los legendarios dragones de cuera.

Sus huellas y las de Oñate, los hermanos Zaldívar, Ortiz Parrilla, Villasur, y otros tantos, continuaron muy presentes en Arizona, Texas, California, Florida, Luisiana, Kansas, Colorado, Utah y, por supuesto, en Nuevo México. Como el resto de la antigua Nueva España, la zona de Nuevo México se independizó en 1824 y un siglo después, sin la interferencia de los malvados españoles, fue absorbida por Estados Unidos. A medio camino entre dos países y varios estados, sus tierras mestizas se convirtieron en el caldo de cultivo ideal para forajidos como «Billy el Niño». La herencia española persistía cuando el joven de orígenes irlandeses cometió sus letales travesuras. «The Kid», al que las canciones mexicanas añadieron la traducción al castellano de su apodo, hablaba un español arcaico, era amigo de muchos descendientes de españoles y mantuvo noviazgos con varias mujeres hispanas. Según Alfonso Domingo (autor del libro La balada de Billy el Niño), el asesino de veintiún hombres leyó al menos un libro en castellano, La conquista de México por Hernán Cortés, que le prestó su amigo el maestro y juez de paz José Córdoba. El forajido sentía fascinación por las inverosímiles aventuras de los conquistadores.

Transcurrieron más de tres siglos y miles de muertos entre los apaches que recibieron con flechazos a uno de esos conquistadores y el día en el que el último de sus guerreros, Gerónimo, se entregó al ejército de la Unión, en 1886; y sin embargo las dos estampas eran fotogramas de una misma secuencia. Apaches, comanches, navajos y el resto de tribus depredadoras siguieron luchando a pecho descubierto contra el progreso cuando España salió del plano. La escasez de tropas de la Corona Española permitió a estos guerreros ocupar franjas inmensas de tierras durante varios siglos. Sin embargo, las siguientes potencias que dominaron Norteamérica estuvieron menos dispuestas a compartir. Ninguna de las tribus que protagonizaron el Lejano Oeste era nativa de las Grandes Llanuras. La presencia de todos estos pueblos en el Oeste era la consecuencia de la migración provocada por los asentamientos blancos en el este.

Las crudas guerras indias que se reprodujeron a partir de la segunda mitad del siglo XIX fueron, en verdad, el enfrentamiento de pueblos emigrantes, que se habían refugiado en la última gran región salvaje del país. Pero también de allí les expulsaron los estadounidenses y sus rutas ferroviarias, «los caballos de hierro». El hombre blanco era insaciable y tenía el paso de los siglos de su parte.

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