Superhéroes del imperio
Epílogo. Los últimos
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EPÍLOGO
LOS ÚLTIMOS
No hay nada escrito sobre cómo debe morir un imperio. A veces se limitan a desaparecer en silencio o, sin grandes aspavientos, se convierten en la pieza fundacional de la siguiente potencia hegemónica. Otras veces enferman y agonizan durante siglos, como el Imperio otomano o el austriaco. Y las más, brindan una última carga suicida contra el aspirante a ocupar su trono. Lo de fotografiar la caída ya es más complicado. Al Imperio japonés se le vio claudicar a bordo del acorazado USS Missouri, un mes después de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki. A la URSS, desquebrajarse junto al Muro de Berlín. A Napoleón, jugarse el suyo a una única carta en Waterloo. Y al Imperio galáctico, desapareciendo por un arrebato paternal. Siglos de historia derrumbados en cuestión de meses, semanas o incluso días.
El Imperio español lo hizo con una gran explosión. A las 21.40 horas del 15 de febrero de 1898, una llamarada sacudió la sección de proa del acorazado Maine en la bahía de La Habana, Cuba, detonando cinco toneladas de cargas explosivas de sus cañones: 264 marineros y dos oficiales murieron ese día, 266 excusas para que el gobierno de Estados Unidos, aupado por la prensa amarillista, culpara a España de provocar la explosión. La guerra entre la potencia pujante y la débil escuadra española de ultramar duró un parpadeo.
El Imperio donde nunca se ponía el sol había menguado hasta lo que hubiera parecido a Felipe II el patio trasero de su palacio. Tras perder lo mejor de su marina en la batalla de Trafalgar, la caída de las posesiones de ultramar fue cuestión de tiempo. Francia, Gran Bretaña, Holanda, Suecia, los criollos, Estados Unidos… todos contribuyeron a ponerle la zancadilla al gigante que se tambaleaba desde finales del siglo XVI. Francisco de Quevedo lo vaticinó a la perfección cuando ya las primeras piezas del Imperio se desencajaron: «Que lo que a todos les quitaste sola / te puedan a ti sola quitar todos». Porque todos los grandes imperios acaban rodeados por los cuatro costados.
Entre la explosión del Maine y la destrucción de la mayor parte de la Armada pasaron menos de tres meses. De Cuba y Puerto Rico, la guerra saltó rápido a Filipinas, de modo que para el verano de 1898 el archipiélago se había extraviado. El rápido colapso de las fuerzas españolas y el hecho de que algunos de los mejores acorazados de su Armada eludieran intervenir en la contienda aumentaron la impresión en la opinión pública de que se estaba asistiendo a una demolición controlada de unas colonias ingobernables. No obstante, si la guerra obedecía a un guion aceptado por el gobierno español hubo desde luego un grupo de soldados a los que nadie avisó.
Iniciada la guerra hispano-estadounidense, una guarnición desplegada para combatir a los rebeldes filipinos quedó incomunicada en la pequeña población de Baler, en la costa oriental de la isla de Luzón. La zona había sido un constante foco de insurrecciones el año anterior, lo que incluyó dos asedios casi consecutivos, pero al fin parecía posible restablecer la calma. Tomada de forma súbita la provincia de Nueva Écija por los rebeldes, los cincuenta y cuatro españoles respiraron durante un mes una inquietante calma, mientras los últimos filipinos que vivían en el pueblo sacaban sus pertenencias a escondidas. Cuando el 27 de junio la población amaneció completamente desierta, los españoles comprendieron que el enemigo estaba encima. Se acuartelaron en la iglesia, de trescientos metros cuadrados, para prevenirse de que un posible levantamiento no les sorprendiera sin cuatro paredes. Una iglesia que había quedado dañada e inhabilitada para el culto en sendos asedios a la guarnición el año anterior, de modo que apenas era un techo.
El día 30 fue tiroteada una partida de quince soldados que reconocía el pueblo. Los soldados se refugiaron en el templo con el resto de compañeros, mientras les cubrían varios tiradores españoles desde la trinchera y la torre de la iglesia. Como si se tratara de dos losas de mármol colisionando, las puertas se cerraron con solemnidad en cuanto pasó el último de ellos. Sin que aún lo sospecharan, la iglesia de San Luis de Tolosa se convertiría durante 337 días en la embajada, cuartel, comedor y baño de cincuenta y cuatro soldados y varios frailes, cuando no en la tumba de muchos.
Los insurgentes, armados con enormes machetes, exhibieron toda su fuerza alrededor de la iglesia, con cientos de hombres repartidos en trincheras. Al lugar acudieron rebeldes bien adiestrados en la lucha contra la madre patria procedentes de otras provincias. Lejos de lo que se ha supuesto, tampoco los defensores de Baler eran soldados bisoños. La mayoría habían combatido en otras batallas y trece habían estado asediados en esa misma iglesia recientemente. Desde el principio actuaron con determinación y profesionalidad para resistir hasta que llegaran refuerzos. Nada que hiciera pensar a los filipinos que el cerco pudiera alargarse más de una semana, si acaso, puesto que por toda la isla se estaban rindiendo sin luchar destacamentos de tamaños muy superiores. En cuestión de meses, 9.000 españoles caerían prisioneros de los revolucionarios.
Los rebeldes avisaron al mando español de la derrota de la Armada a manos norteamericanas y del derrumbe del Imperio. Su resistencia estaba fuera de lugar: si se rendían serían tratados conforme a las leyes internacionales. El capitán Enrique de las Morenas, un veterano de guerra rudo y bravucón, se negó a creer la información de los rebeldes que cercaron la iglesia, haciendo suya la respuesta que Hasán Agádor, el renegado al mando de la defensa de Argel, le dio a Carlos V cuando este le reclamó rendir la plaza africana: «Nunca peor cosa fue, que tomar consejo de su enemigo. Que si me aconsejarais de no rendir la tierra, yo la rendiría; mas pues que, como enemigo, me aconsejáis rendirla, yo no quiero dejarla». De las Morenas confiaba en que «venza España o adquiera la victoria Estados Unidos, nos socorrerá una nación u otra. Esto es de razón, está basado en el derecho de gentes».
Durante meses, los filipinos instaron una y otra vez a rendirse al capitán español, que harto de cantinelas aseguró que «la muerte es preferible a la deshonra». A pesar del gran número de atacantes, la escasez de rifles (al principio solo treinta y cinco) y artillería entre los locales limitó el número de españoles abatidos por las balas a solo dos en todo lo que duró el sitio. Los soldados afirmaron haber causado ellos más de medio millar de bajas a los isleños.
El verdadero enemigo fueron las enfermedades. La mala alimentación y el hacinamiento propagaron la disentería y, sobre todo, el beriberi, un mal provocado por la carencia de alimentos frescos. Hasta el final del asedio murieron quince defensores por estas epidemias, entre ellos De las Morenas y el teniente Alonso Zayas, a consecuencia de lo cual el mando recayó en el teniente Saturnino Martín Cerezo a principios de otoño. Esa misma deficiencia nutricional remitió a partir de diciembre cuando los defensores realizaron una temeraria salida para recoger vegetales y frutas de los alrededores. Una decena de soldados logró saltar una de las trincheras enemigas, quemar un centenar de casas y despejar así unos doscientos metros alrededor de la iglesia. Todo ello mejoró la higiene y la alimentación dentro de San Luis de Tolosa.
A los muertos por combate y enfermedad se sumaron seis desertores. Uno de ellos, el sanitario Paladio Paredes, presentó un relato ficticio ante el Gobierno Militar de Manila donde afirmaba que el destacamento de Baler ya se había rendido, lo que paralizó el plan de socorro que estaba en marcha. Otros desertores, no conformes con cambiar de bando, se dedicaron a lanzar proclamas a sus compañeros mediante altavoces para recordar lo inútil de su sacrificio. «Cazadores, esta noche moriréis todos, no habrá remedio. Estad con cuidado», se oía por las noches. Y en verdad era una resistencia inútil. Antes de que terminara 1898 el gobierno español firmó con Estados Unidos un tratado de paz por el que cedía Filipinas a cambio de veinte millones de dólares.
De pronto, Martín Cerezo y los suyos se vieron en medio de una guerra ajena entre los filipinos y los norteamericanos. Estos, por su parte, pidieron a España que conservara de momento las últimas posiciones filipinas bajo su control a cambio, entre otras cosas, de su ayuda para sacar vivos a los sitiados de Baler. Tampoco los yanquis tuvieron suerte aquí. Dos tripulantes del USS Yorktown fueron abatidos y varios apresados cuando se acercaron sin permiso por mar a esta población.
Mientras los tagalos reclamaban para sí la presa, un alto mando español, Cristóbal Aguilar y Castañeda, viajó con la expresa misión de convencer a los defensores de que combatían por un imperio que ya no existía. La novedosa visión de una bandera española despertó el interés de Martín Cerezo, que escuchó las explicaciones del oficial desde el interior de la iglesia. Para demostrarle que la guerra había terminado, el teniente coronel le mostró varios periódicos, pese a lo cual los defensores siguieron sin creer en una derrota tan vil. Aguilar justificaría su fracaso en un informe oficial porque había «tropezado con una obstinación jamás vista o con un espíritu perturbado».
Al día siguiente de la partida de Aguilar, Martín Cerezo se preparó para una salida casi suicida hacia Manila. Sin embargo, en vísperas de la marcha se convenció, hojeando otra vez la prensa, de que, sí, «aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento». Y de que, sí, «efectivamente habíamos perdido Cuba, Puerto Rico y Filipinas». El 2 de junio de 1899 depusieron las armas los treinta y tres supervivientes tras casi un año de zumbidos de balas, enfermedades, hambre y una guerra psicológica que incluyó toda suerte de insultos y humillaciones. Un sacrificio sobrehumano, tal vez más una locura que una heroicidad, que sonrojó a muchos en España. Desde Manila fueron repatriados a Barcelona, donde se les recibió como a héroes. La prensa, que al principio había acusado a Martín Cerezo de no querer rendirse porque había asesinado a De las Morenas, comparó a los defensores de Baler con los de Numancia, Sagunto, Zaragoza o Gerona. Los elogios no faltaron para aquellos héroes ojerosos y famélicos.
En la audiencia que les concedió la reina regente María Cristina, el teniente Martín Cerezo afirmó que él únicamente había cumplido con su deber. «¡Ay, Martín!, si todos hubieran cumplido con su deber...», respondió la regente.