¿Suicidio?

¿Suicidio?


Segunda parte. El caso de John Gillum. (Narrado por Christopher Jervis) » Capítulo XVI. La aclaración

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CAPÍTULO XVI. La aclaración

Una llamada telefónica nos informó antes de mediodía de que el superintendente Miller había «picado». Pensaba visitarnos a las ocho de la noche, pero deseaba, antes, que le diéramos algunos detalles. Como fue Polton quien respondió a la llamada, esos detalles no pudieron ser explicados, ya que Thorndyke estaba ausente. También a mí me hubiera gustado conocer algunos detalles, pues aunque había releído la narración de Mortimer y durante toda la mañana estuve meditando sobre el caso, me encontraba más desconcertado que nunca.

Durante el día apenas vi a mi compañero, pues salió solo y demostró a las claras que no deseaba ir acompañado. Sin embargo, al anochecer salimos juntos a cenar en una taberna de Devereaux Court; y fue al volver hacia casa cuando por primera vez en mi vida reconocí al señor Snuper. Estábamos a punto de pasar por la verja de hierro que conduce de Devereaux Court a New Court, cuando un hombre salió de un portal y nos siguió a paso acelerado. Nos siguió hasta New Court, y allí se adelantó a nosotros. Le examiné, aunque sin excesiva atención, ya que se trataba de un hombre completamente vulgar, e iba cargado con un voluminoso paquete.

Fue ese paquete el que me hizo fijarme más en él; pues cuando se nos hubo adelantado un poco pareció tener alguna dificultad con el paquete. Se detuvo, como para arreglarlo, dejando que volviésemos a tomarle la delantera. En el instante en que hacíamos eso, la luz de un farol cayó sobre su rostro y le reconocí.

Casi en el mismo momento cambió de dirección. Parecía dirigirse hacia el pasaje que conduce a través de Essex Court; pero de pronto torció hacia la derecha camino de Fountain Court, que atravesó hacia la izquierda hasta llegar a King’s Bench Walk. Durante todo el rato pude oír los pasos de Snuper, que debió de detenerse varias veces más a arreglar su paquete. Al llegar a Kink’s Bench Walk volvió a adelantarse, desapareciendo por uno de los callejones.

Se trataba de un asunto realmente misterioso, ya que el hombre parecía seguirnos, lo cual era un manifiesto absurdo. Estaba a punto de interrogar a Thorndyke acerca de ello, cuando mi compañero se anticipó sacando del bolsillo un papel doblado que me entregó.

—Ésta es la copia de la información que voy a entregar a Miller —dijo—. Vale más que la leas antes de la entrevista, a fin de que estés en condiciones de intervenir en la discusión.

Tomé alegremente la copia, pues me hubiera resultado muy humillante descubrir delante de Miller mi ignorancia.

En cuanto entramos en casa corrí a mi cuarto para leer el documento. Mi estupefacción fue tan enorme, que tuve que releerlo de nuevo. Si aquello era verdad, tenía que reconocer que ni por asomo me había imaginado la naturaleza real del problema.

Guardando en un bolsillo el papel, corrí al salón, donde estaba ya Miller sentado en una de las butacas, con un gran vaso de whisky con soda al lado y un cigarro de tamaño equivalente entre los dedos. Me acogió con una afable sonrisa y encendió una cerilla, que aproximó al cigarro.

—Bien, señores doctores. Estamos de nuevo ante el misterio —dijo—. Pero esta vez no imagino lo que puede ser.

—¿Ha leído el informe de la encuesta sobre la muerte de John Gillum? —preguntó Thorndyke.

—Sí —contestó Miller—. No he tenido tiempo de leer la historia de Mortimer, pero en cambio he repasado atentamente todos los detalles de la encuesta; y he llegado a la misma conclusión del jurado… un caso evidente de suicidio. Y supongo que debo estar equivocado, ¿no?

—Sí —contestó Thorndyke—. Por lo menos eso es lo que yo opino.

—¿Sugiere acaso que se trata de un crimen?

—No sugiero nada —replicó mi compañero, sacando una hoja de papel de la cartera—. Hago una declaración completa. Esto es lo que digo y estoy dispuesto a probar; y si lo quiere puede tomarlo como declaración jurada.

Al decir esto tendió el papel a Miller, quien lo abrió, leyendo la breve declaración. Luego lo volvió a leer con más atención y, por fin, dejó el cigarro y miró, perplejo, a Thorndyke.

—No entiendo esto —dijo—. Como es natural, las fechas están equivocadas. Error de máquina, ¿no?

—Las fechas son exactas —aseguró Thorndyke.

—¡No es posible! —protestó Miller—. Es un absurdo. Pero si usted acusa a Augustus Peck de haber asesinado, en la noche del diecisiete de septiembre de mil novecientos veintiocho, en el número sesenta y cuatro de Clifford’s Inn, a un tal John Gillum… ¿De veras es eso lo que quiere decir?

—Eso mismo.

—¡Pero, doctor! Lo que usted dice es imposible. El cadáver de Gillum fue descubierto el dieciocho de julio de mil novecientos treinta. O sea, casi dos años después de la fecha que usted cita como aquélla en que el crimen fue cometido. ¿Es eso lo que dice?

—Sí, ésa es la realidad.

—¡Imposible! —insistió Miller—. Eso significaría que Gillum permaneció muerto durante dos años.

—Así es.

El superintendente lanzó un gemido.

—¡Pero, doctor, su declaración carece de lógica! Es falsa. Es lo contrario de cuanto sabemos. El cadáver fue examinado por médicos muy capaces, que afirmaron que sólo llevaba muerto de seis a ocho días.

—El médico forense declara que «parece» que llevaba seis u ocho días muerto. Y en eso estoy de acuerdo con él.

—Como quiera —replicó Miller—. Parecía haber muerto seis u ocho días antes. Pero el tiempo indicado parecía real, ya que diez días antes Gillum fue visto por el señor Weech y Mortimer le había visto pocos días antes de aquél.

—Tengo la convicción de que ni Weech ni Mortimer vieron jamás a John Gillum.

—¿Qué jamás le vieron? —Miller estaba desconcertado—. Pero si los dos le conocían íntimamente, y le habían conocido durante…

De pronto Miller se interrumpió. Miró fijamente a Thorndyke y añadió muy despacio:

—A menos que usted quiera decir…

—Exacto. Eso es lo que quiero decir. Weech, Mortimer y Penfield conocían a cierto hombre que decía llamarse John Gillum. Era Augustus Peck, disfrazado para hacerse pasar por su víctima. Y desempeñó el papel todo el tiempo que pudo y con el mayor éxito. Cuando no pudo seguir haciéndose pasar por Gillum, desapareció, dejando el cadáver de Gillum para que la farsa continuara.

Miller se mostraba profundamente impresionado, pero no debía de estar convencido pues volvió a la carga con nuevas objeciones:

—Usted dice que dejó el cadáver allí al desaparecer. Eso parece indicar que lo tuvo todo el tiempo en su poder. ¿Dónde lo guardó?

—Estaba oculto en una gran carbonera, en Clifford’s Inn.

—Pero un cadáver no puede permanecer incorrupto durante dos años, y el forense afirmó que no hacía más que ocho días que había muerto. ¿Cómo se explica eso?

—Mi querido Miller, vivimos en un siglo científico —dijo Thorndyke—. Un siglo en que los procesos naturales se encuentran en gran parte bajo nuestro control. Si queremos, nos es posible evitar que los cadáveres se descompongan. Y lo hacemos. En la Morgue de París se conservan cadáveres que no han sido identificados sin que lleguen a descomponerse. No sé el tiempo que se conservan; pero, físicamente, no existe límite alguno.

—Sí, ya lo sé —replicó Miller—. Tiene usted una respuesta para todo. Ya sé que no me hubiera presentado un caso imposible. Pero ya dije por teléfono, esta noche no estoy libre. Tengo que marcharme dentro de unos minutos. Pero, antes de irme, quisiera aclarar un poco las cosas. Me ha presentado usted un resumen de la acusación. No creo necesario recordarle que con esto no hay bastante, aunque lo firme y preste juramento. Antes de poder arrestar al culpable necesito suficientes pruebas para establecer un caso prima facie. ¿Cuándo podré, tener esas pruebas? Creo que cuanto antes mejor, ¿no?

—Estoy de acuerdo con usted con respecto a la urgencia del caso, ya que sospecho que el amigo Peck se ha olido algo. Le tengo vigilado, pero sospecho que también él me hace vigilar a mí.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Tengo a Snuper y a un par de ayudantes suyos vigilando a Peck día y noche. ¿Conoce a Snuper?

—Sí —respondió Miller—. Un verdadero genio en su clase. Pero vale más que me dé la dirección de Peck y pondré a un par de mis hombres de vigilancia, para que trabajen de acuerdo con él.

Thorndyke anotó la dirección y la entregó al superintendente, quien, al guardarla, preguntó:

—¿Cuándo tendremos las pruebas?

—¿Puede usted venir mañana por la noche?

—Sí. Tengo toda la noche libre.

—Entonces le propongo lo siguiente: Arregle las cosas de forma que Anstey se encargue de la acusación, pues está acostumbrado a trabajar conmigo.

—Lo procuraré. ¿Qué más?

—Que Anstey venga también mañana por la noche. Entonces podré presentarles una prueba completa.

—¿Qué más?

—Haga venir a Benson y a Mortimer. Podemos confiar en su discreción y reserva.

—Me parece un poco ilegal. Los dos son testigos.

—Aún no lo son —replicó Thorndyke—. Además, creo que podrán sernos muy útiles contestando algunas preguntas.

—Bien; no me gusta, pero usted es quien manda.

Con esto terminó su whisky y, cogiendo un nuevo cigarro, se levantó para marcharse.

—Y ahora, doctor, escuche un consejo —dijo—. No circule demasiado por el aire libre. Si ese tipo le ha echado el ojo, procurará evitar que figure usted como testigo. Cuando llegue el momento, le necesitaremos, y creo que a usted le interesará seguir vivo hasta entonces, ¿no? Doctor Jervis, le ruego no pierda de vista a su colega.

Nos estrechó las manos y, encendiendo el cigarro, descendió por la escalera, tratando de silbar y fumar al mismo tiempo.

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