Suicidio

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10. ¿Demasiado desesperanzado para confiar?

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¿DEMASIADO DESESPERANZADO PARA CONFIAR?

C uenta una leyenda de la mitología griega que los dioses, celosos de la belleza de Pandora, una princesa de la antigua Grecia, le regalaron una hermosa y misteriosa caja, advirtiéndole que jamás debería ser abierta. Un buen día, la curiosidad y la tentación pudieron más que Pandora, e impulsivamente abrió la tapa para ver su contenido, liberando al mundo todos los bienes y todos los males capaces de contaminarlo con las desgracias que contenía la caja. Sin embargo, Pandora pudo cerrar la caja justo antes de que se escapara también la esperanza, que es el único valor que hace soportables las numerosas penalidades de la vida.

No les faltaba razón a los hombres de la antigua Grecia al valorar tanto la esperanza, dentro de este mito. Este sentimiento no es una ilusión ingenua, no es un alivio pasajero al dolor, es más bien “La certeza de que uno puede, con la ayuda que sea precisa, superar las dificultades”. Nietzsche expresó algo cierto sobre ella: “La esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte”.

Desafortunadamente, existe un sentimiento también muy humano que sucede cuando pierdes la esperanza, y del cual es necesario hablar: la desesperanza. Esta es una enfermedad del espíritu que supone siempre un desgarramiento interior, pues está enfocada a la destrucción de los anhelos propios de nuestra naturaleza. La desesperanza es la percepción definitiva de una imposibilidad de logro, suscitada por una resignación forzada y por el abandono de la ambición y de los sueños.

Es importante no confundir la desesperanza con la decepción o con la desesperación, pues no son lo mismo. Aunque pueden estar asociadas, la decepción es la percepción de una expectativa defraudada y la desesperación es la pérdida de la paciencia y la paz.

Como humanidad, nos hemos enfrentado a situaciones en extremo críticas y desalentadoras, que han generado un tipo de desesperanza colectiva. Como resultado de las dos guerras mundiales, después de que Europa se vio colapsada por los estragos de la violencia, surgió una línea de pensamiento que reaccionaba ante un período de crisis de conciencia, social y cultural. Esta nueva filosofía, llamada existencialismo, muestra la temporalidad de la existencia humana, la inexistencia de un poder trascendental que proteja al hombre, la incapacidad para tener control sobre las variables de la vida y la importancia de la individualidad sobre la colectividad, ya que ni los gobiernos, ni las organizaciones religiosas, ni las organizaciones sociales lograron detener la masacre de la guerra. Los existencialistas afirmaban que el hombre es un ser “arrojado bruscamente al mundo”, señalando así el sentir europeo de aquellos años de depresión y vacío, de hogares destruidos, de hambruna y de familias en duelo y pena.

En términos simples, el existencialismo es una filosofía que parte de la idea de que el hombre existe y cada individuo pasa su vida cambiando su esencia y su naturaleza, dependiendo de cómo se relaciona con el mundo. El existencialismo propone la búsqueda de uno mismo y el significado de la vida, mediante el libre albedrío y la plena responsabilidad de las decisiones personales, sin la ayuda de leyes, reglas étnicas, tradiciones o religiones. Esta filosofía parte de la idea de que la vida humana no estará de ninguna manera completa ni será jamás satisfactoria, debido al sufrimiento y a las pérdidas que todo ser humano enfrentará. Toma en cuenta la falta de perfección, de poder y de control que cada uno de nosotros padece en su vida. Para el existencialismo la vida no es satisfactoria, pero siempre tiene un significado, y cada uno de nosotros necesita encontrar el propio significado mediante la búsqueda del verdadero yo. Destaca que el juicio de una persona respecto a sí misma es el factor determinante para darle significado a la propia existencia, y esto se da mediante la percepción de la propia vida.

De todos los sentimientos que puedes estar experimentando en este momento de dolor —tristeza, miedo, enojo, depresión, confusión, soledad, impotencia, fatiga, etc.—, nada me preocupa más que la desesperanza. Y esto se debe a que ningún sentimiento te pone en tanto riesgo suicida como este. Sentirse sin esperanza es tener la convicción de que, suceda lo que suceda, la realidad seguirá siendo negra y dolorosa. De este sentimiento, de esta creencia, de esta total desgana, es de donde los pensamientos suicidas toman fuerza, se robustecen y se convierten finalmente en un proyecto, en un plan suicida. Si en este momento te sientes demasiado desesperanzado como para confiar en que algo puede mejorar, no quiero debatirte, no pretendo convencerte de lo contrario. Así te sientes y no lo juzgo, pero estoy muy preocupado por ti. Cómo quisiera poder darte una inyección de esperanza o sugerirte una lectura que curara tu sentimiento de desolación de forma inmediata; pero esto no es posible, ya que el transmitir esperanza de un ser humano a otro es un proceso lento y tardado. Y como no tengo ningún secreto mágico contra tu desesperanza quisiera, al menos, compartir contigo lo que he aprendido en mis años como terapeuta acerca de este sentimiento tan devastador.

Sentir desesperanza no implica estar deprimido; es decir que muchas personas deprimidas la experimentan, pero no siempre están asociados. Y lo difícil de esta experiencia es que no se resuelve tratándola como a la depresión. La desesperanza es el común denominador en los que eligen el suicidio como opción, y es un sentimiento tan poderoso que puede anular a todos los demás. Cuando el individuo se siente desesperanzado, a menudo se pregunta: “¿Qué gano estando vivo? ¿Para qué seguir adelante si todo seguirá estando siempre mal?”. La interpretación negativa de los hechos del pasado, la sensación de impotencia para enfrentar el futuro y las emociones negativas que se alimentan entre sí crecen como malas hierbas y convierten a la persona en un enfermo crónico emocional. Como puedes ver, la desesperanza no es un estado de ánimo pasajero, sino una percepción derrotista de la vida en su totalidad.

Para entender más a fondo el sentimiento de desesperanza, es útil que me apoye en las investigaciones y los trabajos que han realizado otros filósofos y psicólogos acerca del tema.

Como ha señalado Josef Pieper, la pérdida de la esperanza suele tener su raíz en la falta de grandeza de ánimo y en la falta de humildad. La grandeza de ánimo permite a los hombres decidirse por la mejor disposición, de todas las posibles, e impulsa a todas las demás virtudes. La humildad, el hecho de asumir que no todo tendrá que ser negativo por siempre, permite que la elijamos y que se construya una realización auténtica con una elección positiva de un estado de ánimo. Así, afirma: “Que el hombre se tenga por lo que realmente es”. La esperanza lleva de modo natural a la magnanimidad del espíritu, y la humildad protege todo ese proceso, de manera que no sea saboteado por el decaimiento del estado de ánimo.

No se llega a la desesperanza de modo repentino, sino por una paulatina dejadez de nosotros mismos que, a su vez, conduce a una tristeza que paraliza, que descorazona y que refuerza de nuevo la propia dejadez, creando un círculo vicioso de donde es muy difícil salir. Por lo tanto, la desesperanza se convierte en un estilo de vida, en una tendencia a inferir negativamente de las causas, consecuencias e implicaciones que tienen los sucesos vitales para cada uno de nosotros.

La desesperanza se caracteriza por una tendencia del individuo a explicar los sucesos negativos externos a él a partir de causas internas; es decir, asume que todo lo negativo que sucede a su alrededor es su responsabilidad, y suele adelantarse a consecuencias negativas que no han ocurrido y a concluir que, si dichos sucesos negativos han tenido lugar, eso significa que algo falla en él mismo. La persona que vive con base en la desesperanza piensa que los problemas no tienen solución y que las consecuencias de los sucesos negativos son inevitables, permanentes y que afectarán todos los ámbitos de la vida.

Aarón Beck y Martin Seligman hablan de la desesperanza aprendida, que significa que las personas, al ir acumulando experiencias de fracaso, al intentar cambiar su realidad y no lograrlo, terminan por aprender, y después por creer, que no importa qué hagan para mejorar, fracasarán en la búsqueda del control de sus vidas. Por lo tanto, si no hay esperanza de tener algo de control de las variables en su vida, caen eventualmente en un estado depresivo asociado con una sensación de falta de capacidad de tener éxito en la propia vida, que se conoce como desesperanza.

La desesperanza aprendida fue bautizada por el filósofo Nietzsche como la enfermedad del alma moderna. Se presenta cuando la persona tiene la sensación de que ha sido apaleada una y otra vez por la vida, y entonces elabora la creencia de que las peores cosas solo le suceden a ella, y de que no hay nada que pueda hacer para prevenirlas. La desesperanza aprendida implica haber intentado resolver situaciones críticas, y haber fallado; esto origina que la persona generalice estas experiencias a todas las posibles situaciones futuras. Aun personas que han sido exitosas pueden llegar a creer que aunque se esfuercen para alcanzar una meta, no tendrán la suerte necesaria para lograrlo.

Ya que estás considerando el suicidio, podemos asumir que estás enfermo de esta llamada desesperanza aprendida, pues sientes que no controlas ninguna variable importante de tu vida, te sientes desesperanzado y la única salida que vislumbras es la muerte. Quienes sufren de desesperanza aprendida comúnmente se sienten como si fueran víctimas de una maldición, y es probable que tú estés sintiendo lo mismo.

Y para ahondar en este tema fundamental de la desesperanza, creo importante citar a Pedro, un joven arquitecto al cual estoy atendiendo desde hace algunas semanas, quien en una sesión describió muy bien lo que es sentirse totalmente desesperanzado:

—Es como si estuviera maldito —dijo, apretando los puños—. Dos de los proyectos más importantes del despacho se cayeron; trato de salir con alguien para tener pareja y nunca me vuelven a tomar la llamada después de la primera salida; me pongo a dieta y subo de peso; el domingo fui a dar un paseo en bicicleta, me caí y me esguince el tobillo… No tiene caso proponerme nada, en todo me va a ir siempre mal.

Aunque Pedro no lo sabía en ese momento, cumplía con todos los patrones necesarios para diagnosticarle desesperanza aprendida. Me contó que, pesar de que en los últimos años ha tratado de poner en orden su vida, su experiencia le ha enseñado que fracasará; entonces, como mecanismo de defensa, y para disminuir su rechazo a la frustración, se protege de la siguiente manera:

—Ahora, cuando presento un proyecto, sé que no lo van a comprar. Lo sé aun antes de que lo presente.

De alguna manera Pedro tiene razón, ya que después de experimentar una serie importante de fracasos, cada vez le es más fácil adelantarse a su propio futuro: una gran suma de fracasos. La predicción más segura, de la cual no hay duda, es saber que fracasará otra vez. Y así, una vez que Pedro predice sus propios fracasos, se protege de sentirse decepcionado otra vez.

—La última vez que presenté el proyecto de una remodelación a un hotel del centro, le dije al dueño que entendería que no considerara la propuesta del despacho —me comentó.

—¿O sea que tú tomaste la decisión por él, aun antes de que la evaluara, asumiendo que tu proyecto no valía? —pregunté.

—Era obvio, seguro que no lo iba a considerar seriamente —contestó, convencido de ello.

—Entonces… ¿para qué se lo presentaste si sabías de antemano que lo iba a rechazar? ¿No es un poco masoquista de tu parte? —pregunté con cierta ironía.

—Es mi trabajo. Lo presento porque de eso vivo, pero siempre es mejor dar por hecho que te van a rechazar, y entonces ya no te afecta tanto.

De esta manera, Pedro cumple sus fantasías de derrota. Esta es la psicología de la desesperanza aprendida y, la verdad, la mentalidad de un perdedor.

En el pasado, Pedro no era un perdedor o, más bien, no se sentía un perdedor: salió con honores de la preparatoria y estudió Arquitectura en una universidad reconocida, carrera que terminó con mención honorífica; fue vicepresidente de la sociedad de alumnos de su universidad; trabajó con éxito en dos despachos reconocidos, antes de asociarse y abrir el propio; organizó un grupo musical, donde tocaba la batería, y con el cual llegó a tener presentaciones exitosas; ha ayudado económicamente a su madre desde que tenía 24 años; tuvo una relación estable con una chica durante cuatro años; ha participado en cuatro triatlones, y tiene un grupo de amigos unido desde hace más de 15 años. En resumen, Pedro ha experimentado lo que es tener logros. Pudo, en su momento, ser lo que en términos generales llamamos una persona funcional y exitosa; sin embargo, hoy no logra ver esto, y solo ve que su vida está destinada a ser vivida desde la frustración y el fracaso. Y aquí está la clave de lo que pasa con Pedro: no ha conseguido últimamente nada de lo que él considera exitoso, a un fracaso le ha seguido otro y, en consecuencia, en un lapso de ocho meses ha concluido que está condenado a fracasar.

Los seres humanos tenemos la capacidad de reescribir nuestra propia historia de vida. Lo hacemos todo el tiempo cuando recordamos nuestro pasado según nuestras propias necesidades; por ejemplo, recordamos con dulzura nuestro primer amor, recordamos con orgullo cuando tuvimos éxito en alguna competencia escolar, recordamos con cierto nivel de heroísmo cuando logramos que alguna chica guapa nos hiciera caso, recordamos cuando un profesor nos reprobó injustamente por no haberle caído bien. Lo más probable es que estos sucesos no hayan sido necesariamente así, pero así es como nos conviene recordarlos, para poder reescribir nuestra historia con base en nuestras propias necesidades. Pero hay que tener claro que nos convendrá hacerlo siempre y cuando solo sean pequeñas distorsiones que nos ayuden a encontrar explicaciones lógicas a lo que nos sucede, y que la manera como las recordemos no le haga daño a nadie, empezando por nosotros mismos.

Pero hasta ahora solo he nombrado situaciones que nos dejan recuerdos afortunados; sin embargo, ¿qué es lo que sucede cuando hemos acumulado pérdidas, fracasos y desencantos en la última etapa de vida? ¿Qué pasa cuando no hemos tenido control de lo que nos sucede aunque lo hayamos intentado? Sucede que llegamos a la conclusión de que somos unos perdedores. Pero como podemos reescribir nuestra historia y elegimos libremente cómo hacerlo, tenemos la capacidad de revisar y entender que no siempre lo hemos sido. Entonces podemos concluir que el hecho de que hayamos tenido pérdidas y fracasos en los últimos meses no significa que hayamos nacido perdedores, porque, además, nadie nace siendo un perdedor, eso no existe.

Lo que en realidad sucede no es que seamos perdedores, sino que estamos viviendo con un sentimiento de desesperanza aprendida, como lo he venido explicando. Y es necesario que lo revises porque, al igual que Pedro, puede ser que consciente o inconscientemente tú te estés encargando de autosabotearte para asegurar tus propios fracasos y etiquetarte como perdedor. Pero ¿por qué etiquetarnos de esta manera? Porque es más fácil autonombrarnos perdedores porque lógica o ilógicamente, nadie espera NADA de quienes han nacido perdedores; porque los nacidos perdedores no esperan NADA de los demás, y los nacidos perdedores no necesitan preocuparse del reconocimiento y amor de los demás, y esto es más cómodo. Un nacido para perder, por definición, no confía y no espera nada de la vida, porque hacerlo significaría que sueña con un mejor mañana. Y todos sabemos que los nacidos perdedores no merecen mejores mañana ya que, después de todo, han nacido para fracasar. Si hubiera una frase que distinguiera al Club de los Desesperanzados, sería “Nacidos para perder”.

Sin embargo, creernos nacidos para perder implica pagar un precio muy caro, que es el precio de vivir con un gran nivel de desesperanza. Con este sentimiento autodestructivo no solo empezamos a vivir en la profecía autocumplidora de que siempre fracasaremos, sino que tenemos que invertir toda nuestra energía para mantener esta identidad. No nos podemos permitir ninguna sensación o percepción de que algo está mejorando, porque eso sería traicionar la identidad adoptada, la etiqueta adquirida, que nos conduce, finalmente, al punto de desear morir.

Es un hecho que si sientes que has nacido para perder, tienes una historia donde tus padres reforzaban tus fracasos, rara vez reconocían tus logros, y tú a menudo sentías que ante tus padres “nunca eras lo suficientemente bueno, y nunca lo podrías ser”. Quien siente que ha nacido para perder ha caído en la trampa de pensamiento que dice: “Desde un comienzo no había nada que hacer; por lo tanto, no hay nada que hacer en un futuro para mejorar ninguna situación”.

Como se trata de un error de pensamiento, de un engaño de la percepción, para romper el círculo vicioso de la desesperanza aprendida necesitamos enseñarnos a reescribir nuestra historia y a ser justos con lo que nos ha salido muy mal, pero también con lo que no nos ha salido tan mal y con lo que nos ha salido bien. ¿Te acuerdas cuando aprendiste a andar en bicicleta?, ¿recuerdas el problema que representaba el lograr que ese aparato mecánico rodara con solo dos ruedas?, ¿recuerdas que te caíste, que sentiste miedo, pero que finalmente, después de muchos intentos, lograste avanzar y romper la barrera de la angustia, hasta disfrutarlo? Sí, seguro que te caíste, seguro que te raspaste la rodilla y algún codo; y sí, en tus primeros intentos, estabas más tiempo en el suelo de lo que estabas en el aire. Pero poco a poco encontraste el balance, y poco a poco fuiste descubriendo que necesitabas seguir pedaleando y avanzando para evitar caer al suelo. Y después, como si la magia existiera, lograste ir en línea recta, en vez de avanzar en curvas titubeantes. Pasaste de sobarte los raspones a sentirte el rey del universo. Este sentimiento de éxito es lo más hermoso que podemos aprender: es tener el poder, es autocontrol, es tener la capacidad de tener un problema entre las manos y lograr dejarlo atrás. Quizá valga la pena que recuerdes esta experiencia positiva de aprender a andar en bicicleta, ahora que te sientes desesperanzado y que crees que no hay posibilidad de volver a experimentar el éxito: pasaste por muchos sentimientos negativos, hubo muchos intentos fallidos; sin embargo, el hecho de haber caído, el dolor físico, el sufrimiento y la inestabilidad no te detuvieron para conseguir tener el control de la bicicleta.

Esto mismo sucede con todo lo que hacemos por primera vez, o con lo que nos cuesta trabajo hacer. Es totalmente humano tropezar y fallar, es normal caernos, pero no podemos permitir que nuestros miedos gobiernen nuestra vida. Es el miedo el que nos dicta que no podemos resolver un problema, que todo está perdido y no hay nada que hacer. Pero existe un antídoto contra del miedo: intentar una y otra vez, enfrentarnos a los retos y dejar de evadirlos. El miedo nos paraliza, y solo podemos romper esta parálisis poniéndonos de pie y volviéndolo a intentar, así como lo hicimos con la bicicleta. El verdadero reto es volver a enfrentar las situaciones críticas que estamos viviendo, asumiendo que existe la remota posibilidad de que esta vez podamos tener éxito. Necesitamos aprender a enfocar nuestra energía, nuestros pensamientos y nuestras acciones desde la posibilidad de éxito, y no desde la certidumbre del fracaso.

Ahora viene la parte difícil: ¿cómo salir de la desesperanza aprendida? Sé que en realidad no existe la magia. No hay medicina contra el dolor emocional, y hoy entiendo que no existen los duelos exprés, que no puedo elaborar mis crisis sin trabajo personal, que el sufrimiento dentro de la vida es inevitable y que depende de mí encontrarle un sentido para poder superarlo y trascenderlo. Pero si alguna vez inventaran una medicina para eliminar un sentimiento de la faz de la tierra, si inventaran una técnica para quitar de golpe una experiencia humana, ojalá fuera la medicina para curar la desesperanza.

Mientras tanto, yo sí conozco una forma que puede ser una opción muy efectiva para empezar a superar este sentimiento devastador, y te la quiero transmitir. Una amiga terapeuta cognitivo-conductual, Liz, me enseñó una gran técnica para tener siempre un día valioso, al lograr algo significativo, algo poderoso, antes del desayuno. Lo estoy intentando, y si logro llevarlo a cabo, no importa cuán malo sea mi día, siempre puedo voltear hacia la mañana y visualizar que logré algo significativo. Así, nunca percibo mi día como una pérdida o desperdicio. Llevo cinco meses haciéndolo y me ha funcionado. Antes de desayunar —¡y vaya que desayuno temprano!—, o hago ejercicio, o medito, o escribo algunas líneas de este libro, o avanzo algunas hojas del libro que esté leyendo. Entonces, cuando he tenido un día frustrante, cuando he sentido que mi día fue terrible, me acuerdo de lo que logré antes de desayunar, y mi día adquiere otra perspectiva.

Esta técnica de Liz de antes del desayuno tiene dos componentes terapéuticos importantes: el primero es asumir un reto pequeño y cumplirlo (puede ser lavar el coche, hacer algo de ejercicio, pegarle un botón a una camisa, leer un capítulo de un libro o contestar un correo a un amigo). No tiene que ser algo importante o monumental, solo necesita ser completado; y cuando se hace, se tiene la sensación de poder lograr, terminar, conseguir. El segundo componente es que, al final del día, o bien cuando sentimos que los demonios de nuestra historia nos perseguirán por siempre con sus trinches ardientes, se puede mirar hacia atrás para reconocer ese pequeño logro hecho realidad, y entonces decirnos: “¡No tuve un día en vano, logré algo productivo!”.

Liz compartió conmigo un pequeño antídoto contra la desesperanza que, al final, no es tan pequeño, porque al lograr algo sencillo, algo viable, algo que hemos completado, la sensación de control regresa a nosotros, y podemos sentir otra vez la capacidad de conseguir objetivos. Lograr cosas pequeñas devuelve el poder a nuestra vida. Ahora sabes que hay algo que puedes hacer con tu sensación de total desesperanza. Deseo de todo corazón que lo lleves a cabo. Inténtalo, la sensación de ahogo puede terminar. A continuación, te doy una guía sencilla para que pruebes esta técnica para la desesperanza:

Ponte una meta pequeña para mañana. Lo que sea estará bien: ordena un cajón, baña a tu perro, contesta ese correo pendiente, haz esa cita que necesitas con el dentista, aspira tu coche, ve a cortarte el pelo, llama a tu mejor amigo y platica con él. El único requisito para esto es que sea una meta pequeña que sea posible de ser completada; no importa si es algo que ya has hecho antes trescientas veces. Al día siguiente, ¡llévala a cabo! No lo dudes, no lo pospongas, no te sabotees evitando conseguirla. No tienes que terminar con el conflicto árabe-israelí, no tienes que encontrar un nuevo trabajo o arreglar tu crisis matrimonial, solo tienes que lavar el coche. Así de simple, pero lógralo. Después de haberlo logrado, recompénsate por haberlo conseguido. No mañana, no el fin de semana, no cuando llegue la quincena. Recompénsate en ese momento. Seguramente ya no estás acostumbrado a hacerlo, pero recompénsate. Esto significa decirte algo positivo a ti mismo, significa sentirte merecedor de ir a tomar el café que te gusta o prepararte algo rico de cenar. Recompénsate, es importante como parte de la estrategia de este plan. Así es que, desde hoy, ponte metas para mañana, y mañana para pasado, y pasado para el día siguiente… En menos de lo que imaginas, habrás logrado limpiar la casa, habrás puesto en orden tus finanzas, habrás recuperado las amistades que habías descuidado, habrás terminado esa novela inconclusa o tendrás una buena condición física. Al final de cada día, no importa cuán miserable te sientas, fuérzate a recordar que conseguiste, aunque sea, una pequeña meta. De esa manera, no importa todo lo que haya estado mal durante el día, habrás conseguido algo significativo, por pequeño que sea. Será cierto y te hará sentir mejor, te lo aseguro.

Así es como se cura la desesperanza: con pequeñas metas que somos capaces de conseguir. Así se sana esa sensación de que nada mejorará: demostrándonos con pequeñas situaciones que no estamos condenados al fracaso por siempre. Una vez que te sientas capaz de resolver los pequeños problemas, créeme que los grandes empezarán a encogerse. Esto sucederá no porque realmente se hagan más pequeños, sino porque tú no serás la persona desesperanzada y descorazonada que eras hace apenas unas semanas. Y si continúas resolviendo los pequeños y los medianos problemas, llegará el día en que puedas darle un verdadero knockout a los grandes.

He trabajado con personas que viven, como tú, en la total desesperanza; y como sé que no aceptan fácilmente ninguna sugerencia porque piensan que fracasarán en el intento, te pido que antes de que descartes por completo esta sugerencia —que tal vez te parezca simple, torpe e inútil—, solo aceptes y reconozcas que, por lo menos, ¡terminaste este capítulo! Lo lograste a pesar de que no lo hiciste para probarte nada, a pesar de que no lo hiciste para intentar curar tu desesperanza.

Acabas de conseguir y completar una pequeña meta; y eso, mi querido lector, es tener algo de control en tu vida. ¡Acabaste el capítulo del libro que estás leyendo!

Por lo tanto, date cuenta de que no importa cuán pequeña sea la meta, terminarla implica algo de autocontrol, que es lo que necesitas recuperar para salir de la espiral autodestructiva de la desesperanza. Reconocer las pequeñas metas implica superar la sensación fatalista de que las cosas nunca podrán mejorar y comprender que se trata solo de una percepción distorsionada, y no de una realidad. Implica asumir y comprobar que todo pasa, todo termina; y que cada día es nuevo y está lleno de potencial y posibilidades.

Lo más importante es que cuando logramos ir resolviendo pequeños problemas, nos reeducamos a entender que lo que vemos como un problema es en realidad una situación desagradable que estamos capacitados para superar.

Tal vez te ayude saber que la mayoría de los pacientes desesperanzados, descorazonados y desconectados de su propio poder con quienes he trabajado, han logrado asistir a sus citas conmigo; y este acto pequeño, esta realidad que muchas veces no son capaces de reconocer —no importa lo que digan sus palabras de desaliento y desesperanza—, me da una prueba de que algo dentro de ellos confía en que quizá las cosas sí podrán mejorar en el futuro.

De corazón te deseo que te des la oportunidad de intentarlo. Si funciona para mí, podría funcionar para ti. El simple hecho de que consideres hacerlo ayudará a que funcione, ya que cuando hagas algo, cuando empieces a planear algo en tu beneficio, cuando pienses en la posibilidad de algo positivo para tu vida, empezarás a sentir tu fuerza, pensarás con más poder, actuarás con más seguridad y empezarás entonces a dar los pequeños pero grandes pasos para salir de la desesperanza.

¡Oye!, por cierto, matarte no entra dentro de los retos que debas completar.

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