Suicidio

Suicidio


11. No lo hagas por ellos

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NO LO HAGAS POR ELLOS

Los antiguos griegos tenían un problema: los dioses habían mirado hacia abajo, desde el Olimpo (su mundo etéreo), para fijarse en lo que hacían los humanos. Entonces decidieron regular al mundo. Y como estos dioses tan especiales tenían emociones, pasiones y defectos humanos, y también tenían poderes sobrehumanos empezaron a hacer y deshacer a placer para controlar la vida terrena. Qué terrible fue para los griegos darse cuenta de que sus vidas dependían del estado de ánimo de los dioses: si no estaban satisfechos con algo de lo que sucedía allá abajo, tenían el poder de castigar. No tenían que ser justos, no tenían que ser compasivos, no tenían que tener la razón; de hecho, podían ser totalmente irracionales, injustos y vengativos, y tenían el poder de tomar represalias a su antojo. Los griegos estaban, entonces, a merced de los berrinches y los estados de ánimo de sus dioses; y lo impredecible de las acciones caprichosas de estos generaba miedo, ansiedad y confusión entre los mortales.

Narro aquí la situación injusta y preocupante que vivían los griegos, de acuerdo con su mitología, para hacer una analogía con lo que frecuentemente sucede en muchas familias del mundo de hoy. Y es que este mismo tipo de relación se llega a establecer cuando existe un padre tóxico en un sistema familiar. Con este término me refiero a un padre impredecible, irracional e inmaduro, que se asemeja a un dios griego, ante los ojos de un hijo. Él puede decidir lo que sea y destruir lo que sea sin que el hijo pueda protegerse a sí mismo. Al igual que los dioses, un padre tóxico toma decisiones con base en pasiones y berrinches, que tienen secuelas en la vida de sus hijos.

Cuando somos niños, nuestros padres lo son todo para nosotros. Literalmente, nuestra estabilidad emocional depende de ellos al cien por ciento. Creemos que sin ellos nos encontraremos solos, sin ningún tipo de cuidado, sin amor, viviendo un estado constante de miedo. Y somos conscientes de que dependemos de ellos, ya que son los proveedores de todo lo que necesitamos.

Al igual que los antiguos griegos vivían a merced de sus míticos dioses, los niños están a merced de sus padres; y como nadie los juzga, nadie los castiga y nadie los controla tienen el poder de tomar decisiones sobre sus hijos. Pero estas no tienen que ser justas, no tienen que ser compasivas, no tienen que ser racionales. Simplemente son impuestas por las padres, quienes tienen el control y el poder sobre ellos.

Los hijos aprendemos a vivir bajo las reglas de nuestros padres y a recibir su legado, sea como sea. Y ya que como hijos estamos bajo su mando, aprendemos a creer que ellos son perfectos y que alcanzan a ver lo que nosotros no vemos. Así, en la medida en que creemos que nuestros padres hacen lo correcto, que toman las decisiones adecuadas y que saben lo que están haciendo —aunque nosotros no lo entendamos—, nos sentimos protegidos. No importa lo que hagan o dejen de hacer, lo justos o injustos que sean, lo sano o lo enfermo de su comunicación, la compasión o la rudeza con la que nos hablen, creemos que son perfectos. Si no fuera así, nos sentiríamos totalmente perdidos y sin rumbo. Por lo tanto, ellos lo hacen bien, ellos son buenos, y nuestro papel en la ecuación es asumir, sin cuestionar, las decisiones que toman. Depender de nuestros padres al comienzo de la vida es algo inevitable.

A los que tienen la fortuna de tener padres relativamente sanos, se les ofrece la oportunidad de ir formando una adecuada autoestima, un autoconcepto de valía y seguridad. Aprenderán a tener claridad en lo que se espera de ellos y, por lo tanto, podrán anticiparse, de cierta manera, a las reacciones emocionales que su comportamiento provoque en sus padres. Pero los que no tuvimos tal fortuna y crecimos en familias disfuncionales —donde alguno de los padres, o ambos, son tóxicos— debemos hacer un doble trabajo para fortalecer nuestra autoestima y sentirnos capaces de ser amados y respetados. Los del segundo grupo tenemos mayor probabilidad de caer en conductas autodestructivas y una mayor tendencia a hacernos daño, ya que aprendimos que merecíamos ser constantemente castigados y rechazados.

Hay una realidad: el niño es egocéntrico por naturaleza. Esto no significa que sea egoísta, sino que cree que todo lo que sucede a su alrededor tiene que ver con él y con sus acciones. No es hasta los 7 años que es capaz de desvincular lo que sucede en el mundo de sus propias acciones. Entonces, en esta edad en que el niño piensa que todo está relacionado con él, se vive como responsable de todo lo que pasa cerca de su entorno; por ejemplo, si el padre llega contento y de buen humor de trabajar, es porque él se sacó una estrellita en el kínder, y si llega de malas o enojado, es porque él no se comió el espagueti, y lo escondió debajo del sillón. Lo que sucede es que el pensamiento mágico del niño se mezcla con la realidad, y no es capaz de entender que los sentimientos de sus padres pueden estar vinculados a algo más que no sea su propio comportamiento. Y entonces sucede que, al igual que los antiguos griegos, el niño busca todas las maneras posibles de tener contentos a sus “dioses”, a sus padres. Pero como estos son inconsistentes en sus afectos, impredecibles e irracionales, y presentan comportamientos erráticos, infantiles e impulsivos, convierten a su hijo en el blanco de sus agresiones y le dan dobles mensajes en su comunicación. Entonces, el niño se siente confundido, temeroso, inseguro, culpable y devaluado.

La realidad es que los padres no son perfectos y muchas veces se equivocan, lo cual genera dolor en los hijos. Sin embargo, es fundamental que sean conscientes de que el rol más importante que la naturaleza les ha regalado como padres es el de proveer de amor y seguridad a su hijo. Cuando un padre sano se equivoca, asume su error y sabe pedir perdón. Así, el hijo aprende que equivocarse es algo natural, y aprende a perdonar y a perdonarse. No importa cuán enojado, frustrado o triste se encuentre, un padre necesita proveer seguridad, y esta no implica negar lo que siente; al contrario, es importante que un hijo conozca los sentimientos de sus padres, pues así aprenderá a expresar los propios. Lo que un padre nunca debe permitirse es desquitar sus disgustos con sus hijos, y siempre debe dejar claro, con acciones, que el amor no está condicionado a ningún estado de ánimo. El amor debe ser total e incondicional, sin importar los otros sentimientos que existan de por medio.

Siempre he creído que solo aquellos que tienen verdadera vocación de padres deberían poder reproducirse. Los demás deberíamos nacer infértiles o vasectomizados, ya que es increíble cómo un padre tóxico es capaz de marcar negativamente la vida de un ser humano. La salud de una familia reside, en gran medida, en la salud de quienes la fundaron, de quienes decidieron formarla.

Para la formación de una familia, la naturaleza siempre hace que se atraigan seres de la misma especie. Por ejemplo, siempre vamos a encontrar a un conejo con otro conejo; es decir, nunca vamos a encontrar a un conejo que se relacione en pareja con un mapache o con una jirafa. Lo mismo sucede con los seres humanos: una persona se relaciona en pareja con alguien que tiene, más o menos, su mismo nivel de autoestima, de comunicación, de inteligencia, de salud emocional. Un conejo está con otro conejo, así que si los conejos son medianamente sanos, crearán una familia de conejos medianamente sana; pero si los conejos son enfermos, crearán una familia enferma de conejos con baja autoestima, sin capacidad de comunicarse emocionalmente, y con miedo y con culpa.

Una familia funciona como un sistema abierto, donde existe una interacción constante entre cada uno de sus miembros. Como es un sistema completo, el comportamiento de cada miembro tiene influencia y estímulo en la vida de los demás. Por lo tanto, un cambio en el comportamiento de uno de los integrantes de la familia produce cambios en los demás miembros. No existe la familia perfecta, pero existen familias medianamente funcionales y familias disfuncionales.

La función más importante de la familia es que representa gran parte de la base o el cimiento para la estabilidad y la adecuada autoestima de un ser humano.

En una familia funcional se genera una adecuada autoestima y seguridad entre sus miembros; en cambio, en una familia disfuncional, en donde se presenta un comportamiento inadecuado o inmaduro de parte de uno de los padres o de ambos, se inhibe el crecimiento de la individualidad y de la capacidad de relacionarse sanamente entre los miembros de ese sistema familiar. Entonces, en una familia funcional se promueve la sanidad espiritual y emocional de cada uno de sus miembros; en cambio, en una disfuncional, se promueve en ellos la culpa, el miedo, la irracionalidad y el sentimiento de desamparo.

En toda familia hay reglas, y los miembros las crean (en especial los padres). Y como la familia es un sistema vivo, en el caso de una familia funcional estas reglas se van modificando de acuerdo con los cambios que los miembros van experimentando. Veamos las diferencias entre una familia funcional y una que no lo es. Una familia funcional, una familia sana, funciona de la siguiente manera:

1. Las reglas son congruentes, racionales y se adaptan a las necesidades reales de la familia.

2. Existe la expresión abierta de las necesidades básicas y de los afectos de los miembros.

3. Las diferencias individuales, tanto en la forma de pensar y actuar como en las necesidades de cada uno de los miembros, pueden ser aceptadas.

4. Los conflictos son vividos únicamente como diferencia de opiniones entre los miembros, y no amenazan la estabilidad familiar.

5. Tanto los conflictos como los acuerdos se expresan en forma libre, abierta y desde las emociones.

6. Los mensajes verbales y no verbales son congruentes.

7. Existen límites claros en los roles y en las manifestaciones emocionales de los miembros.

8. Se promueven la individualidad y el respeto entre los integrantes.

9. Los padres funcionan como un equipo junto con sus hijos, lo que fomenta que se relacionen en términos de afecto y apoyo mutuos.

10. Existe un nivel balanceado entre el proceso de dar y recibir, ya que es tan importante recibir del sistema familiar como cuidar de él.

11. La lealtad hacia el sistema es primordial.

12. En una familia sana, cada miembro goza de su propio espacio —físico y psicológico—, y esta independencia nutre al sistema familiar.

13. Cuando algún miembro tiene un problema, se pide ayuda al sistema, y la familia puede pedir ayuda al exterior.

Creo que si todas las familias fueran medianamente funcionales, los seres humanos viviríamos en armonía y toleraríamos las diferencias de los demás. Sin embargo, somos muchos los que fuimos criados por padres tóxicos en familias disfuncionales que lastimaron nuestro autoconcepto y nuestra relación con el mundo.

Una familia disfuncional funciona de la siguiente manera:

El padre tóxico es el origen principal de la disfuncionalidad.

Las reglas se establecen a partir de los caprichos irracionales de los padres.

Se imponen reglas rígidas que no permiten ni la manifestación afectiva de sus miembros ni la expresión de sus necesidades.

La paz se mantiene a expensas de la individualidad de cualquiera de sus miembros.

Se prohíbe la expresión abierta de las necesidades básicas y de los afectos de los miembros, pues es amenazante para el sistema.

Al no existir el espacio físico y psicológico individual para cada uno de los miembros, se generan círculos viciosos donde no se permite la ayuda del exterior.

Los conflictos se perciben como un reto a la autoridad y como un riesgo a la estabilidad; por ello se evitan, se niegan, se reprimen y se esconden dentro y fuera del sistema. En estas familias, por lo general, se actúa y se vive como si no pasara nada.

Frecuentemente, uno de los esposos se somete al otro, lo cual alimenta en toda la familia el miedo al abandono y la poca valía del individuo. Con este ejemplo de los padres, los hijos aprenden a ser tiranos, o bien a someterse a los deseos de los demás.

Hay incongruencia entre la comunicación verbal y la no verbal, pues se presentan contradicciones constantes entre lo que se dice y el comportamiento de los miembros, en especial de los padres.

Los padres no actúan como un equipo, sino que generan alianzas entre sus hijos, provocando que estos se ataquen entre sí. Esto promueve las relaciones agresivas, de competencia y de separación entre los hermanos.

Se aprende que no hay un balance en el proceso de dar y recibir dentro del sistema, lo que causa que los miembros aprendan a no sentirse merecedores de afecto y estabilidad por parte del medio, o bien que sean egoístas y estén centrados en sí mismos.

La lealtad al sistema deja de ser un valor.

La dependencia se vuelve excesiva, pues la autonomía de los miembros se limita mucho.

La protección o la disciplina se tornan excesivas, y los padres provocan —directa o indirectamente— una disfunción en los hijos.

Los padres involucran a los hijos en los conflictos parentales, y cada padre trata de jalar al hijo hacia su lado, logrando que la alianza con alguno de ellos sea permanente. Esta situación impulsa al padre a crear una relación posesiva y de “pareja” con el hijo, donde este pierde su individualidad. Además genera en el otro padre resentimiento, culpa y miedo, así como altos niveles de dependencia.

Los hijos se vuelven el blanco de la agresión de los padres.

Entonces, los padres tóxicos generan familias disfuncionales, que se identifican básicamente por cuatro características:

Amalgagamiento de la familia. Amalgamar significa entremezclar o asociarse en forma de simbiosis. Esta característica es contraria a la individualidad. Una familia amalgamada es una familia en donde no existe respeto al individuo y en la cual los padres pueden entrometerse en la vida de los hijos, decidiéndolo todo. Es exactamente lo contrario de confiar y dejar vivir en plenitud. Este patrón de conducta disfuncional impide la formación de una personalidad sana, ya que inhibe el espacio vital físico, psicológico y espiritual de la persona.

El concepto de estar juntos por obligación y no por gusto es diferente del concepto de una unión familiar, en donde existe apoyo y respeto al espacio y a las necesidades individuales.

El extremo opuesto de esta característica —disfuncional y muy dañina también— es la indiferencia, en donde no hay ningún contacto emocional. Es importante acotar que este comportamiento suele manifestarse en los estratos sociales muy bajos o muy altos.

Rigidez. Consiste en el establecimiento de reglas que no admiten posibilidad de cambio y que se imponen de manera arbitraria para todos los miembros de la familia, exceptuando, probablemente, a quien las impuso.

Algunas de las consecuencias de la rigidez son la rebeldía contra todo y contra todos, la frustración, el resentimiento y la incapacidad de elaborar un criterio flexible, de acuerdo con las circunstancias.

Debemos estar conscientes de que los hijos son como los cinco dedos de una mano: a pesar de pertenecer a la misma extremidad, son diferentes entre sí. Por ello sería absurdo pretender que un mismo anillo les quedara a todos los dedos por igual: a uno le quedaría bien, a otro no le entraría y a otro más le quedaría flojo.

El extremo contrario de este comportamiento es la falta de establecimiento de límites, y es igualmente patológico. Esta conducta también es destructiva pues, al no ofrecer ningún tipo de contención emocional ni orientación o apoyo, genera en un hijo la sensación de no ser querido.

Sobreprotección. Es la generación de dependencia hasta terminar por “lisiar” emocionalmente a la persona. La sobreprotección es la equívoca actitud de pretender resolver todos los problemas del sistema familiar, basándose en la creencia de que solo yo tengo la capacidad para hacerlo. Es muy dañino rescatar a un hijo de cualquier contratiempo y estar todo el tiempo sobre él, indicándole lo que debe o no debe hacer. Al no permitirle resolver lo que se le presenta, se le quita la oportunidad de aprender a resolver sus problemas aprendiendo de sus experiencias negativas (errores) y de bastarse por sí mismo con sus propios recursos, sin que tener que depender siempre de los padres.

Este proceder, generalmente, brinda al padre o la madre ciertas ganancias secundarias, ya que mientras el hijo depende de ellos, satisfacen su necesidad de sentirse útiles.

Este patrón disfuncional no permite que el ser humano se desarrolle en su totalidad, ya que le impide vivir ciertas experiencias necesarias y desarrollar sus capacidades y autoestima. Al mismo tiempo, fomenta en la persona la inseguridad ante la vida y los problemas que ella conlleva al impedir el desarrollo del instinto de agresión, necesario para saber luchar, defenderse y competir. Y peor aún, la sobreprotección genera en el hijo miedo, inseguridad y una gran sensación de inadecuación en el mundo, al sentir que no tiene la posibilidad de sobrevivir por sí mismo en el mundo.

El polo opuesto de este patrón es soltar totalmente a un hijo, antes de que adquiera las herramientas necesarias para luchar y defenderse en el mundo.

Evitación del conflicto. Es la característica más importante, por ser la más dañina; al grado de que, aun existiendo las otras características disfuncionales, si la familia pudiera hablar del conflicto y de lo que siente, si pudiera discutir su problemática y si existiera en su interior una correcta comunicación emocional, sin restricciones verbales, esa familia podría salir adelante de una manera sana.

En una familia que evita hablar de los conflictos no existen enfrentamientos y no se habla de las situaciones dolorosas; razón por la que no se ventilan los problemas reales. Este mutismo genera una carga emocional que se convierte en una bomba de tiempo, la cual termina por explotar en el momento menos esperado. Es como si hubiera un dragón en la sala, y todos vivieran la tensión de su existencia, pero nadie se atreviera a hablar de él. La realidad es que al sentir la presencia del dragón, todos experimentan una gran tensión, pero actúan como si todo estuviera bien. Se habla de temas intrascendentes o se vive un gran silencio, pero nadie se atreve a manifestar lo que está amenazando la integridad de la familia... Todos fingen no ver al dragón. Llega a suceder que cuando un hijo pequeño pregunta la verdad sobre “el dragón”, se le oculta la verdad, y se le enseña a evadir y a negar la realidad. En consecuencia, el niño genera la creencia de que su percepción acerca de la realidad está equivocada y, por lo tanto, aprende a ignorarla o a buscar soluciones con bases falsas o irreales.

Las consecuencias de no hablar de los problemas profundos, de los secretos, del dolor emocional es que, al reducirse la comunicación entre los miembros de la familia, se evita la intimidad entre ellos, se distancian cada vez más y se convierten en extraños entre sí.

El extremo opuesto de esta característica es el cinismo, que consiste en mencionar los temas con crudeza y sin empatía, sin un deseo verdadero de buscar una solución. En este comportamiento, no se toma en cuenta la edad de los hijos y se les da información que no pueden manejar.

El proceso de ir creando nuestra propia individualidad e ir separándonos de los padres alcanza su pico más alto en la adolescencia, donde abiertamente confrontamos los valores, los gustos y la autoridad parental. Este es un proceso normal y natural.

En una familia razonablemente estable, los padres permiten que sus hijos vayan eligiendo su propio camino y toleran la ansiedad de que los hijos no siempre cumplan sus propias expectativas. De esta manera, fomentan que el adolescente vaya encontrando su camino en el mundo, toleran la crisis de adolescencia, permiten y propician su autonomía y brindan apoyo y estabilidad emocional con límites razonables.

Los padres tóxicos no son tan tolerantes: ellos perciben el proceso de adquisición de individualidad y autonomía de los hijos como una rebelión y como un ataque personal, y responden al proceso de búsqueda de identidad de sus hijos reforzando su dependencia, minimizándolos, humillándolos y sometiéndolos. Esta actitud llega a generar en los hijos sentimientos profundamente destructivos y dolorosos. Claro que los padres actúan creyendo que hacen lo que es mejor para ellos, y se justifican con la idea de que están forjando su carácter o enseñándoles a lidiar con la realidad de la vida. Sin embargo, esta constante represión es, en realidad, un arsenal de sentimientos negativos, una constante amenaza a la autoestima de sus hijos y un sabotaje constante al proceso natural y sano de adquisición de independencia e identidad propias. No importa cuánta razón crean que tienen este tipo de padres tóxicos, de todas maneras, el yo de sus hijos se lastima en exceso, propiciando en ellos relaciones enfermizas y destructivas.

El hijo de padre tóxico está a merced del yugo del padre y no es capaz de liberarse del dios griego que todo lo decide; por lo tanto, llega a perder la esperanza de construir por sí mismo una vida mejor. Asimismo, aprende a que cualquier intento de autonomía será interpretado como una falta grave y que habrá una consecuencia importante; por lo que acaba eligiendo una de dos opciones: someterse a los deseos del padre, o rebelarse contra él de manera tóxica y autodestructiva. De todas formas, el miedo constante a la represalia se arraiga en el cuerpo y en el alma del hijo; y ante cada situación de conflicto, aun cuando el niño se haya convertido en un adulto, este miedo lo paralizará y lo llevará a enfrentarlo de manera enferma.

El dominio de un padre tóxico hace que la autoestima del hijo disminuya y que su dependencia emocional aumente. Con esto, el joven se inventa la creencia de que no puede sobrevivir solo en el mundo.

Desgraciadamente, como las conductas enfermizas de los padres se mezclan con el amor y la sensación de lealtad que los hijos tienen hacia ellos, en el fondo el niño y el adolescente sienten la necesidad de justificar la conducta de sus progenitores, y a menudo asumen la responsabilidad de sus comportamientos, a pesar de ser muy destructivos. No importa cuán tóxico sea el padre, su hijo necesitará defenderlo. Entonces, a pesar de que de cierta manera el niño entienda que su padre se está equivocando profundamente, lo justificará o actuará como si no hubiera pasado nada.

Resumiendo, los hijos de padres tóxicos crecemos con estas dos doctrinas totalmente aprendidas:

No valgo, no soy lo suficientemente bueno.

Soy débil, fracasaré y nunca lograré que mis padres estén orgullosos de mí.

Estas creencias son tan poderosas que se mantienen en el interior de la persona, aun cuando la edad adulta haya llegado. Están tan interiorizadas que difícilmente el hijo de padres tóxicos podrá vivir su edad adulta con plenitud.

He conocido varios padres y madres que solicitan terapia para sus hijos sin reconocer que son ellos quienes la necesitan. Hoy en día, rara vez acepto a un adolescente en terapia, ya que, tristemente, me he ido dando cuenta de que cuando son parte de un sistema familiar disfuncional, los padres esperan que el proceso terapéutico oriente la voluntad, la individualidad y el desarrollo de la personalidad de sus hijos hacia las expectativas que ellos tienen. No desean que sean capaces de tomar sus propias decisiones, o que tengan la capacidad de estar en desacuerdo con el holón parental. Así es como he conocido a muchos padres que siguen siendo adolescentes y que creen que pueden educar a otros adolescentes: actúan de manera egoísta y manipuladora y, generalmente, ven por sus propios intereses y no por los intereses de sus hijos. Y una de las cosas más graves que me he encontrado en mi vida de terapeuta es el hecho de que muchos padres culpan a sus hijos de su propia infelicidad, peso que llega a ser insoportable de cargar para cualquier hijo.

Susan Forward, en su libro Toxic Parents, divide a los padres tóxicos en seis grupos:

a) Los padres inadecuados. Solo se concentran en sus propios problemas, con lo que provocan que sus hijos se conviertan en miniadultos, que desde muy pequeños los cuidan.

b) Padres controladores. Utilizan la culpa, la manipulación y la sobreprotección para tener pleno control de la vida de sus hijos.

c) Los alcohólicos o adictos. Generan un ambiente de tensión emocional por el abuso en el consumo de drogas o alcohol, aunado a la negación de la enfermedad. Tienen cambios de estado de ánimo caóticos, y sus adicciones les dejan muy poca energía para cumplir adecuadamente su rol de padres.

d) Los abusadores verbales. Utilizan groserías o motes despectivos para dirigirse a sus hijos. Son sarcásticos y desmoralizan a sus hijos mediante una devaluación constante hacia ellos.

e) Los abusadores físicos. Son incapaces de controlar sus impulsos, especialmente la ira, y todo el tiempo responsabilizan a sus hijos de su propio e ingobernable comportamiento.

f) Los abusadores sexuales. Abiertamente han sexualizado con sus hijos o son muy seductores, lo que produce una gran confusión en el niño y destruye lo más sagrado que tiene: la inocencia.

No es justo que un hijo cargue con la inmadurez, la irresponsabilidad y el egoísmo de un padre. Sin embargo, que sea injusto no lo hace imposible, y esto es lo que sucede en las familias tóxicas: los hijos cargan con el legado de culpa, miedo y dolor que les han inculcado sus padres.

Es importante aclarar que, aunque un hijo se sienta plenamente responsable de la infelicidad de sus padres, no tiene que asumir como propios sus errores ni tiene que seguir justificando que le hayan hecho la vida miserable.

Para resumir, un padre tóxico termina por acabar con la estabilidad emocional y con la posibilidad de ser feliz de un hijo: “Ya que no valgo nada y soy débil, merezco morir”. Esto es lo que puede generar o fomentar el pensamiento suicida del joven. Pero la realidad nos dice que aunque un hijo se mate, no les devolverá la felicidad a sus padres. Así es que puedes estar seguro de que tu suicidio no les quitará a tus padres el esquema de infelicidad y amargura que han elegido.

Hace un tiempo, trabajé con José Luis, un joven de 24 años que acudió a terapia por un episodio depresivo grave, con alto riesgo suicida. José Luis era un joven que estaba terminando su segunda carrera universitaria con honores, había creado una fundación para niños de la calle, hacía ejercicio regularmente, tenía una relación de pareja estable, trabajaba y, además, era exitoso en el ámbito social.

José Luis tenía el pensamiento obsesivo de ser un fracasado en la vida. “¿Pero cómo puedes ser un fracasado si apenas tienes 24 años y ya tienes dos carreras profesionales? ¿Quién te ha hecho creer que a los 24 años puedes haberte asegurado el fracaso de toda una vida?”, pregunté intrigado. En efecto, José Luis venía de una familia disfuncional con un padre en extremo violento, que los devaluaba en todo momento. Al analizar qué tipo de padre tóxico tenía José Luis, descubrimos que era un padre inadecuado, controlador, alcohólico, abusador verbal y físico... ¡tenía un padre muy tóxico!

A pesar de tener un hijo exitoso, el padre de José Luis se encargaba de compararse frecuentemente con su hijo para enfatizar lo poco capacitado que estaba el joven para la vida. En un momento crítico donde José Luis fue asaltado y perdió su trabajo, su padre —lejos de brindarle apoyo o comprensión— lo humilló haciéndole ver cuán perdido estaba para enfrentar sus problemas. A raíz de este trato de constante devaluación, José Luis cayó en una crisis importante que lo llevó a un cuadro depresivo mayor, en el que estuvo cerca de quitarse la vida.

Durante su tratamiento terapéutico, José Luis entendió que su padre era muy tóxico. Se dio cuenta de que siempre tenía expectativas irreales de perfección sobre él y sus hermanos, y que hiciera lo que hiciera nunca iba a obtener su reconocimiento. Pero, sobre todo, aprendió a ignorar los juicios que su padre hacía acerca de él. Fue un proceso largo, pero finalmente logró quitar de su sistema de creencias la idea de que no era valioso ni merecedor de la felicidad.

Romper con estos patrones es un trabajo complejo, ya que se requiere un sentimiento de compasión por la propia historia y de aprender a reconocer los propios logros. Y, además, no es fácil porque un padre tóxico envenena, y lleva tiempo eliminar este veneno para ser capaz de caminar hacia la libertad y la felicidad.

Ahora, quisiera pedirte que revisáramos el tipo de sistema familiar al que perteneces, y que muy posiblemente ha sido un factor determinante en el sufrimiento que te aqueja y que te ha llevado a pensar en suicidarte. Te pido que reconozcas si tu familia de origen es disfuncional y que explores la toxicidad en alguno de tus padres, o tal vez en ambos (ya que “los conejos permanecen juntos”). Si es así, revisa si has aprendido a autocastigarte, a callar lo que sientes, a sentir que no vales la pena y que no mereces nada bueno en tu vida. Tal vez poco a poco fuiste aprendiendo que merecías algo tan malo que solo se equipararía con la muerte, y quizás hoy sientas que fallaste a las expectativas de tus padres, de tal manera que mereces dejar de existir.

Para terminar, y sin saber cuál será tu decisión final, permíteme recordarte que, desde el momento en que abriste los ojos a este mundo, desde el día en que naciste, ¡tienes el derecho a la vida! Tienes el mismo derecho a vivir que cualquier otra persona, aunque esta haya tenido padres nutritivos y familias funcionales. Y nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los dioses griegos o tus padres tóxicos, te lo pueden quitar.

A pesar de que no se te haya valorado, amado y respetado, tienes derecho a vivir y a luchar por tu bienestar. Y si te enseñaron lo contrario, necesitas asumir, creer y aceptar que eres sumamente valioso y puedes aprender a ser feliz. Si muchos hemos podido sanar las heridas que nos causaron nuestros padres tóxicos, tú puedes lograrlo también.

Así que piensa que, si te estás quitando la vida para pagar la infelicidad de tus padres, no lo hagas por ellos, pues te aseguro que hagas lo que hagas infelices se quedarán. Y si te estás quitando la vida para que finalmente te quieran, no lo hagas, pues de todos modos seguirán sin quererte.

Tú no eres culpable de lo que viviste en la infancia, pero puedes hacer algo para cambiar tu adultez.

Tienes el derecho a vivir, no te prives de él.

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