Stigmata

Stigmata


Capítulo 28

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La despedida de Daialee no duró demasiado.

No fue una ceremonia larga ni tortuosa. Tampoco fue ostentosa. De hecho, fue bastante simple. Las brujas, una a una, se encargaron de recitar pregones y versos en honor a la vida, a la muerte, a la vida después de esta y al descanso eterno de las almas. Dinorah, quien dirigió en todo momento, se encargó de realizar, junto con Zianya, un ritual que en su antiguo aquelarre utilizaban para honrar a sus muertos.

Las palabras dichas en su idioma natal no hicieron más que llenar todo el ambiente de una sensación suave, ligera, solemne y, al mismo tiempo, triste.

El luto y la esperanza se mezclaron en la energía caótica en la que se ha sumido todo a nuestro alrededor antes de que, finalmente, una a una, dijeran unas palabras para las cenizas de quien alguna vez fue mi amiga.

Cuando llegó mi turno de hablar, no pude decir nada. No pude abrir la boca para nada porque no había nada que decir. No tuve las palabras suficientes para despedirme de ella, o para disculparme por todo lo que le hice pasar y por todo lo que alguna vez se le fue arrebatado por mi culpa.

Tampoco sé si las tendré algún día. Ahora mismo, ni siquiera puedo pensar en la posibilidad de intentarlo. Se siente incorrecto. Se siente erróneo tratar de disculparme después de tanto. Después de todo lo que ha pasado.

Así pues, la ceremonia transcurrió con solemnidad hasta el último instante, cuando las cenizas fueron esparcidas sobre la tierra que alimenta el brote de un árbol en el jardín. Una vez hecho esto, se dio por terminado el pequeño ritual; sin embargo, nadie se movió de ahí luego de aquello. Nadie hizo nada más que contemplar la pequeña y débil planta que, en algún momento, se convertirá en un árbol.

No lloré. Nadie lo hizo. Nadie hizo nada durante una eternidad; y no fue hasta que la noche empezó a caer que, una a una, las brujas fueron abandonando el lugar.

La primera en marcharse fue Zianya. Le siguió Dinorah. Niara se quedó unos minutos más luego de que Dinorah se marchó y, pronto, me quedé completamente sola.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que me atreviera a moverme, pero, cuando lo hice, fue para sentarme en la tierra húmeda por el sereno de la noche.

No sé cuánto tiempo he estado aquí sentada. Tampoco es como si me importase saberlo. A estas alturas del partido, coger un resfriado es la menor de mis preocupaciones; es por eso que he decidido quedarme aquí, tratando de asimilar el hecho de que Daialee se ha ido. Tratando de asimilar el hecho de que tengo que tomar una decisión pronto o el caos que ha comenzado a desatarse en la tierra será incontrolable. Incontenible.

—Vas a enfermarte. —La voz ronca a mis espaldas suena lejana. Lo suficiente como para sentir que han tenido la consideración de darme un poco de espacio y, a pesar de eso, sé a quién le pertenece. Sé, por sobre todas las cosas, que es Mikhail quien está hablándome.

No respondo.

—Necesitas descansar —Mikhail insiste, pero lo único que consigue es que lo mire por encima del hombro durante unos instantes. Acto seguido, vuelvo la atención hacia el brote de roble delante de mí.

El sonido de unos pasos acercándose llega a mis oídos, pero se detiene al cabo de unos segundos.

—¿De esto se trata ahora? —La voz del demonio suena demasiado cerca. Tanto, que soy capaz de percibir el enojo en ella—. ¿De actuar como si fueses incapaz de entender lo que digo? ¿De dejar de funcionar solo porque has perdido algo?

Mis ojos se llenan de lágrimas, pero no quiero llorar. No hay nudo en la garganta, ni dolor en el pecho. No hay absolutamente nada más que un inmenso vacío en mi interior. Un vacío que no puede ser llenado con palabras. Uno que ha hecho su hogar en mi corazón y que se rehúsa a marcharse. Ha llegado para quedarse. Para aniquilarme poco a poco hasta dejarme hueca.

Giro la cabeza para encararlo.

Tengo que alzar el rostro para poder mirarle a la cara, ya que él se encuentra de pie y yo estoy sentada, pero eso no impide que lo mire a los ojos.

—Murió por mi culpa… —La voz me sale en un susurro ronco, pero suena carente de emociones; como si la tristeza se hubiese encargado de drenarme por completo y no fuese capaz de sentir nada. Eso me asusta.

—Murió porque estaba en el lugar y el momento equivocado. —La dureza en el tono del demonio y el gesto impasible que lleva en el rostro hacen que una punzada de coraje me recorra entera.

El alivio que me provoca esta sensación es tan intenso, que tengo que tomarme unos instantes para asimilarlo y saborearlo.

—¿Qué hay de mi familia, o de Dahlia, o de las brujas que murieron la noche que los ángeles me atacaron? —espeto. Por primera vez desde que hablo, un destello enojado se abre paso en mi tono—. ¿Ellos también estaban en el lugar y el momento equivocado? —Una negativa frenética me asalta al tiempo que me pongo de pie. La ira crece y se construye a toda velocidad en mi interior—. Yo soy el común denominador en todo esto. ¿Es que acaso es tan difícil de entenderlo? El mismo Ashrail lo dijo: soy la destrucción hecha persona.

—¿Y qué ganas lamentándote por serlo? —La brusquedad con la que escupe las palabras hace que un destello de dolor me atraviese el pecho y la sensación me envía al borde—. Eres un Sello apocalíptico. Ese es el precio que te ha tocado pagar por serlo.

—¡Pero yo no lo elegí! ¡No quiero nada de esto! —La desesperación se abre paso en mi sistema y, de pronto, me siento incapaz de detenerme—. ¡¿Por qué diablos no puedes solo matarme y ya?!

—¡Porque no quiero! —Su voz truena y yo doy un respingo en mi lugar debido a la impresión—. ¡¿Es que no entiendes que nadie ha elegido ser lo que es, con un carajo?! —Su tono se eleva con cada palabra que pronuncia—. ¡¿Es que no eres capaz de comprenderlo?! ¡Absolutamente nadie ha elegido nada en esta puta existencia, Bess! ¡Deja de comportarte como si el resto del mundo hubiese tenido el derecho de decidir lo que quería en esta maldita vida y tú no!

El dolor en mi pecho es insoportable ahora. El nudo en la garganta se hace presente y me siento incapaz de respirar correctamente.

El silencio lo invade todo en cuestión de segundos, pero nadie hace nada por romperlo. Nadie hace nada más que permitir que el peso de lo que Mikhail ha dicho se asiente entre nosotros.

—Mucha gente aquí ha sacrificado cosas por mantenerte a salvo. —Mikhail habla al cabo de un largo momento. Su voz suena más ronca de lo usual, y sus ojos lucen salvajes y furiosos—. Todos en este maldito lugar han perdido algo por protegerte. Porque creen en ti y en lo que eres. —Guarda silencio unos segundos—. Todos aquí han renunciado a algo porque saben que aún no ha llegado el tiempo de que tengas que hacer ese maldito sacrificio al que vas a tener que someterte en algún punto de la vida. —Hace una pequeña pausa—. Las brujas lo dejaron todo por ti; perdieron a la mitad de las suyas en un ataque del que fueron víctimas por protegerte y, no obstante, dejaron su vida en la ciudad por venir a este lugar y ocultarte. Axel escapó del Inframundo, aun cuando eso pueda significar la muerte para él, solo para venir a encontrarte. —Niega con la cabeza—. Yo, incluso, he sacrificado absolutamente todo por mantenerte a salvo. Perdí un ala por protegerte… —El dolor insoportable que llega a mí a través del lazo me hace saber cuán miserable lo hace sentir este hecho. No me había dado cuenta de cuán devastado se siente al saber que ha perdido un ala—. ¿Y tú quieres rendirte, así como así? —traga duro, al tiempo que niega una vez más—. Creí que eras más valiente.

Lágrimas calientes y pesadas me abandonan.

—Ya no puedo más —suelto, en medio de un sollozo, pero él no hace nada por acercarse a mí. No hace nada por acortar los dos pasos que nos separan para consolarme—. Ya no quiero pretender que soy valiente. Ya no quiero pretender que soy fuerte.

—El problema, Bess, es que no tienes que pretender nada. —La voz del demonio no suena tan dura ahora. De hecho, me atrevo a apostar que hay un dejo dulce en ella—. Eres fuerte. Endemoniadamente fuerte. Eres destrucción. Eres poder. Eres caos… —Se detiene unos instantes—. Eres la criatura más impresionante que he conocido jamás. —Clava sus ojos en los míos—. Y eso es algo de lo que no vas a poder huir nunca. —Se encoge de hombros, en un gesto que pretende ser despreocupado, pero que luce tenso y molesto—. Así que tienes dos opciones, Cielo —da un paso más cerca—: O lo aceptas y lo utilizas a tu favor; o lo niegas y esperas a que El Fin llegue y los de mi especie ganen.

—Ya no quiero pelear más. —Medio sollozo y desvío la mirada.

—Si es así, ríndete. Date por vencida —dice—. Pero, entonces, haznos el favor de decirnos que has tomado esa decisión, para así ya no perder más el tiempo y darnos por vencidos nosotros también.

—Tú ni siquiera quieres luchar por la causa… —reprocho.

—Estoy aquí, ¿no es así? —dice y alzo la vista para encontrar la suya—. Estoy aquí. Eso debe significar algo, ¿no es cierto?

—Pero…

—Bess, yo estoy dispuesto a luchar por la causa si tú lo haces también —me interrumpe y la determinación que encuentro en su mirada me pone la piel de gallina—. Si tú peleas, yo también lo haré. Si decides luchar, yo también lucharé contigo. Con los tuyos. Por tu causa.

—¿Cómo sé que no vas a traicionarnos?

—Si quisiera traicionarte, Cielo, hace mucho tiempo que habría asesinado a todos en esa casa. —Hace un gesto hacia el interior de la vivienda que comparto con las brujas—. Creí que eso ya había quedado claro.

—Es que no puedo creer que, de la noche a la mañana, quieras ayudarnos.

—No quiero ayudarlos. —Sacude la cabeza—. Quiero ayudarte a ti. A nadie más. Me importa una reverenda mierda lo que le ocurra a las brujas, o a Axel, o a la humanidad. Lo único que me interesa, es que tú consigas eso que buscas y, si salvarlos a todos es lo que quieres, entonces me encargaré de que ocurra.

—No confío en ti.

Una sonrisa arrogante se desliza por los labios del demonio, pero hay algo cálido y dulce en ella.

—No necesito que confíes en mí —dice—. Necesito que me dejes ayudarte.

—No es así de sencillo. No puedes pretender que baje la guardia luego de tanta mierda. Hasta hace unas semanas, querías asesinarme.

—Déjame jurarte lealtad, entonces. —Sus ojos encuentran los míos—. Déjame ponerme a tu merced si eso es lo que crees que necesitas.

Se hace el silencio.

—¿Qué ha cambiado? —pregunto, al cabo de un largo momento y, odio admitirlo, pero sueno dudosa. Angustiada. Esperanzada—. ¿Por qué quieres hacer esto ahora?

Se encoge de hombros.

—Porque no tengo nada que perder —dice—. Porque, desde esa noche en la cabaña; desde esa noche en la que renuncié a mis alas para salvarte de Amon, supe que había algo más dentro de mí hacia contigo. Algo que es más fuerte que mis deseos de poder y que es más intenso que cualquier otra maldita cosa en el mundo. —Sacude la cabeza en una negativa, pero no ha dejado de sonreír—. Necesito averiguar qué es, Bess. Necesito ponerle un maldito nombre o va a volverme loco.

Guardo silencio, dudosa y escéptica.

—Aunque me jurases lealtad, de todos modos, sería incapaz de confiar en ti —digo, a pesar de que mi voz delata que no estoy muy segura de lo que hablo.

—Ya te lo dije: no necesito que confíes en mí. Necesito que me dejes ayudarte. Necesito que me dejes averiguar qué, en el infierno, está ocurriendo conmigo. —La súplica que encuentro en su mirada es tan abrumadora, que me quedo sin aliento durante unos segundos—. Así que, ¿qué es lo que vas a hacer, Bess Marshall? ¿Vas a permitirme entrar o vas a huir como una maldita gallina?

—Mikhail, yo… —Me detengo, incapaz de averiguar qué diablos es lo que trato de decir.

—¿Qué es, Cielo? ¿Qué es lo que quieres?

Un millar de sensaciones se arremolina en mi estómago en ese instante y mi corazón se estruja con violencia cuando una maraña de pensamientos contradictorios colisiona con brutalidad dentro de mí.

No sé qué hacer. No sé qué responder. No sé, siquiera, si tengo las fuerzas suficientes para seguir peleando. Para confiar en él.

Los ojos de Mikhail están clavados en los míos y no hay nada más que determinación en ellos. No hay otra cosa más que valor, fuerza y entereza, y eso me hace sentir un poco más miserable.

—¿Qué es lo que quieres hacer, Bess? —pregunta una vez más y todo dentro de mí se tensa en respuesta a sus palabras. Las voces que gritan en mi cabeza incrementan y me confunden hasta aturdirme por completo.

—Júrame lealtad —digo, al cabo de unos instantes, a pesar de que no estoy segura de que sea la mejor decisión. A pesar de que sé que un Juramento de Lealtad no será suficiente para hacerme bajar la guardia.

Él asiente con lentitud.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo —sueno más dura de lo que pretendo.

Una sonrisa sesgada se dibuja en sus labios y, después, me guiña un ojo.

—Vamos adentro. Necesitamos algo que corte.

—¿Algo que corte? —Mi voz suena más inestable de lo normal.

—Sí. —Asiente—. Para el pacto de sangre.

—¿De sangre?

—¿De qué otro modo consigues una garantía si no lo haces de esa manera? —Me mira como si fuese la persona más idiota del planeta—. Se trata de sentido común, Cielo.

—Vete al demonio —mascullo al ver su gesto burlón, pero, muy a mi pesar, una sonrisa ha comenzado a tirar de las comisuras de mis labios.

—¿Tienes una idea de lo irónico que es que me mandes al demonio? —dice, al tiempo que me dedica una sonrisa exasperada. En ese momento, una punzada de dolor me atraviesa el pecho debido a los recuerdos.

Ya antes me había dicho algo así. Hace muchos años. Cuando recién lo conocí y no hacía otra cosa más que intentar sacarme de quicio.

—Tomando en cuenta que soy uno, quiero decir… —finaliza y cierro los ojos.

—Cierra la boca. —El temblor en mi voz delata cuán afectada me siento, pero él no parece notarlo.

—Qué poco sentido del humor tienes, Cielo.

—Vete a la mierda —mascullo y una risa suave brota de su garganta.

—Vamos adentro —dice, ignorando mi insulto. Acto seguido, hace un gesto de cabeza en dirección a la casa—. Tenemos un juramento que pactar.

Estoy sentada sobre la alfombra de pelo corto de mi habitación con las piernas cruzadas. Mikhail está sentado frente a mí en la misma posición. Él, por supuesto, luce más imponente de lo que yo jamás podré lucir. La postura que en mí es desgarbada, torpe e insegura, en él es firme, fuerte e intimidante.

No me sorprende en lo absoluto que sea de esa manera. Mikhail siempre ha sido impresionante.

—¿Cómo se supone que se hace esto? —pregunto, al tiempo que miro el cuchillo que sostiene entre los dedos.

Sus ojos —los cuales estaban fijos el filo del utensilio— se alzan para encontrarme. Un escalofrío me recorre el cuerpo cuando su vista se clava en la mía y se oscurece varios tonos.

—Es sencillo, en realidad. —Los ojos de Mikhail se entrecierran ligeramente y las esquinas de sus labios se elevan un poco, pero no lo suficiente como para llegar a formar una sonrisa—. Tengo que hacerme un corte en una mano mientras recito el Juramento de Lealtad, luego tengo que verter un poco de mi sangre dentro de ese cuenco. —Hace un gesto de cabeza en dirección a un pequeño recipiente de porcelana que tomó de una alacena—. Y tú tienes que hacer algo similar: hacerte un corte en una mano, verter tu sangre en ese mismo cuenco y recitar lo que yo te diga.

—¿Y con eso es suficiente? —pregunto, dudosa.

Es su turno de asentir.

—Es todo lo que se tiene que hacer. Bastante simple, ¿no?

—Demasiado simple para mi gusto… —mascullo, con desconfianza.

—No tenemos que hacerlo si no quieres, Cielo. —La manera despreocupada con la que se encoge de hombros hace que una punzada de coraje me recorra el cuerpo—. Créeme que yo soy el menos interesado en esto. Si puedo ser honesto, no me hace feliz tener que jurarle lealtad a alguien, ¿sabes?

Cierro los ojos y bajo el rostro al suelo.

—Lo siento —digo, al tiempo que niego con la cabeza—. Yo solo…

—No confías en mí —Mikhail dice, pero no suena afectado en lo absoluto—. Lo sé. Entiendo si no crees en lo que digo. Entiendo, incluso, si no deseas que lo hagamos.

Me muerdo el labio inferior y tomo una inspiración profunda para luego dejarla ir con lentitud.

La voz insidiosa en mi cabeza no ha dejado de susurrarme que esto es una terrible idea y que hay algo erróneo en todo esto, pero la ignoro por completo porque ya he tomado una decisión. La ignoro porque realmente quiero creer en lo que Mikhail dice. Porque quiero creer que, si él tuviese la intención de asesinarme, lo habría hecho hace mucho tiempo.

—No —digo, al tiempo que lo miro a los ojos—. Sí quiero hacerlo. Quiero que me jures lealtad.

Una sonrisa que se me antoja taimada surca sus labios.

—De acuerdo —dice—. Hagámoslo de una vez.

Sin más, toma el cuchillo con la mano derecha y se hace un corte rápido y largo en la palma de la mano izquierda. Ni siquiera me da tiempo de procesar lo que está a punto de suceder. Ni siquiera se toma el tiempo de pensar si realmente está dispuesto a hacerlo.

El puño del demonio se cierra en el instante en el que la sangre comienza a brotar del corte y su brazo se extiende hasta que su mano queda suspendida sobre cuenco que descansa en el suelo. Acto seguido, extiende sus dedos ensangrentados.

Gotas gruesas y pesadas de color carmesí tiñen el interior del tazón y, cuando han formado un pequeño charco en el fondo, clava sus ojos en los míos.

—Juro lealtad porque soy oscuridad y a la oscuridad le pertenezco. Porque mi esencia es fuego y del fuego provengo. Porque mi sangre es lealtad y a la lealtad estoy encadenado —dice, con una solemnidad que me eriza la piel—. Te juro lealtad, Bess Marshall, porque así lo he decidido y en tus manos me encomiendo. Porque he decidido renunciar a mi voluntad para servir a la tuya. Porque mi traición se convertirá en mi destrucción si a mi palabra falto —se detiene unos instantes—. Te juro lealtad, Bess Marshall, porque así lo he querido. Porque en tus manos encomiendo mi destino.

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza, pero me mantengo firme y serena cuando, luego de unos instantes, Mikhail toma el cuchillo por el filo y, con el mango apuntado hacia mí, me lo ofrece.

Un nudo de ansiedad y nerviosismo se instala en mi estómago, pero, con dedos temblorosos, lo tomo. Mi corazón se salta un latido en ese momento, pero tomo una inspiración profunda para refrenar la aceleración repentina de mi pulso.

El miedo se abre paso en mi sistema a una velocidad impresionante, pero no dejo que eso me amedrente mientras presiono el filo de la navaja contra la piel de mi palma. Un sonido similar al de un gemido adolorido se me escapa de los labios cuando, sin más, corro la hoja del cuchillo y me hago un corte en la mano.

Gotas de sangre caen sobre la alfombra oscura y una maldición me abandona, antes de que estire el brazo y estas comiencen a caer sobre el cuenco.

Mi vista está clavada en las tonalidades rojas que tiñen el pequeño tazón y el estómago se me revuelve ante la idea de lo que estamos haciendo.

La vocecilla en mi cabeza susurra una vez más que esto es una mala idea, pero la empujo lo más hondo que puedo antes de alzar la mirada para encontrarme con la del demonio.

—Repite después de mí —dice, con la voz enronquecida.

Entonces, comienza a hablar y yo lo sigo:

—Que tus palabras sean cadenas —dice y yo lo repito en voz alta pero temblorosa—. Que tu juramento sea tu condena. —Continúa y yo lo sigo—. Que mi voluntad sea tu perdición. —Nuestros ojos no se han apartado ni un solo instante—. Y que la sangre, que es fuego y que es lealtad, te aten a la oscuridad si a tu juramento faltas.

Nada ocurre.

Absolutamente nada pasa luego de que termino de repetir lo que Mikhail ha dicho y eso me saca de balance.

Una parte de mí esperaba que la tierra se estremeciese o que una nueva clase de lazo se instalara entre nosotros; sin embargo, lo único que le sigue a mis palabras es un largo y abrumador silencio.

—¿Ya está hecho? —pregunto, al cabo de unos minutos.

Mikhail asiente.

—¿Estás seguro? ¿De verdad ha sido todo? —No quiero sonar escéptica, pero lo hago.

Una pequeña risa escapa de sus labios.

—¿Tan poca confianza me tienes? —Sé que trata de sonar divertido, pero no lo consigue. No me atrevo a apostar, pero se escucha casi como si estuviese… ¿herido?

Niego con la cabeza al tiempo que esbozo una sonrisa forzada.

—No es eso —digo—. Lo que pasa es que esperaba otra cosa. Ya sabes, algo más escandaloso. Un dolor en el pecho, un temblor estridente… algo.

—Entonces, todo esto debió ser muy decepcionante para ti —dice, mientras imita mi gesto. Su sonrisa, sin embargo, se siente más amarga que la mía.

Hago una mueca cargada de disculpa.

—Lo siento. Estoy acostumbrada a que todo sea… —Me quedo en el aire, tratando de buscar la palabra ideal, pero no viene a mí.

—¿Caótico? —sugiere.

—Impresionante —termino.

Esta vez, su sonrisa es un poco más honesta.

—Lamento que la experiencia haya sido así de sencilla —dice y posa sus ojos en los míos.

—No lo lamentes. No ha sido tu culpa. —Me encojo de hombros, pero no he dejado de sonreír ligeramente.

Un suspiro cansado escapa de su garganta en ese momento.

—Será mejor que me vaya y te deje descansar —dice, al tiempo que se estira y comienza a ponerse de pie—. Ha sido un día largo y necesitas recuperarte por completo.

Me quedo callada. No me atrevo a decir en voz alta que no tengo sueño. Mucho menos me atrevo a decir que no quiero que se vaya; así que me limito a mirarle encaminarse hasta la entrada de la habitación sin decir una sola palabra.

—¿Mikhail? —Hablo justo cuando sus dedos se posan en la manija de la puerta.

Él me mira por encima del hombro.

—¿Sí?

—¿Qué va a pasar ahora? —pregunto, en voz baja. No pretendo sonar asustada, pero lo hago.

El demonio de los ojos grises lo medita unos instantes.

—Vas a recuperarte por completo —dice—. Una vez que lo hagas vamos a buscar a Ashrail y vamos a decirle que estamos dispuestos a pelear por la causa.

—¿Y luego?

—Luego, vamos a enfrentarnos a la Legión de ángeles y, después de eso, al ejército del Supremo. —Lo suelta a la ligera, como quien hablase de la lista de compras que debe hacer en el supermercado, pero, mientras lo hace, un escalofrío me recorre el cuerpo.

—Vamos a morir, ¿no es así? —Sueno aterrorizada.

—No sin antes dar batalla. —Esboza una sonrisa que no toca sus ojos—. Eso puedo asegurártelo.

Un suspiro tembloroso se me escapa, pero asiento con lentitud.

—No te preocupes por eso ahora, Cielo. —Me guiña un ojo—. Lo único que necesitamos en este momento es que te recuperes, ¿de acuerdo?

Asiento una vez más.

—Así me gusta —dice, al tiempo que abre la puerta y me regala una sonrisa—. Ahora descansa. Lo necesitas.

Quiero protestar. Quiero decir que no tengo sueño y que no quiero quedarme sola… pero no lo hago.

—Tú también descansa —digo, en su lugar y él, luego de escucharme pronunciarlo, sale de la habitación.

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