Stigmata

Stigmata


Capítulo 30

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Mikhail está incorporándose de nuevo. Tembloroso, débil, tambaleante… pero está haciéndolo. Yo, por el contrario, no puedo moverme. No puedo hacer nada más que mirarlo fijamente.

Luce como si estuviese a punto de desfallecer. Como si, en cualquier momento, fuese a caer derrumbado al suelo, derrotado por lo que sea que le haya ocurrido en el transcurso de las últimas horas.

—¿Qué fue lo que…? —Ni siquiera puedo terminar la oración, ya que vuelve a tambalearse hasta caer de nuevo al suelo.

De inmediato, la parte activa de mi cerebro espabila y me abalanzo hasta donde se encuentra para ayudarle a levantarse.

—Bess —susurra, con un hilo de voz, pero no suena como si tratara de decirme algo. Se siente como si intentara convencerse a sí mismo de que me encuentro ahí, justo delante de él—. Bess.

Niego con la cabeza, aturdida. Confundida.

—¿Qué te pasó? —El horror se cuela en el tono de mi voz. Cientos de escenarios caóticos se arremolinan en mi cabeza y colisionan entre sí, haciendo que la angustia aumente con cada segundo que pasa.

No dice nada. No hace otra cosa más que aferrar sus dedos temblorosos al material de la chaqueta que llevo puesta. Mis manos —ansiosas y nerviosas— corren por sus brazos y torso, en la búsqueda de alguna clase de herida adicional a la que ya le aqueja la espalda.

En el proceso, el peso de su cuerpo cae sobre el mío y su aliento, cálido y denso, me golpea de lleno en el cuello. Un escalofrío me recorre entera casi al instante, pero ignoro la sensación para concentrarme en la inspección meticulosa.

—Estoy bien. —El resuello tembloroso que se le escapa de los labios es apenas audible.

El alivio y el terror que colisionan en mi interior, son casi tan intensos como las ganas que tengo de seguir inspeccionando su cuerpo en la búsqueda de heridas.

—¿Qué fue lo que te pasó? —El pánico se me nota en la voz—. ¿Quién te hizo esto?

Sin más, no puedo dejar de pensar en lo que dijeron las voces de las entidades de hace apenas unos instantes. En la posibilidad de que Los Príncipes del Infierno lo hayan encontrado.

—Nadie me ha hecho nada —murmura, con un hilo de voz—. He sido yo. Yo me he hecho esto. Estaba tratando de… —Hace una pequeña pausa. Suena angustiado. Avergonzado—. Trataba de planear con un ala.

No me muevo. Me atrevo a decir que ni siquiera respiro. No puedo hacer otra cosa más que intentar asimilar la cantidad incontenible de emociones que me embargan de un segundo a otro.

El corazón me late con fuerza, tengo la respiración atascada en los pulmones, y los músculos tensos y agarrotados, y no sé si es debido al encuentro que acabo de tener con las entidades que estuvieron a punto de atacarme, o a la presencia de Mikhail en este lugar…

… O a lo que acaba de decirme.

Lentamente, el demonio de los ojos grises se incorpora un poco, de modo que ahora es capaz de mirarme una vez más.

—¿Qué?... —Mi voz es un susurro tembloroso e incrédulo.

—Quería encontrarte —dice—. Quería intentar volar, o planear, o hacer algo para encontrarte, pero con esta maldita ala inútil que tengo… —Sacude la cabeza en una negativa frustrada y avergonzada—. No pude hacer nada.

Un dolor insoportable se apodera de mi pecho en ese instante y es tan intenso y abrumador, que me cuesta respirar. Lágrimas de angustia, culpabilidad y dolor se me acumulan en los ojos, pero no derramo ninguna. No cuando es él quien lleva la peor parte ahora mismo.

—Ven aquí —digo, ignorando completamente la sensación de desasosiego que me invade—. Necesitamos revisar esa herida.

Una protesta lo abandona casi al instante, pero lo ignoro por completo mientras envuelvo uno de sus brazos alrededor de mi cuello y uno de los míos alrededor de su torso.

Sin decir una palabra, tiro de él hacia arriba. Un quejido adolorido escapa de los labios del demonio, pero no se resiste cuando, como puedo, comienzo a avanzar con él a cuestas.

Soy plenamente consciente de la manera en la que sus piernas comienzan a volverse torpes y débiles, y el pánico se detona en mi sistema cuando, de pronto, me encuentro cargando su peso por completo.

«¿Se ha desmayado?», mi subconsciente pregunta, horrorizado, pero me obligo a empujarlo en lo más profundo del cerebro, mientras avanzo hasta el coche que se encuentra aparcado a pocos pasos de distancia.

Un gemido ahogado brota de mis labios cuando, al cabo de unos instantes, deposito el cuerpo de Mikhail en el asiento del copiloto del coche de Zianya. El sonido del aire saliendo de mis labios en bocanadas irregulares, es lo único que delata el esfuerzo que he hecho al cargar con su peso apenas unos cuantos metros; sin embargo, el orgullo no me permite admitir que estoy agotada. No me permite admitir que esta pequeña caminata me ha puesto en aprietos.

La respuesta del demonio a mi brusco movimiento es apenas un sonido débil y adolorido. Para este punto, sigo sin saber si está inconsciente o no. Tampoco sé qué tan malherido se encuentra, ya que la oscuridad de la noche apenas me ha permitido mirar las manchas oscuras en sus vendajes.

El miedo que siento ahora mismo es doloroso y sofocante, pero no permito que me domine. No permito que me paralice.

Así pues, sin perder un solo segundo, concentro toda la atención en la tarea de acomodarlo, ponerle el cinturón de seguridad en el torso, cerrar la puerta y rodear el vehículo hasta llegar al lado del piloto.

Una vez hecho todo aquello, arranco a toda marcha.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que lleguemos a la casa de las brujas, pero se siente como una eternidad. Como si el mundo entero hubiese ralentizado su marcha, pero el tiempo hubiese seguido andando a su velocidad habitual; dejando así esta insidiosa y desesperante sensación de lentitud corporal. Esta angustiante sensación de ir en cámara lenta cuando lo que se necesita es correr a toda velocidad.

Las luces de toda la finca están apagadas. Ni siquiera la luz del pórtico ha sido encendida y eso me saca de balance. Todas las personas que viven en esa casa son noctámbulas y suelen irse a la cama hasta muy entrada la noche, así que no sé si realmente han decidido irse a dormir temprano o ya es más tarde de lo que pensaba.

Bajo del coche. El sonido del portazo que doy al hacerlo me sigue mientras me encamino hasta la entrada principal de la casa y le quito el seguro a la puerta. Una vez hecho eso, vuelvo sobre mis pasos lo más rápido que puedo para sacar al demonio malherido que se encuentra aún dentro del vehículo.

Mis manos trabajan en el cinturón de seguridad unos segundos antes de que, sin perder el tiempo, envuelva los brazos alrededor del torso de Mikhail para tirar de él hacia arriba.

Un gemido ahogado y adolorido lo abandona y me detengo en seco unos instantes al oírlo. Una disculpa es murmurada por mi boca luego de unos segundos de tenso silencio y, acto seguido, continúo con la tarea impuesta.

Una protesta escapa de sus labios cuando tiro de él hacia afuera del auto y, es solo hasta ese momento, que me percato de que aún está consciente… o algo por el estilo.

El demonio murmura algo ininteligible justo cuando trato —una vez más— de levantar su peso y, esta vez, con un poco de su ayuda, logro sacarlo del vehículo.

Llegar a la escalinata del pórtico no nos toma mucho tiempo. No es la tarea más sencilla de todas, pero tampoco es horrible ahora que él está ayudándome un poco en el proceso.

Una vez que pasamos los escalones y llegamos a la entrada de la casa, nos introducimos en ella y nos encaminamos hasta la sala. Entonces, lo deposito con cuidado sobre uno de los sillones.

Acto seguido, regreso por donde vine y salgo a la calle para cerrar la puerta del auto. Una vez hecho esto, vuelvo adentro y cierro la de la casa.

Un suspiro cansado y entrecortado se me escapa y tengo que tomarme unos instantes antes de armarme de valor y volver a la sala. Mientras lo hago, las luces son encendidas a mi paso, dándole un aire menos aterrador a todo el espacio.

Mi andar aminora su velocidad justo cuando llego al lugar donde el demonio descansa; pero, no es hasta que estoy muy cerca, que él levanta la cara del suelo para enfrentarme. En ese momento, la vacilación gana terreno en mí.

Un centenar de emociones aletea en mi pecho cuando nuestros ojos se encuentran, pero me las arreglo para no hacérselo notar demasiado mientras me acerco a él otro poco.

—¿Qué tan malherido estás? —No quiero sonar muy preocupada, pero no consigo escucharme de ninguna otra manera.

Él, a pesar del aspecto cansado y débil que tiene, niega con la cabeza.

—No demasiado —dice, pero el sonido áspero de su voz me cuenta otra cosa.

Me abrazo a mí misma, al tiempo que reprimo el repentino impulso que tengo de inspeccionar su cuerpo una vez más.

—Te desmayaste. —El tono acusatorio con el que hablo es suficiente para hacer que su mirada se oscurezca varios tonos.

—No lo hice —suelta, a la defensiva, pero sabe que no me ha convencido en lo absoluto.

Es mi turno de negar.

—Necesitas dejar la terquedad y decirme qué tan malherido estás —digo, en tono duro y severo—. ¿Qué fue lo que pasó realmente? ¿Alguien te atacó?

—¿Por qué te empeñas siempre en cuestionar todo lo que te digo? —Mikhail espeta en mi dirección—. ¿Es que acaso siempre tienes que poner en tela de juicio todo lo que sale de mi boca? Te estoy diciendo la verdad. Si no quieres creerme, es tu problema —Trata de ponerse de pie, pero, en el proceso, se tambalea y vuelve a dejarse caer sobre el sillón. En ese instante, la vergüenza y la impotencia tiñen sus facciones.

—¿Cómo quieres que crea que estás bien cuando ni siquiera puedes ponerte de pie? —cuestiono, pero sueno menos dura que hace unos segundos.

Sus ojos se clavan en los míos.

—Estoy débil, ¿de acuerdo? —La humillación tiñe su gesto por completo, pero no deja de mirarme ni un instante—. No me he recuperado del todo aún. Me he abierto la herida al intentar hacer algo útil para buscarte. Esa es la maldita verdad. Por una vez, créela. Por favor.

Desvío la mirada. Todo dentro de mí se estruja en el instante en el que los sentimientos encontrados colisionan en mi interior y, de repente, todo lo que ocurrió esta mañana se siente extraño. Pequeño y grande al mismo tiempo. Tan insignificante como valioso; y es por ese motivo que me quedo callada.  No sé, siquiera, si hay algo que pueda decir en respuesta. Si debo confiar en lo que dice ahora mismo.

—Me iré de aquí, Bess. —La voz de Mikhail hace que toda mi atención se pose en él de un movimiento violento—. Si realmente no me quieres a tu alrededor, me marcharé. Justo como lo pediste. —Su mirada, determinada, dura y firme, está fija en mí y todo el cuerpo me tiembla debido a su intenso escrutinio—. Pero tienes que prometerme que no vas a volver a hacer algo como lo que hiciste hoy. Todo el mundo está allá afuera buscándote.

Un puñado de rocas se asienta en el estómago.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste. —Mikhail me mira con severidad—. Todo el mundo ha salido detrás de ti esta mañana y nadie ha regresado por estar buscándote. Estaban muy preocupados antes de marcharse. Las brujas, Ash, Axel… Todos están jodidamente alterados con la idea de ti, huyendo de todo por los motivos más idiotas.

El corazón se me estruja.

—Me buscan porque si me pasa algo…

—Te buscan porque les importas. —El demonio me interrumpe—. Deja de pensar que todo el mundo trata de utilizarte. Ellos te buscan porque significas algo en sus vidas. Porque, aunque yo no sea capaz de entenderlo, comparten un lazo contigo. Uno que podría llegar a ser, incluso, más fuerte que el que nosotros dos compartimos. —Sus párpados se cierran debido a la fatiga, pero vuelve a abrirlos para encararme—. No voy a dejar que les hagas algo como esto de nuevo solo por mi culpa; así que, si lo que realmente quieres es que yo me marche, lo haré; pero antes tienes que prometerme que no vas a volver a hacer algo igual de estúpido como lo que hiciste hoy. Tienes que prometerme que no vas a ponerte más en peligro.

—¿Por qué me haces esto? —El reproche que tiñe mi voz lo dice todo. La manera en la que pronuncio esa pregunta habla sobre abandono, desconfianza, esperanzas idiotas e ilusiones hechas del cristal más delgado. Habla de lo mucho que deseo confiar en él y en la poca sensatez que le encuentro a la idea.

—Mañana por la mañana estaré listo para marcharme —dice—. Solo necesito algo de descanso. Prometo no importunarte demasiado. Solo será hasta mañana.

Angustia, ansiedad, miedo… Todo se me acumula en el pecho y amenaza con estallar y hacerme pedazos en cualquier momento.

La colisión de sentimientos encontrados me atenaza el cuerpo. Me estruja el alma y me hace caer en una espiral de frustración y desesperación que ni siquiera yo misma soy capaz de comprender.

Una parte de mí, esa que ansía con locura algo de normalidad, agradece sus palabras; agradece que quiera marcharse. Pero otra, esa que aún está aferrada a la posibilidad de que él pueda llegar a ser el Mikhail que yo conocí, grita con fuerza en mi cabeza. Grita con desesperación y angustia ante la idea de perderle de nuevo.

—De acuerdo —digo, al cabo de unos largos instantes.

Él, con la mirada oscurecida y llena de emociones que soy incapaz de reconocer, asiente.

—Bien —dice, y hace un gesto de cabeza en dirección a las escaleras—. ¿Puedo subir a lavarme?

Es mi turno de asentir.

Él, en respuesta, murmura un agradecimiento y se pone de pie. No me pasa desapercibida la manera en la que su cuerpo se inclina hacia adelante, y de cómo sus manos se estiran ligeramente para mantener el equilibrio, pero no me acerco a ayudarle. No me atrevo a hacerlo.

El demonio se tambalea unos pasos antes de lograr mantenerse en pie con estabilidad y, una vez que lo consigue, avanza en dirección a las escaleras y desaparece de mi vista.

No mira en mi dirección en el proceso. Se limita a abrirse paso hasta el piso superior sin siquiera dirigirme un céntimo de su atención.

Hace más de cuarenta minutos que Mikhail se encerró en el baño de la planta alta. Hace más de diez que estoy aquí, de pie frente a la puerta, tratando de decidir qué hacer.

Mi corazón, por un lado, no deja de reprimirme por dejarlo solo y herido. Me dice que debo llamar para corroborar si se encuentra bien. Pero, mi cabeza, esa que no ha dejado de susurrar bajo, en lo más profundo de mis pensamientos, me dice que no debo preocuparme por él. Que todo esto de la herida abierta es solo una treta suya para mantenerse cerca un poco más. Que lo único que quiere es ganar algo de tiempo para conseguir lo que sea que tiene planeado.

Cierro los ojos con fuerza. Una inspiración profunda es inhalada por mi nariz y me obligo a empujar los pensamientos oscuros lejos de mí sin conseguirlo del todo.

La voz insidiosa que no deja de susurrar una y otra vez cosas que se me antojan crudas y crueles; pero mi corazón, que está empeñado a aferrarse a los recuerdos del antiguo Mikhail, no deja de llevarle la contraria.

Una maldición se me escapa de los labios en el instante en el que la confusión se hace presente y tomo otra inspiración profunda, en un débil intento por apaciguar la revolución que llevo dentro.

«¿Qué estás haciéndote, Bess?».

Respiro profundo una vez más y dejo escapar el aire con la lentitud de un suspiro cansado y abrumado.

«No eres esa clase de persona», me digo a mí misma. «Sea lo que sea que te haya hecho, no eres esa clase de persona. No puedes dejarlo así de herido como está. Llama a la puerta, verifica que se encuentra bien y vete. Solo eso. Solo cerciórate de que se encuentra bien. Nada más».

Abro los ojos y poso la vista en la entrada del baño y, poco a poco, un nudo se instala en la boca de mi estómago. La ansiedad y el nerviosismo, aunados al sonido rítmico del agua de la regadera, solo consiguen que el latir de mi corazón se vuelva irregular.

No sé por qué estoy tan ansiosa. No sé por qué tengo tanto miedo.

Estiro el brazo. Mis dedos se cierran alrededor de la perilla de la puerta y dudo unos instantes.

«Quizás debes llamar de nuevo», me susurra el subconsciente y le hago caso. En ese momento, mi mano libre se alza en un puño y golpea la madera con más brusquedad que la vez anterior.

De nuevo, no hay respuesta.

El pánico creciente en el estómago se vuelve insoportable para ese momento y me falta el aire debido a la cantidad de escenarios catastróficos que me llenan la cabeza. La imagen de él, tirado, inconsciente en el suelo del baño, con un charco de sangre a su alrededor, no deja de atormentarme. La imagen de él, moribundo dentro de ese pequeño espacio, es más de lo que mis nervios alterados pueden soportar.

El dolor en mi pecho es abrumador. Tanto, que no puedo concentrarme en otra cosa. Tanto, que no sé si realmente es cosa mía o es el lazo que me ata a Mikhail el que está llamándome.

—Maldita sea —mascullo con coraje y, sin pensarlo más, abro la puerta.

El vapor de la estancia me golpea de lleno en el instante en el que me introduzco en ella. El calor asfixiante provocado por el agua caliente hace que mi respiración sea más irregular que antes y, mientras me acostumbro a la falta de visión, me quedo quieta.

—¿Mikhail? —Sueno inestable, ronca y asustada. No me importa que sea así. En este momento, no me importa en lo absoluto sonar como una completa idiota aterrorizada.

No hay respuesta alguna.

Doy un par de pasos en dirección a la bañera con andar nervioso —aterrorizado.

—¿Mikhail? —vuelvo a llamarle—. Mikhail, ¿estás…?

Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies en el instante en el que lo veo. Mi corazón se detiene una fracción de segundo, la adrenalina se dispara en mi sistema, un grito se me construye en la garganta, y el horror, el pánico y el terror se mezclan dentro de mí con violencia e intensidad.

Mikhail está ahí, sumergido por completo dentro de la bañera llena de agua, con los ojos cerrados, los brazos lánguidos, los vendajes ensangrentados alrededor del torso y el pantalón puesto.

«¡No, no, no, no, no!».

La palidez de su piel, en contraste al tinte rosado que ha adquirido el agua por la sangre diluida, lo hace lucir enfermo. Mortecino.

—¡Mikhail!

—mi voz suena horrorizada, aguda y temblorosa y, justo cuando estoy a punto de entrar en la bañera para sacar su cuerpo del agua, sus ojos se abren.

Un grito de puro terror se me escapa al instante.

Doy un paso tambaleante hacia atrás y la figura imponente del demonio abandona las profundidades de la bañera. En ese momento, caigo sobre mi trasero con violencia y un sonido adolorido se me escapa.

Una palabrota brota de mi boca sin que pueda evitarlo y una punzada de verdadero enojo se apodera de mí.

—¡¿Qué carajo está mal contigo?! —chillo, al tiempo que lo miro ponerse de pie con lentitud.

Su mirada, confundida y aturdida, se posa en la mía.

—¿Qué?

—¡Casi me matas del susto! —espeto—. ¡¿Tan difícil era contestarme y decirme que estabas bien?!

—¿De qué hablas? —Luce genuinamente confundido.

—¡De que llevo rato llamando a la puerta! —chillo, al tiempo que me pongo de pie—. ¡Creí que algo malo te había ocurrido, maldición! ¡Creí que…!

El demonio trata de salir de la bañera, pero su pie ni siquiera logra llegar al borde y cae casi de bruces al suelo. Es muy probable que hubiera caído completamente sobre su cara de no ser por sus reflejos y la longitud de sus brazos.

Un gemido torturado y adolorido se le escapa al instante, y toda la irritación que me invadía se esfuma en un abrir y cerrar de ojos.

Casi por acto reflejo, me precipito en su dirección y me arrodillo frente a él. Mis manos, temblorosas y nerviosas, lo toman por el torso para tirar de él fuera de la bañera. El agua se desborda en el proceso y hace un desastre en el pequeño espacio, pero no me detengo hasta que el cuerpo del demonio ha quedado completamente fuera.

El peso de su cuerpo me deja sin aliento unos instantes, pero me las arreglo para maniobrar con él hasta quedar sentada.

Para este punto, estoy empapada. Agotada.

Una palabrota más se me escapa cuando trato de apoyar los pies en la bañera para empujarme en una posición más cómoda, pero no consigo más que chapotear ligeramente.

Otro gruñido adolorido abandona los labios de Mikhail, pero no dejo de intentar acomodarme en una posición más favorable.

Un bufido exhausto escapa de mi boca cuando, luego de muchos intentos, logro recargarme sobre el mueble del lavamanos. Para este punto, los brazos de Mikhail caen lánguidos alrededor de mis hombros, y sus piernas, a pesar de no hacer mucho por ayudarnos, se encuentran flexionadas por las rodillas, de modo que su peso ya no me aplasta.

Entonces, empiezo a trabajar.

Un estremecimiento recorre su cuerpo cuando, con cuidado comienzo a deshacerme de los vendajes sucios que cubren su torso. Una vez terminada la tarea, me aparto del lugar donde me encuentro y lo obligo a recostarse estómago abajo para inspeccionar el estado de su herida.

Él no opone resistencia cuando lo hago. Al contrario, deja guiar su camino hasta que su cabeza queda recostada sobre uno de mis muslos y su cuerpo queda asentado entre mis piernas abiertas.

La imagen de su espalda herida no hace más que incrementar la sensación de pesadez y culpabilidad dentro de mi pecho, a pesar de que no luce tan escandalosa como hace unas semanas.

Sangre emana de los pequeños trozos de piel que aún no han cicatrizado del todo y que estaban cubiertos con costras burdas y gruesas y, a pesar de que la mayoría de la herida tiene buen aspecto, la inflamación de su omóplato es evidente.

—¿Qué te has hecho? —murmuro en voz baja, pero no espero que me responda. En realidad, se siente como si lo hubiese dicho para mí misma.

En respuesta, lo único que recibo, es un tirón suave en el lazo que nos une.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —La preocupación tiñe mi tono—. ¿Qué puedo hacer para mejorar esto?

No obtengo respuesta y la frustración y el pánico se arraigan otro poco.

Sé que tengo qué hacer algo. Sé que no puedo dejarlo así como así, pero no sé qué carajos puedo hacer para ayudarle.

«Tal vez deberías intentar darle energía como la última vez», susurra la vocecilla en mi cabeza, y es en ese instante que la resolución me golpea de lleno.

«Si pudiese darle tan solo un poco de energía. Si pudiese regalarle lo suficiente como para que pudiese sanarse a sí mismo».

Una punzada de miedo se abre paso en mi cerebro en el instante en el que los recuerdos sobre lo ocurrido aquella vez que intenté proporcionarle algo de energía, me invaden. Aún soy capaz de recordar la forma tan brutal en la que intentó asesinarme. Aún no soy capaz de borrar de mi cabeza el pánico que sentí.

Cierro los ojos. Tomo una inspiración profunda y me obligo a empujar todo aquello en un rincón de mi memoria e intentar llamar a los Estigmas. La energía angelical se remueve en señal de protesta, pero no hace falta que haga nada para impedir que los hilos se liberen. Están tan débiles ahora mismo, que ni siquiera hacen el intento de salir a la superficie.

Aprieto la mandíbula.

—Vamos… —musito para mí misma y vuelvo a intentarlo.

Esta vez, lo único que consigo, es que las hebras se remuevan con incomodidad. Un tercer intento no se hace esperar y, en esta ocasión, los hilos, torpes, débiles y aletargados, se abren paso fuera de mí, desperezándose.

La parte angelical que llevo dentro protesta una vez más, pero la ignoro. Entonces, lo intento de nuevo.

La debilidad en el poder de los Estigmas no se hace esperar. De hecho, apenas puedo hacer que salgan a la superficie y se envuelvan alrededor del demonio que yace entre mis brazos.

Una pequeña victoria se asienta en mis huesos, pero no me confío. No aún.

El corazón —desbocado por la anticipación y el nerviosismo— se salta un latido cuando los hilos tantean la fuerza de Mikhail, como si estuviesen considerando la posibilidad de consumirlo.

Rápidamente, y sin darles oportunidad de hacer nada, tiro de ellos. Un siseo es lo único que recibo en respuesta, pero ceden en su agarre. La ansiedad disminuye un poco con este solo acto.

Tomo un par de inspiraciones profundas y, cuando me siento un poco más en control de mí misma, canalizo un poco de la energía a través de las hebras.

El cuerpo de Mikhail se tensa unos segundos antes de estremecerse, y es lo único que necesito para saber que está funcionando; así que no me detengo. Sigo dándole la poca energía que tengo y que me ha ayudado a sanar los últimos días.

Poco a poco, y conforme pasan los minutos, los músculos del demonio se relajan y la fuerza de su agarre en mí también lo hace. La respiración agitada y adolorida que brotaba de sus labios se transforma en una suave y regular.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que el cuerpo me impida continuar dándole energía. No sé cuánto tiempo pasa antes de que Mikhail se incorpore lentamente y se deje caer, acostado boca arriba, junto a mí.

Ninguno de los dos dice nada luego de eso. Ninguno de los dos se molesta en mover un solo músculo mientras el peso de lo ocurrido las últimas horas se extiende y se asienta entre nosotros.

—Hay algo que quiero decirte, Bess. —La voz ronca y profunda de Mikhail rompe el silencio en el que se ha sumido todo el lugar. El eco de su voz, que reverbera en toda la estancia, no hace más que amplificar la calidez de su tono, y me hace dar un respingo. No esperaba escucharle consciente.

No respondo.

—Y siento que no puedo marcharme sin hacerlo —continúa—. No espero que esto cambie absolutamente nada de lo que piensas de mí. Tampoco lo deseo. Sé que, diga lo que diga, la repulsión que sientes hacia mí la tengo bien merecida y… —Hace una pequeña pausa—. Lo único que quiero, Bess, es que lo sepas.

Mi vista viaja en su dirección y me encuentro de lleno con la imagen de él, incorporado en una posición sentada, con los ojos clavados en mí.

—Lo lamento —dice, con la voz enronquecida por las emociones, y mi corazón se estruja con violencia—. Lo lamento mucho, Bess. Lo lamento todo. —La forma en la que su voz se rompe, me quiebra a mí en mil formas diferentes.

Un millar de emociones colisiona en mi interior en ese preciso instante y el mundo se tambalea. Se resquebraja y amenaza con romperse. Amenaza con destrozarme de adentro hacia afuera…, y sigo sin poder hablar. Sigo sin poder decir una maldita palabra.

Una sonrisa triste se dibuja en los labios del demonio y desvía la mirada hasta posarla en el suelo.

—Conforme más recuerdo, más miserable me siento. —La forma en la que sus ojos parpadean una y otra vez, me recuerda a la manera en la que un niño pequeño ahuyenta las lágrimas fuera de sus ojos. A la forma en la que yo, inútilmente, trato de deshacerme del llanto desesperado—. Y sé que no tengo perdón. Sé que mis acciones te han orillado a sentirte del modo en el que lo haces cuando estás conmigo…, y me siento miserable. Me siento… —Cierra los ojos y niega con la cabeza—. Solo… Solo quiero que me perdones, Bess. Si aún existe algo de compasión de ti hacia mí, te pido que me perdones.

Su atención se posa en mí.

—Perdóname. Por todo. —El tono oscuro que han tomado sus ojos me saca de balance—. Por haber intentado asesinarte tantas veces, por no escucharte, por herirte tantas veces con mis palabras en esa maldita cabaña; por haberte mantenido en ese lugar, por todo lo que te hice la noche en la que intentaste escapar y Amon nos atacó… Por favor, Bess, te pido que me disculpes.

—¿Por qué me haces esto? —El sonido suplicante y lastimoso de mi voz delata cuán afectada me siento por lo que está diciendo.

—No te estoy haciendo nada, Bess. —La serenidad en su expresión, aunada a la infinita tristeza que veo en sus ojos, me lleva al borde de mis cabales—. No te estoy pidiendo que creas en mí. Lo único que quiero, es saber que en tu corazón aún hay algo de compasión y perdón por alguien como yo —traga duro—, porque te juro, por todo lo sagrado que hay en el mundo, que, si hubiese sabido todo lo que sé ahora, jamás te habría hecho lo que te hice. Jamás me habría comportado como lo hice.

—Detente… —pido.

—Cielo, yo solo…

—Mikhail, por favor, detente —suplico, con voz inestable y temblorosa.

En ese instante, el silencio lo invade todo y lo único que se escucha, es el agua cayendo a la bañera llena de agua.

«¿Cuánto tiempo lleva la llave encendida?», pregunto, absurdamente, para mis adentros.

—Estoy cansada de esto… —digo, luego de un largo rato. La mirada de Mikhail vuelve a posarse en mí, pero no dice nada—. Estoy cansada de desconfiar. De no saber en qué o en quién creer. Estoy cansada de esta absurda esperanza que tengo clavada en el pecho y que tiene que ver contigo, recordándome. —Me obligo a mirarlo, con los ojos abnegados en lágrimas—. Estoy cansada de tener miedo a que vayas a traicionarme, porque si eso ocurriera… —Me detengo unos instantes para tragar el nudo que tengo en la garganta—. Si eso ocurriera, no podría soportarlo. No podría lidiar con ello.

—Por favor, Cielo, no llores… —pide, con un hilo de voz.

—Mikhail, necesito la verdad —ignoro por completo lo que dice—. Necesito que seas honesto y que me digas qué es lo que quieres. —Lo miro directo a los ojos—. Necesito que acabes con toda esta mierda de una vez por todas y que hables conmigo sobre lo que realmente piensas. Sobre tus verdaderas intenciones. —Me falta el aliento debido al nudo de emociones que tengo en el pecho—. Dímelo todo y yo voy a creerte. Ciegamente. —Parpadeo un par de veces para ahuyentar las lágrimas que tengo acumuladas en los ojos—. ¿Qué es lo que quieres en realidad, Mikhail?

Traga duro.

—Quiero ayudarte —dice, con la voz enronquecida—. Quiero enmendarme. Quiero luchar a tu lado. Quiero ver en tu cara la sonrisa que tienes en mis recuerdos. Quiero ver en tus ojos la emoción que veo en la chica de mis recuerdos. Quiero que seas feliz… Y quiero besarte. Quiero, con toda mi jodida alma, besarte.

—Mikhail… —Mi voz es apenas un susurro, pero es lo único que puedo decir ahora mismo. Es lo único que puedo pronunciar ahora que ha acortado la distancia que nos separa hasta convertirla en apenas unos cuantos centímetros de distancia.

—Quiero dejar de luchar contra el torbellino de emociones que siento cuando estás cerca —murmura, y soy consciente de la calidez de su aliento en mi mejilla—. Quiero destrozar el mundo a pedazos si eso significa que podré tener a la chica de mis recuerdos, así, del modo en el que te tengo a ti ahora. Eso es lo que quiero.

El corazón me ruge contra las costillas, las manos me tiemblan, el aliento me falta y no puedo pensar con claridad. No puedo pensar en lo absoluto. Tampoco quiero hacerlo. No cuando el chico frente a mí suena como el chico del que me enamoré. No cuando deseo tanto creer en lo que dice.

Una mano grande ahueca un lado de mi rostro y todo mi cuerpo se estremece y canta ante el contacto de su piel contra la mía y, sin decir una sola palabra más, me besa.

Sus labios encuentran los míos en un beso lento, profundo y pausado, y todo dentro de mí colisiona. Todo se hace añicos porque Mikhail —esa versión de él que daba por perdida. Esa a la que nunca creí volver a ver jamás—

está besándome.

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