Stigmata
Capítulo 31
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El mundo entero ha detenido su marcha. Todo —absolutamente todo— ha dejado de moverse. Ha dejado de tener sentido por completo porque estoy aquí, atrapada en este pequeño espacio que Mikhail ha creado para mí. Porque soy presa de su voluntad, de la forma en la que me besa, de la manera en la que sus manos grandes y fuertes me sostienen en mi lugar, mientras sus labios reclaman y saquean todo de mí.
Soy un manojo de terminaciones nerviosas. Soy una masa temblorosa y aturdida que no puede hacer otra cosa más que corresponder el contacto suave y urgente con el que me recibe.
Mis manos, inestables y torpes, se aferran a las hebras húmedas de su cabeza y él se acerca otro poco en respuesta.
Soy capaz de sentir la humedad de su torso pegándose a mi ropa. Soy capaz de sentir cómo las gotas que caen desde su cabello húmedo me mojan las mejillas.
Una de sus manos viaja hasta la parte trasera de mi cabeza y la otra se envuelve en mi cintura, de modo que estoy aquí, aprisionada entre sus brazos. Embelesada por el sabor de su beso. Hipnotizada por el ritmo cadencioso de su caricia dulce.
Mi corazón late con tanta fuerza que temo que en cualquier momento pueda hacer un agujero para escapar lejos. Temo que sea capaz de estallar debido a la violencia con la que me golpea contra las costillas.
Me aparto un poco.
—Por favor, no me falles —susurro contra su boca, mientras recupero el aliento, pero la única respuesta que obtengo es un beso aún más urgente que el anterior.
En ese momento, todo pierde enfoque. Todo se sume en una bruma ligera y dulce y, de pronto, me encuentro poniéndome de pie cuando él lo hace. Me encuentro envolviendo los brazos alrededor de su cuello y parándome sobre mis puntas para que no tenga que inclinarse tanto para llegar a mí.
Soy plenamente consciente del modo en el que se agacha para aferrar sus dedos a la parte trasera de mis rodillas y elevar mi peso. Yo, por acto reflejo, envuelvo las piernas alrededor de sus caderas unos segundos antes de que, sin previo aviso, comience a avanzar en dirección a la salida del baño.
Mi espalda choca con la puerta de madera y un sonido ahogado se me escapa al instante. Una disculpa es murmurada por el demonio que me lleva a cuestas, pero muere justo a la mitad, cuando mis labios encuentran los suyos y apagan el sonido de su voz.
Un gruñido es la única respuesta que tengo antes de que, a tientas, busque la perilla de la puerta y la abra.
—La regadera —protesto contra su boca, cuando comienza a avanzar conmigo a cuestas. Sé que sueno como una completa ridícula. Que, de todas las cosas en las que podría estar concentrándome, la regadera es la más estúpida. La más absurda. Sin embargo, no puedo evitarlo. No puedo evitar querer cerrar el maldito grifo de una vez por todas.
Una palabrota escapa de los labios de Mikhail antes de dejarme en el suelo, apartarse de mí y devolverse sobre sus pasos para cerrar la llave del agua.
Acto seguido, me encuentra de nuevo afuera del baño y, sin decir una sola palabra, me acorrala contra la pared del pasillo para volver a besarme.
Mis manos se posan sobre su cuello y se deslizan sobre su pecho firme y duro unos instantes antes de que vuelva a levantarme del suelo para llevarme a cuestas hasta la habitación.
El sonido del portazo detrás de nosotros es lo único que me hace saber que nos ha encerrado y, justo en ese momento, la voz insidiosa de mi cabeza —esa que no deja de intentar ser sensata y razonable— susurra que esto está mal. Que no debo dejarlo aprovecharse de lo vulnerable que me encuentro.
—Mikhail… —murmuro, al tiempo que me aparto para que deje de besarme, pero él desliza su boca por mi mandíbula hasta llegar al punto en el que se une con mi cuello—. Mikhail, espera.
Pero no se detiene. No deja de besarme. No deja de aturdirme con la forma en la que sus manos se deslizan hasta la parte trasera de mis muslos.
La parte activa de mi cerebro no deja de pedirme que lo obligue a soltarme, pero mi cuerpo se niega a obedecer. Se niega a apartarse de él porque siempre quise poder hacer esto. Siempre quise poder besarlo a mis anchas y tocarlo sin herirlo.
«¡Detente! ¡Basta, Bess! ¡Basta ya!», grita la voz en mi cabeza, y esta vez lo hace con tanta fuerza que me obligo a empujar a Mikhail para luego removerme entre sus brazos y volver a tocar el suelo.
Doy un par de pasos lejos de él y lo encaro.
—Dime que no soy una estúpida por querer creerte. —Trato de sonar dura, pero en realidad sueno suplicante. Patética.
—Dime que no soy un imbécil por intentar quedarme a tu lado cuando sé que no me quieres aquí —refuta, con la voz enronquecida y la respiración inestable.
No soy capaz de verle la cara en la penumbra de la habitación, pero eso no impide que mi corazón se salte un latido al escuchar la forma en la que me habla.
Sacudo la cabeza, en una negativa frenética.
—Tengo tanto miedo —me sincero y sueno más inestable que nunca. Más rota de lo que en realidad me gustaría.
—Yo también —susurra de vuelta y todas mis defensas caen al suelo en ese momento.
—Mikhail, si llegas a traicionarnos… Si llegas a... —No puedo terminar la oración. Ni siquiera puedo tragarme el nudo que tengo en la garganta.
—Ya basta, Bess. —La súplica tiñe su tono de voz—. Basta ya. Detén toda esta locura. —Sacude la cabeza en una negativa—. Deja de jugar de esta manera conmigo y dime de una maldita vez si vas a darme el beneficio de la duda o no. —Da un paso más cerca y luego otro—. Deja de hacerme esto. Deja de hacerte esto a ti misma. Solo… Solo toma una decisión. Sea cual sea, voy a aceptarla. Lo único que te pido es que dejes de jugar. Que te decidas de una vez y para siempre.
Está cerca. Tan cerca, que tengo que alzar la cara para verlo a los ojos. Tan cerca, que soy capaz de percibir el aroma terroso y fresco de su piel.
Un dedo calloso y largo traza la línea de mi mandíbula, y cierro los ojos al sentir la forma en la que me acaricia.
—Mikhail… —Su nombre se me escapa de los labios sin que pueda evitarlo y se siente como si fuese una plegaria. Como si estuviese suplicándole algo con solo decir su nombre.
—Lo sé —murmura, con un hilo de voz, como si pudiese leerme la mente—. Sé perfectamente cómo te sientes. Sé cuán aterrorizada estás de mí, y lo siento. Lo siento mucho, Cielo.
Trato de desviar el rostro para no tener que mirarlo directamente, pero ahueca un lado de mi cara con una mano para impedir que lo haga.
—Por favor, Mikhail. Por favor… —pido y sé que él sabe de qué hablo. Sé que él sabe que estoy pidiéndole que no mienta más.
—Estoy dispuesto a hacer arder al mundo entero por ti, Bess Marshall. Estoy dispuesto a todo por recuperar mis recuerdos y tenerte de nuevo —dice y, en ese momento, me doy por vencida. Dejo que todo el miedo, la ansiedad y el terror se disuelvan en las ganas insoportables que tengo de creer en él. Que se fundan con la esperanza creciente que su voz dulce y sus palabras cálidas han construido en mi pecho.
Luego, envuelvo una mano en la parte trasera de su cuello y tiro de él en mi dirección para plantar un beso en sus labios.
Un gruñido profundo y ronco retumba en su pecho cuando mi lengua busca la suya sin pedir permiso, y todo a mi alrededor pierde enfoque, se difumina y se tiñe de tonalidades suaves y dulces.
Sus manos están en todos lados, sus labios me besan con vehemencia, el lazo que nos une zumba y se estremece con una violencia que me deja sin aliento.
Un suspiro entrecortado escapa de mis labios cuando el peso de su cuerpo sobre el mío me hace saber que estamos en la cama y, de pronto, todo se convierte en un borrón.
Soy un manojo de terminaciones nerviosas. Un puñado de suspiros rotos, caricias temblorosas, besos llenos de emociones reprimidas durante años y fuego. Fuego puro y crudo que arde por él. Fuego intenso y destructivo que lo único que desea es consumirme. Acabar conmigo.
Una a una, las prendas van desapareciendo de mi cuerpo. Una a una las inseguridades se van desvistiendo hasta quedar expuestas y vulnerables, y es solo entonces, que Mikhail se digna a besarlas. Que Mikhail se encarga de borrarlas y de dejar sobre ellas un manto hecho de caricias, esperanza, paz…
Es en ese momento, entre sus brazos —entre sus besos—, que el mundo entero empieza a tener sentido. Que comienza a avanzar de la manera correcta.
—Siempre has sido tan bonita como el cielo —susurra, cuando se aparta para mirarme a la cara y, desde ese momento, se acaban las palabras. Se acaban las dudas y solo queda él: sobre mí, dentro de mí… Atado a mí de una manera diferente. Una más profunda. Significativa. Real por sobre todas las cosas.
Entonces, cuando todo termina, cuando nos reducimos a ser un manojo de extremidades entrelazadas y respiraciones entrecortadas, vuelve a besarme.
—Duerme, Cielo —susurra en la penumbra, luego de una eternidad en silencio.
Sus brazos están alrededor de mi cuerpo desnudo y mi cabeza descansa sobre su pecho cálido.
—¿Por qué?
—Porque es tarde. —Mikhail suena divertido y extrañado al mismo tiempo.
—No. —Niego, con aire parsimonioso—. No me refiero a eso. No estoy preguntándote eso.
Una pequeña risa se le escapa de los labios.
—Por qué, ¿qué?
—¿Por qué Cielo? —pregunto y, esta vez, sueno avergonzada. Tímida—. ¿Por qué me llamas así?
El silencio que le sigue a mis palabras es largo y tirante, y me pone los nervios de punta, pero trato de no hacérselo notar.
—El cielo nocturno siempre me ha gustado mucho —dice, al cabo de un largo rato—. Las estrellas allá arriba, lejos de las nubes y la contaminación que cubren las ciudades humanas, son la cosa más bella que existe; y tu piel… las pequeñas manchas que cubren todo tu cuerpo… me recuerdan a eso. Me recuerdan a lo bonito que es el cielo y lo mucho que me gusta. Lo mucho que me apacigua. —Hace una pequeña pausa—. Cuando logré salir de las fosas del infierno, y te vi por primera vez, lo primero que pensé fue en el cielo. En las estrellas.
—Por eso desde ese momento me llamaste Cielo —musito, en voz baja y tímida.
Él me regala un asentimiento.
Lo que acaba de decir se arraiga en mi pecho y lo hace con tanta fuerza, que duele. Que se siente como si pudiese estallar en cualquier momento debido a las emociones contenidas.
De pronto, un antiguo recuerdo me llena la cabeza y me impide respirar correctamente. Una oración en latín llega a mi mente y se clava ahí hasta taladrarme el corazón con violencia.
—Sicut pulchellus sicut caelo… —musito, en voz baja, y siento como los brazos de Mikhail se aprietan a mi alrededor.
—¿Llegué a decirte eso? —La emoción en su voz es tanta, que un absurdo nudo se me instala en la garganta.
—Sí. —Me las arreglo a decir.
—No lo recuerdo —se sincera y suena pesaroso—, pero puedo seguir afirmándolo: Eres tan bonita como el cielo, Bess.
No sé qué decir. No sé qué responder a lo que acaba de decirme, así que, sin más, estiro mi mano hasta ahuecar un lado de su rostro con ella para trazar una caricia sobre su mandíbula.
—¿Aún tienes miedo? —La voz de Mikhail se abre paso en el silencio una vez más, luego de otro largo rato de silencio.
Me quedo callada unos cuantos segundos más.
—No quiero mentirte y decirte que no lo hago —digo—, pero, ahora mismo, se siente como si pudiese lidiar con él un poco mejor.
Un beso dulce es depositado en mi sien.
—Eso es todo lo que necesito por lo pronto —susurra, con los labios pegados a mi piel.
Un bostezo se me escapa de los labios en ese momento, y una risa suave y dulce brota de los suyos.
—Duerme —me reprime, pero suena juguetón y cariñoso—. Necesitas descansar.
—Tú también —musito, con la voz adormilada.
—Lo haré. —Asiente—. Lo haré justo aquí, contigo. Ahora duerme. Lo necesitas.
Mis párpados revolotean en la lucha por mantenerse abiertos, pero me las arreglo para regalarle un asentimiento. Otro beso es depositado en mi frente y el abrazo que me envuelve se aprieta otro poco. Entonces, cierro los ojos y me dejo ir.

El sonido de la puerta siendo golpeada con violencia me invade los oídos y mis ojos se abren de golpe.
El aturdimiento y el letargo provocados por el sueño me hacen imposible hilar la imagen que tengo delante de mis ojos, con los recuerdos que tratan de salir a la superficie.
No es hasta que han pasado varios segundos que, poco a poco, el mundo comienza a enfocarse. En ese momento, el chico que duerme a mi lado abre los ojos de golpe.
Mi mirada —adormilada, pesada y cansada— está fija en la gris del demonio que descansa sobre su costado junto a mí, al tiempo que un centenar de recuerdos me invade la cabeza.
Todo lo ocurrido anoche me golpea con la brutalidad de un tractor demoledor y, de pronto, la vergüenza y el bochorno me calientan el rostro.
—¿Qué ha sido eso? —La voz de Mikhail, enronquecida por el sueño, me llena los oídos y un escalofrío me recorre la espina dorsal.
Estoy a punto de abrir la boca para responder, cuando el golpeteo brusco regresa.
En ese instante, Mikhail se incorpora y sale de la cama para tomar los vaqueros húmedos que dejó en el suelo ayer por la noche.
—¿Sí? —Medio grita, al tiempo que se enfunda en los pantalones, dándome en el proceso una vista agraciada de su prominente retaguardia.
El calor —que ya me tiñe el rostro de tonalidades rosadas— se extiende hasta mi cuello y pecho.
—Detesto interrumpir —dice la voz alarmada de Axel, desde el otro lado de la puerta—, pero tienen que bajar. Ahora.
Los ojos de Mikhail encuentran los míos y un destello de preocupación se apodera de mis entrañas, pero me las arreglo para ponerme de pie, envolviéndome con la sábana, para encaminarme hasta el armario y tomar algo de ropa.
Él no dice nada mientras me visto dándole la espalda. Tampoco dice nada cuando abre la puerta para mí y nos topamos de frente con la imagen de Axel, con aspecto agotado y preocupado.
El íncubo no hace ningún comentario respecto al hecho de que hemos pasado la noche en la misma habitación. Tampoco dice nada acerca de la manera en la que salí ayer de la casa. A decir verdad, no sé cómo es que no luce sorprendido de verme, tomando en cuenta que no le avisamos a nadie que estábamos en casa.
No sé a qué hora regresaron él y las brujas. Tampoco sé por qué nadie se dignó a venir a corroborar si había vuelto.
«Quizás llegaron cuando Mikhail y tú estaban…». Cierro los ojos con fuerza unos segundos, para ahuyentar el hilo de mis pensamientos.
«Quizás entraron a tu habitación mientras dormías y te vieron con él. Quizás ese sea el motivo por el cual ni siquiera notaste que llegaron: porque estabas demasiado ocupada con otras cosas», la voz en mi cabeza insiste y muerdo la parte interna de la mejilla, al tiempo que tomo una inspiración profunda.
—¿Qué ocurre? —Mikhail es quien se encarga de romper el silencio y sacarme de mis cavilaciones.
Axel nos mira de hito en hito unos segundos antes de hacer un gesto de cabeza en dirección a las escaleras y encaminarse a la planta baja.
Sin decir una palabra, lo seguimos.
Al llegar al piso de abajo, lo primero que veo, es a las brujas apiñonadas frente al televisor encendido.
Ninguna de ellas nos mira cuando nos colocamos justo detrás de ellas para mirar en dirección a la pantalla. Lucen tan absortas y agobiadas, que casi me atrevo a jurar que ni siquiera se han percatado de nuestra presencia.
Estoy a punto de preguntar qué sucede, cuando la voz de una mujer en el televisor, capta toda mi atención.
—… los saqueos han comenzado ya. El pánico en las calles es palpable, y más ahora que el ejército ha comenzado a intervenir —dice la corresponsal del noticiero matutino, mientras que, detrás de ella, los edificios de una ciudad se alzan inmensos e imponentes—. Hasta el momento se desconoce la naturaleza de las criaturas que se han apoderado del techo del U.S. Bank Tower, pero los testigos aseguran que son seres de índole celestial.
—¿Qué carajo…? —apenas puedo pronunciar cuando, en ese momento, la toma de la cámara se abre para enfocar a un centenar de puntos luminosos que sobrevuelan entre los edificios de Los Ángeles, California.
—Por el jodido Infierno… —Mikhail suelta, con la voz enronquecida.
—¿E-Esos son ángeles? —Niara pregunta, con la voz inestable debido al pánico.
—Lo son. —Axel asiente.
—¿Qué diablos están haciendo? —Es mi turno de hablar.
—Iniciando la guerra —dice Mikhail y mi vista se posa en él solo para encontrarme con el semblante duro y hosco de su rostro, el cual está fijo en la pantalla—. Se nos acabó el tiempo. Tenemos que hacer algo y tenemos que hacerlo ya.