Stigmata
Capítulo 1
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Mi mirada está nublada por las lágrimas que amenazan con salir de mis ojos, mi pecho sube y baja con lo agitado de mi respiración y el corazón me late a un ritmo frenético e irregular.
Mis uñas se clavan en el cemento del alféizar de la ventana de la que estoy sostenida. Los brazos me tiemblan, las palmas me arden y la sensación vertiginosa que me invade el cuerpo hace que se me revuelva el estómago. Voy a caer. Voy a morir.
No puedo ver nada. El viento me azota el cabello contra la cara con tanta violencia, que las hebras oscuras me hieren. Los músculos de mis extremidades superiores están hechos polvo y por más que lucho, no logro empujar mi peso hacia arriba. No logro ponerme a salvo a mí misma.
Algo me golpea en un costado del torso. Una ráfaga luminosa me da de lleno y mi débil agarre cede por completo. Durante un segundo, no ocurre nada. Me quedo suspendida en el aire, como si fuese capaz de flotar.
Entonces, empieza la caída.
Grito. Grito con toda la fuerza que poseo en los pulmones mientras caigo en picada. Mis piernas patalean inútilmente y braceo, en un desesperado intento por encontrar algo de qué sostenerme, pero sé que nada va a detener el inminente golpe de mi cuerpo contra el concreto.
La cabeza me duele y los oídos me pitan. De pronto, me siento mareada. Lánguida. Pesada.
La presión generada por la velocidad a la que me muevo hace que la visión se me nuble y que los músculos de cada parte de mi anatomía se contraigan de manera involuntaria.
No puedo más. No puedo luchar más.
Un haz negro aparece en mi campo de visión.
Es apenas un borrón. Una mancha oscura sin inicio ni fin que se mezcla entre las siluetas desdibujadas de los edificios entre los que caigo. Una figura amorfa que se mueve a toda velocidad; y me atrevo a decir que cae, incluso, más rápido que mi propio cuerpo.
Me quedo sin aliento.
Mi vista, inestable, se posa en el centenar de borrones luminosos que comienzan a aparecer en el cielo y que viajan rápidamente junto con la mancha de color negro que avanza en mi dirección, y el pánico se arraiga en mis huesos.
La silueta oscura toma forma y, sin más, me encuentro viendo la figura de un chico de alas de murciélago precipitándose hacia mí de manera vertiginosa. Me encuentro estirando los brazos en su dirección para que pueda tomarme y detener mi caída.
Luego… despierto.
Estoy bañada en una fina capa de sudor. El corazón me ruge contra las costillas mientras me incorporo jadeando y tanteando sobre la mesa de noche de mi habitación. La oscuridad hace difícil la tarea; sin embargo, cuando por fin encuentro mi inhalador, tomo una calada profunda para permitir que el coctel de medicamentos invada mi tráquea y mis pulmones.
Cierro los ojos con fuerza mientras inhalo y exhalo con lentitud para acompasar mi respiración. Es en ese momento, cuando noto el temblor de mis manos y el dolor que me abrasa los brazos.
Las pesadillas son cada vez más frecuentes y vívidas. Ahora mismo, se siente como si realmente hubiera estado colgada de aquel alféizar. Como si de verdad hubiese estado a punto de morir impactada contra el concreto.
Enciendo la lámpara junto a la cama y me siento en el borde del colchón, al tiempo que cierro los ojos con fuerza. A veces, me cuesta mucho trabajo convencerme a mí misma de que mis aventuras nocturnas son solo sueños. A veces, las imágenes en mi subconsciente son tan reales, que me cuesta mucho trabajo desapegarme de ellas.
Tomo una inspiración profunda y luego otra, antes de atreverme a enfrentar la oscuridad de mi habitación. La tranquilidad y el silencio que se funden en el entorno contrastan con el manojo de sensaciones que se estruja en mi pecho y, de una u otra manera, me siento enferma.
Es como si mis reflejos no terminasen de aceptar que la imagen de mí cayendo, fue solo una pesadilla.
Aprieto los puños. La punzada de dolor en mis muñecas es inmediata y bajo la vista hacia ellas, al tiempo que giro las manos para tener un vistazo de la parte interna. Mi corazón da un vuelco furioso.
«Mierda».
Hay sangre en todos lados. El pantalón del pijama está manchado al igual que la franela de mangas largas que llevo puesta. A pesar de eso, no me atrevo a levantar el material. No me atrevo a ver el estado de las heridas de esta ocasión. No cuando sé que cada vez lucen peor.
Cierro los ojos una vez más e inhalo profundo de nuevo.
El terror recorre mis venas a toda velocidad, pero trato de no entrar en pánico y de no dejar que el malestar se apodere de mí.
No me muevo durante lo que parece ser una eternidad, pero, cuando lo hago, lo primero que decido hacer es remover las cobijas y el edredón de la cama. Debo hacer algo de control de daños y, si no tengo el valor de mirar las heridas, al menos tengo que mirar el desastre que han hecho. De ese modo, podré darme cuenta de cuánta sangre he perdido esta vez. No debe ser demasiada. No me siento mareada ni aletargada.
Un nudo de ansiedad y terror se me instala en el estómago cuando descubro el par de manchas de sangre fresca que hay sobre las sábanas blancas. No son pequeñas. No son pequeñas en lo absoluto.
«Mierda, mierda, mierda, mierda…».
De un tirón, saco el material y dejo el colchón completamente desnudo antes de hacer una bola con la tela delgada de la sábana ensangrentada.
Me digo a mí misma que debo tirarla antes de que alguna de las brujas con las que vivo se dé cuenta y, sin perder ni un solo instante, me arrodillo en el suelo para tomar la caja de cartón que guardo debajo de la cama. Entonces, me apresuro hasta el cuarto de baño.
Al llegar al reducido espacio, lo primero que hago es empujar las mangas de mi franela hasta los codos. Después, abro el grifo del lavabo e introduzco las manos hasta los antebrazos para enjuagar la sangre y así tener una vista real del daño.
Un grito se construye en mi garganta en ese momento.
El estómago se me revuelve al notar los agujeros irregulares que ahora tengo en las muñecas, y el terror escuece y quema en mis entrañas.
Es como si me hubiera introducido un par de piedras en la piel, lastimando la carne tan profundamente, que soy capaz de ver el tejido debajo de ella.
Un nudo se forma en la boca de mi estómago y las lágrimas se me agolpan en los ojos. La respiración se me atasca en los pulmones, pero, de alguna u otra manera, me las arreglo para no caerme a pedazos al tiempo que enjuago las heridas con mucho cuidado.
Son profundas. Definitivamente, son más profundas que la última vez. Son tan hondas, que mis manos se sienten entumecidas y torpes. No sé si realmente tenga algo que ver con las marcas, pero se siente como si apenas pudiese moverlas. Como si estuviesen a punto de dejar de obedecer las órdenes de mi cabeza.
«No pasa nada, Bess. Sanarán muy pronto. No pasa nada», me aliento, pero sé que no tengo la certeza de ello y, mucho me temo, nunca la tendré.
Hace cuatro años que aparecieron. Y cuando digo que aparecieron me refiero a que, literalmente: aparecieron.
Una mañana desperté en la cama de un hospital con la noticia de que había sido internada por mi difunta tía porque, según todo el mundo, había intentado suicidarme.
El diagnóstico del psiquiatra en ese entonces decía que me había infringido las heridas de manera inconsciente debido al dolor lacerante que la muerte de mi familia había provocado en mí, pero yo siempre supe que no era cierto.
Con el paso del tiempo descubrí que había un significado diferente detrás de ellas y que representan —por increíble que parezca— el inicio del fin del mundo tal y como lo conocemos.
Nunca sanan. Las heridas nunca cierran por completo. Puedo suturarlas una y otra vez y siempre vuelven a aparecer. Después de la tercera vez que las brujas me llevaron al hospital, decidí tomar medidas por mi cuenta para así dejar de preocuparlas.
Así, pues, con un par de dólares que tenía guardados en el cajón de mi ropa interior, compré gasas, vendas y material de sutura, y aprendí —gracias a un video por internet— a realizar una sutura limpia y resistente. Quizás no es el mejor método, ni el más adecuado, pero me funciona. Las mujeres con las que vivo creen que mi condición de Sello Apocalíptico ha mejorado y que eso solo quiere decir que el fin del mundo está a bastantes años de distancia…
… Pero la realidad es otra. Los Estigmas no dejan de aparecer. Esta vez, ni siquiera permitieron que mi carne sanara por completo. Hace menos de una semana que suturé las heridas. Hace menos de una semana realicé el mismo procedimiento que ahora. A este paso, todo el mundo a mi alrededor va a darse cuenta. No sé cuánto tiempo más podré ocultarlo…
«Vamos Bess», me digo a mí misma. «Deja de pensar en eso y haz algo».
Entonces, empiezo a trabajar.
Retiro el hilo de las antiguas puntadas con cuidado y presiono un algodón con alcohol sobre los huecos en la carne. Reprimo un gemido de dolor en el proceso.
Con manos temblorosas, tomo una aguja curveada y un poco de hilo quirúrgico de la caja que traje conmigo y, sin pensarlo demasiado, enhebro el material antes de desinfectarlo minuciosamente.
Una vez terminada mi tarea, tomo una de las vendas empaquetadas que hay dentro de la caja y la muerdo con toda la fuerza que puedo. Acto seguido, introduzco la aguja en mi carne.
El escozor y el ardor no se hacen esperar. Las lágrimas involuntarias que se me escapan solo consiguen dificultar un poco mi tarea, y la humedad de mi sangre hace que la aguja resbale de mis dedos y sea difícil de manejar.
Pese a todo, me obligo a mantenerme serena. A absorber el dolor lo mejor que puedo y trato de no hacer demasiado ruido mientras hiero mi piel una vez más con las puntadas que trato de aplicarme.
Cuando termino de cerrar mis heridas, lavo mis manos, y envuelvo la aguja y el hilo restante en un trozo de papel antes de tirarlo a la papelera.
Acto seguido, tomo de la caja un bote pequeño de pastillas para el dolor y me trago una tableta. Después, camino hasta mi habitación y coloco una sábana limpia sobre el colchón desnudo antes de tomar la sábana ensangrentada y sacarla hasta el bote de basura que tenemos en el patio.
Me aseguro de no hacer demasiado ruido en el proceso para no despertar a nadie en casa. Una vez terminada la tarea, me encamino escaleras arriba para volver a mi habitación.
Estoy a escasos pasos de distancia de la puerta, cuando los vellos de mi nuca se erizan.
En ese instante, y presa del pánico, giro sobre mis talones solo para descubrir que Dinorah —una de las brujas con las que vivo— se encuentra parada al pie de las escaleras.
No soy capaz de mirarle la cara debido a la oscuridad en la que todo se ha sumido, pero sé que está observándome.
—¿Te encuentras bien? —Su voz es apenas un susurro, pero llega a mí como una acusación fuerte y clara. El tono interrogante con el que habla, así como la densidad de su energía, solo confirman su confusión.
—Sí. —Mi voz suena ligeramente inestable, pero ruego porque no sea capaz de percibirlo—. No puedo dormir. Es todo.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —No me atrevo a apostar, pero casi puedo jurar que suena preocupada.
Aprieto la mandíbula.
Odio mentirle. Odio tener qué ocultarle cosas a la única de las brujas con la que puedo hablar abiertamente acerca de cómo me siento. Es la única que entiende. Es la única que sabe lo que es estar parada en medio de dos mundos aterradores y horribles. Solo ella puede comprender lo que es sentirse desconectada de ambos universos y no saber qué hacer para acabar con la sensación de desapego constante que me acompaña a todas horas.
—Me encuentro bien. Deja de preocuparte —miento, a pesar de todo.
Dinorah no dice nada. Se limita a quedarse ahí, quieta, con los ojos clavados en mí —porque no soy tonta: sé que me mira—; como si tratase de desvelar todos los secretos que guardo. Como si tratase de deshacerse de las mentiras de mi voz para llegar a la raíz de mi constante sonambulismo.
No es nada nuevo para nadie que deambule por toda la casa a altas horas de la madrugada. Se han acostumbrado ya a mis pocas horas de sueño; sin embargo, tengo la sensación de que Dinorah sabe más de lo que aparenta. Tengo la sensación de que ella sabe que algo sucede conmigo.
—¿Has vuelto a soñar con él?
Sus palabras son como un puño en el estómago, pero trato de no hacérselo notar.
—He vuelto a soñar con la caída —respondo, evadiendo su pregunta por completo—. Siempre es con la caída.
Noto como la mujer que se encuentra a pocos pasos de distancia de mí, asiente.
—Esta noche yo también he soñado lo mismo.
—¿Con la noche de tu asesinato? —pregunto, aliviada por cambiar de tema. Al parecer, las pesadillas son algo que las personas que hemos sido atadas compartimos. Dinorah sueña siempre con la noche en la que la líder de su antiguo aquelarre la mató.
Nunca me ha hablado abiertamente sobre ello, pero sé lo suficiente como para deducir que fue una muerte horrible.
—No —responde, con la voz enronquecida—. He soñado contigo cayendo.
Mi corazón se estruja una vez más y un largo silencio se instala entre nosotras.
—¿Estás segura de que todo va bien? —Dinorah pregunta de nuevo—. Tengo la sensación de que algo malo está pasando. De que algo horrible está por ocurrir.
Trago el nudo de nerviosismo que se me ha instalado en el intestino.
—Sí —tartamudeo, a pesar de las ganas que tengo de decirle que los Estigmas no se han cerrado desde aquella noche en la que morí y volví a la vida—. Todo va bien, Dina.
Ella asiente de nuevo.
—Trata de dormir —dice, pero en su tono aún hay recelo.
—¿No vas a dormir tú también? —pregunto, cuando noto cómo se gira para bajar las escaleras.
—No —dice, al tiempo que me mira por encima del hombro. Esta vez, soy capaz de ver parte de su gesto, ahora que la luz que se filtra por el ventanal de la sala le da de lleno. Luce inquieta. Extraña…—. Voy a tratar de interpretar mi sueño. Tengo la sensación de que el mundo de los muertos trata de decirnos algo, Bess. No es normal que ambas hayamos tenido la misma pesadilla.
Acto seguido, y sin darme tiempo de decir nada, baja las escaleras y me deja aquí, de pie en el corredor, con el pulso latiéndome de manera irregular y un montón de palabras acumuladas en la punta de la lengua.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda sacudirme la sensación de malestar que la conversación con Dinorah me ha dejado, pero, cuando lo hago, entro en mi habitación y cierro la puerta detrás de mí.
Trato de no poner mucha atención a la vocecilla en mi cabeza que susurra que debí haberle contado a Dinorah acerca de los Estigmas. Trato de sacudirme fuera del cuerpo la pesadez que se me ha asentado en los huesos desde el instante en el que escuché que habíamos compartido la misma pesadilla, y me recuesto en la cama.
«Han pasado ya cuatro años», me digo a mí misma. «Cuatro años en absoluta calma. Sin ángeles. Sin demonios. Sin Grigori. Sin absolutamente nada paranormal más que las brujas con las que vivo, los Estigmas con los que lidio y el poder aterrador que llevo dentro». Cierro los ojos con fuerza. «Nada malo va a ocurrir. Él se sacrificó para que vivieras una vida común y corriente. Nada malo va a ocurrir. Nada. Malo. Va. A. Ocurrir».
Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con lentitud.
Abro los ojos y estiro la mano para tomar el teléfono móvil que descansa sobre mi mesa de noche. Cuando presiono el botón lateral, descubro que me queda un poco más de una hora de sueño antes de que tenga que levantarme para iniciar el día. Debo aprovecharla.
Tomo otra inspiración profunda y dejo el teléfono en su lugar antes de dedicarme enteramente a cerrar los ojos hasta que la pesadez se digna a volver a mí. Esta vez, ninguna pesadilla irrumpe mi sueño.

Son cerca de las nueve de la mañana cuando abandono la casa en la que vivo. Ni siquiera me molesto en pisar el acelerador cuando me trepo en mi destartalado auto. Sé que, de cualquier modo, voy tarde y que nada va a hacer que el profesor de Psicología Social me deje entrar a su clase.
Es de ese tipo de docentes que no toleran la impuntualidad. Este maestro en particular, piensa que un retraso es una de las faltas de respeto más grandes que puede haber, y que llegar tarde no es otra cosa más que un indicador claro de cuán irresponsable eres contigo mismo y con el resto del mundo.
No deja de repetir una y otra vez que los estudiantes de facultad —sobre todo aquellos que estudiamos psicología— debemos tener el sentido del deber lo suficientemente arraigado como para llegar cinco minutos antes de la hora acordada.
Yo, sin embargo, por más que trato de levantarme temprano para alcanzar a entrar a su clase, no puedo hacerlo. Ni siquiera sé cómo diablos es que puedo moverme con lo poco que duermo.
Hace años que dejé de tener una noche entera de sueño y, a pesar de que siento el cuerpo cansado y fatigado todo el tiempo, nunca puedo dormir más de cuatro o cinco horas al día.
Dinorah –quien, por cierto, se encuentra atada a la vida de Zianya, su hermana—, dice que se debe a la falta de conexión que tenemos con el mundo terrenal. Dice, también, que dormir es uno de los placeres que los seres comunes y corrientes conocen, y que nosotras, por nuestra naturaleza extraordinaria, no somos capaces de dormir debido a que no somos dueñas completamente de nuestros cuerpos físicos.
En teoría, lo que el lazo entre Mikhail y yo hizo, fue devolverme a la tierra sin pertenecer a ella del todo.
Soy la mitad de algo. La parte de un todo que nunca podrá ser concretado. El roce entre dos dimensiones que están muy cerca la una de la otra, pero que nunca llegan a tocarse.
He pasado los últimos cuatro años tratando de acostumbrarme a esto, pero no lo he conseguido en lo absoluto. No sé si algún día podré hacerlo.
Las cosas han cambiado demasiado para mí desde aquel incidente en el que me vi envuelta gracias al deseo de los ángeles de eliminarme.
De la noche a la mañana, perdí todo y tuve que marcharme de la ciudad donde nací y crecí porque, para todos aquellos que alguna vez formaron parte de mi vida, yo ya estoy muerta.
Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados cuando un puñado de brujas me tomó bajo su cuidado y me trajo a Bailey, Carolina del Norte: uno de los pueblos más pequeños, aburridos e insignificantes que he tenido la desgracia de conocer.
El lugar es tan diminuto, que ni siquiera cuenta con setecientos habitantes. Todo el mundo aquí conoce la vida de todos y nunca pasa absolutamente nada en bastantes kilómetros a la redonda.
Bailey es tan pequeño, que solo cuenta con una cafetería; así como una diminuta sala de cine en la que proyectan películas que fueron famosas hace años. Hace poco descubrí que también hay un anfiteatro del tamaño del estacionamiento del edificio en el que vivía con mi tía Dahlia, donde cada domingo se presenta el grupo local de actuación —el cual en su mayoría es conformado por personas de la tercera edad—; y un bar que es tan anticuado como las ropas que Dinorah suele utilizar.
Estamos en medio de la nada. Literalmente, tengo que conducir una hora para llegar a la universidad todos los días.
Al principio no entendía por qué las brujas habían elegido este lugar para establecerse, pero, con el paso del tiempo lo comprendí a la perfección.
Este lugar es perfecto porque está circundado por una cantidad alarmante de líneas energéticas que serían capaces de hacerme pasar desapercibida si, por algún desconocido motivo, mi cuerpo decidiera volver a ser un espectacular atrae-ángeles.
Dinorah dice que este tipo de lugares son los predilectos por las mujeres de su clase, ya que la energía de la tierra les da fuerzas y las hace seres más estables y poderosos. Además, dice que es más fácil mantener un perfil bajo en un lugar fuera del foco de los grandes noticieros.
Un lugar olvidado por la civilización es lo que se necesita para esconder a cuatro brujas y una chica que podría desatar el apocalipsis si es asesinada.
Mi vida con las brujas es bastante sencilla. Dinorah y Zianya, las mujeres que están atadas, se han encargado de proveer de alimento, sustento y estudios a tres adolescentes problemáticas.
No sé de dónde diablos sacaron todo el dinero que tienen en el banco y tampoco me interesa averiguarlo. No después de que Dinorah me dijera que hay cosas acerca de su vida y de la de su hermana, que es mejor que no sepamos.
Mi relación con ambas es bastante… contradictoria. Por un lado, está Dinorah, con quien he creado un vínculo bastante estrecho y a quien puedo recurrir cuando siento que todo va de la mierda; y, por el otro, está Zianya, a quien ni siquiera puedo mirar. Su presencia a mi alrededor es tan irritante y abrumadora, que no sé cómo demonios es que puedo vivir bajo el mismo techo que ella.
No es que alguna vez me haya hecho algo malo, es simplemente una especie de presentimiento. Algo en ella no termina de gustarme y, por más que trato de bajar la guardia, no puedo hacerlo.
Daialee, con quien he entablado una amistad bastante peculiar, me ha dicho que Zianya fue quien le dijo a Mikhail cómo traerme de vuelta y, a pesar de eso, no puedo dejar de sentirme amenazada por su presencia.
Dinorah dice que su hermana siempre se ha caracterizado por tener un aura bastante oscura y densa. Que su magia es bastante maliciosa y penetrante, y que eso es lo que hace que sea así de perturbadora; sin embargo, me da la impresión de que va más allá. De que Zianya nunca ha sido una mujer de buenas intenciones.
Las cosas entre Daialee y yo han ido en mejora con el paso de los años. Le tomó bastante tiempo bajar la guardia conmigo, pero no la culpo. Después de todo, fui una de las causas por las cuales perdió todo lo que tenía.
Nuestra relación es bastante fresca y llevadera ahora que hemos compartido tantas cosas juntas. Sus constantes bromas sarcásticas me hacen sonreír cuando peor me siento, y su presencia en mi entorno es revitalizante y tranquilizadora. De algún modo, se encarga de mantenerme animada y atenta cuando más alejada me siento del plano terrenal.
Respecto a lo que mi relación con Niara concierne, debo admitir que no es la mejor del mundo.
No es un secreto para nadie que no le agrado en lo absoluto. Tampoco es nuevo para nadie que piensa que soy un peligro para todos.
Nunca ha estado de acuerdo con el hecho de que viva con las brujas y tampoco está feliz conmigo formando parte de los rituales que de vez en cuando realizan. Dice que una chica con el poder que poseo no debería saber invocar magia negra como la que ellas utilizan y, a pesar de que detesto decirlo, debo admitir que quizás tiene un poco de razón. Después de todo, si algo de esa magia me matase, terminaría desatando el mismísimo apocalipsis.
La relación que tengo conmigo misma, por otro lado, es una lucha constante entre lo que fui y lo que soy ahora. Antes, ser una adolescente voluble y de carácter explosivo, era sencillo. Ahora es un verdadero martirio.
Ya no puedo darme el lujo de alterarme por cualquier estupidez. Tampoco puedo permitirme estar aterrorizada. Las emociones fuertes siempre detonan el poder destructivo de los Estigmas.
Con el paso del tiempo he aprendido que las marcas en mis muñecas no hacen más que llamar a la destrucción y al caos; así que no puedo permitirme enojarme solo porque sí. Si lo hago, es muy probable que termine destruyéndolo todo a mi alrededor.
Todo esto sin contar el poder que la parte angelical de Mikhail ha traído a mi vida. Literalmente, soy capaz de manipular todo a mi paso. Soy capaz, incluso, de interactuar con seres que no pertenecen a este universo con más facilidad que cualquiera de las brujas con las que convivo todos los días.
Daialee dice que es bastante probable que sea capaz de hacer aún más cosas, pero, hasta ahora esto es lo más que me he atrevido a indagar. No tengo el valor de intentar investigar un poco más al respecto porque no sé qué diablos va a suceder si lo hago.
Siempre existe la posibilidad de que sea demasiado o de que no pueda controlarlo y, siendo honesta, no estoy dispuesta a correr ese riesgo y hacer más daño del que ya he hecho en el proceso.
El sonido estridente de una bocina me saca de mi estupor. Mi vista vuela hasta el espejo retrovisor del vehículo, y parpadeo varias veces mientras trato de conectar el cerebro con las extremidades.
El auto que se encuentra detrás de mí vuelve a hacer sonar el claxon y sacudo la cabeza antes de mirar hacia la luz verde que marca el semáforo en el que me he detenido.
Una punzada de vergüenza me golpea cuando me doy cuenta de que estoy deteniendo el tráfico y, sin perder el tiempo, acelero y cargo mi coche hacia el carril derecho para dejar pasar al vehículo impaciente. Recibo un grito ininteligible en el proceso.
La humillación quema en mi torrente sanguíneo, pero no hago más que continuar mi camino hacia la universidad.
El día pasa sin ninguna clase de novedad. Las clases me absorben por completo y no puedo dejar de agradecerlo. La universidad es lo mejor que ha podido pasarme. Pasar el día entero realizando trabajos, investigaciones y ensayos, me distrae de la sensación de vacío que no me deja sola por ningún motivo, así que me he vuelto bastante buena para los estudios.
Mis calificaciones son mucho mejores de lo que solían ser y eso me llena de una clase extraña de satisfacción. Ser ligeramente buena para algo, le da un poco de sentido a mi extraña existencia.
Cerca de las dos de la tarde estoy de vuelta en Bailey. Por lo regular no vuelvo a casa hasta muy entrada la noche, ya que trabajo en una cafetería en Raleigh, la ciudad a la que viajo todos los días para asistir a la universidad, pero hoy es mi día de descanso, así que planeo aprovecharlo holgazaneando el resto del día.
Me toma alrededor de diez minutos recorrer el pueblo entero. Me toma cerca de dos más, bajar de mi chatarra y entrar a la casa.
Tres minutos más son los que necesito para darme cuenta de que no hay nadie aquí y uno más es el que me toma echar llave a la puerta principal y subir las escaleras a toda velocidad para encerrarme en mi habitación.
Paso el resto de la tarde tirada en la cama, leyendo uno de los libros que Daialee me prestó hace casi un mes, cuando la universidad aún no consumía todo mi tiempo.
Cuando me doy cuenta, la noche ha caído por completo, así que enciendo la lámpara que está sobre la mesa de noche y dejo el libro sobre la cama para volver a él más tarde.
No ha llegado nadie a casa, cosa que no me sorprende. Daialee y Niara también trabajan después de la escuela, y Zianya y Dinorah no cierran su local de baratijas hasta entrada la noche.
Decido así, que debo buscar algo para cenar o si no voy a desmayarme, y bajo las escaleras con andar cansino.
Sin saber qué estoy buscando, abro la nevera. Casi me pongo a bailar de la emoción cuando encuentro algo de la lasaña que Daialee preparó hace unos días y, sin perder un solo segundo, me siento sobre un banquillo alto a comerla.
Ni siquiera me molesto en calentarla en el horno de microondas. Tengo tanta hambre, que solo deseo engullir lo que tengo delante de mí para volver a mi lectura.
Estoy a punto de echarme otro pedazo de pasta a la boca, cuando lo siento.
«Oh, por el jodido Dios del Infierno».
Detengo el tenedor antes de que entre en mi boca y me quedo quieta durante unos instantes.
Vuelvo a sentirlo.
Toda la sangre se me agolpa en los pies y mi corazón se detiene durante una fracción de segundo antes de que el tirón en mi pecho regrese con más violencia que nunca.
«No, no, no, no, no…».
Me falta el aliento, el cuerpo entero me tiembla y la sensación vertiginosa provocada por la ansiedad y el pánico me invade por completo.
Trago duro.
«No», me digo a mí misma. «No ha ocurrido; lo alucinaste. No ha ocurrido; lo alucinaste. No ha ocurrido; lo alucinaste…».
El tirón es tan intenso ahora, que me doblo hacia adelante y el tenedor se desliza de entre mis dedos para estrellarse en el plato con violencia.
«¡¿Pero, qué demonios…?!».
Me deslizo fuera del banquillo alto sobre el que estoy sentada y miro hacia todos lados sin saber qué es lo que espero encontrar en realidad.
Trago una vez más.
Miedo, emoción y ansiedad se arremolinan en mi estómago y crean un nudo apretado en él.
Sacudo la cabeza y cierro los ojos.
—Mucha ciencia ficción por hoy, Bess Marshall —murmuro para mí misma, y trato de inhalar profundamente para así aminorar la velocidad de los latidos de mi corazón—. Estás sugestionándote. Eso no ha pasado. No has sentido absolutamente nada… —digo en voz alta, pero no puedo dejar de ser plenamente consciente de la tensión que hay en el lazo que me atenaza el pecho.
Una carcajada histérica se me escapa.
—Él está muerto —digo, porque necesito recordármelo. Porque no debo hacerme ilusiones. Necesito mantener los pies sobre la tierra y dejar de imaginar estupideces.
Niego con la cabeza y me froto la cara con las palmas una y otra vez antes de tomar un par de inspiraciones profundas. Entonces, tomo el plato con lasaña y lo dejo sobre la tarja para encaminarme en dirección a las escaleras una vez más.
En el proceso, trato de convencerme a mí misma de que lo he imaginado todo y que solo estoy alucinando, pero no puedo apartar de mí la sensación de que algo está ocurriendo. No puedo dejar de estar alerta al lazo que hay en mi pecho.
Nunca había sentido esta clase de movimiento en la atadura que me une a Mikhail. No durante los últimos cuatro años.
«Deja de pensar en eso, Bess. Deja de torturarte».
Avanzo por el corredor que da hacia la sala, dispuesta a llegar al tramo de escaleras que lleva al piso superior y camino tan rápido como mis pies me lo permiten.
«No ha sido nada. Lo has imaginado todo».
En apenas unos instantes, me encuentro en la sala.
«Es imposible. Lo alucinaste».
Estoy al pie de las escaleras.
«Debes dejar de hacerte esto a ti misma. Él está muerto, Bess. Murió hace cuatro años».
Coloco uno de los pies sobre el primer escalón.
«Supéralo de una maldita vez».
Mi vista se mueve por todo el espacio en un movimiento fugaz.
«Mikhail no va a regresar».
Y, entonces, lo noto…
Mi corazón se salta un latido. Mi rostro entero es drenado de su sangre y la respiración se me atasca en la garganta cuando la puerta principal se mueve y deja a la vista una rendija que da hacia la calle.
Mi mirada se clava en el cerrojo y el horror me invade de un momento a otro. Cerré esa puerta. Estoy segura. Cerré esa puerta con llave. ¿Cómo es que está abierta? ¿Por qué está abierta?...
Mi mirada viaja por toda la estancia con lentitud, mientras que el terror se filtra en mis huesos. El silencio que lo invade todo, es ensordecedor. Tenso. Inquietante.
Soy capaz de escuchar el latido irregular de mi corazón. Escucho, incluso, mi respiración jadeante y siento cómo me estremezco de pies a cabeza ante la perspectiva de lo que acaba de ocurrir.
—¿Hola? —digo, con voz débil y temblorosa, y contengo el aliento mientras que intento escuchar algo.
El corazón me sigue latiendo a un ritmo inhumano, las manos siguen sudándome debido a la ansiedad, mi respiración es agitada y tengo mucho miedo.
—¿Bess? —La voz de Daialee inunda mis oídos y el alivio me golpea con fuerza—. ¡Qué bueno que estás aquí! ¡Abre la puerta que tengo las manos llenas de despensa!
Cierro los ojos durante una fracción de segundo y dejo escapar el aire que no sabía que estaba reteniendo.
Acto seguido, me apresuro hacia la puerta para abrirla y encontrarme con una Daialee cargada de bolsas de papel.
—Me has sacado la mierda de un jodido susto —la reprimo, mientras tomo algunas bolsas para ayudarle—. ¿Por qué no me llamaste para que viniera a ayudarte? Creí que alguien había abierto la casa o algo por el estilo. Ni siquiera escuché el motor de tu coche.
Una carcajada se le escapa a la bruja de cabello rizado.
—Lo siento. No sabía que estabas aquí y se me hizo sencillo abrir la puerta, cargarme de bolsas y entrar a empujones a la casa —dice, entre risotadas—. La próxima vez, me aseguraré de gritar para saber si alguien está en casa.
Es mi turno de soltar una risa corta cargada de alivio.
—¿Hay más cosas en el auto? —pregunto, sin siquiera mencionarle acerca del tirón que acabo de sentir en el lazo. Trato, deliberadamente, de ignorarlo por completo.
—No. —Daialee me guiña un ojo—. Lo he traído todo. Mejor acompáñame a la cocina. He visto una receta en internet que quiero intentar. Tú vas a ser mi conejillo de indias.
Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios y, sin decir nada más, la sigo hasta la cocina.