Stigmata

Stigmata


Capítulo 3

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—¿Vivo? —La voz de Niara rompe el silencio tenso y ensordecedor en el que se ha envuelto el pequeño ático en el que nos encontramos—. ¿A qué te refieres con vivo?

Una risa corta y carente de humor se me escapa, solo porque no puedo creer que esto esté pasando. Hace un poco más de una semana, mi única preocupación era la cercanía del fin de semestre; y ahora me encuentro aquí, hablando con las brujas más jóvenes del aquelarre en el que vivo, acerca de una criatura a la que creía muerta.

Pasé los últimos cuatro años de mi vida tratando de convencerme a mí misma que Mikhail estaba muerto. De que la teoría de Dinorah —esa que decía que el motivo por el cual sigo viva, es porque una parte de él vive en mí: la angelical— es la única posible. He pasado todo este tiempo intentando continuar con mi existencia en un mundo al que ya no le encuentro mucho sentido.

—¿Bess? —Es Daialee quien habla ahora. Suena cautelosa y aterrorizada, y me saca de mis cavilaciones debido a eso—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué fue lo que te dijeron exactamente? ¿Estás segura?

El énfasis que hace en la palabra me hace dudar hasta de mi cordura, pero no dejo que la negación que trata de imponer mi cerebro me venza ahora. Sé qué fue lo que pasó. Estoy completamente segura de qué fue lo que vi y qué fue lo que los espíritus dijeron; así que, sin detenerme a pensarlo por más tiempo, comienzo a relatar todo lo ocurrido.

Trato de no omitir ninguna clase de detalle mientras lo hago. Menciono, incluso, el hecho de que uno de ellos fue capaz de traspasar la protección que representa el pentagrama en un ritual como el que hicimos, y me encargo de recalcar una y otra vez el hecho de que no querían marcharse. Ni siquiera cuando se los pedí haciendo uso del extraño poder que llevo dentro.

—Algo los estaba fortaleciendo. —Daialee musita una vez que termino de hablar.

—¿Crees que haya sido el tazón? ¿Crees que eso les haya dado la fuerza suficiente para quedarse a voluntad propia? —Niara habla. Pánico crudo y puro se filtra en su tono.

—Lo encuentro poco probable —dice Daialee, antes de posar su atención en la otra bruja—. Creo que estaban alimentándose de nosotras dos.

—¿De nosotras? —Niara suena incrédula y escéptica.

Daialee se encoge de hombros.

—Ambas quedamos fuera de combate de un segundo a otro —dice—. Es muy probable que nos hayan utilizado como fuente de energía.

—¿Eso es posible? —La chica afroamericana suena aterrorizada ahora.

—Creo que si —Daialee replica y un destello de preocupación tiñe su voz—. Lo leí hace mucho en uno de los Grimorios de la abuela.

—¿Entonces, por qué no utilizaron a Bess también? ¿Qué no se supone que ella es más fuerte que nosotras? Podría haberles provisto más energía que nosotras dos juntas.

Los ojos de ambas brujas se clavan en mí mientras hablan y noto cómo, poco a poco, la admiración y el miedo tiñen la mirada de Daialee.

—No debes olvidar que Bess es más poderosa que nosotras —dice, antes de hacer una pequeña pausa y añadir—: Es imposible que un puñado de espíritus sea capaz de tomar la energía desbordante que posee un Sello Apocalíptico con poderes celestiales. —Aparta su mirada de mí y la posa en Niara—. Dos simples brujas parecen blancos más fáciles de dominar.

—Esto no tiene sentido. —Niara sacude la cabeza en una negativa—. Nada de lo que está pasando lo tiene.

Daialee se encoge de hombros.

—Es solo una teoría. La realidad de las cosas es que no sabemos por qué tantos espíritus acudieron a nosotras hoy. Tampoco sabemos por qué tú y yo entramos en un trance, o por qué estos seres tuvieron el poder suficiente para invadir un pentagrama debidamente sellado y protegido; por no mencionar que, además de eso, se negaron a marcharse cuando se les ordenó. —La voz de Daialee suena gradualmente más irritada que hace unos segundos y sé que, si no hago algo, va a ocurrir una gran pelea aquí—. Todo esto es completamente nuevo para mí también, Niara. Solo trato de buscar soluciones por aquí.

—Creo que estamos perdiendo el enfoque —digo, antes de que Niara pueda refutar. Daialee me regala una mirada significativa y es lo único que necesito pasa saber que se ha dado cuenta de mi movimiento evasivo—. Esto es grave. Los espíritus han dicho que un demonio anda cerca y que, además, quiere de vuelta lo que, supuestamente, yo le robé. Es obvio que se trata de Mikhail.

—Es que eso es algo que no nos consta —Daialee responde, al tiempo que una risa nerviosa e incrédula se le escapa. Sé que está a punto de perder los estribos—. Mikhail está muerto hasta que se demuestre lo contrario. Si estuviese vivo, hace mucho tiempo que lo sabrías. ¡Estás atada a él, por el amor de Dios! Se supone que debes sentir la conexión y no has sentido nada desde hace cuatro años, ¿no es así?

No respondo.

Permito que el peso de mi silencio se asiente entre nosotras porque es más sencillo no pronunciar nada, a decir en voz alta que he sentido algo hace unos días. Porque es más fácil dejar que todo se asiente con mi silencio, que aceptar que he ocultado algo así de importante.

—Bess —Daialee niega, en un gesto horrorizado—, dime, por favor, que no has sentido nada desde hace cuatro años. Dime, por favor, que no nos has ocultado algo así.

La vergüenza se apodera de mí y no soy capaz de mirarla a la cara. Lo único que puedo hacer es mirar la duela sucia de madera sobre la que estoy arrodillada.

—Oh, mierda… —Niara es quien rompe el silencio.

—¿Desde hace cuánto? —La voz de Daialee suena ronca y profunda—. ¿Desde hace cuánto que lo sientes, Bess?

Alzo la cara justo a tiempo para encontrarme con su mirada furibunda.

—Solo ha sido una vez. —Sueno ligeramente temblorosa y débil—. Lo sentí al día siguiente de haber tenido aquella pesadilla colectiva con Dinorah. Fueron apenas un par de tirones en el pecho y no han vuelto a aparecer desde entonces.

La mezcla de enojo, pánico y decepción que veo en sus ojos solo me hace querer hacer un agujero en la tierra y meter la cabeza dentro.

De pronto, no haberle dicho nada a nadie se siente como la más estúpida de las decisiones; y haberme quedado callada para no angustiar a nadie, se siente como la idiotez más grande jamás pensada.

Niara aprieta el puente de su nariz al tiempo que Daialee pasa una mano por su cabello alborotado.

—¿Estás diciéndome que sentiste un movimiento en el lazo que tienes con Mikhail, Bess? —La voz de mi amiga es cada vez más ronca—. ¿Estás segura de que fue eso y no otra cosa?

—¿Qué otra cosa pudo haber sido? —pregunto, en respuesta—. No es como si fuese por la vida sintiendo movimientos extraños y de índole paranormal dentro del pecho.

—Esto está mal —Niara musita—. Esto está muy, muy mal…

—Tenemos que decirle a Zianya y a Dinorah —Daialee pronuncia, al cabo de unos instantes de tenso silencio—. No podemos guardarnos este tipo de información. —Clava su vista en mí—. Y de hoy en adelante, Bess, trata de no ocultarnos este tipo de cosas, ¿quieres? Suficiente tenemos con lo que pasó hace cuatro años. —El veneno en su tono me hiere, pero no la culpo por hablarme de este modo. Sé que está furiosa y que no suele medir sus palabras cuando se encuentra en ese estado.

—¿Estás segura de que has sentido un tirón en la conexión que tienes con el demonio, Bess? —Niara insiste, y eso solo aumenta la irritación y la vergüenza que me embargan.

—Completamente —asiento, con la voz enronquecida por las emociones.

Un suspiro cansado brota de los labios de Daialee.

—Será mejor que busquemos a Dinorah —dice—. No creo que Zianya quiera escucharnos ahora mismo, así que tratemos con ella.

Luego, se encamina hacia las escaleras. Niara la imita y baja segundos después.

Yo no me muevo de donde me encuentro durante lo que se siente como una eternidad, y corro la vista por todo el espacio con lentitud. Mis ojos se demoran un poco más de lo debido en el pentagrama de sal del suelo y un escalofrío de puro terror me recorre de pies a cabeza.

Los recuerdos acerca de lo ocurrido hace unos instantes se arremolinan en mi cabeza y se reproducen una y otra vez, al tiempo que la sensación insidiosa de estar siendo observada me embarga por completo.

Tomo una inspiración profunda y aprieto la mandíbula. Me digo a mí misma que estoy siendo paranoica. Que, si Mikhail estuviese cerca, podría sentirlo por medio de la unión que compartimos, y que esta sensación de acoso es solo una que la invocación de hace un rato me dejó debajo de la piel.

Me digo a mí misma que es tiempo de enfrentar la consecuencia de mis actos y, sin perder el tiempo, me pongo de pie y desciendo por las escaleras del ático.

La luz débil y amarillenta de la lámpara que descansa sobre mi mesa de noche, es lo único que ilumina mi pequeña habitación. El silencio en el que está sumida la estancia es solo interrumpido por el segundero del reloj antiguo que Dinorah me regaló la navidad pasada, y eso está poniéndome los nervios de punta.

La sensación densa y pesada que se ha apoderado de mis huesos desde que las brujas y yo nos sentamos a discutir lo ocurrido esta tarde, no me ha permitido estar tranquila y, por más que trato, no puedo dejar de darle vueltas a todo lo que ha pasado los últimos días.

La opresión de mi pecho es insoportable. La culpabilidad y la angustia no han dejado de carcomerme poco a poco, pero sé que ya no puedo hacer nada para remediar el hecho de que le he ocultado información importante a las mujeres que, sin tener que hacerlo, pusieron un techo sobre mi cabeza.

Soy una idiota. No hay otra palabra que me describa en estos momentos. Soy una completa estúpida.

Un suspiro entrecortado se me escapa, al tiempo que abro los ojos una vez más, para clavarlos en el techo de madera que se cierne sobre mi cabeza. No sé cuánto tiempo paso con la vista fija en ese punto, pero cuando me doy cuenta de que no voy a poder conciliar el sueño, me incorporo en una posición sentada.

Luego, paseo la mirada por todo el lugar.

No hay mucho que ver desde donde me encuentro. A decir verdad, no hay nada interesante que ver en mi habitación en lo absoluto.

Las paredes de madera no han sido decoradas; el escritorio que se encuentra en una de las esquinas es tan austero como la cama individual sobre la que me encuentro y, alrededor, no hay nada más que un par de muebles para guardar ropa y una mesa de noche sobre la que descansa una lámpara que compré en una barata hace casi tres años.

Esta habitación se me antoja monótona e impersonal. No hay nada en ella que me haga sentir como si estuviese en casa. Desde que mi familia murió, ningún lugar me apetece para asentarme, así que no me sorprende en lo absoluto que me parezca así de ajena.

Esta noche se siente más lejana de mí que de costumbre. Esta noche, soy plenamente consciente del horrible vacío que este espacio me provoca.

Me pongo de pie. Mis pies descalzos hacen contacto con la alfombra que recubre el suelo de madera —el cual cruje bajo mi peso—, y sus pasos certeros me llevan hasta la ventana. Luego, corro la cortina solo para encontrarme con mi reflejo oscurecido en el vidrio.

Sin más, me encuentro inspeccionando cada centímetro de la imagen delante de mis ojos. Mirando a detalle el cabello que cae unos centímetros por debajo de mi barbilla, la piel manchada por cientos de pecas y los ojos cansados que me devuelven la mirada.

Otra imagen inunda mi cabeza y no puedo evitar compararla con la que tengo frente a mí ahora mismo. La imagen en mi memoria es más agradable. Más amable.

En ella, mi cabello es más largo y mi mirada no luce agotada. En ella, llevo una sonrisa pintada en los labios y una frescura que hace mucho tiempo perdí y, sin más, me encuentro extrañando a la Bess que fui cuando tenía quince años.

Esa que aún podía levantarse en las mañanas en una habitación que sentía como suya. Esa que podía darle un beso de buenos días a su madre y recibir un abrazo de su padre. Esa que peleaba con sus hermanas menores por cualquier estupidez, pero que saltaba a defenderlas cuando era necesario.

Un nudo se instala en mi garganta, pero las lágrimas no acuden a mis ojos. Con el paso de los años, he aprendido a lidiar con los sentimientos que la pérdida provoca, así que ya no pueden hacerme daño. Ya no pueden provocar nada más que un ardor incómodo en la parte posterior de mi tráquea.

Un suspiro me abandona y, sin pensarlo demasiado, me encamino hasta la silla reclinable que se encuentra frente al escritorio. Una vez ahí, subo los pies a la piel sintética del asiento y me abrazo las rodillas.

Vuelvo a repasar lo ocurrido esta tarde. Decenas de preguntas se arremolinan en mi cabeza, pero sé que no hay nadie que pueda responderlas. Sé que no hay nadie que pueda hablarme acerca de lo que está pasando.

«Si tan solo Axel estuviese aquí. Él sabría decirme qué está pasando. Él siempre solía hablarme sobre aquello que no entendía y…».

Mi retahíla se detiene y mi corazón lo hace con ella. Entonces, me golpea con fuerza.

La realización se estrella contra mí con tanta violencia, que apenas puedo mantenerme quieta en mi lugar, y me quedo sin aliento mientras mis pensamientos empiezan a volar a toda velocidad.

Hace años que dejé de intentar contactar a Axel. Después de su abrupta desaparición, no he vuelto a saber de él. Por más que intenté invocarlo en el pasado, no pude hacer nada para verlo de nuevo.

«Debes tratar de hablar con él», susurra una voz en mi cabeza, pero sé que no va a funcionar. No pude invocarlo antes. ¿Qué me hace pensar que ahora será diferente?

«Solo inténtalo. Han estado pasando cosas extraordinarias últimamente. Quizás funcione», mi subconsciente insiste y una maldición se me escapa.

Un disparo de adrenalina corre por mis venas y no puedo hacer nada más que tratar de ordenar la revolución de sentimientos que me embarga.

Sé que es una locura y que no va a funcionar. Sé que las cosas han cambiado en el Inframundo y que Axel dijo hace años que, gracias a estos cambios, los demonios menores tienen prohibido abandonar el Averno.

«¿Y si funciona?», la esperanza susurra en mi mente y cierro los ojos con fuerza.

Una maldición se construye en la punta de mi lengua, pero me las arreglo para reprimirla. Entonces, en un susurro débil, pronuncio:

—Lamhey.

Nada ocurre.

—Lamhey, ven aquí —digo. Esta vez, la voz me suena un poco más estable, a pesar de que el nombre real de Axel se siente extraño en mi lengua.

Nada cambia.

Una bocanada de aire brota de mis labios y dejo escapar el aire que contenía, al tiempo que trato de visualizar el vago recuerdo que tengo del rostro del íncubo. Poco a poco, la imagen del demonio menor con el que compartí los meses más cruciales de mi vida se forma en mi memoria. Poco a poco, los trazos y los ángulos de su cuerpo se dibujan en mis recuerdos hasta formar un boceto burdo del que fue uno de mis guardianes hace cuatro años.

—Lamhey, ven aquí —digo, en voz firme y clara.

Un extraño zumbido me retumba en los oídos, el hedor a azufre lo invade todo, los hilos de energía se desprenden poco a poco de mis muñecas, y se envuelven alrededor de mis brazos y torso hasta crear una red tensa y firme. La sensación abrumadora que me provocan hace que me doble hacia adelante, y que la energía angelical que duerme dentro de mí se agite.

Un destello de calor se apodera de la estancia antes de que una extraña fuerza comience a moverse con intensidad dentro del diminuto cuarto en el que me encuentro.

Vuelvo a sentirlo…

El tirón en mi pecho es tan intenso ahora, que toda mi concentración previa se esfuma en el aire y me quedo sin aliento.

El zumbido en mis oídos desaparece, el olor a azufre se esfuma y la energía de mis estigmas se tambalea. De repente, lo único que puedo hacer es sentir cómo el lazo que comparto con Mikhail se tensa más allá de su límite y me somete hasta hacerme caer al suelo debido a lo abrumadora que es la sensación.

El golpe de calor y el poder que comenzaba a explayarse se han ido en su totalidad, y lo único que queda en mi cabeza es el tirón violento que me estruja el pecho.

Todos los vellos se me erizan y una extraña emoción se apodera de mis entrañas.

Está cerca. Mikhail está muy, muy cerca.

Miedo. Ansiedad. Emoción… Todo se arremolina dentro de mí y me hace difícil pensar con claridad. Me hace difícil hacer otra cosa que no sea intentar asimilar lo que está ocurriéndome.

La cuerda que tengo en el pecho se retuerce otro poco. La energía angelical zumba en mi sistema y sé que ansía a su dueño; que ansía volver al ser al que estoy atada.

Otro tirón en el lazo me lleva al suelo una vez más y sé, de algún modo, que Mikhail está haciendo esto a propósito; que está tratando de medir la fuerza de nuestro lazo. Está tratando de medir mi fuerza...

«¿Por qué?».

Niego con la cabeza. La confusión se cuela en mis venas a toda velocidad, pero trato de ignorarla mientras pongo toda mi atención en la atadura que amenaza con someterme.

No sé muy bien qué diablos trato de hacer, pero lo intento de todos modos y aprieto los dientes con todas mis fuerzas antes de concentrar toda mi atención en la cuerda invisible que tensa mi pecho.

Aprieto los puños e imagino que la retuerzo de vuelta.

La presión que el lazo ejercía disminuye considerablemente, pero Mikhail toma el control de la cuerda invisible que nos ata y tira de ella una vez más. En esta ocasión, lo hace con brutalidad. Una oleada de pánico me azota con violencia, pero no me doy por vencida: trato de controlar de nuevo el movimiento constante de la energía que se cuela a través de mi pecho.

Me falta el aliento. Me falta la respiración y no puedo hacer nada más que intentar dominar al ser que trata de hacer jirones la atadura que tengo en el pecho. No puedo hacer otra cosa más que pensar en que, quien está del otro lado de este largo lazo es Mikhail.

El movimiento cesa. De la nada, la cuerda en mi pecho deja de retorcerse mientras que mi cuerpo se tambalea hacia adelante y cae al suelo alfombrado de la habitación.

Para este punto, mi corazón late a toda marcha y mi mente corre a toda velocidad. Cientos de pensamientos invaden mi cabeza, pero no puedo ponerles un orden porque estoy demasiado aturdida. Estoy demasiado asustada.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda incorporarme del suelo pero, cuando lo hago, dirijo los pasos hacia la puerta de mi habitación.

No estoy segura de qué diablos estoy haciendo. Tampoco estoy muy segura de querer hacer esto, pero sé que no puedo quedarme callada una vez más. No cuando el Inframundo está así de agitado.

Me detengo justo delante de la entrada de la reducida estancia.

«Tienes que decírselo a alguien, Bess», digo, para mis adentros y asiento para mí misma.

Entonces, a pesar de mi renuencia, salgo del pequeño cuarto y me dirijo hasta la habitación de Dinorah para contarle lo que acaba de ocurrir.

La suave voz de Ed Sheeran inunda el interior de mi auto e, inconscientemente, empiezo a tararear la suave melodía que teje su voz. El sonido rítmico y cadencioso de la guitarra en los altavoces de mi chatarra hace que me balancee casi por inercia y, por primera vez en las últimas dos semanas, me permito relajarme un poco. Me permito liberar un poco de todo el estrés que he acumulado los últimos días.

Para ser sincera, las baladas nunca han sido lo mío, pero escucharlo a él entonarlas es lo único que puede relajarme cuando mi existencia se torna demasiado oscura.

No he podido estar tranquila desde el incidente del ático hace unos días. No he podido siquiera cerrar los ojos porque, por las noches, el lazo comienza a moverse como loco.

Las brujas están vueltas un manojo de nervios debido a la constante actividad de la atadura que tengo con Mikhail, y yo no puedo dejar de sentirme como si tuviese que hacer algo para remediarlo. Como si tuviese que luchar contra el movimiento de la cuerda invisible y obligarla a detenerse.

Aún no estoy muy segura de cómo se supone que voy a hacer algo así, pero tengo la impresión de que, si lo quisiera, podría hacerlo. Si tan solo supiera cómo…

Los últimos días han sido una completa tortura. Las brujas no han dejado de intentar leerme las cartas, la mano, el café, y cuantas cosas existen y son conocidas por ellas para leer el futuro. No han dejado, tampoco, de preguntarme acerca del lazo y del extraño sueño colectivo que tuvimos la otra noche.

Están decididas a intentar adelantarse a los posibles escenarios antes de que algo atroz ocurra; sin embargo, ninguno de sus métodos parece funcionar en mí.

Es como si todo el poder que he acumulado les impidiera ver lo que me depara el destino, o como si este se empeñara en sabotearnos los planes a todas.

Lo cierto es que el aquelarre se ha sumido en una bruma densa y espesa, cargada de nerviosismo y ansiedad. Lo cierto es, también, que no sé muy bien qué hacer para eliminarla. Y, si se trata de ser honesta, tampoco sé muy bien qué hacer para detener la serie de acontecimientos paranormales que han comenzado a suceder a mi alrededor.

Es como si el mundo se empeñase en hacer cumplir las escrituras. Como si no le bastase habérmelo arrebatado todo dos veces y quisiera venir a destruir mi vida una tercera.

El corazón se me estruja en el momento en el que los pensamientos oscuros comienzan a tomar posesión de mí. Trato, desesperadamente, de lanzarlos lo más lejos posible, pero algunos se cuelan hasta la superficie y comienzan a asfixiarme.

Mis manos se aprietan en el volante y trato de enfocar la atención en la oscura carretera que se despliega delante de mis ojos. Trato de poner toda mi atención en la pronunciada curva que estoy a punto de tomar.

Los faros del coche apenas iluminan el tramo más próximo del camino y eso me pone los nervios de punta. Desde el accidente que tuve con mi familia, este tipo de caminos me envían al límite de la cordura.

Siempre que vuelvo a Bailey de noche, procuro no prestar demasiada atención al tramo de carretera que tomo. Los malos recuerdos y la tortura nunca se hacen esperar cuando pienso demasiado en ello; así que trato de no pensar en lo absoluto. Me dedico a moverme de manera mecánica, mientras que concentro toda mi atención en la música a volumen alto que suelo reproducir para no quedarme dormida.

Esta noche la música parece no ser suficiente.

La melodía familiar no parece funcionar.

Cambio la estación del radio.

La voz de un cantante desconocido para mí lo invade todo y el estilo arrastrado y despreocupado con el que entona una melodía sucia y ácida, hacen que enfoque toda mi atención en él.

Subo el volumen.

Mi cabeza comienza a moverse al compás de la canción y, sin más, me encuentro guardando el accidente dentro de una caja para acomodarlo en el espacio más recóndito de mi cerebro. Me encuentro lanzando por la borda el estrés que todo este cambio en el mundo paranormal me ha traído.

Las melodías densas, cargadas de sonidos metálicos y oscuros, me envuelven en una bruma ligera y fácil de lidiar, y me siento aliviada. Tranquila.

Giro en una curva pronunciada. El sonido de la batería aumenta y mi anatomía entera se mueve a su ritmo desde el asiento.

Me adentro aún más en la carretera, el solo de guitarra estalla, y un escalofrío me recorre la espalda al tiempo que toda mi carne se pone de gallina.

Un extraño choque eléctrico me recorre de pies a cabeza y, entonces, ocurre…

Una luz enceguecedora aparece en mi campo de visión y lo llena todo en un abrir y cerrar de ojos. Mis párpados se cierran de golpe ante el impacto luminoso y doy un bandazo brusco y repentino. La cola del coche se derrapa en ese instante y un grito ahogado brota de mis labios cuando pierdo el control del vehículo.

Mis manos se aferran al volante con tanta fuerza, que los nudillos me duelen; y el corazón me late tan rápido, que soy capaz de escucharlo. Trato de tomar el control del auto, pero es inútil. No puedo hacer nada más que sentir la velocidad y el descontrol de mi chatarra.

Mi pie, por instinto, pisa a fondo el freno y la cola del auto derrapa una vez más antes de empezar a girar.

Un chillido aterrorizado me abandona y cierro los ojos, mientras espero la caída a algún barranco. Nada de eso ocurre. No ocurre en lo absoluto porque el vehículo colisiona con brusquedad y deja de moverse.

Durante unos instantes, no me muevo. No respiro. Ni siquiera me atrevo a parpadear.

Lo único que puedo hacer es escuchar el sonido de mi respiración agitada y el golpeteo apresurado de mi pulso contra mis orejas. Tengo las manos aferradas al volante del auto y los ojos fijos en el tronco inmenso del árbol contra el que he impactado.

No sé cuánto tiempo me toma espabilarme, pero, cuando lo hago, miro hacia todos lados en busca de la carretera. En busca del auto que me cegó y que estuvo a punto de estrellarse contra mí; pero, ahí no hay nada.

«¿Estás segura de que era un vehículo?», susurra una voz en mi cabeza y un escalofrío de puro terror me recorre entera.

—¿Qué demonios fue eso? —digo, en voz baja, al tiempo que deshago el broche del cinturón de seguridad y echo otro vistazo alrededor.

«¿Y si el coche cayó al barranco?», pregunto, para mis adentros. «¿Y si hay alguien herido?».

Mi mano aferra la manija de la puerta y, cuando estoy a punto de abrirla, algo grande y pesado cae sobre el capo de mi coche.

Mi atención se vuelca a toda velocidad hacia enfrente, un grito se construye en mi garganta y toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies.

No puedo moverme. No puedo respirar. No puedo apartar la vista de la silueta oscura que ha caído sobre el cofre del auto y ha comenzado a desplegarse y estirarse.

La figura deja de moverse y, cuando lo hace, no puedo dejar de compararla con un animal agazapado. Con un depredador identificando a una posible presa.

Las manos me tiemblan, el corazón me late a toda marcha y los nudillos me duelen.

—¿Qué demonios…?

De un movimiento furioso, un par de alas negras e imponentes, se despliegan de la figura encima de mi capo, y se abren grandes y gloriosas. Entonces, la silueta se levanta de su posición acuclillada solo para darme una visión entera de su intimidante e impresionante anatomía.

Las sombras y la oscuridad que antes le cubrían el cuerpo en su totalidad, son golpeadas por el halo luminoso que provocan las luces de mi auto; de modo que soy capaz de mirarlo por completo.

Piel blancuzca, torso desnudo y cincelado, cabello negro y alborotado, mandíbula angulosa, ceño fruncido, penetrantes ojos blanquecinos —aterradores, extraños… Familiares y desconocidos al mismo tiempo—, gesto salvaje y aterrador, alas de murciélago y cuernos largos sobresaliendo entre las hebras alborotadas invaden mi campo de visión y quiero gritar.

Quiero reír a carcajadas.

Quiero llorar.

—Mikhail… —La palabra abandona mi boca sin que pueda detenerla y el chico delante de mí inclina su cabeza ligeramente, como quien mira a alguien con absoluta y total curiosidad.

Acto seguido, los vidrios de mi coche estallan.

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