Stigmata

Stigmata


Capítulo 8

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Me falta el aliento.

El pulso no ha dejado de latirme a una velocidad inhumana y no puedo hacer otra cosa más que absorber la imagen del demonio que se encuentra de pie a pocos pasos de distancia.

El sentido común me grita que debo poner cuanta distancia sea posible entre nosotros, pero estoy anclada al suelo y mi corazón terco no deja de intentar correr hacia la única criatura en el mundo que ha podido hacerle perder el control de sí mismo.

Una risa nerviosa e histérica deja mis labios y niego con la cabeza mientras siento cómo un nudo se instala en mi garganta.

—No me lo creerías si te lo dijera —respondo a sus preguntas, con la voz enronquecida por las emociones.

El movimiento violento en el lazo que me une a Mikhail solo consigue que mi pulso se acelere otro poco. No estoy muy segura de qué significa, pero no se siente como una agresión. La expresión inescrutable del demonio se transforma ligeramente y siento cómo la confusión gana terreno en su gesto.

—Pruébame. —La sola palabra trae una oleada sin fin de recuerdos. Trae a mi mente todas aquellas veces que pronunció lo mismo con gesto arrogante, lascivo y atractivo.

Otra risotada me abandona y me aparto el cabello lejos del rostro para tirar de él en un gesto ansioso y desesperado.

—¿De verdad no me recuerdas? —El dolor se filtra en mi tono—. ¿Ni siquiera un poco?

Niega con la cabeza.

—¿Se supone que tendría que hacerlo?

—Tú cuidaste de mí hace mucho tiempo. —Un dejo de frustración tiñe mi tono—. Tú fuiste enviado por el Supremo a cuidarme cuando aún no eras… —lo señalo, al tiempo que la desesperación gana un poco de terreno—, esto que eres ahora. —Sacudo la cabeza en una negativa—. ¿No lo recuerdas? ¿Ni siquiera te parece vagamente familiar?

La cabeza de Mikhail se inclina ligeramente, pero vuelve a negar.

—¿Por qué habría yo de escuchar al Supremo? ¿Por qué habría de obedecerlo? —No suena arrogante cuando habla. Sus cuestionamientos realmente están cargados de curiosidad y confusión; como si le pareciese imposible la idea de estar bajo el mando de Lucifer.

Mi respiración es dificultosa y el nudo que tengo en la garganta es cada vez más doloroso.

—Porque aún no te convertías en un demonio por completo cuando todo ocurrió —suelto, con un hilo de voz.

—Yo siempre he sido un demonio completo —Mikhail dice con tanta seguridad que casi me hace creerlo.

—¡No! —niego frenéticamente—. No lo has sido siempre. Tú eras… —Me quedo en el aire. No soy capaz de terminar la frase porque es tan dolorosa como horrible. Casi tan tortuosa como el hecho de que ya no es más ese ser que alguna vez fue capaz de sentir algo.

—Yo era, ¿qué?

—Un ángel —digo, y la voz se me quiebra un poco en el proceso.

Es su turno de reír.

—¿Pretendes que crea esa idiotez? —espeta, con brusquedad.

—¡Tu nombre es Miguel Arcángel, idiota! —escupo—, ¡¿por qué habrían de nombrarte así si no fuiste un maldito ángel?! ¡Fuiste el guerrero más poderoso del cielo, imbécil! ¡El líder del Ejército de Dios! ¡El arcángel más importante de todos! ¡¿Cómo es que no puedes razonar eso tú mismo?! ¡¿Cómo es que no eres capaz de darte cuenta?! ¡No necesitas más que un dedo de frente para saberlo, por el amor de Dios!

El enojo que se filtra en sus facciones es intenso y repentino, pero ignora por completo mi afirmación. Es como si se negase rotundamente a aceptarlo. Como si la posibilidad de ser un ángel antes de su existencia actual fuese algo imposible. Algo impensable.

—¡Cállate! —escupe con tanta violencia, que doy un respingo en mi lugar—. ¡Deja de jugar de una maldita vez y dime qué fue lo que me hiciste! ¿Por qué diablos estoy atado a ti? ¿Qué se supone que te di? ¿Qué se supone que me falta?

La manera ansiosa y desesperada en la que me mira solo consigue que el corazón se me estruje y escueza.

La angustia y la frustración se filtran en mi sistema. ¿Cómo diablos voy a hacerle entender que lo que digo es verdad? ¿Cómo demonios voy a hacer para conseguir que me crea?

La realización me golpea al instante.

El recuerdo y la resolución se asientan en mi cerebro y hacen que algo se accione. Entonces, sin decir una palabra más, me empujo las mangas del suéter hasta los codos. Acto seguido, remuevo los vendajes que cubren las heridas de mis muñecas y, luego, alzo los brazos, de modo que los Estigmas quedan expuestos y a la vista.

El entendimiento se apodera de las facciones de Mikhail casi de inmediato y sus ojos se abren con asombro.

—¿Eres un Sello?

Asiento.

—El cuarto.

—El que libera al jinete de la Muerte.

Asiento de nuevo.

Él entorna los ojos

—¿Me enviaron a cuidarte para evitar el apocalipsis? —Su ceño se frunce, como si tratase de recordarlo, pero no luce como si estuviese consiguiendo algo.

—Te enviaron a cuidarme porque los ángeles estaban listos para la batalla final, y tú y los tuyos no lo estaban. —Un dejo de desesperanza tiñe mi tono, pero trato de mantener mi expresión serena.

Niega una vez más. Luce cada vez más confundido y alterado.

—Eso no tiene sentido —dice. Su voz suena más ronca y profunda que hace unos instantes—. Hace un momento dijiste que yo fui un ángel. —Suelta la palabra como si fuese repugnante siquiera pensar en la posibilidad de ser una criatura de origen luminoso—. ¿No se supone que debería querer ayudarlos? ¿No se supone que debería estar de su lado? —Da un paso en mi dirección y yo, por instinto, retrocedo un par. Su mirada se oscurece con mi movimiento reflejo, pero su expresión no cambia en lo absoluto—. Lo único que quiero es saber qué diablos fue lo que me quitaste y quiero que me lo devuelvas.

Una sonrisa dolida se me dibuja en los labios.

—Yo no te quité nada, Miguel. —Su nombre real en mis labios se siente como una dulce tortura. Como una ventana al pasado que no he podido cerrar desde que se marchó—. Tú me diste esto. Tú me ataste a ti por voluntad propia.

—Mientes.

Me encojo de hombros.

—¿Por qué habría de mentir? —Lágrimas calientes se agolpan en mis ojos—. Yo no pedí esto. No pedí la atadura. Ni siquiera pedí que pusieras en mí todo este poder que me diste. —Me refiero a su parte angelical, pero estoy segura de que ni siquiera tiene una idea de qué es lo que hablo—. Desde el día en que te fuiste, todo perdió sentido para mí, Mikhail. Desde que te marchaste y me dejaste con toda esta mierda dentro, no he podido encontrar mi maldito lugar en el mundo. ¿De qué demonios me sirve esto… —tiro de la cuerda invisible que nos une—, si no eres capaz de recordarme? ¿Si no eres el mismo idiota del que yo…? —Me detengo con brusquedad y trago el nudo que se aprieta cada vez más en mi garganta. No puedo terminar la frase. No puedo, siquiera, respirar como es debido.

Da otro paso más cerca y esta vez no me aparto. Al contrario, permito que la distancia entre nosotros sea peligrosamente corta.

—¿Qué fue lo que te di? —La urgencia con la que habla es casi dolorosa. Casi desesperada.

—¿Importa? —Sueno más cruel de lo que espero, pero trato de no hacerle notar mi arrepentimiento.

Asiente.

—¿Por qué? ¿Por que crees que vas a poder tomar el lugar de Lucifer si lo tienes de vuelta?, ¿Por que crees que es tu única debilidad? —espeto, con violencia.

La distancia entre nosotros desaparece.

Mi cuerpo golpea con brusquedad contra uno de los vehículos aparcados en el estacionamiento y me quedo sin aliento al sentir cómo el cuerpo de Mikhail se une al mío con más fuerza de la que debería. Me quedo sin aliento cuando siento su abdomen firme y duro pegado al mío blando y suave.

Su rostro está cerca. Tan cerca que soy capaz de ver las tonalidades grises y blanquecinas de su mirada, y la longitud de sus espesas y oscuras pestañas.

Su respiración cálida y temblorosa me golpea en la mejilla y su cabello —que cae hacia enfrente en mechones desordenados y rebeldes— me hace cosquillas en la frente y los párpados.

—Importa —su voz es tan baja y ronca ahora, que apenas puedo reconocerla—, porque absolutamente nada puede llenar el agujero negro que tengo dentro. Porque, sea lo que sea eso que te has llevado, me hace falta. Y porque no hay nada en este universo que sea capaz de llenar el maldito vacío que eso que me has quitado ha dejado en mí. —Hace una pequeña pausa para lamer sus labios con la punta de su lengua—. Importa porque siento cómo palpita dentro de este maldito lazo. —Tira de él con brusquedad, como para probar su punto—. Y lo quiero de regreso.

—No sé cómo devolvértelo —suelto, en un susurro tembloroso e inestable—. Te lo dije antes y te lo digo ahora: no sé cómo hacer para que lo tengas de vuelta.

—Entonces tendré que arrebatártelo —gruñe y siento cómo fuerza nuestra atadura hasta sus límites.

El estallido de dolor no se hace esperar y el fallo de mis rodillas tampoco, pero no me dejo amedrentar. Me obligo a imprimir toda la fuerza que puedo para repeler su ataque.

Un gemido adolorido se me escapa, pero me las arreglo para tirar del lazo y desestabilizar su agarre en él.

Entonces, la tortura se detiene.

Para ese momento, ambos nos encontramos con la respiración entrecortada y el corazón a toda marcha. Mis piernas tiemblan, mi cabeza duele y apenas puedo tolerar el horrible dolor sordo en mi pecho, pero, a pesar de eso, no permito que eso me derrote. No puedo hacerle ver que me tiene en la palma de su mano. No puedo hacerle ver que puede controlarme.

—¿Lo sientes, no es así? —digo, casi sin aliento—. Sabes que, si me hieres, tú también saldrás lastimado, ¿no es cierto?

—¿Qué diablos me hiciste? —dice él, con un hilo de voz—. ¿Qué clase de atadura pusiste sobre mí?

—Yo no te hice absolutamente nada —susurro, con la voz temblorosa por el esfuerzo que me supone hablar en estos momentos—. Fuiste tú quien nos condenó a esto. Soy tu debilidad. Si me matas, es bastante probable que tú termines muerto también; así que, si yo fuera tú, lo pensaría dos veces antes de intentar hacer algo en mi contra.

La tormenta grisácea de su mirada encuentra la mía, y noto cómo una mezcla de ira y fascinación tiñe sus facciones.

—No me retes —sisea, con coraje, y una sonrisa se apodera de mis labios.

—Tú tampoco lo hagas conmigo —siseo de vuelta.

En ese momento, justo cuando Mikhail está a punto de responder, lo siento.

La suave vibración provocada por la energía de Daialee invade mis cinco sentidos y, pronto, me encuentro empujando lejos al demonio que me mantiene acorralada contra un automóvil.

—Debes irte —digo, casi sin aliento—. Una de las brujas viene.

—No le tengo miedo —Mikhail responde, en tono ronco y pastoso.

—Pero ella sí te teme a ti.

—Hace bien al hacerlo.

—No te atrevas a ponerle un dedo encima, Mikhail.

—¿O qué?

—O me encargaré de pararme en medio de la jodida avenida para que un auto me arrolle. No olvides que, si yo muero, lo que quieres de vuelta se va conmigo y tu vida se compromete —escupo, a toda velocidad—. Ahora vete.

—Aún no termino de hablar contigo —dice, pero estoy atenta al incremento de la energía de Daialee. Está bastante cerca.

—Tendremos que dejarlo para otra ocasión —digo, sin dejar de mirar hacia la calle, en la espera de la aparición del auto de mi amiga.

—No. Quiero respuestas ahora mismo.

Mis ojos se clavan en Mikhail una vez más y siento cómo la irritación se apodera de mí.

—Vete ahora y búscame más tarde —urjo—. Vete ahora e iré a encontrarte en el mismo lugar en el que apareciste ayer. En el pórtico de la casa, ¿lo recuerdas?

Él asiente.

—Páctalo con tu sangre —pide, en acuerdo y aprieto los dientes con fuerza debido a la frustración.

—No tengo tiempo para esa mierda, Mikhail —escupo, con coraje—. Vete de aquí.

—Páctalo con tu sangre —repite y, soltando una maldición, empujo los vendajes de mi muñeca izquierda. Acto seguido, presiono los puntos que mantienen la herida cerrada y, después, le muestro la mancha carmesí que tanto pide.

Él, sin decir nada, muerde la punta de su dedo y mezcla su sangre con la mía antes de pronunciar algo en un idioma desconocido para mí.

—Si no apareces…

—Sí, sí, sí… —le interrumpo, al tiempo que niego con exasperación—. Voy a morir, o lo que sea. Sinceramente, no me interesa. Mi sentido del peligro cambió completamente desde que apareciste en mi vida; así que, si no te importa, necesito que te marches ahora.

—¿Por qué diablos no me escuchas? Es importante que…

—¡Vete, maldita sea! —estallo y él da un pequeño respingo antes de sacudir la cabeza con incredulidad.

—¿Qué demonios…?

—Mikhail, lárgate de aquí o voy a…

—¡Ya oí! ¡Ya oí! —Es su turno de interrumpirme.

No me da tiempo de decir nada más, ya que despliega sus inmensas alas en un segundo y sale despedido hacia el aire en el siguiente.

Justo en ese momento, el coche de Daialee aparece en mi campo de visión.

Alivio, angustia y nerviosismo se mezclan y provocan cosas extrañas en mi estómago, pero me las arreglo para acompasar la respiración mientras que Daialee hace sonar la bocina de su vehículo.

Mientras avanzo hacia él, trato de aminorar el golpeteo intenso de mi pulso, pero no lo consigo del todo. Las manos aún me tiemblan cuando me instalo en el asiento del copiloto, así que me obligo a esconderlas de la vista de la bruja abrazándome a mí misma.

—¿Dónde está ese irritante ángel tuyo? —Daialee pregunta, mientras mira hacia la biblioteca.

Me encojo de hombros, en un gesto que pretende ser despreocupado.

—Desapareció en la sección religiosa de la biblioteca hace horas. —Trato de sonar casual, pero hay un tinte tenso en mi voz.

—¿Lo dejaste ahí dentro? —Mi amiga suena encantada; claramente, ajena a mi nerviosismo.

—Sí —sueno más cortante de lo que pretendo—. Si lo quieres de vuelta, tendrás que ir a buscarlo tú misma.

Ella suelta un bufido.

—Como si el tipo valiese mi tiempo —se burla y una sonrisa nerviosa se instala en mis labios.

—¿Nos vamos entonces? —pregunto, solo porque necesito poner cuanta distancia sea posible entre este lugar y yo.

—Nos vamos —dice y echa a andar el auto en dirección a la avenida.

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