Stigmata
Capítulo 9
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El sonido de la radio llena el silencio incómodo que se ha apoderado del interior del coche de Daialee. Ella, pese a todo, no parece afectada en lo absoluto por el humor oscuro y pesado que emana Rael desde el asiento trasero.
Después de emprender el camino de vuelta a Bailey —justo al tomar la carretera—, nos alcanzó —por no decir que se estrelló contra el techo del auto.
El susto de muerte que nos sacó solo consiguió que Daialee dirigiera una retahíla de maldiciones hacia el ángel. Rael, por su parte, estaba tan enojado por nuestro abandono, que no dejó de pronunciar palabras en un idioma completamente desconocido para nosotras hasta que se cansó.
La escena fue bastante entretenida de ver. Daialee detuvo el coche a mitad de la nada solo para bajar y encarar al ángel. Este, al ver la acción, se postró de manera amenazadora delante de ella para gritarle. A decir verdad, ninguno de los dos dejó de gritarse hasta que estuvieron satisfechos y liberados de su frustración.
Después de eso, treparon de vuelta al auto y no han abierto la boca desde entonces.
Estamos muy cerca de la entrada de Bailey y la ansiedad —que había sido aminorada por la interacción entre Rael y Daialee— ha retomado su fuerza. Es estúpido que me sienta así de entusiasmada y nerviosa por volverme a encontrar con Mikhail más tarde, pero no puedo evitarlo. No puedo dejar de pensar en las posibilidades sobre lo que este encuentro puede traer para nosotros.
Sé que estoy siendo demasiado optimista al respecto. Que no debería fiarme de él como lo hago, pero necesito decirle toda la verdad. Necesito que recuerde.
—Deja de morderte las uñas —Daialee me reprime en voz baja y distraída—. Vas a sacarte sangre.
Mi atención se fija en ella y es solo hasta ese momento que me doy cuenta de que tengo la uña de mi pulgar atrapada entre los dientes. En ese instante, aparto el dedo de mi boca y mascullo una disculpa.
—¿Te sientes bien? —Me mira de reojo. Una sonrisa confundida se dibuja en sus labios—. Te ves inquieta.
Una punzada de nerviosismo me asalta.
—No lo sé —miento, al tiempo que sacudo la cabeza en una negativa—. Últimamente, me siento ansiosa todo el tiempo.
—¿Por todo lo que está pasando? —pregunta, con aire pensativo.
—Supongo. —Me encojo de hombros para lucir despreocupada—. Ha sido demasiado. Han ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo.
Ella asiente en acuerdo.
—Tienes razón —dice—. Las últimas semanas han sido una completa locura. —Niega con la cabeza—. Tenemos que encontrar la manera de hacer que Mikhail vuelva al lugar de donde vino. No es seguro que esté rondando por ahí. Está volviendo loco a todo el mundo y no ha hecho más que perturbar el orden del mundo espiritual. No podemos arriesgarnos a que comience a afectar el terrenal.
Una protesta comienza a formarse en la punta de mi lengua, pero me obligo a mantener la boca cerrada para no pronunciarla. No quiero decirle que no creo que enviar a Mikhail de regreso sea la solución al problema. No quiero que piense que estoy defendiéndole; así que, en su lugar, dejo escapar un suspiro largo y tembloroso y muerdo la parte interna de mi mejilla para no hablar de más.
Nadie dice nada después de eso. Nos limitamos a guardar silencio mientras observamos la carretera que se extiende delante de nuestros ojos.
Las sombras proyectadas por los árboles a nuestro alrededor le dan un aspecto tétrico y siniestro al camino, pero estamos tan acostumbradas a él, que ya ni siquiera nos pone de nervios.
Daialee cambia varias veces la estación de la radio y se da por vencida cuando se da cuenta de que no tenemos mucho de dónde elegir. Entonces, apaga el aparato y conduce en silencio. Yo, distraídamente, miro por la ventana.
Al cabo de unos instantes, la pesadez del sueño comienza a apoderarse de mí. Mis ojos, cansados y fatigados, parpadean con languidez y, por primera vez en mucho tiempo, mi cuerpo parece rendirse ante los brazos de Morfeo.
El mundo comienza a desdibujarse y la relajación es tanta, que no puedo mantener los ojos abiertos ni un segundo más. Estoy tan cansada…
—¿Qué fue eso? —La voz de Rael, alterada y alerta, hace que todo el sueño se esfume y que, pese al letargo, me incorpore en el asiento y mire hacia todos lados para orientarme.
Estoy tan aturdida, que me toma unos segundos recordar que me encuentro dentro del coche de Daialee y que vamos de vuelta a casa.
—¿De qué hablas? —ella dice, pero suena confundida.
Es en ese momento, que me doy cuenta de que Rael se ha inclinado hacia adelante en el asiento, de modo que su cabeza queda a la altura de la de Daialee y la mía.
Su atención está fija en el camino que se extiende delante de nosotros y la tensión de su cuerpo es tanta, que luce como si estuviese listo para lanzarse al ataque en cualquier segundo.
Rael no responde a la pregunta de Daialee. Se limita a pasear la mirada con mucha lentitud por el terreno que se extiende delante de nosotros. Su ceño está fruncido en concentración y su mandíbula está tan apretada, que un músculo salta en ella. Sus nudillos, incluso, se han emblanquecido por la fuerza con la que aferra la piel de los asientos de los que se sostiene.
—¿Qué ocurre? —Sueno ronca y adormilada todavía.
Él sigue sin responder. Solo hace una seña para indicar que debo guardar silencio.
—Acelera —dice, al cabo de un largo y tortuoso momento. Daialee gira su rostro durante un instante fugaz solo para mirarle, y él, con la expresión cargada de horror, espeta—: ¡Acelera, maldición!
Mi corazón se detiene durante una fracción de segundo solo para reanudar su marcha a un ritmo antinatural; el miedo se construye en mi cuerpo y el pecho se me estruja cuando mi amiga pisa a fondo el acelerador.
Entonces —solo entonces—, lo noto…
Algo oscuro y ligero —similar al humo— comienza a hacerse visible en la carretera, y la sensación viciosa y enfermiza que la imagen me provoca, solo consigue revolverme el estómago.
—¿Qué demonios es eso? —Apenas puedo pronunciar en un susurro.
—No lo sé. —Rael niega, con el ceño fruncido. Como si no pudiese entender qué ocurre. Como si no pudiese creerlo.
—¿Son Grigori? —El terror se filtra en mi tono.
—No —responde—. Es algo más. Algo… peor.
Mi vista, horrorizada, se posa en él.
—¿Peor?
—¿No lo sientes? —Los ojos amarillentos del ángel se clavan en los míos—. ¿No eres capaz de percibirlo?
Niego con la cabeza, pero no digo nada más. Solo miro hacia la ventana mientras trato de concentrarme en lo que se supone que debo de sentir.
—¿Qué diablos es esa cosa? —Daialee pregunta, al tiempo que acelera un poco más.
—No lo sé. —Rael musita, medio aterrado. Medio fascinado—. Nunca había visto algo como eso. Es… ¡Maldita sea! No sé ni siquiera que es.
La ansiedad se hace presente en mi sistema y trato de concentrarme un poco más en percibir eso que el ángel que tengo a mi lado logra notar; sin embargo, no puedo percatarme de nada. No sé qué es lo que Rael ha sentido, y que yo ni siquiera soy capaz de notar.
Es la primera vez que me ocurre algo así.
—No siento nada —digo, en voz alta, y un destello de frustración tiñe mi tono.
Daialee parece mostrar un poco de apoyo moral hacia mí, ya que musita que ella tampoco puede hacerlo. A pesar de que eso no me hace sentir mejor, lo agradezco.
Los ojos de Rael están fijos en las figuras danzantes que el humo comienza a formar en el aire, y es solo hasta ese momento que me permito poner toda mi atención en el camino que se despliega delante de nosotros. La tensión de mis músculos aumenta cuando la extraña nube oscura gana terreno a nuestro alrededor, pero me trago el miedo como puedo.
El coche aumenta su velocidad otro poco y el agujero de nerviosismo que se ha formado en la boca de mi estómago, se hace más grande. Por acto reflejo, aferro las manos con fuerza en el asiento y tomo una inspiración profunda para aminorar el latir desbocado de mi pulso.
Las manos de Daialee se aferran al volante y, por primera vez, noto cómo el terror se filtra en sus facciones. Ella también ha notado el aumento del humo. También ha notado que está acorralándonos.
Un sonido aterrorizado brota de los labios de mi amiga y, justo un segundo después, el sonido de las llantas rechinando contra el asfalto me llena la audición. El auto colea cuando Daialee pisa el freno a fondo y giramos sobre el eje de las llantas debido al abrupto cambio de velocidad.
Mi cabeza golpea contra el vidrio de la puerta y el cinturón de seguridad se incrusta en mi cuello y pecho con tanta fuerza, que me quedo sin aliento durante unos segundos.
El ángel, quien se encontraba al filo del asiento trasero, se ha estrellado contra el parabrisas y me ha golpeado en la cara con un pie en el proceso.
El coche se detiene por completo.
—¡¿Qué demonios, Daialee?! —exclamo, al cabo de unos instantes de absoluto silencio.
Ella no responde. No hace nada más que mirar hacia adelante con expresión horrorizada.
Rael, quien luce como si el patinar del auto hubiese sido la experiencia más paranormal del mundo, se deja caer entre los asientos delanteros un segundo antes de dirigir su mirada hacia el lugar que parece haber hipnotizado a Daialee.
Su expresión pasa de la confusión al horror.
Es en ese momento que poso la atención en el camino y el terror me invade.
La densa neblina oscura nos ha obstruido el paso, y no solo eso… Del suelo, justo donde el humo comienza, algo se mueve.
Primero, luce como si solo fuese una especie de líquido negro y espeso, pero poco a poco toma forma y se solidifica hasta formar figuras amorfas.
De pronto, cientos… No… miles de manos comienzan a estirarse desde el suelo hacia arriba y la sensación insidiosa de saber que he visto esto antes, se apodera de mí a toda velocidad.
—Oh, mierda… —La voz de Daialee me llena los oídos y yo trato, desesperadamente, de recordar dónde diablos he visto eso.
Entonces, ocurre.
Poco a poco, el recuerdo se construye en mi memoria. A una velocidad lenta y dolorosa, la imagen se forja en mi cabeza y, al cabo de unos segundos en blanco, me golpea con brutalidad.
De pronto, me encuentro atrapada en la última imagen que tuve de Mikhail hace cuatro años. Esa en la que cientos de manos salían del pentagrama en el que se encontraba y lo engullían vivo. Esa en la que era arrastrado por manos oscuras y densas como las que han comenzado a formarse aquí.
—¿Esas cosas…? —digo, casi sin aliento—. ¿Esas cosas son las mismas que se llevaron a Mikhail al Infierno?
Siento cómo la mirada de Rael se clava en mí, y veo por el rabillo del ojo como Daialee asiente sin apartar la vista de la imagen que se forma delante de nosotros.
—Tenemos que salir de aquí —dice mi amiga y, por primera vez en mucho tiempo, escucho el terror crudo que tiñe su voz.
Un escalofrío de puro pánico me recorre de pies a cabeza y me las arreglo para mantener a raya la risa histérica que amenaza con abandonarme.
¿Cómo se supone que vamos a salir de aquí si nos obstruyen el paso? ¿Cómo diablos vamos a escapar si el ángel que viene con nosotras no es capaz de utilizar toda su fuerza para pelear?
—Esto no está bien —Rael musita—. Esto no está nada bien.
—No me digas, genio —Daialee suelta, con sarcasmo, pero él ni siquiera se inmuta. No deja de mirar, al igual que yo, cómo las manos se alargan y se extienden hasta transformarse en extremidades enteras.
—¿Crees que puedas hacer algo con tu poder? —Rael pregunta sin mirar a nadie, y me toma unos segundos darme cuenta de que es a mí a quien le habla.
—No lo sé —admito—. Ni siquiera puedo percibirlas. Es como si no estuviesen aquí. Como si no fuesen parte de este mundo.
—¿Crees que puedas intentarlo?
—No desde aquí adentro. —Hago una mueca cargada de disculpa—. Las cosas sólidas siempre suelen interponerse en el camino de los Estigmas.
—¿Crees que puedas intentar hacer algo allá afuera? —Rael suena tranquilo, pero hay un filo ansioso en su voz.
Dudo durante unos segundos, pero termino asintiendo.
—Creo que sí. —Quiero golpearme por tartamudear, pero él ni siquiera se inmuta por el fallo de mi voz.
—Bien —dice, al tiempo que vuelve al asiento trasero del vehículo—. Vamos, entonces.
—¡¿Van a dejarme aquí sola?! —Daialee chilla, mientras el sonido de la puerta trasera siendo abierta, lo invade todo.
Una mirada cargada de disculpa es lo único que puedo ofrecerle y, sin decir una palabra más, abro la puerta del copiloto.
—¡Bess Annelise Marshall, no te atrevas a…! —dice la bruja, pero yo ya he bajado del auto. Ya he cerrado la puerta de regreso.
En el instante en el que mis pies avanzan un par de pasos para alejarme del vehículo, la neblina se cierra aún más en nuestra dirección y un millar más de brazos comienzan a brotar del suelo.
Las protestas de Daialee no se detienen, pero la ignoro por completo mientras trato de ralentizar el latir desbocado de mi corazón.
No entiendo qué diablos está ocurriendo, pero tampoco quiero quedarme a averiguarlo. Necesito hacer algo. Al menos, intentarlo.
—Estoy aquí. —Rael pronuncia a mis espaldas. El tono tranquilizador que utiliza me relaja ligeramente.
—Si algo ocurre —digo, con la voz entrecortada por las emociones—. Llévate a Daialee, ¿de acuerdo?
—Annelise…
—Por favor —le interrumpo—. Necesito que me prometas que vas a salvarla a ella.
El ángel no dice nada, pero puedo percibir la incomodidad en la energía que emana.
—Rael… —Mi tono es suplicante ahora.
—De acuerdo —dice a regañadientes—. Lo prometo.
Una oleada de alivio me golpea en ese momento y es solo entonces, que me permito concentrarme.
Cierro los ojos. La energía de los Estigmas comienza a agitarse y a vibrar complacida. Sabe que voy a utilizarla. Sabe que esta vez puede ser violenta y arrolladora.
Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con lentitud.
Repito el proceso:
Inhalo.
Exhalo.
La humedad de la sangre me moja las muñecas cuando las giro para forzar las puntadas que he hecho.
Inhalo.
Exhalo.
Los hilos de energía invisible se extienden y se atan a todo a mi alrededor. A todo a excepción de esas cosas. Una punzada de pánico me llena el pecho, pero me las arreglo para mantenerlo a raya.
Inhalo.
Lo intento de nuevo.
Exhalo.
Esta vez, las hebras logran tocar las manos que brotan del suelo y las aferro con fuerza. Todos los músculos se me tensan cuando siento cómo las extremidades luchan y se tuercen en ángulos extraños para librarse del poder de los Estigmas. Mi agarre, pese a todo, no cede ni un poco.
Abro los ojos.
Una oleada de alivio me invade de pies a cabeza cuando siento cómo los hilos afianzan su agarre en las manos que brotan del suelo, y tiro de ellos para demostrarles que soy yo quien tiene el mando de la situación ahora.
El humo se densifica.
La neblina oscura que lo invadía todo, se transforma en algo más espeso y oscuro. Las extremidades que brotan del suelo parecen alargarse de sobremanera y, más que luchar contra mi agarre, parecen tantear su fuerza. Entonces, las figuras que al principio parecían líquido espeso, comienzan a solidificarse un poco más. La expansión de su materia no se hace esperar y, de repente, se transforman en otra cosa…
El miedo previo vuelve a azotarme con fuerza cuando noto cómo, una a una, un montón de figuras humanoides de materia oscura se forman delante de mis ojos. Es entonces, cuando de verdad siento su presencia.
Mi estómago se revuelve ante el golpe intenso de oscuridad que emanan y me estremezco en el instante en el que una horrible opresión se apodera de mí. Las siluetas alargadas y humanoides lucen como si alguna vez hubiesen sido maniquíes de plástico echados a un contenedor de alquitrán hirviendo. Como si gotearan y exudaran esa materia viscosa que las cubre.
Las figuras parecen estirarse y desperezarse mientras yo trato, desesperadamente, de aferrarlas con fuerza con las hebras de energía. Ellas, sin embargo, no lucen siquiera afectadas por el poder de los Estigmas.
Doy un paso hacia atrás, pero trato de tirar de los hilos un poco más, en un débil intento de hacerles daño, pero lo único que consigo es que posen su atención completamente en mí.
Miles de siluetas alargadas, oscuras y sin rostro giran sus cabezas hacia mí y las ladean, como si fuesen animales curiosos de verme. Como si yo fuese un espectáculo digno de mirar a detalle.
Durante un largo momento, nada ocurre. Las siluetas no se mueven, no despegan su atención de mí y no hacen nada para liberarse del agarre intenso que ejerzo sobre ellas.
—Annelise —la voz de Rael llena mis oídos—, ten cuidado.
Asiento.
Un tenso y doloroso silencio se apodera del lugar y, justo en el instante en el que me atrevo a dejar ir algo del aire que ni siquiera sabía que contenía, el caos se desata.
Los hilos de energía son cortados de tajo, las figuras se abalanzan en mi dirección a toda velocidad y el lazo en mi pecho se estira y se estruja con brutalidad. Un horrible e insoportable dolor me recorre el cuerpo de pies a cabeza y un grito ahogado se me escapa cuando algo helado se apodera de mis extremidades inferiores.
Mi cuerpo golpea contra el suelo con tanta violencia, que me quedo sin aliento. Puntos oscuros oscilan en mi campo de visión y siento cómo mis muñecas son inmovilizadas por algo que se siente tan helado como el hielo. No tengo tiempo de gritar. No tengo tiempo de hacer nada más que forcejear contra lo que sea que me mantiene anclada al suelo.
Un siseo similar al que hacen las serpientes invade mi audición y el dolor se incrementa con tanta rapidez, que ni siquiera puedo articular palabras.
Estoy temblando. Estoy retorciéndome del dolor. Estoy sintiendo como, literalmente, la energía es drenada de mí a toda velocidad.
Algo caliente me moja los brazos y no siento los dedos. Ni siquiera estoy segura de sentir las manos.
La parte activa de mi cerebro no deja de gritar que me estoy desangrando y, justo cuando creo que no voy a soportar más dolor, algo me azota la espalda. Entonces, grito.
El sonido que se me escapa es tan aterrador y torturado, que ni siquiera lo reconozco como mío, pero sé que he sido yo. Sé que ha salido de mis labios.
El azote se repite y mis vértebras se arquean hacia arriba con tanta fuerza, que siento cómo crujen en el proceso. Entonces, grito de nuevo. Grito con tanta fuerza, que me aturdo a mí misma.
Alguien exclama mi nombre. Alguien me roza la cara con los dedos, en un intento desesperado por llegar a mí, pero siento cómo soy engullida por algo pesado y grumoso. Siento como soy tragada por la masa de figuras que me rodea.
Otro estallido de dolor hace que me doble sobre mí misma y, justo cuando creo que no voy a poder soportarlo más, un tirón violento en el pecho me estabiliza.
Mis ojos están llenos de lágrimas no derramadas. Mi vista es un caleidoscopio de colores inconexos y figuras irreconocibles, pero, a pesar de todo eso, soy capaz de verlo. Soy capaz de sentirlo.
Alas negras como de murciélago aparecen entre la serie extraña de figuras sin sentido que se apoderan de mi vista y lucho. Peleo con tanta fuerza, que el agarre que las figuras ejercen sobre mí aminora.
El corazón me ruge contra las costillas. La ansiedad y la desesperación se abren paso en mi sistema cuando escucho una especie de rugido que me eriza los vellos del cuerpo. Entonces, grito una vez más. Esta vez, cuando lo hago, nuevas hebras invisibles escapan de mis muñecas y hacen su camino hacia arriba; en la búsqueda de algo a qué aferrarse.
La tierra tiembla debajo de mis pies, el mundo a mi alrededor vibra al compás del inmenso y aterrador poder de los Estigmas, pero nada parece detener a las figuras. Nada parece intimidarlas.
Estoy agotada. Estoy exhausta. No puedo luchar más. No puedo pelear contra ellas.
«No puedo. No puedo. No puedo».
Algo tira de mí hacia arriba.
Mi cuerpo lánguido y débil siente cómo es halado con tanta fuerza, que las figuras amorfas tienen que implementar más fuerza bruta para detenerme. Con todo y eso, el tirón hacia el cielo, no cede ni un poco.
Un sonido —mitad rugido, mitad grito— resuena en todo el lugar y un jalón violento y doloroso me llena el pecho. Luego, aferro los hilos de energía a quien sea el que trata de sacarme de aquí. Aferro cada parte de mi ser a quien sea el que trata de sacarme de las garras de la oscuridad.
Lucho con todas mis fuerzas. Peleo contra la languidez y el dolor insoportable y, haciendo acopio de la poca fuerza que me queda, me impulso hacia adelante. Me impulso lejos de la prisión que las criaturas amorfas han creado para mí.
La atadura en mi pecho se estremece, pero las hebras de energía que despide de mí se aferran a ella para fortalecerla. Se aferran a ella porque es lo único que puede mantenerme estable en estos momentos.
Otro estallido de dolor hace que me doble hacia adelante, pero no me dejo vencer. Por el contrario, me aferro aún más a quien trata de salvarme. Me aferro a él hasta que la presión cede por completo. Hasta que el cuerpo deja de dolerme y la prisión me libera.
En ese momento, alzo la vista hacia el cielo nocturno para ver a quien me ha salvado. Para encontrarme de lleno con el familiar par de ojos color gris pálido —casi blanco— que no deja de llevarme a lugares seguros.
El alivio me recorre de pies a cabeza y, sin siquiera detenerme a pensar en lo peligroso que es que Mikhail me lleve a cuestas, me dejo ir.