Stigmata
Capítulo 10
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Huele a café.
Estoy envuelta en una bruma pesada, densa y oscura… y huele a café. El aroma me inunda las fosas nasales y hace que sea un poco más consciente de mí misma mientras penetra en mi sistema.
De pronto, me encuentro atenta al suave sonido provocado por —lo que parece ser— un ventilador de techo. Me remuevo con incomodidad. En ese momento, comienzo a ser consciente del entumecimiento helado de mis manos y del calor dolorido de mi espalda. El ardor y el escozor que hay en ella es casi tan intenso como el hormigueo de mis brazos.
Una parte de mí grita que debo abrir los ojos, pero no puedo hacerlo. No puedo hacer nada más que luchar contra el estado de semiinconsciencia que amenaza con vencerme.
No sé dónde estoy. No sé qué diablos es lo que ha ocurrido, pero no me importa averiguarlo todavía. Lo único que quiero, es absorber los escalofríos placenteros que me provoca la suave corriente de aire que me golpea.
Sé que estoy desnuda. No estoy segura de cómo es que lo sé, pero lo hago. La ligereza del material debajo de mí, aunada a ese peculiar placer que provoca el no traer sujetador, hace que sea cada vez más consciente de este hecho.
«¿Por qué diablos estoy desnuda?».
Trato de abrir los ojos.
Los párpados me revolotean, en un intento desesperado por despertar completamente, pero no logro hacerlos reaccionar. No consigo dominar la poca fuerza que tengo para arrastrarme de vuelta a la realidad.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que empiece a tomar control de mí misma, pero me aprovecho de esta energía momentánea para intentar enfocar la vista. No consigo hacer nada hasta varios intentos después y, cuando —finalmente— soy capaz de mirar alrededor, la confusión se abre paso en mi interior.
Hay una pila de ropa en el suelo. El familiar material que visualizo no toma sentido hasta que, poco a poco, los recuerdos empiezan a llenar mi cabeza.
«Tú traías puesto eso», me susurra el subconsciente y el lío de imágenes que es mi cabeza se hace más grande.
No recuerdo haberme quitado la ropa. No recuerdo absolutamente nada.
Alzo la cabeza. Un dolor punzante se hace presente en la parte posterior de mi cráneo y es tan intenso, que tengo que cerrar los ojos y llevarme una mano entumecida hasta esa parte para presionarlo con suavidad. El dolor se intensifica en el proceso.
Tengo el cabello húmedo en la raíz y no sé si es debido a la fina capa de sudor que me cubre el cuerpo o es gracias a otra cosa.
«¿Qué demonios ocurrió?».
La parte activa de mi cerebro ya está alerta y despierta, pero el cuerpo no logra avanzar a la misma velocidad que él; así que me toma unos instantes atreverme a echar otro vistazo.
Lo primero que soy capaz de ver es una pared de madera. No hay nada de decoración en ella; de hecho, desde donde me encuentro, no veo ninguna clase de mueble en la estancia. Ni siquiera hay una ventana alrededor.
Trato de girar sobre mi costado para tener un panorama más claro, pero el escozor que me estalla en la espalda es tan abrumador y doloroso, que un grito ahogado e involuntario brota de mis labios. Por instinto, me doblo sobre mí misma. Los dedos se me crispan en puños apretados y me muerdo el labio inferior con tanta brusquedad, que soy capaz de probar el sabor metálico de mi sangre.
Escucho ruidos a mi alrededor. La madera cruje bajo los pasos firmes de alguien y, con cuidado, soy empujada de vuelta a la posición en la que me encontraba. Luego, algo frío y húmedo me cubre la espalda y el ardor insoportable reduce de manera considerable.
Contengo la respiración. Contengo todos y cada uno de mis movimientos y me quedo así durante —lo que se siente como— una eternidad.
Abro los ojos.
Mi vista se llena con la mirada penetrante de Mikhail. El color gris familiar —y desconocido al mismo tiempo— de sus irises, está teñido de pequeños y diminutos detalles blanquecinos y ambarinos, y sus pobladas pestañas le hacen lucir un poco más oscuro de lo que en realidad es.
El ceño del demonio está fruncido hasta el punto en el que apenas una pequeña separación divide sus cejas. No me atrevo a apostar, pero me parece ver un destello de preocupación en la forma en la que me observa; pese a eso, no digo nada. Solo sostengo su mirada helada y extraña.
—Realmente eres un Sello —musita, al tiempo que estudia mi rostro a detalle. A pesar de que se dirige a mí, suena como si estuviese hablando consigo mismo.
Una serie de recuerdos se abalanza sobre mí a toda velocidad: lo ocurrido en la carretera, las cosas extrañas salidas de debajo de la tierra, el poco efecto del poder de los Estigmas sobre ellas, el dolor insoportable en mi espalda, el ser engullida por esas cosas… Todo se me agolpa en la memoria y me deja sin aliento durante unos instantes.
—¿Qué pasó? —Mi voz suena seca, débil e inestable, y la garganta me duele cuando hablo.
Contra todo pronóstico, el demonio delante de mí estira su mano en mi dirección y la coloca en un costado del rostro, ahuecándolo con delicadeza.
—Sigues teniendo fiebre —pronuncia, ignorando mi pregunta—. ¿Cómo te sientes?
La extraña preocupación que escucho en su voz me saca de balance.
—¿Qué ocurrió? —insisto, pese a la confusión que ha empezado a invadirme.
El demonio deja escapar un suspiro largo y cansado.
—Te salvé el culo. Eso ocurrió —dice, y mi pecho duele y se estruja al escucharlo decir eso. Es como si tuviese al antiguo Mikhail delante de mí. Como si esta criatura que emana energía oscura y violenta estuviese mezclada con el semi demonio que yo conocí.
Sacudo la cabeza.
—¿Cómo? ¿Qué fue lo que pasó en la carretera? ¿Qué fue todo eso? ¿Dónde estoy?
Su mano me abandona la cara y, sin decir una sola palabra, se pone de pie. Acto seguido, se coloca junto a la cama y, sin más, el peso húmedo y frío que se encontraba sobre mi espalda desaparece.
Mikhail trabaja en silencio a mi lado, pero no soy capaz de hacer nada más que escuchar un suave chapoteo. Segundos después de eso, la sensación helada y húmeda regresa.
Es en ese momento que me doy cuenta… Mikhail está poniendo compresas de agua helada en mi espalda, pero, ¿por qué? ¿Por qué diablos cuida de mí cuando hace unos días lo único que quería era deshacerse de mí?
«Es por el daño que puede causarle tu muerte», me dice el subconsciente, pero aun así mi pecho se hincha con una sensación familiar y antigua.
—Trata de descansar —dice, una vez que termina con la tarea impuesta. Su tono es monótono y desinteresado, pero hay algo en él que hace que el corazón se me contraiga—. Ya veré qué puedo hacer para que los Estigmas de tu espalda se cierren. Mientras tanto…
—Espera, espera… ¿Qué? —Trato, desesperadamente, de girarme para encararlo, pero lo único que consigo es que el dolor insoportable regrese.
—¡¿Pero qué carajo…?! —Mikhail exclama—. ¡¿Qué, en el infierno, haces?! —Con brusquedad, me clava los dedos en el hombro y me empuja hacia el colchón, de modo que vuelvo a quedar boca abajo sobre la cama en la que me encuentro—. ¡Te estoy diciendo que debes descansar!
—¿A qué te refieres con «los Estigmas de tu espalda»? ¡Yo no tengo Estigmas en la espalda! ¡Y-yo no…!
—¡¿Es que no lo entiendes?! —La voz de Mikhail se eleva tanto y tan repentinamente, que me encojo sobre mí misma; pero él se encarga de que no pueda huir de su mirada furibunda, ya que se acuclilla para quedar a mi altura—. Ahora los tienes. Ahora, señorita, tienes un montón de heridas en la espalda, y si no conseguimos cerrarlas pronto, vamos a estar en problemas. Tanto tú, como yo. Ahora, si me haces el maldito favor, quédate dónde estás para que yo pueda hacer algo por resolver este jodido problema sin tener que preocuparme por cuidarte el jodido pellejo.
La hostilidad de su mirada es tanta, que siento cómo el estómago se me revuelve debido al miedo. Con todo y eso, no aparto la vista.
—Dime qué fue lo que pasó, Mikhail o…
—O, ¿qué? —Su voz es apenas un susurro, pero su tono es tan amenazante, que un escalofrío me recorre la espina dorsal—. ¿Esta vez cómo vas a intentar amenazarme? ¿Vas a intentar chantajearme con el asunto del lazo? A estas alturas, Cielo, me harías un favor si te tiraras de un maldito barranco, honestamente.
Aprieto la mandíbula con fuerza. Algo doloroso se clava en mi pecho, pero lo ignoro mientras trato de mantener mi expresión serena. No puedo hacerle ver cuánto me ha afectado su comentario. No puedo dejar que se dé cuenta de cuánto me ha dolido lo que ha dicho.
—Quiero ir a casa —suelto, en un susurro furioso y derrotado—. Llévame a casa.
Una sonrisa cruel se desliza en las comisuras de sus labios y el gesto luce tan familiar, que todo mi cuerpo parece reaccionar por voluntad propia ante él.
—¿De verdad crees que estás en posición de pedirme algo? —La diversión que pinta su voz suena tan arrogante y burlesca, que la punzada de dolor en el pecho regresa.
El silencio que le sigue a sus palabras es tenso y tirante, pero no hago nada para romperlo. No hago nada por contradecir lo que ha dicho porque sé que estoy aquí a su merced. Porque sé que estoy débil y que apenas puedo mantener los ojos abiertos debido al agotamiento, pero no dejo de sostenerle la mirada.
Un asentimiento aprobatorio es realizado por su cabeza y, en ese momento, se incorpora para echarse a andar en dirección contraria a mi campo de visión.
—Si necesitas algo, llámame —dice, cuando creo que se ha marchado—. No trates de hacer nada estúpido o vas a pagarlo. —Hace una pausa y después, añade en un tono más suave—: Descansa. Lo necesitas.
Acto seguido, soy capaz de escuchar cómo una puerta se cierra con firmeza detrás de él.

La espalda me arde. No he podido moverme de la posición en la que me encuentro desde hace horas porque siento que la piel va desprenderse de mi cuerpo para dejarme los músculos en carne viva. Me duele el pecho y el estómago, y siento los hombros entumecidos debido a la postura en la que me encuentro; todo esto sin mencionar, que estoy aburrida hasta la mierda.
Las primeras horas en este lugar, fueron las más angustiosas. El millar de escenarios que se formó en mi cabeza respecto a lo ocurrido en la carretera no hizo más que ponerme los nervios de punta; pero, al cabo de un montón de rato dándole vueltas al asunto, lo dejé estar.
Sigo preocupada por Daialee. Sigo preocupada por Dinora, Niara, Zianya e, incluso, por Rael. No sé cómo estén el ángel y mi amiga, y eso ha mantenido mi estrés a niveles estratosféricos; tampoco sé cuán alteradas se encuentren las brujas en casa. A estas alturas, no me sorprendería en lo absoluto si se encontrasen al borde del colapso nervioso también.
Sé que ahora mismo no puedo hacer nada al respecto, la sensación viciosa y enfermiza que me provoca la preocupación no se marcha en lo absoluto.
Mikhail, por otro lado, no ha regresado desde que se marchó, pero no es algo que me mantenga angustiada. Incluso en nuestros mejores tiempos, siempre tuvo la costumbre de desaparecer de mi entorno durante periodos largos. Lo único que me pesa de su ausencia, es la falta de respuestas… y de comida.
Por más que trate de negarlo, mi estómago no ha dejado de exigir alimento. He pasado el día entero intentando distraerme del rugir violento que tengo en el estómago, pero nada parece apaciguarlo.
He tratado, también, de poner un poco de orden en mis pensamientos. La sucesión de acontecimientos extraños que han ocurrido los últimos días no me ha dado tregua, pero por más que trato, no logro darle sentido. No sé qué eran esas cosas viscosas que intentaron llevarme, tampoco sé de dónde vienen o por qué nos atacaron; no entiendo por qué no fui capaz de percibirlas y, por sobre todas las cosas, sigo preguntándome qué fue lo que motivó a Mikhail a ayudarme.
La parte sensata y objetiva de mi cerebro me dice que ha sido solo porque mi muerte representaría una pérdida de energía muy grande para él; pero esa que está obsesionada con la idea de tener al antiguo Mikhail de vuelta, no deja de susurrarme que lo ha hecho porque, de algún modo, me recuerda.
Es una locura, lo sé, pero no puedo dejar de pensar en eso como una posibilidad.
El sonido del pestillo siendo abierto me trae de vuelta a la realidad. Un suave tirón en el enlace me estruja el pecho y, luego, escucho los pasos de Mikhail acercándose.
Sé que es él porque puedo percibirlo en el lazo. Sé que es él porque la energía angelical que guardo dentro de mí se agita como si pudiese reconocerlo. Como si tuviese vida propia.
Sin decir una palabra, el demonio se acerca y comienza a trabajar. Metódicamente, retira la tela húmeda que me cubre la espalda y presiona una toalla delgada sobre las heridas abiertas. No las he visto, pero a juzgar por la manera en la que las toca, deben ser bastante escandalosas.
Mikhail se sienta en el borde del colchón duro sobre el que me encuentro y pronto siento cómo una sustancia helada y con consistencia densa comienza a esparcirse sobre mis omóplatos. El olor a ungüento y yerbabuena me inunda las fosas nasales luego de eso.
Sus dedos expertos poco a poco trabajan en las heridas de mi espalda y un escalofrío me recorre entera al sentir el tacto suave y dulce de su piel contra la mía.
Me toma por sorpresa el tiempo que se tarda trazando las marcas. Me sorprende aún más que no dé señales de estar siendo herido por nuestro contacto.
—¿Duele? —El tono suave y amable que utiliza me saca de balance.
—No tanto como creí que lo haría —me sincero.
Silencio.
—¿Ya vas a decirme qué fue lo que pasó? —pregunto, al cabo de unos instantes.
Un suspiro exasperado resuena en toda la habitación y sé, de antemano, que no quiere hablar del tema.
—Fuiste atacada por los mismísimos creadores del Infierno —dice a regañadientes.
—¿Creadores? —la confusión tiñe mi tono—. Creí que el creador del Inframundo era Lucifer.
—Técnicamente, lo es. —Mikhail suena tranquilo, pero no puede engañarme. Sé que no está encantado con la idea de hablarme sobre esto—. Al caer a la tierra junto con los desertores, Lucifer estaba tan lleno de odio hacia los de tu especie, que todo ese odio y esa oscuridad, de alguna manera tomó forma física. No sé exactamente cómo, pero Lucifer consiguió materializar esa oscuridad que llevaba dentro. Consiguió que esas cosas que intentaron llevarte crearan lo que ahora todo el mundo conoce como el Infierno.
—¿Cómo es que sabes esas cosas? —musito, confundida. Nunca me había hablado acerca del Infierno. De hecho, nunca fue capaz de hablarme él mismo acerca de su naturaleza angelical. Todo lo que supe acerca de eso, fue gracias a Axel.
Mikhail me mira como si fuese el ser más idiota del planeta.
—No lo sé, ¿quizás porque soy un demonio? —El sarcasmo tiñe su voz.
Ruedo los ojos al cielo.
—No fuiste un demonio siempre —digo, al tiempo que siento cómo sus dedos embadurnados de aquella pasta de aroma fresco se pasean a lo largo de mi columna.
Guarda silencio.
—No me crees, ¿no es así? —pregunto, al cabo de unos instantes.
—Me parece algo… —hace una pequeña pausa para buscar las palabras correctas para expresarse—, poco
probable.
Un destello de decepción me invade.
—¿Por qué? ¿Qué es tan difícil de creer?
No responde.
—¿Mikhail? —insisto.
—Soy oscuridad. —Su voz suena más ronca y profunda que de costumbre—. Estoy hecho de tinieblas. Todo de mí es maldad, ira, enojo… Me parece improbable la posibilidad de ser una mierda luminosa. No soy una jodida luciérnaga hecha para llevar mensajes de paz y amor a la tierra.
—Los ángeles no son seres de paz y amor —objeto—. Tú mismo me dijiste hace unos años que ellos odian a los de mi especie. Que son egoístas y que no nos soportan porque somos los únicos seres en el universo que poseen libre albedrío.
—¿Yo dije eso?
Asiento.
—También dijiste que era estúpido de mi parte sentir que lo que sé respecto a ángeles y demonios es correcto. Que los humanos no tenemos ni idea de la naturaleza de ambas especies y que debería tener más cuidado al estar al alrededor de cualquiera de ellas.
—Y a pesar de eso, estás aquí —dice—, confiando en un demonio que intentó matarte no solo en una ocasión, sino en varias, ¿no es cierto?
—No confío en ti.
—Ah, ¿no?
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Confío en el lazo que me une a ti y en el hecho de que soy tu debilidad. Sé que no eres de fiar.
Un sonido similar al de un bufido se le escapa.
—No eres mi debilidad.
—¿No?
—Por supuesto que no.
—¿Entonces por qué me salvaste?
Se hace el silencio durante unos instantes.
—De acuerdo —dice, luego de dejar de frotar ungüento sobre mis heridas—. Digamos que no es de mi conveniencia que algo malo te ocurra.
Una sonrisa triste se desliza en mis labios.
—¿Ves? Ese es el motivo por el cual me siento tranquila a tu alrededor.
Mikhail se levanta del lugar donde se encuentra y escucho cómo avanza por la duela de madera hasta aparecer en mi campo de visión. Después de unos tortuosos instantes, se deja caer en el suelo con la espalda recargada en la pared que se encuentra frente a mí.
—Es extraño… —dice, al cabo de un rato en silencio—. Cuando estás en peligro, algo dentro de mí se acciona. Es como si hubiese otra clase de lazo entre nosotros además del que nos mantiene atados. Como si, de algún modo, estuviese conectado a ti también por ese medio… —Mi corazón hace una voltereta violenta. De pronto, una conversación viene a mi mente. Una en la que dijo algo similar. Una en la que yo me encontraba hecha trizas en sus brazos—. Anoche, cuando sentí la amenaza, comencé a ir hacia ti sin saber exactamente qué iba a encontrarte. No tiene nada que ver con la atadura. Es algo diferente. Más… sensorial.
Mi corazón se estruja otro poco.
—Al principio no estaba dispuesto a ayudarte —continúa, sin mirarme. Sus ojos están clavados en un punto en la lejanía, como si estuviese recordando—, pero el lazo comenzó a estirarse tanto, que creí que iba a trozarse. Creí que iba a matarte. —Sacude la cabeza, como si no pudiese creer en sus propias palabras—. Yo solo… volé hacia ti. A pesar de la repulsión que le tengo a esas cosas. A pesar de que sé que es imposible detenerlas…
—Creí que te jactabas de ser un demonio poderoso —bromeo para restarle seriedad al asunto, pero no estoy segura de haberlo logrado. Entonces, hago una mala imitación de su voz, diciendo—: «Se necesita más que un simple nombre para poder controlarme, Cielo».
Una sonrisa se dibuja en sus labios.
—Ni siquiera un demonio tan poderoso como yo…
—Y modesto —le interrumpo.
Su sonrisa se ensancha y pone los ojos en blanco.
—Ni siquiera alguien como yo es capaz de enfrentarse a la oscuridad, Cielo —dice—. No tienes una idea de cuánto daño puede hacer.
—No pude percibirla —digo, en voz baja, para retomar la seriedad del tema—. Daialee tampoco pudo hacerlo.
Asiente.
—Ese es uno de los motivos por los cuales es así de peligrosa. Porque es imperceptible. Cuando te das cuenta, ya te ha acorralado, y está lista para hacerte trizas.
El rostro de Daialee se dibuja en mi cabeza luego de eso y me encuentro preguntándome qué ha pasado con ella y con Rael.
—¿Qué ocurrió con Daialee y Rael? ¿Lograron salvarse de esas cosas? —La preocupación tiñe mi tono.
—¿Te refieres al ángel cobarde y a la bruja?
Reprimo el impulso que tengo de torcer el gesto y le regalo un asentimiento.
—El ángel se llevó a la bruja. La salvo. Hasta donde pude ver, el tipo la sacó del vehículo y se la llevó. —El alivio invade mi sistema—. Sé que no fueron muy lejos, ya que, después, volvió e intentó llegar a ti, pero no pudo hacer nada.
—Gracias —pronuncio, después de unos segundos de cómodo silencio.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por haberme salvado.
—No me des las gracias. Yo no te salvé en realidad —dice—. Fueron tú y tus malditos Estigmas los que consiguieron sacarnos de ese lugar. De no haber sido por la manera en la que tus hilos de poder se enredaron en mí, jamás habría logrado arrebatarte de las manos de la oscuridad.
—¿Crees que ese haya sido el motivo por el cuál hayan aparecido heridas en mi espalda? ¿Por el esfuerzo sobrehumano que hizo la energía para aferrarse a ti? —pregunto, con aire distraído, después de haberlo meditado.
—Es probable. No suena descabellado si lo planteas de ese modo. Es bastante viable que tu poder haya hecho las heridas de tu espalda para sacar fuerza de ellas.
—¿Eso quiere decir que las marcas de mi espalda tampoco van a cerrar? —La voz me tiembla ligeramente al pensar en la sola posibilidad.
—No lo sé —Mikhail se sincera.
Una pequeña risa amarga se me escapa.
—Esto es genial… —mascullo, con impotencia, pero el demonio no parece afectado con mi repentino aire molesto.
Yo, por mi parte, me siento frustrada por el hecho de que han aparecido más marcas escandalosas en mi anatomía. No puedo evitar querer echarme a llorar por el pánico que esto me provoca. Mi cuerpo no ha dejado de ser humano. A pesar de todo lo que soy capaz de hacer, no he dejado de ser una chica común y corriente que puede morir desangrada a la primera de cambios.
—Voy a conseguir que alguien cierre esas heridas tuyas. —La voz de Mikhail rompe el silencio que se ha instalado entre nosotros—. Lo juro.
Un estremecimiento me recorre el cuerpo.
—No necesito que me ayudes —digo, porque no sé qué otra cosa pronunciar. Él, a pesar de eso, esboza una suave sonrisa.
—Lo sé.
—¿Entonces, por qué lo haces?
—No lo sé.
—Esa no es una respuesta válida.
—¿Qué respuesta se supone que quieres? —Suena divertido.
—No lo sé —digo, medio irritada—. A estas alturas aceptaría cualquier respuesta que no fuese un idiota «no lo sé».
Mikhail sacude la cabeza en una negativa, pero no deja de sonreír.
—Te ayudo, porque quiero mantenernos con vida. Porque aún hay cosas que necesito averiguar acerca de ti, y porque, simplemente, algo dentro de mí se acciona cuando estás en problemas. —Hace una pequeña pausa—. ¿Contenta ahora?
—No.
Se encoge de hombros.
—Entonces, lo lamento. Es lo mejor que puedo hacer ahora por ti.
—Eres un idiota —mascullo, con aire enfurruñado.
—Y tú, chiquilla irritante, eres bastante entretenida —dice, sin eliminar la pequeña sonrisa que hay en sus labios—. ¿Tienes hambre?
—¿Es así como vas a intentar librarte de todas mis preguntas?
Mikhail asiente.
—La comida hace maravillas con los humanos.
Quiero protestar. Quiero decirle que no va a hacerme olvidar nuestra conversación con comida, pero estoy tan hambrienta, que asiento a regañadientes cuando vuelve a preguntar si quiero comer algo.
—Bien —dice, regalándome un asentimiento aprobatorio, antes de ponerse de pie y encaminarse hacia la puerta—. Ahora vuelvo. Iré a buscar algo para alimentarte.
Acto seguido, y sin darme tiempo de decir nada, sale de la estancia.