Stigmata

Stigmata


Capítulo 11

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—Esto no está funcionando. —Trato, con todas mis fuerzas, de sonar tranquila. No lo consigo. Mi tono de voz está teñido de una mezcla extraña que se encuentra a medio camino entre la irritación y la frustración.

Sé que Mikhail puede notarlo. Sé que sabe cuán desesperada y molesta me siento, pero no ha dicho nada al respecto. Estoy agotada, adolorida y hambrienta. Estoy al borde del ataque de histeria debido a la inutilidad de mis brazos, y de la horrible mezcla de sentimientos que llevo dentro; pero, a pesar de eso, trato de mantener mi gesto impasible mientras aparto la cara del tenedor que el demonio ha acercado a mi cara.

Él no se mueve. No dice nada. Solo se queda ahí, quieto, con un vaso térmico de sopa instantánea entre los dedos y expresión ceñuda.

—¿Qué es lo que no está funcionando? —dice. Genuina confusión se refleja en su gesto y la irritación gana un poco más de terreno.

No puedo creer que realmente esté preguntándome esto. No puedo creer que no note que tengo las puntas del cabello bañadas en caldo caliente y que tengo —literalmente—, fideos pegados en la cara. No puedo creer cuán ajeno es a mi incomodidad y cuán indiferente se muestra hacia mi persona.

—Si trabajaras en un hospital, serías el peor enfermero de todos —digo, sin poder evitarlo. Sueno más dura de lo que pretendo, pero no me importa demasiado.

Mikhail inclina la cabeza, como quien no comprende del todo lo que le dices, y frunce el ceño un poco más.

—No entiendo qué es lo que no funciona para ti —dice, al cabo de unos instantes de silencio.

Una risotada corta e incrédula se me escapa.

—¿Es en serio? —digo. Estoy a punto de gritar. Estoy a punto de decir algo de lo que probablemente voy a arrepentirme—. ¿De verdad no puedes notar que hay más comida en el suelo que la que realmente ha entrado a mi boca?

Su mirada viaja al desastre que hay en el suelo y, como si no hubiese sido capaz de notarlo antes, alza las cejas con incredulidad.

Una punzada de dolor me atraviesa el pecho y siento cómo un nudo comienza a formarse en mi garganta. No sé quién demonios es esta criatura que tengo enfrente, pero no es mi Mikhail. El Mikhail que yo conocí era cuidadoso, amable y procuraba cuidar de mí todo el tiempo. Este ser que luce como él, es solo una carcasa a la que realmente no le interesa si me encuentro bien o no.

Sé que no debería afectarme de este modo, pero lo hace. De alguna u otra manera, esperaba encontrarme con atisbos de la criatura que conocí hace cuatro años. De ese idiota del que me enamoré como una completa estúpida.

No me mira. Los ojos del demonio están fijos en el desastre de la duela y soy capaz de notar cómo toda la seguridad que siempre ha emanado se esfuma. La postura amenazante, el gesto impasible y la energía oscura e imponente que Mikhail siempre ha irradiado desaparecen; y, sin más, luce tan confundido y apenado como un chico común y corriente que ha hecho algo vergonzoso hasta la mierda.

La curvatura de sus hombros, la expresión incómoda, el modo en el que evita mi mirada… Todo en él es inseguridad e incertidumbre, y el silencio se expande entre nosotros durante unos eternos instantes antes de que un suspiro cansino se me escape de los labios.

—¿Puedes conseguirme algo de ropa, por favor? —digo, porque deseo poner un poco de orden a la situación en la que nos encontramos. Porque tengo frío y mi dignidad está por los suelos.

Estoy llena de comida, desnuda, con la espalda hecha jirones y los brazos entumecidos. Lo necesito. Necesito sentirme un poco más como yo y un poco menos como esta persona vulnerable y débil que se hace pasar por mí.

La mirada de Mikhail se eleva. La inseguridad previa se diluye un poco entre el gesto preocupado que esboza, y niega con la cabeza antes de apretar la mandíbula.

—No vas a poder vestirte —dice, con aire serio y severo—. No tienes una idea de cuán lastimada tienes la espalda.

—Tampoco puedo estar desnuda hasta que las heridas sanen. Ni siquiera sabemos si van a sanar, Mikhail. Necesito algo de ropa. Necesito que me ayudes a sentarme y a suturar las heridas de mis muñecas para así poder alimentarme como se debe. Tengo frío, estoy agotada y necesito vestirme. Por favor.

El demonio, el cual se ha instalado en un banquillo frente a mí, me mira con gesto aprehensivo. La tensión en su mandíbula es tanta, que temo que pueda quebrarla.

Finalmente —al cabo de unos minutos y pese a la lucha que parece llevarse a cabo dentro de su cabeza—, asiente con dureza.

—De acuerdo —dice, pero no suena muy convencido—. Iré a conseguirte algo. ¿Quieres terminar esto? —Alza el vaso de fideos instantáneos que tiene entre los dedos y el estómago me ruge en respuesta.

—Después de que pueda vestirme. —Asiento y dudo unos segundos antes de añadir—: Si puedes conseguir más de eso —hago un gesto de cabeza hacia el contenedor de la sopa—, también lo agradeceré infinitamente.

Mikhail asiente de nuevo.

—No te muevas de aquí.

Una risa seca y corta se me escapa.

—No es como si pudiese salir corriendo, ¿verdad?

Una sonrisa irritada se desliza en sus labios muy a mi pesar.

—No tardaré —promete.

—De verdad eso espero. No sabes cuánta hambre tengo ahora mismo.

La culpabilidad tiñe sus facciones, pero no dice nada más. Solo deposita la sopa en el suelo y se pone de pie para encaminarse a la salida a paso seguro y decidido.

Mi mano se estira más allá de sus límites, pero no logro llegar a él. El dolor en mi espalda es tan intenso, que no puedo dejar de temblar; es tan arrollador, que ni siquiera puedo hacer un poco más de esfuerzo para alargarme y tomar el tazón de sopa helada que descansa en el suelo de la habitación.

Mikhail se marchó hace horas y el hambre es tan intensa y desesperada en estos momentos, que no puedo pensar en otra cosa. Me duele el estómago, me arde la espalda, las muñecas me pulsan y mis manos se sienten entumecidas. Todo el cuerpo me grita de dolor mientras trato de alcanzar las sobras de lo que el demonio trajo para mí, y la irritación que antes era intensa, es ahora tan abrumadora que se siente como si pudiese destrozar algo.

Aferro la mano que tengo libre al borde de la cama en la que me encuentro y trato de empujarme hacia adelante. El pequeño movimiento hace que un gemido de dolor me abandone y me doblo un poco por acto reflejo. Un espasmo violento me sacude y una gota de sudor helado me recorre la espina.

«Yo no debería estar pasando por esto. Yo no debería estar en esta posición. No lo merezco. No le he hecho absolutamente nada a nadie como para merecer esta clase de tortura. No pedí nada de esto. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Aprieto los dientes.

Lágrimas de dolor crudo se me agolpan en los ojos, pero parpadeo varias veces para alejarlas. No voy a llorar. No voy a llorar. No. Voy. A. Llorar.

Estoy furiosa. Desesperada. Estoy hecha jirones y ni siquiera sé por qué diablos me siento de esta manera. La angustia, el enojo, la frustración… Todo se arremolina en mi interior a toda velocidad y no puedo hacer nada más que preguntarme una y otra vez qué, en el infierno, hice para merecer esto.

El dolor, la falta de movilidad y la sensación de soledad y desasosiego están cobrándome la factura ahora mismo, y estoy tan agobiada que quiero golpear algo.

Me empujo una vez más. Esta vez, siento cómo mis costillas se clavan al filo del colchón debajo de mí. Entonces, trato de alcanzar el tazón una vez más. Mis dedos tocan el borde del vaso térmico, pero no logro tomarlo como se debe.

Me estiro otro poco.

El líquido frío dentro del contenedor me moja las puntas de los dedos y cierro la mano para atraerlo hacia mí; pero, cuando trato de hacerlo, todo el contenido se derrama. La fuerza de mi cuerpo se esfuma y los temblores y espasmos me vencen. Mis codos chocan con la duela de la estancia y un arrollador dolor me recorre desde el coxis hasta la base de la nuca. Un grito ahogado se me escapa, pero me muerdo la parte interna de la mejilla al tiempo que tomo una inspiración profunda para intentar amortiguar la sensación dolorosa que me invade.

No me muevo. No respiro. No hago absolutamente nada hasta que el ardor aminora y deja de escocerme la espalda.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a intentar volver a la cama, pero cuando lo hago, trato de no hacer ninguna clase de movimiento brusco. Con una mano entumecida, me aferro a la base de madera húmeda y vieja de la cama, y me empujo hacia atrás. Mis músculos protestan en respuesta, pero ignoro el espasmo adolorido que me recorre y me apoyo con más firmeza.

En ese instante, la madera deteriorada da de sí y, con el sonido de un crujido violento, caigo de bruces.

El impacto hace que un sonido torturado y lastimoso salga de mis labios. Las lágrimas previas me empañan la visión una vez más y aprieto los puños para contener el grito de dolor que se construye en mi garganta. Los oídos me pitan, me siento mareada y el corazón me late con tanta fuerza que temo que vaya a escapar de mi caja torácica en cualquier momento.

La humedad de la sopa derramada me hace aún más consciente de que estoy tirada en el suelo, bañada en caldo frío, sudor, sangre y suciedad. Entonces, sin poder contenerlo más, lloro. Lloro porque duele demasiado; porque estoy asustada hasta la mierda y porque creí, hace cuatro años, que toda esta locura había terminado. Lloro porque no puedo contener el torrente de emociones que amenaza con acabar conmigo y porque me siento más sola que nunca.

No puedo detenerme. No puedo dejar de llorar. No puedo dejar de sollozar como una idiota. Tampoco quiero hacerlo. No quiero hacer otra cosa que no sea cerrar los ojos y desaparecer; olvidarme de quién soy y de qué representa mi existencia; mandar al carajo lo que sé respecto a ángeles, demonios y todo lo relacionado con el fin de la humanidad.

Lo único que realmente deseo es… desaparecer.

El sonido de la puerta lo invade todo, pero no me importa. Ni siquiera me inmuta el hecho de que estoy desnuda, en la habitación de un lugar que no conozco.

Estoy cayendo a pedazos de la manera más patética y es lo único en lo que puedo concentrarme.

Los pasos apresurados me llenan la audición y, a los pocos instantes, siento cómo una mano cálida tira de mi brazo con tanta fuerza, que mi espalda grita en protesta. Un sonido estrangulado y adolorido se me escapa y alguien murmura algo que no soy capaz de entender. Suena como una disculpa, pero no estoy segura de ello.

El toque cálido y firme se coloca con cuidado debajo del doblez de mis rodillas y a la altura de mi cintura y, así, abandono el suelo. El dolor estalla y, esta vez, grito. El sonido dolorido, escandaloso y torturado retumba con tanta violencia, que me aturde y hace que mi cabeza se sienta como si estuviese a punto de estallar.

Entonces, el verdadero martirio comienza.

Sé que es Mikhail quien me lleva en brazos. Sé que es Mikhail quien avanza a paso rápido y decidido conmigo a cuestas. El demonio de los ojos grises es el que está lastimándome con el movimiento violento de su cuerpo.

Abre una puerta.

El azote de la madera detrás de nosotros me sobresalta ligeramente, pero no puedo dejar de sollozar y gimotear de dolor. Mikhail me deposita en el suelo helado y un chorro de agua helada me azota las piernas.

Sé, a pesar de mi estado dolor extremo, que estoy en lo que parece ser una bañera y que el agua que cae sobre mí es de la regadera. No puedo retener el aliento en los pulmones. La temperatura del agua es tan baja, que no puedo evitar retorcerme en mi lugar para evitarla. El dolor que siento en la espalda incrementa debido a los movimientos violentos y el demonio suelta una maldición.

De repente, el agua deja de caerme de lleno. Estoy tiritando, empapada, con las piernas y brazos entumecidos por el frío y la espalda hecha mierda debido al dolor extremo que me embarga.

El agua sigue cayendo. Puedo escucharla, pero no me da de manera directa, como antes y, con todo el esfuerzo del mundo, me obligo a abrir los ojos para averiguar qué diablos está pasando.

La imagen de Mikhail cerniéndose sobre mí es lo primero que veo y me saca de balance. Es entonces, cuando me doy cuenta.

Está de pie, dentro de la bañera en la que me encuentro, completamente vestido, y se ha interpuesto entre el chorro de agua helada y mi cuerpo. Sus ojos grises se han oscurecido varios tonos, y no me atrevo a apostar, pero luce como si estuviese debatiendo consigo mismo.

La confusión se arraiga en mi sistema cuando, de repente, se aparta con brusquedad y deja que el chorro de agua caiga con libertad sobre mí. El agua está caliente ahora y el alivio que siento es inmediato. Mis músculos agarrotados lo agradecen y se estremecen debido a la sensación placentera que el calor les provoca.

Mikhail, sin decir una palabra, coloca el tapón de la bañera y abre el grifo de agua fría para templar la temperatura y no cocerme viva.

Cuando el líquido me llega a la barbilla y está lo suficientemente caliente como para hacer que deje de temblar, cierra el grifo. El alivio es tan grande, que no puedo evitar suspirar. No puedo evitar querer sumergir la cabeza dentro de la tina y lavar de mi cabello todo lo que Mikhail derramó sobre él… Y así lo hago. Sumerjo la cabeza hasta que ni un solo cabello está fuera y espero.

El sonido amortiguado del mundo exterior es tan placentero como enigmático, así que decido quedarme así, debajo del agua, unos instantes más. Una vida entera, quizás…

Un par de manos ahuecan mi rostro y tiran de mí hacia arriba, de modo que saco la cabeza del agua con brusquedad.

—¡¿Qué demonios tratas de hacer, maldita sea?! —La voz de Mikhail me inunda los oídos, pero no abro los ojos hasta que me limpio el exceso de agua del rostro con las manos.

Acto seguido, lo encaro.

De nuevo está dentro de la bañera y, esta vez, se ha colocado a horcajadas sobre mí, de modo que soy capaz de sentir el material de sus vaqueros contra la piel blanda de mi vientre. Sus manos se aferran a mi cara con tanta fuerza, que duele, y su mirada de hierro puro está cargada de ira y frustración.

No respondo. El nudo que tengo en la garganta me hace imposible decir nada.

—¡¿Qué diablos haces, joder?! —Trata de sonar duro y amenazante, pero el alivio y la preocupación tiñen su voz—. ¡¿Es que acaso no puedes quedarte sola ni un solo momento?! ¡¿Qué, en el infierno, estabas pensando?!

La angustia, el dolor previo, el nerviosismo y el coraje me invaden, y quiero seguir llorando. Quiero acabar con la sensación de hundimiento que amenaza con destrozarme, y deshacerme de la insidiosa y oscura sensación que me ha embargado desde que llegué a este lugar. Desde que las marcas en mi espalda aparecieron.

—¡Contéstame, carajo! —escupe—. ¡¿Acaso crees que esto es un maldito juego?! ¡Si tú mueres, todo esto va a irse, literalmente, a la mierda! ¡¿Es que acaso no te cabe en la maldita cabeza que…?!

—¡Cállate! —espeto de vuelta—. ¡Cállate de una maldita vez! ¡No me interesa escuchar lo que tienes qué decir acerca de ti y tus malditos intereses!

—¡Esto no es acerca de mí!

—¡¿No?!

—¡Por supuesto que no, idiota! —suelta en mi dirección.

—¡¿Acerca de quién es, entonces?! ¡¿Acerca de qué?! ¡¿De poder?! —Mi voz se eleva cada vez más, y suena quebrada y rota debido al llanto.

—¡Es acerca de todo el maldito mundo, joder! ¡Si tú mueres…!

—¡Sé a la perfección qué va a pasar si muero, imbécil! ¡Déjame en paz! ¡No tienes derecho alguno de venir a hablarme como si supieras algo sobre mí!

—¡¿Qué se supone que debo hacer?! ¡¿Dejarte morir a tus anchas y permitir que me arrastres contigo?!

El dolor que sus palabras me causan solo hace que quiera golpearlo en la cara; sin embargo, lucho contra todos los impulsos.

—Vete a la mierda. —Me limito a sisear en su dirección.

Sus ojos se oscurecen aún más. Un tinte ambarino se apodera de su mirada y su expresión se ensombrece por completo.

—Eres insufrible —dice, con la voz enronquecida por el enojo.

—Déjame en paz —suelto, pero suena más como una súplica que como otra cosa.

—No voy a dejarte morir. —Suena resuelto y decidido.

Lágrimas nuevas me inundan la mirada, pero me las arreglo para mantenerlas dentro mientras que él me toma por la cintura y me obliga a sentarme. Entonces, sin importarle que va completamente vestido, se sienta dentro de la tina y, con una barra de jabón, empieza a restregarme el cuerpo.

Al principio, la rudeza de sus movimientos es tanta, que me lastima; pero cuando nota mi gesto adolorido, lo suaviza todo. No hay absolutamente nada romántico en su toque. Tampoco hay nada sugerente en su mirada. Todas las emociones que una vez provoqué en él se han esfumado por completo y para siempre, y eso me hiere en formas que ni siquiera yo misma soy capaz de comprender.

Mikhail lava a consciencia cada parte de mí y, cuando el agua comienza a enfriarse, abre la regadera una vez más para mantenerla a una temperatura decente.

—Te he traído ropa y más comida —dice, con aire ausente, mientras termina de enjuagar el jabón de mis hombros—. ¿Qué otra cosa necesitas?

Una de mis manos se aferra al material húmedo de su playera y tiro de él hasta que puedo envolver la otra en la parte posterior de su cabeza. No sé muy bien qué diablos estoy haciendo. Tampoco sé por qué demonios lo hago, pero no me detengo. No reprimo el impulso desesperado y angustiado que tengo de unir mis labios contra los suyos.

No espero a que reaccione. Ni siquiera se lo permito. En ese momento, y sin pedir permiso, mi lengua busca la suya y, sin más, lo beso. Lo beso hasta que sus labios se mueven al compás de los míos. Lo beso hasta que su lengua ávida y urgente devuelve mis caricias desesperadas.

Luego, cuando creo que el corazón va a estallarme, me aparto con brusquedad y uno mi frente a la suya.

—Necesito que recuerdes —susurro y sueno patética y lastimosa, pero no me importa—. Por favor, Mikhail. Necesito que recuerdes.

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