Stigmata
Capítulo 12
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El sonido del agua cayendo y el de mi respiración irregular, es lo único que irrumpe la quietud en la que se ha sumido la estancia. No puedo dejar de temblar, pero no sé si es debido a la baja temperatura del ambiente o al efecto que tiene en mí el demonio que tengo enfrente.
Tengo los párpados cerrados, las manos aferradas a su cuello y a su ropa, y el corazón no ha dejado de latirme a una velocidad inhumana; sin embargo, el peso de mis actos ha comenzado a caer poco a poco sobre mis hombros. De pronto, la bruma desesperada, ansiosa y angustiada que se apoderó de mí hace unos instantes se aligera y la humillación, la vergüenza y el arrepentimiento se deslizan debajo de mi piel. De hecho, con cada segundo que pasa se aferran más y más a mi carne.
El pulso me martillea detrás de las orejas con violencia, pero mi valor previo se ha marchado. Se ha ido por completo y solo ha dejado esta sensación viciosa y enfermiza que amenaza con acabar con mis nervios alterados.
Mikhail no se mueve. Tampoco dice nada. No hace nada más que mantener su frente unida a la mía y sus manos en los costados de mi torso.
No sé qué hacer. No sé qué decir. No sé dónde diablos meter la cara para que no sea capaz de mirarme. Para que no sea capaz de notar el torbellino de emociones que llevo dentro.
Sus manos grandes, firmes y fuertes se apoderan de mis antebrazos con delicadeza y deshacen mi agarre en su cuello. La humillación gana un poco de terreno, así que me obligo a mantener los ojos cerrados para no tener qué encararlo.
Mis brazos son depositados sobre mi regazo con mucho cuidado y la frente del demonio se aparta de la mía con suavidad. Un dolor profundo e intenso me atraviesa el pecho de lado a lado, pero me quedo quieta y me obligo a no mover ni un solo músculo.
Las ganas de llorar no se han ido. De hecho, incrementan con ese simple gesto.
El nudo que siento en la garganta está tan apretado, que duele cuando trato de pasar saliva; pero, a pesar de eso, me las arreglo para mantener mis piezas juntas y agachar la cabeza para no tener que enfrentarle cuando termina de apartarse de mí.
Mikhail, sin decir nada, sale de la bañera y mete los brazos dentro del agua para sacarme. Sus movimientos son suaves, firmes y delicados al mismo tiempo. Soy plenamente consciente de que maniobra con mucho cuidado para no hacerme daño, pero eso no impide que gima de dolor cuando su piel hace contacto con mi espalda lastimada.
Todo mi cuerpo se estremece debido al choque dolorido que me recorre la espina, pero me las arreglo para no gritar mientras soy depositada sobre la taza del baño, la cual se encuentra cubierta por la tapa.
Una vez ahí, el demonio se estira para alcanzar una de las toallas que descansan sobre una de las repisas, y comienza a secarme. Yo, con torpeza, le quito el material de entre los dedos y trato de eliminar el agua de mis extremidades lo mejor que puedo. Me digo a mí misma que debo ser yo quien haga esto. Que debo ser lo suficientemente fuerte como para vestirme, pero no estoy segura de poder lograrlo.
Mikhail, al ver que soy yo quien se encarga de la tarea de secarme, desaparece por la entrada del baño para aparecer segundos más tarde con una bolsa entre los dedos.
No habla cuando la deposita en el suelo delante de mí. Tampoco dice nada cuando cubro la desnudez de mi cuerpo con la toalla y me agacho para mirar dentro de la bolsa.
Es ropa.
Mis dedos húmedos se cierran en el material de la prenda que se encuentra en la superficie y la extiendo para darme cuenta de que es una sudadera que bien podría pertenecer a un chico cinco veces más ancho que yo.
El alivio que me provoca tener el material pesado entre las manos, es casi tan indescriptible como la sensación de protección que me da la toalla con la que estoy cubriéndome.
Sin perder el tiempo —y pese a que aún no me he secado como debería—, trato de enfundarme el material.
Mikhail me ayuda a ponerme la prenda cuando nota el esfuerzo que supone para mí el realizar cualquier clase de movimiento, y una vez que termina, se aparta de mí; como si sintiese repulsión hacia mi persona. Como si realmente le incomodara mi cercanía.
Otra punzada de dolor me atraviesa de lado a lado, pero me las arreglo para ignorarla mientras me concentro en la difícil tarea que supone vestirme.
La tela de la sudadera no deja de lastimarme la espalda. Incluso, hace que arda ligeramente; pero, pese a eso, mi mente agradece el nivel de confianza que me da llevarla puesta. Mi dignidad no hace más que ronronear en aprobación.
Una vez que me he acostumbrado a la sensación del material, rebusco dentro de la bolsa y me encuentro con la imagen de unas bragas de algodón similares a las que llevaba puestas antes de encontrarme con Mikhail.
En ese instante, las tomo e intento hacer uso de ellas, pero es imposible. La manera en la que tengo que doblarme para ponérmelas es tan angulosa, que mi espalda grita de dolor en el instante en el que trato de agacharme para meter los pies en los respectivos agujeros.
El demonio vuelve a acercarse y, esta vez, se acuclilla delante de mí y me ayuda a meter las piernas en las bragas. Después, las desliza hacia arriba hasta que llegan a mis muslos. Desde ese punto, soy yo quien las manipula hasta el lugar que les corresponde.
Una vez hecho eso, Mikhail toma el pantalón deportivo que se encuentra dentro de la bolsa y me ayuda de la misma manera en la que lo hizo con las bragas.
Cuando termina de vestirme, me toma de los brazos y me hace envolverlos alrededor de su cuello. Yo me aferro a él cuando siento cómo sus manos se anclan a la parte trasera de mis muslos y eleva mi peso para ponerse de pie.
No me toca la espalda para nada y sé que me lleva de esta manera para no lastimarme. El nudo en mi garganta se aprieta cuando la realización de este hecho se asienta en mi cabeza.
La humillación y el agradecimiento incrementan otro poco.
El demonio me lleva a cuestas por un angosto pasillo de madera —el cual cruje con cada paso que damos—, y guía nuestro camino hasta una habitación que no me parece familiar en lo absoluto. Esta, al contrario de la otra en la que me encontraba, es más espaciosa. Los muebles lucen más nuevos y la cama de aspecto antiguo, le da un toque victoriano a todo el lugar.
Mikhail, avanza hasta la cama a paso lento pero decidido, y me deposita sobre el colchón en una posición sentada. Una vez que se cerciora de que no me he hecho daño en el proceso, se aparta de mí.
Acto seguido, se quita la camisa mojada y la lanza lejos segundos antes de encaminarse en dirección a la salida.
Está a punto de abandonar la estancia, cuando se detiene en seco.
En ese momento, lo único que puedo mirar es su espalda y sus omóplatos firmes y fuertes, pero soy capaz de percibir la tensión que emana toda su anatomía. Soy capaz de sentir la incomodidad que irradia.
No me mira. Ni siquiera hace el esfuerzo de girar el rostro para encararme. Solo se queda ahí, con las piernas cuadradas a los hombros y postura amenazante.
—No te hagas esto a ti misma —dice, con la voz enronquecida hasta un punto casi irreconocible.
Bajo la mirada.
La humillación, la vergüenza y el dolor se mezclan en mi pecho y crean un monstruo gigantesco y poderoso, pero me las arreglo para no llorar. Me las arreglo para mantener mi expresión en blanco.
Al cabo de unos segundos de completo silencio, Mikhail se encamina a toda velocidad hacia la salida de la habitación, pero el sonido de sus pasos se detiene con brusquedad y, sin poder evitarlo, miro en dirección a dónde se encuentra solo para comprobar que no se ha marchado.
En ese momento —y sin que pueda evitarlo—, una pequeña llama esperanzada se enciende en mi pecho cuando noto cómo gira la cabeza para mirarme por encima del hombro.
—No vuelvas a hacer eso —dice, con dureza y frialdad—. No quiero una concubina. No necesito una. Así que no vuelvas a hacer una estupidez como la de hace un rato.
Mi corazón termina de fragmentarse en ese preciso instante y, esta vez, no soy capaz de detener el torrente incontenible de lágrimas calientes que se me escapa. Esta vez, no soy capaz de hacer otra cosa más que reprimir los sonidos lastimeros que brotan de mis labios.
El demonio no se mueve de dónde se encuentra, pero tampoco me mira directamente. Su cuerpo entero está direccionado hacia la salida, pero no hace nada por marcharse. Luce como si una batalla campal estuviese llevándose a cabo en su cabeza. Como si no estuviese seguro de qué hacer; sin embargo, al cabo de unos instantes de tenso silencio, avanza de nuevo y sale del lugar.
Quiero gritar. Quiero pedirle que vuelva y me lleve a casa. Quiero escupirle en la cara que es un idiota y que nunca debió sacrificarse por mí; que habría preferido morir la noche en la que Rafael me llevó y que no tenía derecho alguno de haberme retenido aquí; pero, en su lugar, me quedo quieta, sentada sobre una cama que no es mía, con la piel arrugada por la humedad y los ojos ardientes por las lágrimas que he derramado. Me quedo aquí, con el corazón en la mano, y este extraño dolor que siento en el pecho. El mismo dolor que está hundiéndome poco a poco.

El cambio en la tensión en el lazo que tengo con Mikhail, me hace plenamente consciente de su presencia en la habitación.
No hay tirones bruscos, ni vuelcos violentos, ni nada de aquello que su abrumadora esencia siempre causa en mí; solo un extraño cambio de tensión en la cuerda que nos mantiene unidos. Un suave giro en la hebra entretejida que nos ancla el uno al otro.
No trato de encararlo. No hago otra cosa más que mirar el inmenso paisaje gris que se despliega delante de mis ojos a través de la ventana de la habitación en la que me encuentro.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que acerqué el sofá individual que se encontraba junto a la ostentosa cama, y me instalé frente al ventanal. Tampoco sé cuánto tiempo ha pasado desde que dejé de preguntarme dónde diablos estamos, pero sé que ha sido el suficiente como para que deje de importarme demasiado.
Estoy en una cabaña. Eso me queda claro. Una cabaña que se encuentra en la cima de una montaña.
Eso lo sé por el impresionante paisaje húmedo, grisáceo y verdoso que se despliega a muchos metros por debajo de mi posición. Lo sé porque la neblina que se forma y que casi cubre las copas de los árboles, está muy por debajo del lugar donde me encuentro; como si estuviésemos muy por encima de ella.
La vista es tan impresionante como vertiginosa. Es tan aterradora como la resolución que me da saber que Mikhail realmente me ha alejado de toda civilización existente.
Se ha encargado de apartarme enteramente de todo aquello conocido por el hombre y me ha traído aquí, a un lugar en medio de la nada, del que no podría huir así lo intentara mil veces.
El crujir de la madera debajo de los pasos de Mikhail me saca de mis cavilaciones. Una sombra de la vergüenza que sentí hace unas horas, se hace presente y se cuela entre mis huesos, pero trato de no hacer que se refleje en mi expresión.
El sonido de sus zancadas se detiene y, en un tono de voz demasiado suave y tranquilo, le escucho decir:
—Te traje más comida.
No respondo.
—Conseguí alimentos en una tienda de comida rápida. Una señora me dijo que era lo mejor que había en el menú.
Parpadeo un par de veces, pero no digo nada.
El silencio se extiende durante un largo momento.
—También traje agua, frutas, dulces y…
—No tengo hambre —le interrumpo, finalmente, y mi voz suena pastosa y ronca en el proceso.
Otro tenso instante de silencio se despliega entre nosotros.
—¿De verdad no tienes hambre o solo estás haciendo una rabieta?
El tono neutral y monótono que utiliza me hace saber que no le interesa en lo absoluto si estoy molesta o no.
—De verdad, no tengo hambre. —Trato de imitarlo cuando respondo.
—No te creo.
—¿Para qué me lo preguntas si no planeas creer una mierda de lo que te digo? —Sueno un tanto cansada y fastidiada, pero no me molesto en moderar el tono ni siquiera un poco.
Un suspiro largo se le escapa al demonio que se encuentra a mis espaldas y casi puedo imaginarlo sacudiendo la cabeza en un gesto reprobatorio.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —dice, con frustración—. No entiendo qué diablos tengo qué hacer para que seas un poco más receptiva y hables conmigo.
—Soy yo la que no entiende para qué necesitas que hable contigo. —Me sorprende cuán fría y distante sueno—. Hasta donde yo sé, no vas a creer una palabra de lo que te diga. Tú eres solo el demonio de Primera Jerarquía que va a asesinarme una vez que descubra el modo de arrebatarme lo que me dio en primer lugar.
Silencio.
—¿Así van a ser las cosas entre nosotros?
—Siempre han sido así, Mikhail. —Poso la vista en un punto en el suelo y una pequeña sonrisa amarga tira de las comisuras de mis labios—. De algún modo, siempre hemos terminado de esta manera. De algún modo, el destino siempre se encarga de ponernos en esta extraña posición en la que tú tienes qué matarme y yo tengo que aceptarlo. —Trago el nudo que comienza a formarse en mi garganta—. Lo único que hago es ponértelo fácil. Ponérmelo fácil a mí misma.
—Hablas como si no te importase en lo absoluto la vida que tienes.
Una pequeña risa carente de humor me abandona y, a toda velocidad, mi mente viaja a mi mamá; a mi papá, a mis hermanas menores y a mi tía Dahlia. No puedo hacer otra cosa más que pensar ellos. En el daño que he causado en la vida de las brujas que ahora me reciben y me acogen en su hogar, y en los sacrificios tan grandes que han hecho por mantenerme a salvo.
Nada de lo que ocurrió hace cuatro años habría sucedido si yo hubiese muerto cuando se suponía que tenía que hacerlo. Nada de esto estaría pasando ahora mismo si Mikhail hubiese dejado que Rafael me asesinara.
—No le veo la gracia a todo esto. —Mikhail suelta, con irritación.
Mis ojos están abnegados en lágrimas para ese momento, pero no puedo dejar de reír. No puedo dejar de jadear y medio sollozar mientras el peso de todo lo que ha pasado recae sobre mí con tanta brutalidad, que amenaza con destrozarme.
Lágrimas calientes y ardientes se deslizan por mis mejillas y las limpio con dedos temblorosos. No quiero llorar más. No quiero quebrarme de este modo, pero no puedo detenerme. No puedo sellar este océano inmenso de dolor acumulado que llevo a rastras desde hace tantos años.
El sonido de los pasos de Mikhail acercándose, solo consigue que limpie las lágrimas con más insistencia. No quiero que me vea de este modo. No quiero que se dé cuenta de cuánto me afecta que no sea capaz de recordarme.
Los pasos se detienen cuando su figura se interpone entre el paisaje de la ventana y yo y, sin decir nada, se acuclilla delante de mí.
Genuina confusión y preocupación tiñen su mirada blanquecina, pero trato de ignorarla mientras me limpio la cara con las mangas largas de la sudadera que llevo puesta.
—Bess —es la primera vez en cuatro años que dice mi nombre. Es la primera vez, desde que fue tragado por los creadores del Infierno, que escucho mi nombre en su voz—, ¿qué está ocurriendo? Por favor, necesito entender.
No sé cuánto tiempo me toma recomponerme, pero, cuando lo hago, lo miro a los ojos.
—Hace muchos años… —comienzo—, muchos miles de años… Existió un arcángel. El guerrero más poderoso del Cielo. —La confusión y la curiosidad oscurecen la mirada de Mikhail—. Era tan poderoso, que el Creador puso bajo su mando a todo su ejército. Este ser era tan impresionante, que fue capaz de liderar a la Legión de Ángeles que desterró a Lucifer y a sus vigilantes a las tinieblas. Era tan increíble, que derrotó a los gigantes llamados Nefilim… —Hago una pequeña pausa para aminorar el temblor que invade mi tono—. Pero vamos a empezar desde el principio, ¿de acuerdo? —Sueno como una madre cuando le cuenta una historia a su hijo antes de dormir—. Este arcángel, a pesar de ser perfecto en todos los sentidos, tenía un defecto. Un problema… —Ahora tengo toda la atención de Mikhail—: Estaba enamorado. —Mis propias palabras duelen y escuecen, pero no me permito parar—. Estaba enamorado de un ser como él. De una criatura tan hermosa como impresionante; con preciosas alas platinadas, ojos verdes, piel como de porcelana… —Trato de evocar un recuerdo más exacto de las facciones de Gabrielle Arcángel, pero no puedo hacerlo del todo, así que trato de ser lo más vaga posible para no mentir—. Estaba enamorado de nada más y nada menos que de Gabrielle Arcángel y ella… —Me detengo un segundo para tragar el nudo que trata de formarse en mi garganta—. Ella estaba enamorada de él.
Algo en la expresión de Mikhail cambia y no estoy segura de cómo sentirme al respecto.
—El problema era —continúo—, que los ángeles no tienen permitido enamorarse. No me preguntes por qué, porque no lo sé. Solo sé que hay una especie de regla para ellos, y que no deben hacerlo —sacudo la cabeza y poso la atención en mis manos, las cuales se encuentran sobre mi regazo. No quiero mirarlo a los ojos mientras le cuento acerca de lo que sentía por alguien más—. Ellos, a pesar de todo, estuvieron juntos y lo mantuvieron en secreto.
Hago una pequeña pausa para ordenar mis ideas.
—Las cosas funcionaron para ambos durante un tiempo y todo estuvo bien. Quiero pensar que eran felices. Quiero pensar que ambos se amaban con toda el alma. —Una sonrisa triste me asalta, pero trato de continuar sin hacerle notar cuán afectada me encuentro ahora mismo—. Sin embargo, algo estaba ocurriendo. Alguien allá arriba estaba filtrando información confidencial e importante y esta estaba llegando al Supremo. No se supone que él debía enterarse. Se supone que esa información debía quedarse en el Reino del Creador y que solo la sabía el arcángel mensajero. —Siento un extraño tirón en el lazo que nos une, pero trato de ignorarlo mientras hablo acerca de lo que Daialee me explicó hace unos años—: Dicha fuga de información causó el caos más grande de la historia. Las tinieblas y el Clan Grigori estuvieron a punto de tomar la tierra. Los ángeles estuvieron a punto de perecer a manos de las criaturas de Lucifer, y los gigantes, esos seres llamados Nefilims,
estuvieron a punto de acabar con todo lo que el Creador había hecho... —Mi ceño se frunce ligeramente, mientras que trato de recordar con más exactitud qué fue lo que Daialee me dijo al respecto, pero no consigo evocarlo del todo—. Fue este arcángel, el General del Ejército de Dios, el que se encargó de poner orden una vez más. Él y su ejército derrotaron a Lucifer y a los suyos para traer paz nuevamente a la tierra.
Mis ojos se alzan una vez más, y en esta ocasión, me encuentro de lleno con la mirada atenta y oscurecida de Mikhail. Su mandíbula está tan apretada que temo que pueda destrozársela, y la tensión que hay en sus hombros es tanta que su espalda luce más ancha de lo que en realidad es.
—Todo esto —digo, al cabo de un largo momento—, tuvo consecuencias graves. El Creador buscó al responsable de la fuga de información y fue Gabrielle Arcángel la principal sospechosa. Fue, en realidad, la única sospechosa. —La boca de Mikhail se curva ligeramente en disgusto y una punzada de algo oscuro se apodera de mi pecho en un abrir y cerrar de ojos—. Así que fue condenada. Fue obligada a abandonar el Cielo por haber traicionado al Creador. Por haber filtrado información y por haber ayudado a crear el caos en el que se sumió la tierra. —Las manos de Mikhail se cierran en puños y casi puedo jurar, que puede recordarlo todo… casi—. El arcángel, por supuesto, no pudo soportarlo. No pudo tolerar la idea de que Gabrielle fuera desterrada sin haber pruebas suficientes; así que se culpó a sí mismo para salvarla. Se sacrificó para evitar que ella cayera y fue él quien fue desterrado del lugar al que pertenecía. Fue él quien cayó ante los ojos de su ejército y de su amada. Cayó siendo un traidor a los ojos de todo el mundo, puesto que nadie creyó en él. Nadie fue lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que solo trataba de proteger a la mujer que amaba.
Trago duro y parpadeo para alejar las lágrimas que tratan de acumularse en mis ojos.
—Los detalles sobre lo que pasó después son desconocidos para mí —digo—. Hasta donde tengo entendido, Lucifer acudió a él y le ofreció un lugar dentro de su Reino a cambio de lealtad. Le ofreció alas nuevas y un propósito nuevo. El arcángel, lleno de ira y frustración hacia los que alguna vez consideró como suyos, accedió. Fue cuando su transformación comenzó —digo—. Cuando el proceso de cambio entre su naturaleza luminosa y la nueva impuesta ahora empezó a surtir efecto en él; transformándolo en una criatura a medio camino entre la luz y la oscuridad. Una criatura cruel, pero capaz de ser justa. Un ser impresionante y aterrador al mismo tiempo.
El cambio que siento en el lazo es brusco, pero trato de no analizarlo de más. Trato de no prestarle atención mientras empiezo a relatarle lo que vivió conmigo.
Sin detenerme a pensarlo, le hablo acerca de su misión, del motivo por el cuál debía cuidarme, del modo en el que nuestras vidas se fueron entrelazando y la manera en la que, como una idiota, me enamoré de él. Entonces, cuando no puedo hablar más porque el nudo en mi garganta es más intenso que nada, me detengo. Dejo de hablar y permito que el peso de mis palabras caiga entre nosotros y se asiente en su cerebro.
Para ese punto, la energía angelical que llevo dentro baila y brinca a toda marcha, y el lazo que nos une está tan tenso, que temo que comience a doler como suele hacerlo cuando Mikhail lo fuerza demasiado.
—¿Y el demonio se enamoró? —La voz de Mikhail suena ronca, pastosa y profunda.
Yo asiento.
—Se enamoró de su perdición. Del caos. Se enamoró de aquello que podía matarle y se ató a la destrucción que ella siempre carga consigo. Fundió su alma a la del Sello y lazó sus vidas hasta volverlas una. Le dio la luz que llevaba dentro y la salvó del poder de sus heridas antes de marcharse. Antes de renunciar a sus recuerdos sobre ella y sobre su pasado.
—Ella conservó la parte angelical que él le dio. —La monotonía se ha marchado de la voz del demonio, pero no sé cómo interpretar la inestabilidad de su tono.
Asiento, una vez más.
—Y ahora él está atado a ella en más formas de las que quizás le gustaría —termino.
Mikhail no desvía sus ojos de los míos, así que le sostengo la mirada hasta que es él quien deja escapar un suspiro cansado y tembloroso.
—Tenemos que encontrar una manera de deshacerlo todo —dice, al cabo de un largo momento de silencio.
La manera en la que habla acerca de mí y del lazo que nos une, me hiere un poco, pero me trago el dolor que comienza a acumularse en mi cuerpo para decir:
—¿Con «deshacerlo todo» te refieres a deshacerte del lazo que te une a mí?
No sé qué esperaba. No sé qué clase de reacción quería obtener de su parte, pero definitivamente no era esta. Una parte de mí deseaba que algo se accionara en él. Una parte de mí pedía a gritos que fuese capaz de recordar algo de lo que le dije, porque, entonces, querría decir que hay esperanzas.
Que el Mikhail que yo conocí alguna vez aún no se ha ido por completo.
No puedo dejar de pensar que todo ha sido en vano y que lo único que he conseguido, es terminar de humillarme.
—Así es —dice, con determinación, pero hay algo extraño en su mirada. Hay un tinte desconocido en ella—. También tenemos que encontrar la manera de eliminar de ti esa energía angelical. Yo no puedo tenerla de vuelta. Ya no me pertenece, pero me hace vulnerable porque formó parte de mí en algún momento; así que tenemos que deshacernos de ella también.
—¿Entonces eso es todo? —La irritación tiñe mi voz—. ¿Es lo único que te importa? ¿Deshacerte de mí?
La mirada del demonio encuentra la mía una vez más, pero esta vez no soy capaz de ver ese tinte extraño que percibí hace unos momentos. No soy capaz de ver otra cosa más que dureza y frialdad en ella.
—No sé qué esperas que haga, Bess, pero tienes que entender que ya no soy quien tú conociste —dice—. No recuerdo una mierda de lo que has dicho. En este momento ni siquiera sé si puedo creer una palabra de lo que dijiste. Si lo que pretendías al hablarme de todo esto era hacerme recordar, no ha funcionado. Y, aunque así hubiese ocurrido, ¿de qué habría servido? Las cosas son diferentes ahora. Soy un demonio completo. Los demonios no somos capaces de sentir amor. —La determinación con la que habla solo termina por romperme otro poco—. Y, ¿lo que pasó en el baño?, eso solo fue un arranque. Un desliz provocado por la lujuria. No siento nada por ti. —Suelta, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa—. Te veo y no despiertas absolutamente nada más que el persistente deseo carnal de meterme en tu cama. —Se encoge de hombros—. Y ni siquiera puedo decirte que lo siento, porque no lo hago. No lo siento en lo absoluto. No me remuerde ni siquiera un poco el hecho de que no puedo recordarte. No quiero hacerlo.
—¿Qué?
—Lo que escuchas. —Se pone de pie y se aleja sacudiendo la cabeza—. Si lo que has dicho es verdad, lo mejor que pudo haberme pasado es haberte olvidado por completo. No necesito debilidades. No necesito todo eso que tú o Gabrielle Arcángel representan. El tipo al que describes era un completo imbécil y yo no quiero ser él una vez más. Me gusta lo que soy. Me gusta el poder que tengo. No voy a renunciar a él por absolutamente nadie. Voy a ser el Supremo del Inframundo y ni tú ni nadie va a interponerse entre mi objetivo y yo.
No quiero llorar. No quiero romperme una vez más delante de él, pero el nudo que siento en la garganta es tan intenso que temo no poder controlarlo.
—Llévame a casa —suplico, con un hilo de voz.
—No.
—Mikhail, por favor, llévame a casa. —Sé que sueno patética, pero no quiero seguir escuchándole. No quiero seguir cerca de él porque me lastima. Me hiere ver en lo que se ha convertido.
—Voy a volver a cazarte una vez que averigüe cómo romper el lazo que te une a mí. No tiene caso que te lleve de vuelta con las brujas —dice—. Vas a quedarte aquí hasta que encuentre el modo de deshacerme de ti y se acabó.
En ese momento, comienza a avanzar en dirección a la salida.
Ni siquiera me molesto en mirarlo. Ni siquiera me molesto en decir nada más porque sé que no voy a poder convencerlo de nada. Me siento tan derrotada. Tan destrozada…
El sonido de sus pasos se detiene de manera abrupta y, por acto reflejo, miro por encima del hombro para toparme con la vista de su cuerpo detenido delante del umbral de la puerta.
—Come algo. Es una orden —dice y, luego, desaparece por el pasillo.