Stigmata

Stigmata


Capítulo 13

Página 14 de 37

He pasado exactamente ocho días atrapada en este lugar y estoy volviéndome loca.

No estoy encerrada en una habitación. Tampoco tengo prohibido deambular por la enorme cabaña en la que me encuentro, pero Mikhail ha mantenido todas las salidas al exterior selladas en su totalidad. No hay ventana alguna que pueda ser abierta, ni puerta que pueda ser utilizada como medio de escape.

Soy una prisionera a la que se le trata muy bien, y que ni siquiera es merecedora de una mirada por parte de su captor.

El demonio que me mantiene cautiva no habla conmigo para nada. Ni siquiera se molesta en mirarme a la cara cuando entra a la habitación —lo cual no sucede a menudo—. Es como si fuese una especie de autómata. Un ser creado con la única finalidad de mantenerme en buenas condiciones mientras espera por otro comando para ser ejecutado.

Los primeros cuatro días de mi estadía en este lugar, fueron un poco más llevaderos que los últimos. Durante ese tiempo, lo único que hacía era descansar estómago abajo sobre la cama de la habitación principal, y comer lo que Mikhail me traía; pero, desde que soy capaz de moverme con mayor libertad, se han acabado las atenciones.

Ahora la comida, la ropa y los productos de higiene personal son depositados junto a la puerta de la habitación en la que me hospedo.

Desde el instante en el que tuve oportunidad de no pasar la mayor parte del día acostada sobre mi estómago, o sentada con la espalda erguida sobre el sillón que he mantenido direccionado hacia la ventana, Mikhail se convirtió en un fantasma. Sus constantes visitas para alimentarme se han esfumado y ahora es como si estuviese todo el tiempo sola en este lugar. Como si la cabaña entera me perteneciera.

A pesar de todo esto y de las libertades que el demonio me permite, no he intentado escapar. No aún.

He merodeado por toda la casa en busca de algún espacio que no haya sido sellado por él, pero no he tenido éxito. A pesar de eso, no me desanimo. Voy a salir de aquí a como dé lugar; pero, para eso tengo que estar fuerte y, para conseguir esa fortaleza, debo recuperarme lo más que pueda. Debo alimentarme bien y descansar lo suficiente.

No he dejado de lavar las heridas de mis muñecas y de mi espalda en todo el tiempo que llevo aquí atrapada. Es un poco más difícil hacerme cargo de los surcos de los nuevos Estigmas, pero no es imposible. Me he encargado de lavar minuciosamente cada una de las llagas con un estropajo para la espalda y, por si eso no fuera suficiente, conseguí que Mikhail untara ungüento en todas ellas durante los cuatro primeros días en los que estuvo atendiéndome y velando por mí.

No sé qué clase de pomada ha sido la que el demonio ha traído, pero me ha servido muchísimo. Las heridas ya dejaron de doler y, por lo tanto, soy capaz de moverme con más libertad que antes; cosa que ha mejorado mi humor considerablemente.

No puedo decir lo mismo acerca de la debilidad de mis manos. Las heridas se abrieron tanto esta vez, que las siento entumecidas todo el tiempo. Se siente como si en cualquier momento fuesen a caerse. Como si nunca fuese a recuperar del todo la movilidad de las extremidades.

Trato de no pensar demasiado en eso, pero la insidiosa idea no me ha abandonado ni un segundo desde hace días. Es bastante fácil crearse mil escenarios catastróficos cuando se está encerrada las veinticuatro horas del día dentro de una casa que conoces como la palma de tu mano.

El sonido de los pasos de Mikhail en el pasillo me hace saber que está acercándose a la habitación y sé, gracias a la penumbra en la que se ha sumido la estancia, que viene a traerme la cena. Sé, también, que no va a molestarse en entrar.

Va a llamar a la puerta y a marcharse para que, en el momento en el que salga, lo único que pueda encontrar sean los alimentos que ha elegido para esa noche. Justo como lo ha hecho los últimos días.

El ruido que hacen sus nudillos contra la madera de la puerta lo invade todo y me quedo quieta, con la mirada fija en la entrada, a la espera de su siguiente movimiento. Sé que no va a entrar —nunca lo hace—, pero no puedo evitar quedarme inmóvil hasta que lo escucho marcharse.

Una vez que estoy segura de que no está cerca, abro la puerta y tomo la bolsa de comida caliente que ha dejado en la entrada.

Me ha traído una hamburguesa de McDonald’s.

Estoy harta de la comida de McDonald’s.

Una mueca de disgusto es esbozada por mis facciones, pero engullo todo lo que trajo de cualquier modo. Una vez que he terminado, tiro la bolsa de papel que la contenía y me lavo los dientes solo para matar algo de tiempo. Mikhail no debe tardar en encerrarse.

Siempre, luego de dejarme la cena, se introduce en una de las habitaciones del piso superior y no sale de ahí hasta que la mañana llega de nuevo. No tengo idea de qué es lo que hace cuando desaparece dentro de ese lugar, pero no estoy segura de querer averiguarlo. La energía densa y pesada que se apodera de todo el piso superior cuando está allí es tan aterradora, que prefiero no descubrir qué demonios hace allí cuando cae la noche.

Cuando el sol termina de ocultarse —y después de permanecer cerca de media hora con una oreja pegada contra la madera de la puerta intentando escuchar los movimientos del demonio—, retiro el pestillo de la entrada. El rechinar de las bisagras de la puerta me hace reprimir una maldición, pero el sonido no impide que me atreva a asomar la cabeza en dirección al corredor.

Mi vista recorre el pasillo en penumbra y, a pesar de que sé que no va a salir de su lugar de reposo hasta mañana, el corazón me martillea con violencia debido a la adrenalina acumulada. No puedo dejar de pensar que en cualquier momento va a salir a intentar impedirme que abandone las cuatro paredes de la estancia en la que paso la mayor parte del día.

Me toma un largo rato de intenso escrutinio armarme de valor para abandonar la recámara; pero, cuando lo hago, no me detengo hasta que bajo las escaleras que dan al piso inferior.

A pesar de que sé que Mikhail no va a aparecer, avanzo con el mayor sigilo posible. No puedo evitar ser cautelosa y cuidadosa.

Sé que puede percibirme. Sé que se da cuenta de mis paseos nocturnos por toda la casa y también sé que nunca ha hecho nada para impedir que los dé. De hecho, ni siquiera se ha molestado en averiguar qué hago mientras recorro cada rincón de la casa.

Debo admitir que eso me perturba y me irrita un poco. Se siente como si estuviese dando por sentado que me di por vencida. Como si estuviese seguro de que no voy a intentar escapar en ningún momento.

El suelo, a pesar de ser de madera, se siente helado y me acalambra los dedos de los pies mientras camino. Con todo y eso, no me detengo. No dejo de moverme porque anoche estuve a punto de lograr desmontar una vieja y pequeña portezuela del sótano que —estoy casi segura— da hacia el bosque.

La iluminación natural que se cuela entre los tablones de madera, así como las escaleras ascendentes que terminan justo donde la puerta empieza, me hacen sospechar que es una entrada exterior al sótano de la cabaña.

Así pues, sin perder el tiempo, cruzo la inmensa sala del lugar y me encamino por el único pasillo de la planta inferior. Al llegar al fondo de él, me topo directamente con las escaleras que dan al sótano, así que avanzo con mucho cuidado para introducirme en la oscurecida estancia debajo de la casa de campo.

Es justo en ese momento, cuando tengo que hacer uso del encendedor que robé de la cocina hace unos días.

Apenas puedo ver más allá de mis narices, pero he recorrido este lugar tantas veces, que no me supone un reto llegar a mi destino.

Una vez ahí, es un poco más fácil maniobrar con el cuchillo de cubierto que tomé de la cocina hace unas noches, ya que un poco de luz de luna se cuela entre las tablas de la improvisada puerta por la que pretendo escapar.

Una bocanada de vaho brota de mis labios cuando un escalofrío helado me recorre la espina, pero trato de concentrarme un poco más en lo que vine a hacer y menos en el frío que me aqueja.

Trato, así, de enfocar toda mi atención en las bisagras viejas y oxidadas que voy a tratar de desatornillar una vez más. La última vez, solo conseguí remover un par de pernos con un tenedor que terminé rompiendo después de mucho forzarlo; pero no los suficientes como para quitar la portezuela.

Mi corazón no ha dejado de golpear con fuerza, pero eso no me amedrenta ni un poco. No dejo que lo haga.

No sé por qué me siento tan nerviosa. No entiendo qué diablos es lo que me tiene así de ansiosa, pero trato de ignorar el ligero temblor de mis manos cuando coloco el cuchillo en posición.

Luego, lenta y metódicamente, trato de girar uno de los viejos tornillos sin éxito alguno.

Lo intento una vez más y luego otra.

La inmovilidad de los pernos es lo único que me recibe.

En ese instante, la verdad se me asienta sobre los huesos y la frustración se abre paso en mi torrente sanguíneo. Voy a necesitar encontrar otro artefacto. El cuchillo no va a funcionar.

Un resoplido cargado de irritación se me escapa después de que vuelvo a intentar deshacer la presión de los remaches de metal, y aprieto los dientes con fuerza. La desesperación, aunada a la insoportable ansiedad que ha comenzado a hacer estragos en mí, me hace querer gritar; pero, en su lugar, me limito a apretar los párpados y morderme la punta de la lengua.

No sé cuánto tiempo paso tratando de deshacerme de los tornillos antes de darme cuenta de que todos mis esfuerzos son inútiles. Cuando lo hago, una oleada de enojo me recorre de pies a cabeza.

Presiono las palmas contra mi frente e inhalo profundo.

La falta de aliento, así como el latir desbocado de mi corazón y el temblor en las extremidades, me hace saber que estoy a punto de perder la compostura. Se siente como si pudiese gritar en cualquier momento. Como si pudiese ponerme a lanzar cosas por toda la habitación para aminorar la sensación de ira que me invade.

El encierro está cobrándome la factura. Está volviéndome loca…

Sé que debo tranquilizarme, pero no puedo hacerlo. No puedo hacer nada más que ahogarme en este mar de impotencia que no ha dejado de arrastrarme de un lado a otro desde que llegué a este lugar.

Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con lentitud.

«Piensa, Bess. Piensa», digo para mis adentros. «No te agobies de esta manera. Busca soluciones. Busca alternativas…».

Inhalo y exhalo una vez más, al tiempo que trato de contener la ansiedad que me recorre el cuerpo.

Trato, desesperadamente, de pensar en qué puedo hacer ahora que he destrozado el tenedor con el que había comenzado la tarea de desmontar la puerta. Ahora que me he dado cuenta de que el maldito cuchillo que conseguí no sirve para nada.

Cientos de escenarios fatalistas vienen a mi mente, y la horrible sensación de desasosiego que no me ha dejado tranquila desde que estoy encerrada comienza a intensificarse. La impotencia me provoca un agujero en el estómago y la desesperación no hace nada por mis nervios alterados.

Niego con la cabeza.

Necesito dejar de torturarme. Necesito calmarme para poder pensar claro, pero ahora mismo sé que no voy a conseguirlo. Sé que no voy a lograr deshacerme de la sensación de derrota que se ha metido debajo de mi piel.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que salga de ese estado nervioso cargado de enojo y frustración. Tampoco sé cuánto tiempo me he quedado aquí, quieta, sin mover un solo músculo a pesar de que deseo largarme y encerrarme en mi habitación hasta que Mikhail se haga cargo de mí y termine con todo esto.

Un suspiro entrecortado se me escapa y me repito una vez más que debo dejar de hacerme esto a mí misma.

Entonces, una vez que he logrado poner un poco de orden en mis pensamientos, giro el cuello en círculos suaves y escondo el pequeño cuchillo. No puedo descartarlo del todo. Algo se me tiene que ocurrir. Algo voy a poder hacer con él para salir de este lugar. No voy a darme por vencida así de fácil. No cuando estoy tan cerca.

Giro sobre los talones y avanzo un par de pasos en dirección al piso superior de la cabaña, cuando sucede.

Un tirón violento y doloroso en el lazo que me une a Mikhail hace que me encoja y me estremezca.

La sensación es tan repentina y brutal, que me quedo sin aliento durante unos instantes.

Otro retortijón me golpea y las piernas me flaquean hasta dejarme de rodillas en el suelo. La fuerza de los movimientos en el lazo es tan abrumadora, que me quedo quieta durante unos segundos antes de intentar ponerme de pie.

La cuerda invisible que me une al demonio está tan tensa, que se siente como si estuviese a punto de arrastrarme físicamente por toda la estancia. Como si de verdad tuviese la fuerza para hacerlo.

«¿Qué diablos?».

Algo dentro de mi pecho aletea y se estruja con violencia y sé, de inmediato, que algo no va bien.

El pánico comienza a hacerse presente.

«¿Habrá notado mi ausencia en la habitación? ¿Se habrá dado cuenta de lo que trato de hacer?».

El miedo incrementa otro poco y la ansiedad que había logrado contener hace unos instantes regresa.

«No, no, no, no. Por favor, no», repito sin cesar una y otra vez, pero no puedo arrancarme la sensación de que algo horrible está ocurriendo allá arriba.

Sin saber muy bien qué hacer, avanzo a toda velocidad por la estancia y, en el proceso, golpeo unas cuantas cajas que se interponen en el camino. El sonido estrepitoso y sordo de lo que acabo de tirar es tan fuerte, que maldigo en voz alta mientras me echo a correr escaleras arriba para llegar al primer piso de la cabaña.

No me molesto en ser silenciosa en lo absoluto. Sé que no tiene caso hacerlo. Él sabe que no estoy en la habitación. Sabe que estoy tramando algo.

Estoy aterrorizada. El golpeteo intenso del pulso contra mis orejas es solo un recordatorio de cuán alterada me encuentro y, a pesar de todo eso, no puedo dejar de intentar idear una mentira que explique el motivo de mis paseos nocturnos.

Mis pies descalzos golpean la duela mientras corro en dirección a la sala de la cabaña y, por un momento, se siente como si pudiese gritar de la frustración.

No puedo creer cuán asustada me siento. No puedo creer que, quien alguna vez me inspiró tanta protección, ahora sea capaz de ponerme los nervios de punta con solo un movimiento brusco en el lazo que comparto con él.

Un estallido irrumpe en la estancia y es tan violento que me detengo en seco y me encojo sobre mí misma ligeramente. Una oleada densa de energía oscura y pesada se apodera de todo el lugar casi al instante y, de pronto, otro sonido estridente resuena en el piso superior.

Se hace el silencio.

El cuerpo me zumba debido al nerviosismo y la ansiedad, pero no me muevo ni un milímetro. No hago nada para averiguar qué diablos está ocurriendo allá arriba. Ni siquiera me atrevo a respirar como se debe.

La quietud lo invade todo.

Mi pecho se contrae con la fuerza de la sensación dolorosa y visceral que me estruja por dentro, y un mal presentimiento comienza a meterse debajo de mi piel. A pesar de eso, no me muevo de donde me encuentro. No hago otra cosa más que agudizar el oído para percibir cualquier clase de movimiento en la segunda planta.

Llegados a este punto, lo único que soy capaz de percibir, es el sonido de mi respiración entrecortada.

La confusión, el miedo y la ansiedad se mezclan y corren a través de mis venas a toda marcha, pero no logro conectar los puntos. No logro averiguar qué diablos está pasando aquí y por qué, de un momento a otro, todo se llenó de tanta oscuridad.

Estoy a punto de avanzar. Estoy a punto de dar un paso en dirección a las escaleras de la estancia, cuando el estremecimiento de la tierra debajo de mis pies lo invade todo.

Luego, viene el golpe de energía arrebatada y enfurecida que ahoga el lugar. Entonces, llega el gruñido salvaje y estridente que resuena en toda la cabaña.

Todos y cada uno de los vellos del cuerpo se me erizan y doy un paso hacia atrás en un acto reflejo.

—¿Qué diablos…? —Ni siquiera logro terminar de hablar. Solo puedo escuchar el crujir de la madera en el piso superior, y ver cómo una nube densa y oscura desciende por las escaleras.

Un escalofrío de puro terror me recorre la espina, pero no me muevo. Lo único que hago, es mirar cómo la neblina se distribuye en todo el lugar.

Sin más, otro golpe violento resuena.

Un movimiento brusco en el lazo se hace presente y sé, de inmediato, que Mikhail está demasiado cerca. Sé, sin siquiera tenerlo dentro de mi campo de visión, que está aquí, en la misma habitación que yo.

Una ráfaga de viento proveniente del interior de la casa hace que el cabello me azote la cara. La onda expansiva que esta provoca, hace estallar los vidrios que decoran todo el lugar.

Un grito ahogado me abandona debido a la impresión y me cubro la cabeza, a pesar de que no estoy cerca de nada que pudiese ser una amenaza potencial.

El horror se instala en mis huesos y hace que me estremezca entera. Entonces, la energía oscura se apodera de cada uno de los rincones de la habitación y poso mi atención en la figura que casi toca el techo, y que emana ese poder aterrador y abrumador que no hace más que sofocarme.

—¿Mikhail?

—La voz me sale en un susurro tembloroso, pero él ni siquiera me mira. Solo se mantiene ahí, suspendido en el aire, con sus inmensas alas negras batiéndose con suavidad, el torso completamente desnudo y la cabeza gacha.

Un nudo de nerviosismo y miedo se instala en la boca de mi estómago y, por acto reflejo, doy un paso lejos.

El demonio no parece inmutarse. Ni siquiera parece darse cuenta de mi presencia, ya que su cuerpo se encuentra direccionado hacia la salida.

«¿Qué está pasando?».

Entonces, sin decir una sola palabra, emprende el vuelo.

La fuerza de su imponente cuerpo, aunada a la velocidad con la que sale disparado, hace que la estructura de metal del ventanal de la sala se destroce por completo y, sin más, la energía oscura que venía arrastrando consigo se desvanece tras él.

No me muevo. Ni siquiera me atrevo a respirar con fuerza porque no comprendo qué diablos acaba de suceder.

Niego con la cabeza, confundida y aturdida.

«¿Qué fue eso? ¿Qué pasó? ¿Qué hizo que Mikhail se fuera de aquí de esa manera?».

Las preguntas se arremolinan en mi cabeza a una velocidad vertiginosa, pero ahora mismo trato de no ponerles demasiada atención. No cuando mi subconsciente ha caído en la cuenta de que Mikhail se ha marchado y me ha dejado una clara vía de escape.

Acto seguido, y como si mi cuerpo hubiese sido estimulado por una descarga eléctrica, me echo a correr escaleras arriba.

Una vez ahí, me enfundo en una de las sudaderas que Mikhail trajo para mí en el primer día y, sin importarme el hecho de estar descalza y de no tener ni un solo par de zapatos conmigo, salgo disparada hacia el piso inferior.

Al llegar a la planta baja y acercarme al campo minado que ahora es el suelo cercano a las ventanas, empiezo a caminar sobre las puntas de mis pies.

No me importan los pequeños trozos que me hieren las plantas. Tampoco me importa la ráfaga helada de viento que se cuela desde afuera. Ahora mismo preferiría morir a manos del frío inclemente, que darle la oportunidad a Mikhail de asesinarme. No voy a dejar que él se salga con la suya.

Como puedo, paso el cuerpo por uno de los huecos creados por los vidrios rotos y tengo especial cuidado con las partes más filosas de los bordes.

En el instante en el que los pies hacen contacto con el piso lleno de nieve, me arrepiento de no llevar nada para cubrirme y maldigo en voz baja cuando el entumecimiento me llega hasta los tobillos.

El aire helado me azota la cara y tengo que apartarme el cabello con ambas manos para poder mirar algo más que hebras oscuras. De inmediato, contemplo el panorama.

Arboles altos y delgados se alzan alrededor de la cabaña y no estoy segura de hacia dónde debo correr para escapar de aquí.

Decido que debo perderme entre la vegetación del lugar; así que, sin más, me echo a correr en dirección a la arbolada.

Me duelen los pies, me arden los pulmones con cada bocanada de aire que entra en ellos y los músculos me gritan debido al esfuerzo que supone para ellos mantenerme en movimiento con este clima inclemente.

Estoy temblando de pies a cabeza. Tengo nieve en las pestañas y las articulaciones me crujen gracias al frío, pero no me detengo. No dejo de correr. No dejo de abrirme paso en el terreno desconocido porque ahora mismo es el mejor de mis planes. Es lo mejor que tengo.

Un movimiento en el lazo me hace bajar el ritmo de las zancadas. El pánico y la adrenalina se abren paso en mi sistema y miro hacia todos lados, en un desesperado intento por descubrir si Mikhail se ha dado cuenta de mi ausencia y viene detrás de mí.

No logro visualizar nada. No logro mirar otra cosa más que la blancura del terreno y las sombras provocadas por la altura de los árboles.

Sigo corriendo.

Sigo moviéndome para no dejar que la sensación de que algo muy malo está pasando ahora mismo se apodere de mí. Sigo en movimiento porque es lo único que consigue mantener a raya la sensación que tengo de estar siendo observada.

Las copas de los árboles detrás de mí se agitan con violencia y un grito de terror se construye en mi garganta. Ni siquiera sé por qué estoy así de alterada, pero lo estoy; así que no puedo evitar sentir como si estuviese a punto de ocurrir algo muy, muy malo.

La energía angelical que guardo dentro de mí se agita con incomodidad, de repente, y mi vista se alza hacia el cielo, en la búsqueda del demonio de alas de murciélago que me ha mantenido prisionera, pero no veo nada. Ahí no hay nada. Ahí…

Un golpe violento y doloroso me da de lleno en el estómago y caigo. Caigo y ruedo sobre mí misma hasta que golpeo contra uno de árboles. El dolor, el aturdimiento y la confusión se abren paso en mi interior y alzo el rostro.

En ese instante, soy capaz de verla.

Una figura oscura, amorfa y pequeña se retuerce en el suelo a pocos metros de distancia de mí, y comienza a estirarse y a encogerse al compás de los espasmos que la invaden.

El terror se construye ladrillo a ladrillo dentro de mí y trato, desesperadamente, de ponerme de pie una vez más.

Otra figura cae desde una de las copas de los árboles y golpea a pocos pies de distancia de mí antes de comenzar a moverse.

Entonces, el caos se desata.

Decenas… No…

Cientos de figuras oscuras y viscosas caen desde los árboles y empiezan a deformarse a sí mismas para unirse en una masa uniforme a mi alrededor.

El pánico y el terror se acumulan en mi pecho y me hacen imposible respirar. Me hacen imposible hacer nada más que ver cómo un millar de brazos empieza a brotar desde la masa líquida y espesa que lo cubre todo.

Me pongo de pie con lentitud.

La materia viscosa no deja de moverse y, poco a poco, comienza a transformarse en figuras humanoides alargadas y aterradoras. El horror de saber a qué me enfrento no hace más que amedrentarme al punto de desear haberme quedado en la cabaña. De querer echarme a llorar aquí mismo debido al pánico.

Estas cosas van a matarme.

Estoy acabada. Estoy perdida.

—Voy a ponértelo fácil, Bess Marshall. —La voz infantil y melodiosa que suena en todo el lugar me pone la carne de gallina—: Entrégame la parte angelical de Miguel y te dejaré en paz.

Mi vista viaja hacia todos lados, pero no logro encontrar al dueño de la voz. No logro descubrir con quién diablos estoy hablando.

—¿Quién eres? —exijo, con la voz entrecortada por el miedo.

Una risita insidiosa y aterradora lo llena todo una vez más y me estremezco por completo.

—El Supremo estará tan feliz conmigo cuando le entregue tu cuerpo hecho trizas. —La voz canturrea. El tono es tan dulce y melódico, que se siente como si estuviese escuchando hablar a un niño—. Mis amigos están ansiosos por destrozarte, ¿sabías eso?

—¡¿Quién eres?! —espeto, al tiempo que giro sobre mi eje para buscarlo entre la espesura del bosque.

—Tal vez necesitas un poco de ayuda —dice la voz y, al mismo tiempo, una de las siluetas se abalanza sobre mí para atenazarme la mitad inferior del cuerpo.

El horror me hace ahogar un grito en respuesta y un estallido de dolor hace que caiga de rodillas sobre la nieve.

—O tal vez —dice la voz—, lo que necesitas es que te lleve conmigo para que el idiota de Miguel empiece a obedecer de una maldita vez por todas.

—Tienes tres segundos para quitarle esas asquerosas cosas de encima, Amon. Lo digo en serio. —La voz de Mikhail me llena los oídos, y una mezcla de terror y alivio me recorre.

Es en ese momento, cuando la figura imponente del demonio de los ojos grises cae en el suelo, a pocos metros de donde yo me encuentro.

Su mirada está fija en mí, pero su expresión es inescrutable.

No me pasa desapercibida la postura amenazante que guarda. Tampoco lo hacen los cuernos que sobresalen entre su cabello, ni el tono grisáceo de su piel; mucho menos el tono blancuzco de su mirada, o la manera en la que sus alas se abren y se extienden de manera amenazadora.

—¿Estás aquí tan pronto? —La voz infantil responde, en medio de una risotada—. Bien. —La satisfacción llena su tono—. Supongo que esto va a ponerse interesante.

Ir a la siguiente página

Report Page