Stigmata
Capítulo 21
Página 22 de 37

—Mikhail ha preguntado por ti otra vez. —La voz de Axel hace que la cuchara repleta de cereal se detenga a centímetros de mi boca y, de pronto, me encuentro siendo incapaz de continuar comiendo. Me encuentro siendo incapaz de engullir una sola hojuela más de la delicia azucarada que hace unos instantes comía.
Alzo la vista para encontrarlo, pero mi postura no cambia. Sigo inclinada hacia adelante frente a la mesa, con la boca medio abierta en la espera de un bocado que ya no quiero que llegue.
Un nudo se me ha instalado en la boca del estómago y se siente como si pudiese devolver todo lo que ha caído en él a lo largo del día. A pesar de eso, me obligo a comerme lo que hay en la cuchara para no tener que hablar.
Siento las náuseas en la base de la garganta cuando me obligo a tragar, pero es lo único que se me ocurre hacer para postergar la respuesta que debo darle al demonio. Ese que se encuentra recargado con aire despreocupado contra el marco de la puerta de la cocina.
Una de las cejas de Axel se alza con aire inquisitivo, pero finjo demencia unos segundos más antes de limpiarme la boca con el dorso de la mano.
—Ah, ¿sí?
«¿En serio, Bess? ¿Eso es lo mejor que tienes?».
Una sonrisa irritada se dibuja en los labios del íncubo y se cruza de brazos.
—Y tú sigues evitándolo.
—No lo evito —protesto débilmente y su sonrisa se ensancha.
—Claro. —Asiente, pero el gesto que esboza a continuación se encuentra en un punto intermedio entre la irritación y la diversión—. Solo has pasado todo el día buscándote una tarea absurda o un pretexto idiota para no subir a la planta alta a ver cómo está.
Desvío la mirada, pero sé que puede ver el rubor que ha comenzado a calentarme el rostro.
—No es mi obligación velar por él —digo, al cabo de unos instantes de silencio. No quiero sonar a la defensiva, pero lo hago—. Además, no puedo subir a enfrentarlo, Axel.
—¿Por qué no?
Me quedo muda. Sin palabras, porque la sola idea de pronunciar en voz alta eso que me tortura hace que el pecho me duela. Hace que quiera hacer un agujero en la tierra y desaparecer dentro de él.
La culpa está carcomiéndome de adentro hacia afuera. El remordimiento de conciencia está acabando poco a poco conmigo y no sé cómo deshacerme de él. No sé cómo sacudirme la horrible sensación que me provoca saber que, por mi culpa, Mikhail ha perdido un ala.
Axel parece leerme la expresión, ya que sacude la cabeza en una negativa frustrada.
—Tienes que dejar de culparte por lo que pasó, Bess —dice, con aire severo—. No fue tu culpa. Solo estabas defendiéndote. Él se lo ha ganado y lo sabe. —Acorta la distancia que nos separa y se acuclilla junto a la silla donde me encuentro, de modo que tengo que girar el rostro para encararlo.
Mis ojos se sienten húmedos con lágrimas, pero no quiero llorar. No voy a hacerlo.
—Yo quería hacerle daño, Axel —digo y sueno tan temblorosa, que tengo que detenerme unos instantes antes de continuar—: En lo único en lo que podía pensar en ese momento, era en hacerle daño. En hacerle saber quién era quien iba a destruirle si se atrevía a lastimarme de nuevo… —Decirlo en voz alta duele tanto, que la voz se me quiebra mientras hablo—. Y así lo hice. Lo torturé hasta asegurarme de drenarlo casi por completo. Lo herí hasta que estuve satisfecha.
—Bess…
—¿Y sabes qué es lo peor de todo?
Se queda callado, en la espera de mi respuesta.
—Que me sentí bien cuando lo hice. Me sentí completa. Poderosa… Quería hacerle mucho daño, Axel, y lo conseguí.
La expresión del íncubo se transforma, pero no hay enojo en ella. Es más bien tristeza lo que encuentro en su gesto.
—Y aun así no tienes la culpa de nada, cariño —dice—; porque, si él no te hubiese hecho daño primero, tú jamás habrías reaccionado como lo hiciste.
Cierro los ojos.
—No entiendo cómo es que aún quiere verme —musito, en un susurro tembloroso e inestable.
—Quizás quiere decirte que te odia. —El humor oscuro en el tono de Axel me hace sonreír muy a mi pesar.
—Gracias.
—Lo digo en serio.
—Lo sé. Gracias.
Una mano cálida se coloca sobre la mía y, sin más, Axel suelta una maldición. Mis ojos se abren y la confusión se detona en mi sistema casi al instante.
—¡¿Qué no se supone que ya no ardías como el puto infierno?! —Chilla, al tiempo que se deja caer al suelo y sostiene la mano derecha en lo alto con una mueca de dolor grabada en el rostro.
Un puñado de rocas se asienta en mi estómago y me pongo de pie.
Sin siquiera responderle, me apresuro al congelador para tomar un puñado de cubos de hielo. Entonces, los coloco dentro de un paño para dárselo.
Esta vez, tengo mucho cuidado de no tocarle.
—No lo entiendo. —Sacudo la cabeza, al tiempo que doy un par de pasos lejos de él—. A Mikhail ya no le afecto en lo absoluto. Él puede tocarme. A él no le lastima.
Una retahíla de palabrotas escapa de Axel cuando cierra el puño alrededor del paño que le di, y una nueva oleada de culpabilidad me azota.
—Lo siento mucho —pronuncio, porque no sé qué otra cosa decir, y sueno tan angustiada, que yo misma me sorprendo.
—No ha sido tu culpa —dice, con los dientes apretados debido al dolor—. Fui yo quien no fue cauteloso.
—Es que no lo comprendo. —Esta vez, mi negativa es más frenética que antes—. Mikhail puede tocarme. Él no… Él… —No puedo continuar. No puedo formular oración coherente alguna.
Axel no responde nada más. Se limita a quedarse ahí, tirado en el suelo, sosteniendo un paño repleto de hielos con la mano alzada y expresión adolorida.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, por fin, el íncubo relaje el gesto incómodo del rostro, pero no hace nada por moverse de donde se encuentra. Al contrario, se mantiene ahí mientras que yo, hecha un manojo de angustia y ansiedad, lo observo desde el otro lado de la estancia. Esta vez, las ganas de llorar son tantas, que tengo que repetirme una y otra vez que no debo hacerlo.
Finalmente, y luego de muchos gimoteos, Axel se pone de pie y se deja caer sobre la silla más cercana.
Entonces, su vista se alza y encuentra la mía. Su ceño aún está fruncido, en una sombra del gesto adolorido que antes esbozaba, pero sé que lo peor ha pasado ya.
—¿Estás segura de que a Mikhail ya no lo hieres? —Cuando habla, su voz suena agitada, como la de alguien que ha corrido hasta quedarse sin aliento.
Asiento.
—Lo he tocado incontables veces sin lastimarle —aseguro—. Desde que volvió del Inframundo, puedo tocarlo sin hacerle daño.
El íncubo asiente, pero sé que su mente está corriendo a toda marcha para tratar de darle una explicación lógica a lo que acaba de suceder.
—Debe ser por el lazo —musita, al cabo de unos instantes—. El lazo que los une debe haber eliminado esa barrera energética entre ustedes. Debe haber fundido tu naturaleza celestial con la suya demoníaca. De otro modo, no encuentro lógico que puedas tocarle sin carbonizarlo vivo.
Tiene sentido. Pensar que el lazo es lo que ha hecho que podamos tocarnos tiene mucho sentido. Es lo único que ha cambiado entre nosotros desde aquella vez que se marchó —eso y el hecho de que ahora llevo conmigo su parte angelical—. No me sorprendería en lo absoluto que la cuerda invisible que me ata a este mundo sea la causante de que Mikhail ya no se haga daño cuando me pone las manos encima.
De pronto, no puedo dejar de pensar en ello. No puedo apartar de mi cabeza todo lo que habría dado hace cuatro años para poder tocarlo a mi antojo.
—Cada vez descubro más cosas respecto al lazo y, al mismo tiempo, siento que no sé nada sobre él. Se siente como si anduviera a ciegas sobre un campo minado. —Niego con la cabeza—. Estoy cansada de sentir que voy a tientas en la oscuridad, Axel. Necesito tener respuestas sobre lo que está ocurriendo o voy a volverme loca. ¿Qué otra cosa puede hacer esta unión que tengo con Mikhail? ¿Cómo es que escapó del Inframundo? ¿Por qué quiere tomar el lugar del Supremo? ¿Qué es eso a lo que El Supremo le teme tanto respecto a Mikhail que tiene que enviar a Los Siete Príncipes del Infierno para contenerlo? ¿Dónde están los ángeles ahora que todo el mundo está hecho un caos energético? —Me froto la cara con las manos, en un gesto cargado de frustración—. Porque puedes sentirlo, ¿no es así? Puedes sentir el destrozo energético.
—Bess…
—Cuando recién volvimos de la montaña en la que Mikhail me mantenía, no era capaz de percibirlo tanto como ahora, pero es evidente que el orden se ha alterado. La densidad de la energía que lo recubre todo es tanta, que casi puedo jurar que ha comenzado a afectar el comportamiento de las personas —digo. Sueno ansiosa. Desesperada—. No sé cómo carajo es que todo el mundo hace como que no lo percibe. Algo está ocurriendo y necesito saber qué es. Necesito saber qué diablos es lo que tengo que hacer para detenerlo. Para que la destrucción se acabe de una vez y para siempre.
—Bess —Axel se pone de pie de la silla con lentitud—, por más que desee darte respuestas, no puedo hacerlo. Yo tampoco tengo idea de qué está pasando. Y tampoco supe nada sobre Mikhail durante el tiempo que pasó encerrado en las Fosas del Inframundo. No sé qué es lo que El Supremo quiere ni por qué Los Príncipes están haciendo todos estos destrozos. El único que puede decirte algo al respecto, es él: Mikhail en persona. Pero tú no quieres hablar con él. No quieres enfrentarlo.
—Le tengo tanto miedo… —suelto, en un susurro torturado.
—¿A Mikhail?
Asiento.
—Le temo tanto a lo que pueda sentir por mí cuando se entere de lo que le hice. A cuánto pueda llegar a detestarme. —Mi voz suena tan ronca ahora, que no puedo reconocerla.
—Bess, él ya no es el mismo de antes —Axel pronuncia, con la voz enronquecida, y me obligo a encararlo—. El Mikhail que tú y yo conocimos ya no existe más. Esa criatura no es la que te amó. La que sacrificó todo por ti. Es solo un extraño con su cuerpo. El ser que va a odiarte no es el mismo del que te enamoraste. No puedes olvidarte de eso, ¿me oyes? Si lo olvidas, vas a despedazarte a ti misma. Ya has empezado a hacerlo.
Me muerdo la parte interna de la mejilla y parpadeo varias veces para alejar las lágrimas acumuladas en mis ojos.
—Lo echo tanto de menos —me sincero, con la voz entrecortada por las emociones.
—Lo sé. —Asiente—. Pero no va a regresar, Bess. Es tiempo de que lo aceptes.
Bajo la mirada al suelo y me veo los pies descalzos.
La sensación de pérdida se arraiga otro poco dentro de mí, pero sé que Axel tiene razón. Sé que no puedo pasarme la vida lamentándome por alguien que ya no existe más. Por más que me duela aceptarlo, debo reconocer que el Mikhail del que yo me enamoré jamás habría intentado lastimarme. Jamás me habría puesto una mano encima con la intención de hacerme daño.
El demonio que se encuentra en el piso superior no es más que la carcasa de alguien más. Es la coraza vacía del guerrero que se sacrificó por mí.
Miguel Arcángel —mi Mikhail— murió la noche en la que Los Creadores del Infierno se lo llevaron a él y a Rafael. La noche en la que me dijo que me amaba para luego entregarse para salvarme. Mikhail, el demonio del piso superior, no es otra cosa más que eso: un demonio. Un demonio que trata de asesinarme a toda costa. Un demonio que tiene las respuestas que necesito para entenderlo todo.
Muy a mi pesar, es la única criatura viva que puede decirme lo que necesito saber. Es el único capaz de aclarar la bruma que ha ido envolviéndolo todo hasta dejarnos a ciegas.
—Voy a hablar con él —digo, al cabo de un largo rato en absoluto silencio—. Necesito saber, de una vez por todas, qué es lo que está pasando.
Alzo la vista.
Axel me mira fijo, con expresión dubitativa.
—¿Estás segura de que estás lista para la verdad?
—No, pero tengo que saberla —digo, y un suspiro se me escapa—. Es tiempo y hora de acabar con todo. No voy a quedarme aquí sentada a esperar a que algo horrible suceda. Necesito saber en qué carajo estamos metidos esta vez.
—¿Quieres que te acompañe?
—No. —Sueno más segura de lo que espero—. Es algo que necesito hacer sola.
Asiente, pero no luce muy convencido.
No dejes que su aspecto te confunda —dice, con gesto preocupado—. Él ya no es nuestro Mikhail. No lo olvides.

Llevo alrededor de quince minutos de pie frente a la puerta de mi habitación.
Quince minutos tratando de armarme de valor para entrar y enfrentar al demonio de los ojos grises que descansa del otro lado; sin embargo, no lo he conseguido. Estoy tan aterrorizada, que estoy planteándome muy seriamente la posibilidad de olvidarme de todo este sinsentido y refugiarme en la habitación de Daialee hasta que la tormenta acabe. Hasta que los Príncipes del Infierno o el mismísimo Lucifer encuentren a Mikhail y se desate el caos de una vez por todas.
«¡Vamos, Bess!», me reprimo. «¡No puedes evitarlo más! ¡Entra ahí de una maldita vez y habla con él!».
Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda.
Trato, desesperadamente, de disminuir la ansiedad y el nerviosismo que se han vuelto parte de mí las últimas semanas, pero no lo consigo. Ni siquiera consigo hacer que el nudo en mi estómago se deshaga por completo, o que las ganas de echarme a correr escaleras abajo se disipen.
Estoy estancada aquí, frente a la puerta de la habitación, preguntándome por milésima vez cuándo seré capaz de dejar la cobardía de lado y enfrentarme a todo esto de una vez por todas. Estoy aquí, de pie en un pasillo solitario, sintiéndome más estúpida y aterrorizada que nunca.
«Quizás no tengas que enfrentarlo todo al mismo tiempo», me aliento. «Solo necesitas dar un paso. Solo uno por hoy. El resto los darás poco a poco. Solo uno, Bess».
Tomo un par de inspiraciones más.
«No seas cobarde. Nada malo va a ocurrirte. Puedes defenderte de él y de quien sea. Eres Bess Marshall, un Sello Apocalíptico. Eres Bess Marshall, la chica que volvió a la vida atada al demonio más poderoso del Inframundo, y que ahora lleva consigo una parte muy importante del mismísimo Arcángel Miguel. Eres Bess Marshall: la única criatura viva que es capaz de desatar el fin del mundo como lo conocemos. Deja de actuar como si fueses una damisela en apuros y acaba con todo esto de una buena vez».
Abro los ojos con lentitud.
Esta vez, cuando clavo la mirada en la puerta de madera que se alza delante de mí, me siento un poco más en control de mí misma. Un poco menos asustada y un poco más resuelta; así que, aprovechándome de ese destello de tranquilidad que me ha embargado gracias a mi discurso de automotivación, coloco la mano sobre la perilla.
El corazón me ruge contra las costillas, pero no dejo que las reacciones involuntarias del cuerpo me dobleguen. No dejo que la falta de aliento y el temblor de mis manos me impidan que gire el pomo de la puerta para luego empujarla poco a poco.
No me lo pienso demasiado cuando doy un paso tras otro para adentrarme en la estancia. Tampoco lo hago cuando cierro la madera detrás de mí y me giro sobre mis talones para encarar al chico de aspecto aturdido y demacrado que me mira a pocos pasos de distancia.
Está en una posición casi sentada, de modo que ambos somos capaces de tener un vistazo del otro.
Mi pulso se acelera otro poco.
Mirada penetrante, ceño fruncido, mandíbula apretada, gesto confundido y aturdido… Todo me recibe y me abruma hasta el punto de dejarme sin saber qué decir o qué hacer. Me paraliza hasta dejarme sin poder hacer otra cosa más que mirar la figura del demonio que se encuentra delante de mí.
Mikhail me observa fijamente, pero no dice nada. No hace otra cosa más que observarme de pies a cabeza con lentitud. Mi cuerpo entero se tensa en respuesta a su escrutinio, así que me cruzo de brazos, en un débil intento de aminorar la sensación de desnudez que me provoca la forma en la que barre la vista por mi cuerpo.
Sus ojos lucen tan hambrientos y oscuros ahora mismo, que se siente como si estuviesen observándome hasta el alma. Como si tuviesen la capacidad de deshacerse de todo lo que cubre mi esencia para luego escudriñarla a su antojo.
Su mirada me barre de pies a cabeza una vez más y no me pasa desapercibida la forma en la que su manzana de Adán se mueve cuando traga saliva.
Su escrutinio se detiene unos instantes más en las marcas que me hizo en la cara durante su último ataque, para luego detenerse en mis ojos. Para ese momento, su expresión se ha suavizado un poco.
—¿Qué le pasó a tu cara? —Su voz suena ronca por la falta de uso, pero no deja de ponerme la piel de gallina.
—Un demonio moribundo intentó asesinarme. —Le agradezco a mí voz por no fallarme y sonar tranquila mientras hablo.
Sus ojos se oscurecen con mi comentario y sé que no hace falta decir más. Sé
que sabe que ha sido él quien me ha dejado la piel de la barbilla en carne viva.
—¿Por eso no has venido en todo el día?
Su pregunta me saca de balance, así que inclino la cabeza, en un gesto confundido. Él parece notarlo, ya que hace un gesto de cabeza hacia mí.
—Por lo que te hice, quiero decir —dice. No me atrevo a apostar, pero creo haber percibido algo de arrepentimiento en su tono—. ¿Por eso no habías venido?
No digo nada. Me limito a bajar la vista a mis pies aún descalzos. No sé qué es lo que quiere que responda, pero, en definitiva, aún no estoy lista para decirle el motivo real de mi ausencia. No estoy preparada para hacerle frente a su odio y resentimiento.
—Lo siento.
Mi atención se vuelca a toda velocidad hacia él cuando pronuncia esas palabras y la confusión regresa.
«¿Cómo carajo es que está pidiéndome disculpas cuando se supone que debería estar furioso conmigo? ¿A qué está jugando? ¿Qué es lo que pretende?».
—No fue nada —digo, porque es cierto. Las heridas fueron meramente superficiales—. Ni siquiera me duele.
—No lo digo solo por eso —dice, al tiempo que clava su vista en la mía—. Hablo también de lo que ocurrió en las montañas. No debí comportarme como lo hice. —Posa la vista en sus manos y noto cómo aprieta los puños sobre su regazo—. Lo siento…
En ese instante, el desconcierto termina de apoderarse de mí.
—¿Qué diablos estás haciendo? —Le interrumpo antes de que, siquiera, pueda terminar su oración. Sueno más brusca de lo que pretendo—. ¿A qué estás jugando? ¿Qué es lo que pretendes con todo esto? —Niego, sin comprender qué es lo que está pasándole por la cabeza. No se supone que deba estar pidiéndome disculpas. No cuando le arranqué un ala. No cuando fui capaz de casi asesinarlo en esas montañas—. ¿Esta es una trampa? ¿Pretendes ganarte mi confianza para luego apuñalarme por la espalda?
Es su turno de lucir confundido.
—Por supuesto que no —dice—. ¿Por qué habría de tenderte una trampa?
—Mikhail, te arranqué un ala. —Sueno al borde de la histeria—. Te herí al grado de estar a punto de perder una maldita ala. ¿Cómo carajo pretendes que crea que no estás furioso conmigo por eso? ¿Qué es lo que estás tramando? ¿Cómo planeas vengarte?
—¿De qué hablas? —Genuino aturdimiento se apodera de su expresión—. Cielo, tú no me arrancaste el ala.
—¡Por supuesto que lo hice!
—¡Por supuesto que no! —La preocupación se mezcla con la confusión en su mirada—. Fue Amon quien me hirió de ese modo. Fue Amon quien nos atacó mientras volábamos de vuelta a la cabaña, ¿lo recuerdas?...
—¿Qué?...
—Fue después de que me atacaste por perder los estribos e intentaste huir. —Habla como si tratase de hacerme recordar, pero nada viene a mí. Él parece notarlo, ya que explica a detalle—: Estabas congelándote, por eso te detuve, te tomé en brazos y te llevé a cuestas mientras volaba para esquivar la tormenta de nieve. —Hace una pausa, con la esperanza de que yo diga algo, pero estoy demasiado ocupada tratando de recordar—. En el trayecto fuimos atacados por Amon y por las odiosas criaturas que ahora están a su servicio. Fueron ellas quienes casi me arrancaron el ala. Fue por eso que caímos. Tú primero, y luego yo. Traté de protegerte del impacto y apenas lo conseguí… ¿Lo recuerdas?
Poco a poco, conforme habla, soy capaz de llenar los espacios con recuerdos vagos.
Recuerdo el vuelo. Recuerdo el vértigo, sus ojos angustiados, las manchas negras en el cielo. Recuerdo unos brazos envolviéndose alrededor de mi cuerpo antes de estrellar contra la nieve, pero no recuerdo a Amon. Tampoco recuerdo a Los Creadores del Infierno atacándonos. Estaba demasiado inconsciente y aturdida.
Una nueva sensación se abre paso dentro de mi pecho y es tan poderosa, que apenas me permite respirar. Apenas me permite hacer otra cosa que no sea intentar encajar los retazos de recuerdos con su relato.
—¿Lo dices en serio? —Mi voz tiembla tanto, que suena como si estuviese a punto de echarme a llorar —en realidad, estoy a punto de echarme a llorar.
Mikhail asiente, con gesto exasperado.
—¿Creíste que habías sido tú?
Ni siquiera puedo responderle.
No puedo hacer otra cosa más que cubrirme la boca con las manos y respirar como si estuviese a punto de tener un ataque de asma.
Estoy tratando con todas mis fuerzas, de no echarme a llorar ahora mismo, así que me quedo aquí, quieta, mientras permito que sus palabras se asienten en mi pecho y me reconforten como nunca nada lo ha hecho. Mientras saboreo el hecho de saber que no he sido yo quien le ha destrozado la vida.
—¿Bess?... —Mi nombre en sus labios me lleva al borde de mis cabales y un temblor incontrolable comienza a apoderarse de mis manos.
Mi cuerpo entero reacciona ante el tono amable con el que me habla y, sin que pueda hacer nada para detenerlo, un nudo se me instala en la garganta.
—¿Estás bien?
Niego con la cabeza.
—¿Qué ocurre? —La angustia en su tono es tanta que me lastima. Que me hiere y abre heridas antiguas que no creí que aún existieran—.
Bess. Cielo. No llores, por favor.
Entonces, lo pierdo.
Lágrimas calientes y pesadas se deslizan por mis mejillas en un torrente incontenible. Sollozos lastimosos se me escapan entre respiraciones entrecortadas, pero no puedo detenerme. No quiero hacerlo.
Me siento tan aliviada ahora mismo, que solo quiero llorar hasta librarme de toda esta culpa que no me deja vivir tranquila.
Todo dentro de mí es un manojo de ansiedad y nervios acumulados. Un caos de sentimientos y sensaciones que amenaza con despedazarme si no le pongo un orden; sin embargo, ahora mismo lo único que puedo hacer es sollozar e hipar como una idiota, mientras Mikhail me mira con gesto horrorizado y aterrorizado.
Trato, desesperadamente, de detenerme, así que me cubro el rostro con las manos para tratar de deshacerme de las lágrimas que me bañan la cara.
Mis dedos no se dan abasto y, por más que trato de limpiarme las lágrimas, no consigo hacer que se detengan.
Soy patética. Soy una idiota. Soy…
Dedos largos, firmes y cálidos se envuelven alrededor de mis muñecas con suavidad para apartarlas lejos de mi rostro, y el corazón me da un vuelco furioso.
En ese momento, mi mirada, empañada por la humedad, se encuentra de lleno con la grisácea y penetrante de Mikhail.
Está cerca. Demasiado cerca.
—No llores. —Su voz es tan baja y tan profunda, que apenas puedo escucharla. Apenas me atrevo a asegurar que dijo algo.
La calidez de su tacto, aunada al terciopelo en su voz y el aroma fresco que despide su piel, me llenan de una emoción poderosa y antigua. Una emoción que hacía mucho tiempo creía olvidada.
Mi vista se clava en la suya, pero no logro procesar del todo lo que está pasando. Me siento aturdida, abrumada y aletargada. No sé qué demonios está sucediendo, pero tengo tanto miedo de que todo esto sea producto de mi imaginación, que ni siquiera me atrevo a parpadear. Ni siquiera me atrevo a respirar como se debe.
—¿Qué estás haciendo? —Sueno tan inestable, que ni siquiera yo misma logro entender del todo lo que he dicho.
El temblor de mis extremidades ni siquiera es capaz de asemejar el ritmo descontrolado y desbocado que marca mi corazón y le odio. Le odio por provocar esto en mí. Por ser capaz de desestabilizarme de esta manera solo con su cercanía.
—Te recuerdo —susurra, y suena tan angustiado y aterrorizado que mi corazón se detiene una fracción de segundo.
—¿Qué?
Niega con la cabeza, al tiempo que aprieta su agarre en mis muñecas, de modo que soy plenamente consciente de la forma en el que me toca. De la manera en el que su tacto me habla sobre la urgencia que siente y que no se atreve a externar.
Un centenar de emociones colisionan dentro de mí y amenazan con acabar conmigo. Un millar de sensaciones más se desliza por mi torrente sanguíneo hasta hacerme incapaz de describir con palabras cada una de ellas.
Los oídos me zumban, el pulso me golpea con violencia contra todas las terminaciones nerviosas, el cuerpo entero me tiembla, las rodillas me fallan y los pulmones son incapaces de retener una bocanada de aire completa. Voy a desfallecer aquí mismo, o a deshacerme en el suelo, o hacer implosión… O las tres cosas al mismo tiempo.
—Te recuerdo, Bess.