Stigmata

Stigmata


Capítulo 25

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El mundo se ha ralentizado. La sucesión de imágenes parece andar en cámara lenta a mi alrededor y mi cuerpo parece haberse congelado en el asiento del coche en el que me encuentro. Todo pierde enfoque; pierde sentido y se siente como si flotara. Como si el planeta entero hubiese perdido gravedad, acústica y cinemática. Como si todas las leyes de la física estuviesen yéndose al caño y lo único que quedase, fuese este gran agujero de imposibilidades cumplidas. Este gran hoyo de lentitud y parsimonia errónea e inquietante.

Ahora mismo, lo único que parece funcionar a una velocidad ordinaria, es mi cabeza. Lo único que corre a toda marcha, es la cadena de pensamientos confundidos y aterrorizados que me invaden por completo.

En ese instante, algo se acciona.

Un sonido estridente y atronador me aturde y cientos de filosos rasguños me hieren el rostro y los brazos. En ese preciso momento, y pese a que no soy capaz de conectar todos los puntos en mi cabeza, el universo empieza a girar.

El crujir del metal del coche me aterroriza y me lleva a lugares oscuros que nunca imaginé que volvería a visitar. Lugares llenos de gritos familiares, olores nauseabundos y pensamientos caóticos y pesimistas.

De pronto, mi mente está en ese espacio en el que los alaridos de mis hermanas menores lo llenaban todo mientras caíamos por un barranco. De pronto, lo único que puedo hacer es escuchar los gritos desgarradores y aterrorizados que amenazan con romperme en mil pedazos.

Los Estigmas se retuercen con violencia en mi interior en el instante en el que un golpe violento me da de lleno y la energía angelical de Mikhail se estira tanto, que soy capaz de sentir cómo mi pecho se llena de ella. Como mi cuerpo —cada célula de él— se llena de su poder abrumador.

Entonces, justo cuando creo que me va a estallar el cuerpo entero por la colisión que se lleva a cabo dentro de mí, el dolor me estalla en la columna.

Un sonido aterrador se me escapa cuando una ráfaga de calor sofocante me envuelve. Un insoportable ardor me recorre de pies a cabeza, pero es la energía angelical la que repele por completo la repentina oleada de escozor.

En ese instante, el mundo deja de girar, y es solo hasta ese momento, que me doy cuenta de que los gritos, en realidad, no estaban en mi cabeza. Los gritos venían desde aquí, desde el interior del vehículo en el que me encuentro. Ese que ahora se encuentra de cabeza y que ha detenido su trayecto violento.

Todo empieza a tomar sentido.

El sonido de mi respiración dificultosa y el latir desbocado del pulso detrás de mis orejas es lo único que soy capaz de escuchar; así que tengo que mirar hacia todos lados para orientarme y darme cuenta de qué diablos ha ocurrido.

El aturdimiento, el trozo de asfalto que invade mi campo de visión, el cielo enrojecido, el calor sofocante, el humo… Todo cae, pieza a pieza, en mi cerebro y el pánico empieza a abrirse paso en mi sistema.

«¡Daialee!», grita la parte activa de mi cerebro y, justo en ese momento, pese al aturdimiento y la confusión, vuelco mi atención al asiento del conductor.

En ese instante, el mundo se detiene.

Me falta el aliento, mi corazón se salta un latido y reanuda su marcha a una velocidad antinatural, me estremezco de pies a cabeza y un grito se construye en mi garganta.

Un dolor lacerante y familiar se abre paso en mi pecho y me desgarra de mil y un formas diferentes antes de que las lágrimas me nublen la vista por completo y de que un grito horrorizado escape de mis labios.

Las manos me cubren la boca y un gemido aterrorizado y horrorizado me abandona.

Quiero vomitar. Quiero gritar. Quiero poner cuanta distancia sea posible entre este coche y yo y, al mismo tiempo, quiero fundirme en él. Quiero ser yo quien se encuentra en el asiento del conductor y no ella.

«¡Ella no! ¡Por favor, ella no!».

Un trozo de metal delgado atraviesa el pecho de la bruja, pero no es eso lo que me impresiona de esta forma. Es el hedor a carne quemada y el aspecto negruzco y ensangrentado que tienen sus extremidades lo que hace que el horror, el pánico y la histeria se apoderen de mí.

«¡No, no, no, no, no!».

El terror se arraiga en mis venas con tanta intensidad, que tengo que tomar varias inspiraciones profundas para que no me paralice por completo.

No quiero mirarla a la cara. No quiero verle el rostro porque sé, desde lo más profundo de mi ser, que algo horrible acaba de suceder. Que algo terrible e irreparable acaba de ocurrir.

«¡No, no, no, no! ¡Por favor, no!», grito para mis adentros y cierro los ojos para no mirar.

Un sonido horrorizado se me escapa en ese instante y el nudo en mi garganta se aprieta cuando, con manos temblorosas, me froto la cara.

Tomo una inspiración profunda, pero eso no aminora la sensación de malestar y pesadez que se ha apoderado de mí.

Abro los ojos.

Las lágrimas que me impiden ver con claridad no hacen más que incrementar el terror creciente en mi interior. No hacen más que acentuar el aterrador sonido que produce el fuego al crepitar y la insidiosa oscuridad que se ha apoderado del ambiente en tan solo unos instantes.

Tomo otra inspiración profunda y luego, una más.

Entonces —solo entonces—, me atrevo a mirar en dirección al rostro de Daialee.

«¡Está muerta!».

Un grito desgarrador y horrorizado me abandona y, esta vez, no soy capaz de contener la histeria. Esta vez, no soy capaz de hacer otra cosa más que intentar escapar de aquí porque esto es demasiado. Porque esto es una burla del destino hacia mi persona y no puedo soportarlo un solo momento más.

Con dedos temblorosos, lucho contra el botón del cinturón de seguridad que me mantiene anclada al asiento, y la desesperación de mis movimientos, aunada a la angustia y el pánico que me engarrota el cuerpo, hace que, con las manos torpes, apenas sea capaz de deshacer el seguro. Cuando lo hago, caigo con brusquedad contra el techo metálico del coche y el impacto envía una punzada de dolor a todo mi cuerpo.

Un sonido estrangulado se me escapa, pero eso no impide que me empuje a través del agujero de la ventana destrozada y salga del vehículo. No me importa que, en el proceso, me hiera las manos con los vidrios rotos del cristal. Tampoco me importa la forma en la que la ropa se me desgarra y las rodillas se me raspan con los trozos del material filoso que se encuentra regado por todos lados.

No me importa nada más que salir de este lugar. Necesito escapar de aquí.

Me duele la cabeza, me duelen los brazos. El cuerpo entero me grita cuando las suelas de mis zapatos tocan el concreto y, justo cuando soy capaz de conseguir mantenerme en pie y girarme a ver lo que ha ocurrido, lo pierdo por completo.

Me doblo hacia adelante al tiempo que un grito lleno de dolor, rabia, ira y angustia se me escapa. Lágrimas calientes y pesadas me caen por las mejillas, pero ni siquiera me molesto en limpiarlas porque estoy demasiado ocupada gritándole a la estructura de metal que arde delante de mis ojos. Porque estoy demasiado ocupada reviviendo en mi memoria el accidente de hace cerca de seis años, cuando murió toda mi familia.

La angustia, la desesperación y el enojo se arremolinan en mi interior hasta crear un monstruo gigantesco. Uno incapaz de ser controlado y que clama venganza. Uno que es capaz de alimentar las hebras de energía destructiva que habitan en mí y que parecen estirarse y desperezarse poco a poco.

Otro grito brota de mis labios y es tan intenso, que siento como las cuerdas vocales ceden y se doblegan debido al dolor.

«No es suficiente. Esto no es suficiente. Necesito hacer algo. Necesito…».

El sonido de una risa infantil hace eco y reverbera en todos lados.

Un escalofrío me recorre la espina y todos los vellos de la nuca se me erizan ante el sonido familiar. Un estremecimiento de puro horror hace que mis músculos se contraigan en un espasmo violento, pero, no es hasta que otra risotada divertida invade mi audición, que me atrevo a volcar mi atención hasta el lugar de donde proviene.

La figura infantil de Amon se dibuja delante de mis ojos, pero no es eso lo que hace que me paralice donde me encuentro. Es la criatura que se encuentra de pie junto a él lo que hace que el cuerpo entero se me congele en ese lugar.

Es alto. Tan alto, que luce antinatural. En la cabeza lleva una especie de máscara metálica que solo deja a la vista sus ojos —completamente negros— y los cuernos inmensos que sobresalen de su cabeza. Lleva las alas de murciélago —destrozadas, heridas y llenas de pequeños agujeros— extendidas y son tan largas, que abarcan la calle de lado a lado. Son tan impresionantes y aterradoras, que me quedo aquí, como idiota, mirándolas más tiempo del que debería.

El cuerpo del demonio junto a Amon está envuelto en cadenas gruesas que arrastran hasta un lugar que mis ojos no pueden ver y, toda la piel que es tocada por ellas luce inflamada, irritada y herida. Como si le hubiesen puesto las cadenas al rojo vivo y eso le hubiese quemado la piel hasta ese punto.

La criatura luce como si hubiese sido traída de un lugar del que nunca debió haber salido.

—¡Te encontré! —Amon exclama, y su voz suena tan eufórica como la de un niño al que acaban de decirle que podrá ir a la fiesta infantil más increíble de todas.

No respondo. No me muevo. Ni siquiera respiro. No hago nada más que mirar fijamente a los dos seres que acaban de atacarnos. A los dos bastardos que acaban de asesinar a Daialee.

Lágrimas nuevas invaden mi campo de visión, pero esta vez no están llenas de dolor. Están llenas de ira. De odio. De todo aquello que es tan oscuro como la naturaleza de estos seres.

Los Estigmas se enroscan y extienden en mi interior, exigiendo ser liberados. Exigiendo hacer justicia por su propia cuenta y, poco a poco, todo a mi alrededor comienza a transformarse. Poco a poco, el enfoque de mi vista cambia por completo y todo se convierte en energía. Todo está rodeado, envuelto y creado por pequeños hilos delgados.

De pronto, lo único que soy capaz de hacer es mirar el millar de hebras que constituyen todo lo que me rodea. Es dejar que la ira, el dolor y la angustia tomen posesión de mí.

El Príncipe del Infierno esboza una sonrisa infantil, al tiempo que da un paso en mi dirección con aire despreocupado. Su pequeño cuerpo no parece haber pasado por las manos de Mikhail. No hay indicio alguno de haber sido herido de gravedad y eso solo consigue que el enojo incremente.

—¿Dónde has dejado al inútil de Mikhail? —canturrea—. ¿Acaso murió luego de lo que le hice a sus alas? —Su sonrisa se ensancha, mostrando todos sus dientes—. No debe ser así, ¿no es cierto? Él no murió. Si lo hubiera hecho, probablemente tú también habrías desaparecido —dice—. He hecho mis investigaciones, ¿sabes? Ahora sé quién eres. Sé qué eres.

Otro destello iracundo, mezclado con miedo creciente e incertidumbre, se cuela en mis venas y, esta vez, tengo que apretar los puños con fuerza para reprimir las ganas que tengo de abalanzarme en su dirección.

Con todo y eso, los Estigmas —demandantes, violentos y vengativos— sisean en respuesta al desafío que supone Amon ante ellos. Gruñen ante la amenaza que esa criatura de aspecto inocente representa. Casi se siente como si clamaran la oportunidad de medir su fuerza. De alimentarse de él.

No respondo.

—¿No vas a hablar conmigo? —El puchero esbozado por los labios del demonio luce antinatural—. ¿Estás segura de que esa es la carta que quieres jugar? —Amon se encoge de hombros—. Como quieras. No digas que no quise ofrecerte un trato —dice y, en ese instante, la criatura alargada de aspecto torturado se abalanza hacia mí a toda velocidad.

Un rugido estridente escapa de los labios de la figura imponente, pero los Estigmas son más rápidos.

Hebras de energía se enroscan alrededor del demonio encadenado y tiran con tanta violencia que lo contienen en su lugar, haciéndolo ahogar un sonido similar al de un grito lleno de sorpresa y dolor.

La velocidad con la que el poder de los Estigmas se mueve me toma fuera de balance, pero no dejo que eso me amedrente. No dejo que eso me haga dudar de lo que hago.

La criatura encadenada gruñe y lucha contra mi agarre, pero las cuerdas invisibles se aferran a ella aún más.

Soy plenamente consciente del sangrado que ha comenzado a brotar de las heridas en mis muñecas, pero no me detengo. No me detengo porque no puedo hacerlo. Porque la enfermiza satisfacción que siento es tanta, que no puedo hacer nada más que pensar en lo bien que se siente poder hacer eso. En lo bien que se siente poder liberar todo este creciente resentimiento que he venido alimentando desde hace tanto tiempo.

Estoy eufórica, histérica, aterrorizada. Estoy tan furiosa que solo puedo pensar en las ganas que tengo de hacer daño.

El demonio se retuerce un poco más pero no consigue liberarse. Solo atenaza mi agarre en él con más violencia y brutalidad que antes.

Un gruñido estridente escapa de sus labios en ese instante y, de pronto, empieza a arder. Su cuerpo entero, de pies a cabeza, se envuelve en llamas intensas e incontrolables. Una punzada de pánico me invade el pecho, pero ni siquiera tengo tiempo de pensar en qué es lo que voy a hacer, ya que una llamarada es direccionada hacia mí a toda velocidad.

El terror me hiela las venas justo cuando el fuego está a punto de alcanzarme, pero un destello luminoso lo invade todo.

Me toma unos instantes darme cuenta de que ha sido la energía angelical de Mikhail la que me ha protegido; pero, cuando lo hago, el alivio me recorre entera.

Una emoción nueva, tanto gratificante como aterradora, me llena el pecho y mi corazón se salta un latido debido a la euforia, pero esta no dura demasiado ya que, en ese momento, un golpe de algo invisible me da de lleno y es tan violento, que hace que impacte contra es asfalto.

Todo el aire se me escapa de los pulmones cuando hago contacto con el pavimento y mi cabeza se estrella con brutalidad. Un grito ahogado me abandona luego de eso y los Estigmas —enfurecidos, violentos e incontenibles— se despliegan y se expanden para aferrarse de todo lo que pueden.

Yo no me muevo. No puedo hacer otra cosa más que aovillarme en el lugar en el que me encuentro para absorber el dolor insoportable que me invade.

La energía angelical de Mikhail ruge enfurecida cuando otra llamarada trata de alcanzarme y, tanto ella como los Estigmas, me exigen que me ponga de pie.

No puedo hacerlo.

Otro golpe violento me arrastra en el suelo y el costado derecho me arde debido a los raspones que el asfalto me hace. En ese momento, un sonido adolorido brota de mis labios.

—¡Pelea! —Amon exige, en voz de mando—. ¡Muéstrame tu verdadero poder!

Trato de incorporarme, pero las extremidades no me responden.

—¡¿Este es el poder al que tanto le teme todo el mundo?! —espeta—. ¡¿Esta es la amenaza de la que debemos ocuparnos antes de que sea tarde?! ¡No eres más que un puñado de palabras al aire! ¡Un montón de mierda cubierta de energía medianamente útil!

Un latigazo de dolor me da de lleno en la cara y un gemido se me escapa. Los Estigmas se estiran otro poco. Tanto, que soy capaz de sentir como todo lo que tocan se deforma a su antojo.

—¡Sello del Apocalipsis! —Amon se burla, en medio de una carcajada cruel—. ¡No eres más que una humana insignificante!

Coraje, ira, frustración, dolor… Todo se mezcla dentro de mí y me hacen imposible pensar con claridad.

Apoyo las manos contra el concreto.

—¡Una completa escoria!

«Destrózalo todo», susurra una voz desconocida y aterradora en mi cabeza.

Alzo la cabeza y clavo los ojos en Amon.

—¡Una…!

Entonces, lo dejo ir.

Las hebras de energía cantan debido a la satisfacción, la energía angelical protesta, el suelo debajo de mí vibra y se estremece cuando el poder incontrolable que llevo dentro se detona, y todo —absolutamente todo—

se fragmenta.

Cientos de hilos delgados y diminutos revientan cuando los Estigmas tiran de ellos, y un espasmo violento me recorre de pies a cabeza. Los oídos me pitan, el corazón me golpea contra las costillas e, involuntariamente, mi espalda cede, mi cuerpo se extiende en el suelo y se arquea hacia arriba mientras un sonido que no parece mío escapa de mi garganta.

Calor húmedo me corre entre los dedos, dolor lacerante rasga la piel de mi espalda y todo pierde enfoque.

Una oleada de pánico se apodera de mí, pero no puedo hacer nada para detener el poder de los Estigmas. Para detener el torrente brutal de energía que entra en mí por medio de él.

La energía angelical de Mikhail viaja a través de mi torrente sanguíneo, envolviéndome entera; pero es incapaz de contener el poder que ahora se ha liberado. Es incapaz de detener lo que sea que estoy haciendo ahora mismo.

Mis ojos —llenos de lágrimas— están fijos en un punto en el cielo; mis dedos —doblados en ángulos extraños y dolorosos— tiran con desesperación de la energía incontrolable que amenaza con destrozarlo todo; mi pecho —lleno de terror, ira, coraje y desesperación— se hincha y se alimenta del caos en el que ha comenzado a sumirse el mundo.

Esto está mal. Esto está increíblemente bien... Aún no logro descifrarlo. Aún no logro decidirlo del todo. Sé que algo está ocurriendo. Sé que es mi culpa… Y sé que no puedo —ni quiero— detenerme.

«¡Hazlos pagar!», grita la voz demencial en mi cabeza y otro grito aterrador se me escapa de la boca.

Las hebras se envuelven alrededor de algo poderoso y oscuro, y se detienen unos instantes para inspeccionarlo. Para saborearlo.

Entonces, empiezan a despedazarlo.

Alguien grita un nombre que me es vagamente familiar. Grita, desesperadamente, algo que sé que debería estar escuchando, pero que no puedo hacerlo.

Algo —o alguien— trata de llegar a mí, puedo sentirlo… No lo consigue. Los hilos que lo envuelven todo —y que provienen de las heridas de mis muñecas— se lo impiden.

Lo estrujan y lo obligan a alejarse, pero no lo lastiman.

«¿Por qué no lo lastiman?».

Un estallido de algo resuena en la lejanía y me lleva de vuelta al agujero de ira, odio, resentimiento y dolor acumulado. Me devuelve al agujero hondo y profundo que los Estigmas han comenzado a cavar en mi pecho.

«¡Asesinaron a Daialee!», grita la voz demencial de mi cabeza.

Estrujo un poco más.

«¡Asesinaron a Dahlia!».

Otro sonido estridente y violento brota de mi garganta.

«¡Asesinaron a toda tu familia!».

Un intenso dolor se abre paso en mi sistema y me desestabiliza por completo.

«¡Perdiste a Mikhail por su maldita culpa!».

Un chillido agudo, aterrador y violento me llena los oídos, y todo a mi alrededor empieza a girar. A volverse difuso y extraño.

—¡Bess! —alguien grita—, ¡Bess, detente ya!

Los Estigmas protestan en respuesta a la voz y se estiran hasta alcanzar al dueño. Entonces, estrujan con violencia. Poder oscuro comienza a invadirme el cuerpo y las hebras cantan en aprobación.

«¡No!», la voz que le pertenece a mi subconsciente —esa que no está hecha de odio y dolor— llega a mis oídos y vacilo.

—¡Bess, con un infierno, ya basta!

Un gruñido es mi única respuesta y continúo con la tarea que me he impuesto. Los Estigmas continúan con ella.

—¡Bess! —El grito suena torturado y aterrorizado ahora—. ¡Cielo, por favor, escúchame!

La energía angelical gime en respuesta y la vacilación que me invade me permite tomar un poco las riendas de las hebras. Del caos.

En ese instante, la bruma oscura que había tomado posesión de mí se disuelve un poco y la lucha comienza.

Los Estigmas exigen libertad. Exigen alimento, vida y destrucción… Mi cabeza —mi verdadero yo—, exige control, dominio y autoridad. La energía luminosa clama por algo que no soy capaz de entender y todo colisiona dentro de mí. Todo impacta y se mezcla hasta crear un monstruo imposible de comprender.

Un tirón brusco en la cuerda invisible de mi pecho me libera un poco más del aturdimiento que me invade, pero no es suficiente. No puedo salir de este estado. No puedo controlar el poder destructivo que llevo dentro. Es él el que me controla a mí. El que no me deja en libertad.

Otro tirón violento me llena el pecho y, esta vez, mi cuerpo se dobla sobre sí mismo en respuesta, y la nube de odio y resentimiento se disipa un poco.

—¡Vamos, Bess! ¡Eres más fuerte que esto! ¡Eres más que esto! —grita la voz y, en esta ocasión, es una caricia la que me llena el lazo en el pecho.

Trato, desesperadamente, de tomar el control una vez más, pero los Estigmas son más fuertes que mi voluntad. Son más fuertes que nada en este mundo.

—Cielo, no voy dejar que esas mierdas te consuman. Así destroces este lugar y tenga que pudrirme en el Infierno, no voy a dejarte morir, ¿me oyes? No voy a permitir que lo hagas.

Mis párpados —los cuales ni siquiera sabía que tenía cerrados— se abren en ese momento y, como si fuese la única cosa en el universo capaz de anclarme al aquí y al ahora, viene a mí.

Es una palabra.

Es solo un nombre, pero es suficiente para conseguir que todo tenga un poco de sentido.

Mikhail.

—No voy a dejarte, Bess. —La voz del demonio de los ojos grises suena ronca. Desgarrada—. Así que lucha de una maldita vez.

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