Steve Jobs
20. Un tipo corriente
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Capítulo 20
Un tipo corriente «Amor» solo es una palabra de cuatro letras
JOAN BAEZ
En 1982, cuando todavía trabajaba en el Macintosh, Jobs conoció a la célebre cantante folk Joan Baez a través de la hermana de esta, Mimi Fariña, que presidía una organización benéfica cuyo objetivo era conseguir la donación de ordenadores para las cárceles. Unas semanas más tarde, Baez y él comieron juntos en Cupertino. «Yo no esperaba demasiado, pero resultó ser tremendamente inteligente y divertida», recordaba Jobs. Por aquel entonces, Steve se acercaba al final de su relación con Barbara Jasinski, una hermosa mujer de ascendencia polinesia y polaca que había trabajado a las órdenes de Regis McKenna. Los dos habían pasado las vacaciones en Hawai, compartieron una casa en las montañas de Santa Cruz e incluso asistieron juntos a uno de los conciertos de Baez. A medida que se iba apagando su relación con Jasinski, Jobs comenzó a compartir algo más serio con Baez. Él tenía veintisiete años y la cantante cuarenta y uno, pero durante algunos años mantuvieron un romance. «Se transformó en una relación formal entre dos amigos por accidente que se convirtieron en amantes», recordaba Jobs con un tono algo nostálgico.
Elizabeth Holmes, la amiga de Jobs en el Reed College, creía que una de las razones por las que salió con Baez —además del hecho de que era hermosa y divertida y de que tenía gran talento— era que ella había sido una vez amante de Bob Dylan. «A Steve le fascinaba aquella conexión con Dylan», afirmó posteriormente. Los dos músicos habían sido amantes a principios de la década de los sesenta, y después de aquello, ya como amigos, fueron a giras juntos, incluida la Rolling Thunder Revue de 1975 (Jobs se había hecho con copias pirata de aquellos conciertos).
Cuando conoció a Jobs, Baez tenía un hijo de catorce años llamado Gabriel, fruto de su matrimonio con el activista antibélico David Harris. Durante la comida, le dijo a Jobs que estaba tratando de enseñarle mecanografía a Gabe. «¿Te refieres a una máquina de escribir?», preguntó Jobs. Cuando ella contestó afirmativamente, él replicó: «Pero una máquina de escribir es algo anticuado». «Si una máquina de escribir es anticuada, ¿entonces yo qué soy?», preguntó ella. Se produjo un silencio incómodo. Tal y como Baez me contó después, «en cuanto lo dije, me di cuenta de que la respuesta era muy obvia. La pregunta se quedó allí, colgando en el aire. Yo estaba horrorizada».
Para gran sorpresa del equipo del Macintosh, Jobs irrumpió un día en el despacho junto con Baez y le mostró el prototipo del ordenador. Quedaron anonadados al ver que le enseñaba la máquina a alguien ajeno a la empresa, dada su obsesión por el secretismo, pero estaban todavía más atónitos por encontrarse en presencia de Joan Baez. Jobs le regaló un Apple II a Gabe y después un Macintosh a Baez, y los visitaba a menudo para mostrarles sus programas preferidos. «Era dulce y paciente, pero también tenía un conocimiento tan profundo que a veces le costaba enseñarme lo que sabía», recordaba ella.
Él era multimillonario desde hacía muy poco tiempo y ella una mujer de fama mundial, pero dulcemente sensata y no tan acaudalada. Baez no sabía por aquel entonces qué hacer con él, y todavía se mostraría desconcertada al hablar de Jobs treinta años más tarde. Durante una cena, al principio de su relación, Jobs empezó a hablar de Ralph Lauren y su tienda de polo, que ella reconoció que nunca había visitado. «Tienen un vestido rojo precioso allí que te quedaría perfecto», aseguró, y entonces la llevó a la tienda en el centro comercial de Stanford. Baez recordaba: «Pensé para mí: “Fantástico, qué pasada, estoy con uno de los hombres más ricos del mundo y él quiere regalarme un vestido maravilloso”». Cuando llegaron a la tienda, Jobs se compró unas cuantas camisas, le enseñó el vestido rojo y afirmó que estaría increíble con él. Ella se mostró de acuerdo. «Deberías comprártelo», le dijo. Ella se quedó algo sorprendida, y respondió que en realidad no podía permitírselo. Él no contestó nada y se fueron. «¿Tú no pensarías, si alguien te hubiera estado diciendo esas cosas toda la tarde, que te lo iba a comprar? —me preguntó, y parecía sinceramente confusa por aquel incidente—. El misterio del vestido rojo queda en tus manos. Yo me sentí muy extraña a raíz de aquello». Jobs podía regalarle ordenadores, pero no un vestido, y cuando le llevaba flores, se aseguraba de informarle de que habían sobrado de alguna celebración en el despacho. «Era romántico y a la vez temía ser romántico», comentaba ella.
Cuando Steve trabajaba en el ordenador de NeXT, fue a casa de Baez en Woodside para mostrarle lo buenas que eran sus aplicaciones de música. «Hizo que el ordenador interpretara un cuarteto de Brahms, y me dijo que llegaría un punto en el que los ordenadores sonarían mejor que los humanos tocando un instrumento, e incluso conseguirían mejorar la interpretación y las cadencias —recordaba Baez. A ella le daba náuseas aquella idea—. Él iba animándose cada vez más hasta el éxtasis, mientras yo me agarrotaba de rabia pensando: “¿Cómo puedes denigrar así la música?”».
Jobs acudía a Debi Coleman y Joanna Hoffman como confidentes acerca de su relación con Baez, y se preocupaba por si podría casarse con alguien que tenía un hijo adolescente y probablemente ya no quisiera tener más hijos. «Había veces en que la menospreciaba por ser una mera cantante de “temas controvertidos” y no una auténtica cantante “política” como Dylan —comentó Hoffman—. Ella era una mujer fuerte, y él quería demostrar que controlaba la situación. Además, Jobs siempre decía que quería formar una familia, y sabía que con ella no podría hacerlo».
Y así, después de unos tres años, acabaron su romance y pasaron a ser simplemente amigos. «Pensé que estaba enamorado de ella, pero en realidad solamente me gustaba mucho —afirmó él posteriormente—. No estábamos destinados a permanecer juntos. Yo quería tener hijos, y ella ya no quería ninguno más». En sus memorias de 1989, Baez habla acerca de la ruptura con su esposo y de por qué nunca volvió a casarse. «Estaba mejor sola, que es como he estado desde entonces, con interrupciones ocasionales que no han sido demasiado serias», escribió. Sí que añadió un simpático agradecimiento al final del libro para «Steve Jobs, por obligarme a utilizar un procesador de textos al instalar uno en mi cocina».
EN BUSCA DE JOANNE Y MONA
Cuando Jobs tenía treinta y un años, y al siguiente de su salida de Apple, su madre, Clara, que era fumadora, se vio afectada por un cáncer de pulmón. Él pasó mucho tiempo junto a su cama, hablándole con una intensidad pocas veces mostrada en el pasado y planteando algunas preguntas que se había abstenido de sacar a la luz anteriormente. «Cuando papá y tú os casasteis, ¿tú eras virgen?», le preguntó. A ella le costaba hablar, pero forzó una sonrisa. En aquel momento le contó que había estado casada anteriormente con un hombre que nunca regresó de la guerra. También le ofreció algunos detalles de cómo ella y Paul Jobs habían llegado a adoptarlo.
En torno a aquella época, Jobs consiguió averiguar el paradero de la madre que lo había dado en adopción. La discreta búsqueda de su madre biológica había comenzado a principios de la década de los ochenta, con la contratación de un detective que no había logrado aportar ninguna información. Entonces Jobs advirtió el nombre de un médico de San Francisco en su certificado de nacimiento. «Estaba en el listín telefónico, así que lo llamé», recordaba Jobs. El médico no fue de ninguna ayuda. Dijo que todos sus registros se habían perdido durante un incendio. Aquello no era cierto. De hecho, justo después de que Jobs le llamara, el médico redactó una carta, la metió en un sobre sellado y escribió en él: «Entregar a Steve Jobs tras mi muerte». Cuando falleció, poco tiempo después, su viuda le envió la carta a Jobs. En ella, el médico explicaba que su madre había sido una licenciada universitaria y soltera de Wisconsin llamada Joanne Schieble.
Necesitó algunos meses más y la labor de otro detective para hallar su paradero. Tras haberlo dado en adopción, Joanne se había casado con su padre biológico, Abdulfattah John Jandali, y la pareja había tenido una hija, llamada Mona. Jandali los abandonó cinco años más tarde, y Joanne se casó con un pintoresco profesor de patinaje sobre hielo, George Simpson. Aquel matrimonio tampoco duró mucho, y en 1970 ella comenzó un errático viaje que las llevó a ella y a Mona (las cuales utilizaban ahora el apellido Simpson) hasta Los Ángeles.
Jobs se mostraba reticente a contarles a Paul y a Clara —a quienes consideraba sus auténticos padres— que había emprendido la búsqueda de su madre biológica. Con una sensibilidad poco común en él, prueba del profundo afecto que sentía por sus padres, le preocupaba que pudieran ofenderse. Así pues, no contactó con Joanne Simpson hasta después de la muerte de Clara Jobs, a principios de 1986. «Yo nunca quise que sintieran que no los consideraba mis padres, porque para mí lo eran al cien por cien —recordaba—. Los quería tanto que nunca quise que supieran nada de mis pesquisas, e incluso hice que los periodistas lo mantuvieran en secreto si llegaban a enterarse». Tras la muerte de Clara, decidió contárselo a Paul Jobs, quien se mostró perfectamente cómodo con la idea y aseguró que no le importaba en absoluto que Steve se pusiera en contacto con su madre biológica.
Así pues, Jobs llamó un día a Joanne Simpson, le dijo quién era y se preparó para viajar a Los Ángeles y conocerla. Posteriormente declaró que había actuado movido sobre todo por la curiosidad. «Creo que el entorno influye más que la herencia a la hora de determinar tus rasgos, pero aun así siempre te preguntas un poco cuáles son tus raíces biológicas», dijo. También quería asegurarle a Joanne que lo que había hecho estaba bien. «Quería conocer a mi madre biológica principalmente para ver si ella estaba bien y para darle las gracias, porque me alegro de que no abortara. Ella tenía veintitrés años y tuvo que pasar por muchas dificultades para tenerme».
Joanne quedó embargada por la emoción cuando Jobs llegó a su casa de Los Ángeles. Sabía que él era rico y famoso, pero no estaba exactamente segura de por qué. Comenzó inmediatamente a confesar todo lo que sentía. Dijo que la habían presionado para que firmase los papeles de la adopción, y que solo lo hizo cuando le informaron de que él estaba feliz en la casa de sus nuevos padres. Siempre lo había echado de menos, y sufrió por lo que había hecho. Se disculpó una y otra vez, a pesar de que Jobs continuaba asegurándole que lo comprendía, que todo había salido bien.
Una vez calmada, le dijo a Jobs que tenía una hermana carnal, Mona Simpson, que por aquel entonces vivía en Manhattan y aspiraba a convertirse en novelista. Nunca le había contado a Mona que tenía un hermano, y ese día le dio la noticia —o al menos una parte— por teléfono. «Tienes un hermano, es maravilloso, es famoso, y voy a llevarlo a Nueva York para que puedas conocerlo», anunció. Mona estaba a punto de acabar una novela sobre su madre y la peregrinación que ambas habían hecho desde Wisconsin a Los Ángeles, titulada A cualquier otro lugar. Quienes hayan leído la novela no se sorprenderán ante la forma algo extravagante que tuvo Joanna de darle a Mona la noticia sobre su hermano. Se negó a decirle quién era, solo le contó que había sido pobre, se había vuelto rico, era guapo y famoso, tenía el pelo largo y negro, y vivía en California. Por aquel entonces Mona trabajaba en The Paris Review, una revista literaria de George Plimpton situada en la planta baja de su casa junto al río Este, en Manhattan. Sus compañeros de trabajo y ella comenzaron a jugar a tratar de adivinar quién podía ser su hermano. ¿John Travolta? Aquella era una de las opciones favoritas de los presentes. Otros actores también se nombraron como perspectivas interesantes. Hubo un momento en que alguien sugirió que «a lo mejor era uno de esos tíos que habían fundado Apple Computer», pero nadie pudo recordar los nombres.
El encuentro tuvo lugar en el vestíbulo del hotel St. Regis. Joanne Simpson le presentó a Mona a su hermano, y sí que resultó ser uno de esos tipos que habían fundado Apple. «Se mostró muy directo y afable, como un chico dulce y normal», recordaba Mona. Se sentaron en unos sofás del vestíbulo y estuvieron hablando unos minutos. Entonces él se llevó a su hermana a dar un largo paseo, los dos solos. Jobs estaba encantado por haber descubierto que tenía una hermana tan parecida. Ambos hacían gala de una enorme pasión por lo artístico y gran capacidad de observación de aquello que los rodeaba, y eran sensibles pero a la vez decididos. Cuando se fueron a cenar juntos, ambos señalaban los mismos detalles arquitectónicos u objetos interesantes y los comentaban animadamente. «¡Mi hermana es escritora!», le anunció exultante a sus compañeros de Apple cuando se enteró.
Cuando Plimptom organizó una fiesta por la publicación de A cualquier otro lugar a finales de 1986, Jobs voló a Nueva York para acompañar a Mona. Su relación se volvió cada vez más cercana, aunque su amistad estaba sometida a las complejas restricciones que eran de esperar, habida cuenta de quiénes eran y de cómo se habían conocido. «Al principio, a Mona no le entusiasmaba demasiado que yo entrara en su vida y que su madre se mostrara tan emotiva y afectuosa conmigo —comentó Jobs después—. Cuando llegamos a conocernos mejor, nos hicimos muy buenos amigos, y ella es parte de mi familia. No sé qué haría sin ella. No puedo imaginarme una hermana mejor. Mi hermana adoptiva, Patty, y yo nunca tuvimos una relación tan estrecha». Asimismo, Mona desarrolló un gran afecto por él, y en ocasiones podía mostrarse muy protectora, aunque después escribió una tensa novela sobre él, A Regular Guy («Un tipo cualquiera»), en la que describe sus rarezas con inquietante precisión.
Uno de los pocos temas sobre los que discutían era la forma de vestir de Mona. Él la acusaba de vestir como una novelista en apuros y la reñía por no llevar ropa «lo suficientemente atractiva». Hubo un momento en que sus comentarios le molestaron tanto que le escribió una carta. «Soy una joven escritora y esta es mi vida, y tampoco es que esté tratando de ser modelo», afirmaba. Él no contestó, pero poco después llegó a su casa una caja de la tienda de Issey Miyake, el diseñador de moda japonés cuyo estilo de corte tecnológico era uno de los favoritos de Jobs. «Se había ido de compras por mí —afirmó ella después— y había elegido cosas estupendas, exactamente de mi talla y con colores muy favorecedores». Había un traje de chaqueta y pantalón que le había gustado especialmente, y el envío incluía tres modelos idénticos. «Todavía recuerdo los primeros trajes que le envié a Mona —comentó él—. Tenían pantalones de lino y la parte de arriba con un verde grisáceo pálido que combinaba muy bien con su pelo rojizo».
EL PADRE PERDIDO
Mona Simpson, mientras tanto, había estado tratando de localizar a su padre, que se había ido de casa cuando ella tenía cinco años. A través de Ken Auletta y Nick Pileggi, destacados escritores de Manhattan, conoció a un policía retirado de Nueva York que había fundado su propia agencia de detectives. «Le pagué con el poco dinero que tenía», recordaba Simpson, pero la búsqueda resultó infructuosa. Entonces conoció a otro detective privado en California que logró encontrar la dirección de un Abdulfattah Jandali en Sacramento a través de una búsqueda en el Departamento de Tráfico. Simpson se lo dijo a su hermano y tomó un vuelo desde Nueva York para ver al hombre que, supuestamente, era su padre.
Jobs no estaba interesado en conocerlo. «No me trató bien —explicó posteriormente—. No es que tenga nada en su contra, estoy contento de estar vivo. Pero lo que más me molesta es que no tratara bien a Mona. La abandonó». El propio Jobs había abandonado a Lisa, su hija ilegítima, y ahora estaba tratando de recuperar esa relación, pero la complejidad del asunto no dulcificó sus sentimientos por Jandali. Simpson fue sola a Sacramento.
«El encuentro fue muy intenso», recordaba ella. Encontró a su padre trabajando en un pequeño restaurante. Parecía contento de verla, aunque extrañamente pasivo ante toda la situación. Hablaron durante algunas horas y él le contó que, después de irse de Wisconsin, había abandonado la docencia y se había dedicado al negocio de los restaurantes. Estuvo casado brevemente por segunda vez, y después por tercera vez durante más tiempo con una mujer mayor y adinerada, pero no había tenido más hijos.
Jobs le había pedido a Simpson que no mencionara su existencia, así que ella no lo hizo. Sin embargo hubo un momento en que su padre mencionó, como de pasada, que su madre y él habían tenido otro hijo, un chico, antes de que naciera ella. «¿Qué pasó con él?», preguntó Simpson. Él contestó: «Nunca volveremos a ver a aquel bebé. Se nos ha ido para siempre». Ella se estremeció pero no dijo nada.
Una revelación todavía más sorprendente tuvo lugar cuando Jandali estaba describiendo los restaurantes anteriores que había regentado. Insistió en que algunos habían sido agradables, más elegantes que el tugurio de Sacramento en el que se encontraban. Le dijo con algo de emoción que ojalá pudiera haberlo visto mientras dirigía un restaurante mediterráneo al norte de San José. «Era un lugar maravilloso —comentó—. Todos los triunfadores del mundo de la tecnología solían venir por allí. Incluso Steve Jobs». Simpson se mostró sorprendida. «Oh, sí, solía venir. Era un tipo muy agradable y dejaba buenas propinas», añadió su padre. Mona logró contenerse y no gritar: «¡Steve Jobs es tu hijo!».
Cuando la visita llegó a su fin, Simpson llamó a escondidas a su hermano desde el teléfono del restaurante y quedó en encontrarse con él en la cafetería Expresso Roma de Berkeley. Para sumarle emoción a aquel drama personal y familiar, Jobs llevó consigo a Lisa, que por aquel entonces ya estudiaba en la escuela primaria y vivía con su madre, Chrisann. Cuando llegaron todos a la cafetería eran casi las diez de la noche, y Simpson le contó toda la historia. Jobs quedó comprensiblemente atónito cuando ella mencionó el restaurante junto a San José. Él recordaba haber estado allí e incluso haber conocido al hombre que era su padre biológico. «Era increíble —aseguró después con respecto a aquella revelación—. Yo había ido a aquel restaurante algunas veces, y recuerdo que me presentaron al dueño. Era sirio. Nos estrechamos la mano».
Jobs, sin embargo, todavía no tenía la intención de verlo. «Yo era por aquel entonces un hombre rico, y no me fiaba; tal vez tratara de chantajearme o contarle la historia a la prensa —recordaba—. Le pedí a Mona que no le hablara de mí».
Mona Simpson nunca lo hizo, pero años más tarde Jandali vio una mención a su relación con Jobs en internet (el autor de un blog, advirtiendo que Simpson había señalado a Jandali como su padre en una obra de referencia, supuso que también debía de ser el padre de Jobs). Por aquel entonces, Jandali se había casado por cuarta vez y trabajaba como gerente de alimentos y bebidas en el centro de vacaciones y casino Boomtown, justo al oeste de Reno, Nevada. Cuando llevó a su nueva esposa, Roscille, a visitar a Simpson en 2006, planteó la cuestión. «¿Qué es esa historia de Steve Jobs?», preguntó. Ella confirmó el relato, pero añadió que creía que Jobs no tenía interés en conocerlo. Jandali pareció aceptar aquello. «Mi padre es una persona considerada y un gran narrador, pero también resulta extremadamente pasivo —afirmó Simpson—. Nunca volvió a mencionarlo. Nunca se puso en contacto con Steve».
Simpson convirtió su búsqueda de Jandali en la base de su segunda novela, The Lost Father («El padre perdido»), que se publicó en 1992. (Jobs convenció a Paul Rand, el diseñador que había creado el logotipo de NeXT, para que realizara la portada, pero, según Simpson, «era horrorosa y nunca llegamos a utilizarla»). También localizó a varios miembros de la familia Jandali en Homs y en Estados Unidos, y en 2011 se encontraba escribiendo una novela sobre sus raíces sirias. El embajador sirio en Washington organizó una cena para ella a la que asistieron un primo y su esposa, que por aquel entonces vivían en Florida y viajaron en avión hasta allí para la ocasión.
Simpson pensaba que Jobs acabaría por encontrarse con Jandali, pero según pasaba el tiempo él mostraba cada vez menos interés. Incluso en 2010, cuando Jobs y su hijo Reed acudieron a la cena de cumpleaños de Simpson en su casa de Los Ángeles, el joven pasó tiempo mirando fotografías de su abuelo biológico, pero Jobs las ignoró. Tampoco llegó a importarle su ascendencia siria. Cuando salía Oriente Próximo en alguna conversación, el tema no parecía atraerle especialmente o despertar en él sus opiniones siempre vehementes, incluso después de que Siria se convirtiera en un foco de los levantamientos de la Primavera Árabe de 2011. «No creo que nadie sepa realmente qué pintamos allí —declaró cuando le preguntaron si la Administración Obama debería reforzar su intervención en Egipto, Libia y Siria—. Van a estar jodidos si lo hacen y van a estar jodidos si no lo hacen».
Jobs, por otra parte, sí que mantuvo una amistosa relación con su madre biológica, Joanne Simpson. A lo largo de los años, Mona y ella viajaban con frecuencia en avión para pasar la Navidad en casa de Jobs. Las visitas podían resultar muy dulces, pero también emocionalmente agotadoras. Joanne a menudo lloraba a lágrima viva, le decía lo mucho que lo había querido y se disculpaba por haberlo dado en adopción. Jobs siempre le aseguraba que todo había sido para bien. Tal y como le dijo durante unas Navidades, «no te preocupes, tuve una infancia estupenda. Al final he salido bien».
LISA
Lisa Brennan, por otra parte, no había tenido una gran infancia. Cuando era joven, su padre casi nunca iba a verla. «No quería ser padre, así que no lo fui», afirmó después Jobs, con solo un ápice de remordimiento en la voz. Aun así, a veces sentía la llamada de la paternidad. Un día, cuando Lisa tenía tres años, Jobs estaba conduciendo cerca de la casa que había comprado para que Chrisann y la pequeña se instalaran en ella y decidió parar. Lisa no sabía quién era. Se sentó en el umbral de la puerta, sin atreverse a entrar, y habló con Chrisann. La escena se repetía una o dos veces al año. Jobs se presentaba sin avisar, hablaba un poco con Chrisann sobre las posibles escuelas para Lisa o algún otro asunto, y después se marchaba en su Mercedes.
Sin embargo, en 1986, cuando Lisa cumplió los ocho años, las visitas comenzaron a producirse con mayor frecuencia. Jobs ya no se encontraba inmerso en la agotadora tarea de crear el Macintosh o en las subsiguientes luchas de poder con Sculley. Trabajaba en NeXT, un lugar más tranquilo y agradable cuya sede se encontraba en Palo Alto, cerca de donde vivían Chrisann y Lisa. Además, para cuando la pequeña llegó a su tercer y cuarto cursos, estaba claro que era una chica inteligente y con sentido artístico, que ya había destacado a ojos de sus profesores por su habilidad con la escritura. Era una persona de fuerte carácter y llena de vida, y tenía un poco de la actitud desafiante de su padre. También se le parecía un poco, con las cejas arqueadas y unos rasgos angulosos que recordaban levemente a Oriente Próximo. Un día, para sorpresa de sus compañeros, Jobs la llevó a su despacho. Mientras ella daba volteretas por los pasillos, iba gritando: «¡Mírame!».
Avie Tevanian, un ingeniero sociable y desgarbado de NeXT que se había hecho amigo de Jobs, recordaba que de vez en cuando, cuando salían a cenar, se paraban en la casa de Chrisann para recoger a Lisa. «Era muy dulce con ella —rememoró Tevanian—. Él era vegetariano y Chrisann también, pero ella no. A él le parecía bien. Le sugería que pidiera pollo, y eso es lo que hacía».
Comer pollo se convirtió en un capricho que se permitía mientras se criaba entre dos padres vegetarianos con una afición espiritual por los alimentos naturales. «Comprábamos las verduras (la lechuga puntarella, la quinoa, los rábanos, la algarroba) en tiendas que olían a levadura, donde las mujeres no se teñían el pelo —escribió Lisa posteriormente—. Sin embargo, a veces recibíamos productos de importación. Alguna vez comprábamos un pollo especiado y picante de una tienda de delicatessen con hileras y más hileras de pollos girando en sus espitas, y nos lo comíamos en el coche directamente con los dedos, sacándolo de su envoltorio de aluminio». Su padre, cuyas fijaciones alimentarias variaban según sus fanáticos impulsos, era más quisquilloso con la comida. Ella lo vio escupir un día una cucharada de sopa tras enterarse de que contenía mantequilla. Tras relajar un poco aquellas dietas mientras se encontraba en Apple, volvió a convertirse en un vegano estricto. Incluso desde una edad temprana, Lisa comenzó a darse cuenta de que sus obsesiones alimentarias reflejaban una filosofía de vida en la que el ascetismo y el minimalismo podían despertar sensaciones nuevas. «Él creía que las mejores cosechas procedían de los terrenos más áridos, que el placer surgía de la contención —señaló—. Conocía las ecuaciones que la mayoría de la gente ignoraba: todo conduce a su contrario».
De manera similar, las ausencias y la frialdad de su padre hacían que los ocasionales momentos de ternura resultaran mucho más gratificantes. «No vivía con él, pero a veces se pasaba por nuestra casa, y era como un dios que se apareciera ante nosotros durante unos momentos mágicos o unas horas», recordaba. Lisa pronto se volvió lo suficientemente interesante como para que él la acompañara a dar paseos. También recorrían en patines las tranquilas calles de Palo Alto, y a menudo se detenían en las casas de Joanna Hoffman y Andy Hertzfeld. La primera vez que la llevó a ver a Hoffman, se limitó a llamar a la puerta y anunciar: «Esta es Lisa». Hoffman comprendió la situación de inmediato. «Era obvio que se trataba de su hija —me contó—. Nadie más podría tener esa mandíbula. Es típica». Hoffman, que había sufrido por no haber conocido hasta los diez años a su padre divorciado, animó a Jobs a que fuera mejor padre. Él siguió su consejo, y después se lo agradeció.
Una vez se llevó a Lisa en un viaje de negocios a Tokio, y allí se quedaron en el elegante y formal hotel Okura. En el fino restaurante de sushi del sótano, Jobs pidió grandes bandejas de sushi de unagi, un plato de anguila que le encantaba hasta el punto de saltarse su dieta vegetariana. Los trozos iban cubiertos con sal fina o con una ligera capa de salsa dulce, y Lisa recordaba después cómo se disolvían en la boca, igual que lo hacía la distancia que los separaba. Según ella misma escribió más tarde, «aquella era la primera vez que me sentía tan relajada y contenta a su lado, junto a aquellas bandejas de comida. Aquel exceso, aquella permisividad y ternura tras las frías ensaladas significaban que se había abierto un espacio hasta entonces inaccesible. Se mostraba menos rígido consigo mismo, incluso parecía humano bajo aquellos grandes techos y con aquellas sillas diminutas, con la comida y conmigo».
Sin embargo, no todo era dulzura y resplandor. Jobs mostraba cambios de humor tan repentinos con Lisa como con casi todos los demás. Era un ciclo recurrente de afecto y abandono. Un día se mostraba risueño y al siguiente estaba frío o no se presentaba. «Ella siempre se sintió insegura dentro de aquella relación —comentó Hertzfeld—. Fui a una de sus fiestas de cumpleaños, y se suponía que Steve también iba a ir, pero llegó muy, muy tarde. Ella se puso extremadamente nerviosa y se mostró disgustada. Sin embargo, cuando él apareció por fin, se le iluminó el rostro por completo».
Lisa aprendió también a mostrarse temperamental. A lo largo de los años, su relación fue como una montaña rusa, con cada una de las etapas de distanciamiento prolongadas por culpa de su mutua testarudez. Tras una pelea podían pasar meses sin hablarse. A ninguno de los dos se le daba bien dar el primer paso, disculparse o realizar el esfuerzo necesario para recuperar la relación, incluso cuando él se enfrentaba a sus sucesivos problemas de salud. Un día, en el otoño de 2010, Jobs estaba conmigo, repasando con nostalgia una caja de viejas fotografías, y se detuvo en una en la que aparecía visitando a Lisa cuando ella era pequeña. «Probablemente no estuve allí el tiempo suficiente», reconoció. Como llevaba en ese momento todo un año sin hablar con ella, le pregunté si quizá querría intentar un acercamiento mediante una llamada o un correo electrónico. Me miró con rostro inexpresivo durante un instante, y a continuación volvió a revisar otras fotografías.
EL ROMÁNTICO
Cuando se trataba de mujeres, Jobs podía ser romántico hasta el extremo. Tendía a enamorarse perdidamente, a compartir con sus amigos todos los pormenores de la relación y a suspirar por sus amores en público cada vez que se veía apartado de la novia que tuviera en aquel momento. En el verano de 1983 asistió a la celebración de una pequeña cena en Silicon Valley con Joan Baez y se sentó junto a una estudiante de la Universidad de Pensilvania llamada Jennifer Egan, que no estaba del todo segura de quién era él. Por aquel entonces, Baez y Jobs se habían dado cuenta de que no estaban destinados a estar juntos para siempre, y él quedó fascinado por Egan, que trabajaba en un semanario de San Francisco durante las vacaciones de verano. Averiguó su teléfono, la llamó y la llevó al Café Jacqueline, un pequeño restaurante junto a Telegraph Hill especializado en suflés vegetarianos.
Estuvieron saliendo durante un año, y Jobs tomaba a menudo vuelos para ir a visitarla a la Costa Este. Durante una de las conferencias de la convención de Macworld en Boston, declaró ante una gran concurrencia que estaba muy enamorado, y que por eso necesitaba irse corriendo para coger un vuelo a Filadelfia y ver a su novia. Al público le divirtió mucho. Y cuando visitaba Nueva York, ella se acercaba hasta allí en tren para quedarse con él en el Carlyle o en el apartamento de Jay Chiat, en el Upper East Side. La pareja solía ir a comer al Café Luxembourg, visitaron (en repetidas ocasiones) el apartamento de los edificios San Remo que él planeaba remodelar e iban al cine o (al menos en una ocasión) a la ópera.
Egan y él también hablaban por teléfono durante horas muchas noches. Un tema sobre el que discutían a menudo era la creencia de Jobs, heredada de sus estudios sobre el budismo, de que era importante evitar sentirse demasiado ligado a los objetos materiales. Le dijo a Egan que nuestros deseos de consumo son malsanos, y que para alcanzar la iluminación hacía falta llevar una vida desapegada y alejada del materialismo. Incluso le envió una cinta de vídeo en la que Kobun Chino, su maestro zen, hablaba de los problemas causados por nuestras ansias de obtener bienes materiales. Egan se resistió. Le preguntó si no estaba contradiciendo aquella filosofía al fabricar ordenadores y otros productos que la gente deseaba poseer. «A él le irritaba aquella dicotomía, y manteníamos acalorados debates al respecto», recordaría Egan.
Al final, el orgullo de Jobs por los objetos que creaba superó a su noción de que la gente debía evitar su deseo por tales posesiones. Cuando el Macintosh salió a la venta en enero de 1984, Egan se encontraba en el apartamento de su madre, en San Francisco, durante las vacaciones navideñas de la universidad. Los invitados a la cena en casa de su madre quedaron atónitos cuando Steve Jobs —por entonces de fama repentina y reciente— apareció en la puerta con un Macintosh recién empaquetado y entró en el dormitorio de Egan para instalarlo.
Jobs le confió a Egan, igual que había hecho con algunos otros amigos, su premonición de que no tendría una vida larga, y por eso se mostraba tan decidido e impaciente. «Sentía una especie de urgencia por todo lo que quería conseguir», comentó Egan después. La relación se enfrió en el otoño de 1984, cuando ella le dejó claro que todavía era demasiado joven para pensar en casarse.
Poco después de aquello, a principios de 1985, justo cuando comenzaba a formarse en Apple todo el alboroto con Sculley, Jobs se dirigía a una reunión cuando reparó en un hombre que trabajaba para la Fundación Apple, que se ocupaba de suministrar ordenadores a organizaciones sin ánimo de lucro. En el despacho de aquel hombre se encontraba una mujer esbelta y rubísima que combinaba un aire de pureza natural propia del hippy con la sólida sensibilidad de una consultora informática. Se llamaba Tina Redse, y había trabajado en la People’s Computer Company. «Era la mujer más guapa que había visto en mi vida», recordaba Jobs.
La llamó al día siguiente y le pidió que fuera a cenar con él. Ella le dijo que no, puesto que vivía con su novio. Unos días más tarde, Jobs la llevó a dar un paseo por un parque cercano y volvió a pedirle una cita, y en esta ocasión ella le dijo a su novio que quería ir. Era una mujer muy sincera y abierta. Tras la cena, Tina se puso a llorar, porque sabía que su vida estaba a punto de verse perturbada. Y así fue. A los pocos meses, se mudó a la mansión sin amueblar de Woodside. «Fue la primera persona de la que estuve realmente enamorado —declaró Jobs después—. Teníamos una conexión muy profunda. No creo que nadie llegue nunca a comprenderme mejor que ella».
Redse venía de una familia problemática, y Jobs compartió con ella su propio dolor por haber sido dado en adopción. «A ambos nos habían hecho daño durante nuestra infancia —recordaba Redse—. Él me dijo que los dos éramos unos inadaptados, y que por eso estábamos tan bien juntos». Ambos eran muy apasionados y propensos a las muestras públicas de afecto. Las sesiones de besuqueos en el vestíbulo de NeXT son muy recordadas por los empleados. También lo eran las peleas, que tenían lugar en los cines y frente a los visitantes de Woodside. Aun así, él alababa constantemente la pureza y naturalidad de Redse. También le atribuía todo tipo de virtudes espirituales. Como bien señaló la sensata Joanna Hoffman cuando habló del enamoramiento de Jobs con aquella mujer de otro planeta, «Steve tenía una cierta tendencia a ver las vulnerabilidades y neurosis de la gente y a convertirlas en atributos espirituales».
Durante la destitución de Jobs de Apple en 1985, Redse viajó con él a Europa, adonde Steve había ido a lamerse las heridas. Mientras paseaban una tarde por un puente sobre el Sena, juguetearon con la idea —más romántica que seria— de quedarse en Francia e instalarse allí, quizá de manera indefinida. Redse estaba dispuesta, pero Jobs no quería. Había salido escaldado, pero todavía era ambicioso. «Soy un reflejo de lo que hago», le dijo. Ella recordó aquel momento en París en un emotivo correo electrónico que le envió veinticinco años más tarde, después de que hubieran seguido caminos separados, aunque manteniendo su conexión espiritual:
Nos encontrábamos sobre un puente parisino en el verano de 1985. El cielo estaba nublado. Nos inclinamos sobre la suave barandilla de piedra y nos quedamos mirando como el agua verde pasaba bajo nosotros. Tu mundo se había partido y después se detuvo, a la espera de volver a articularse en torno a lo que fuera que eligieras a continuación. Yo quería huir de lo que nos había precedido. Traté de convencerte de que empezaras una nueva vida junto a mí en París, para que nos desembarazáramos de quienes éramos antes y nos dejáramos arrastrar por algo nuevo. Yo quería que atravesáramos a rastras el abismo negro de tu mundo destruido y surgiéramos, anónimos y nuevos, en unas vidas sin complicaciones en las que yo pudiera prepararte sencillas cenas y pudiéramos estar juntos todos los días, como niños que juegan sin otro propósito que el de jugar. Me gusta creer que lo meditaste antes de reír y contestar: «¿Y qué iba a hacer? A mí ya nadie me va a dar trabajo». Me gusta creer que en ese momento de duda, antes de que nuestro audaz futuro nos reclamara, compartimos juntos aquella posible vida hasta llegar a una pacífica vejez, con un montón de nietos a nuestro alrededor en una granja del sur de Francia, mientras transcurrían los días calmados, cálidos y plenos como una hogaza de pan tierno, con nuestro pequeño mundo lleno del aroma de la paciencia y la familiaridad.
La relación siguió adelante de forma irregular durante cinco años. Redse detestaba vivir en la casa apenas amueblada de Woodside. Jobs había contratado a una pareja joven muy moderna, que había trabajado en Chez Panisse, como administradores de la casa y cocineros vegetarianos, y le hacían sentirse como una intrusa. Algunas veces se marchaba a su apartamento en Palo Alto, especialmente después de mantener alguna de sus apasionadas discusiones con Jobs. «La desatención es una forma de abuso», garabateó en una ocasión en la pared que conducía desde la entrada a su dormitorio. Estaba cautivada por él, pero también le frustraba lo poco atento que podía llegar a ser. Más tarde recordó lo increíblemente doloroso que resultaba estar enamorada de alguien tan egocéntrico. Sentía que preocuparse profundamente de alguien aparentemente incapaz de prestarte su atención era un tipo particular de infierno que no le desearía a nadie.
Eran diferentes en muchísimos aspectos. «En la escala entre la amabilidad y la crueldad, se encuentran cerca de los polos opuestos», afirmó Hertzfeld en una ocasión. La amabilidad de Redse se hacía notar en los gestos grandes y en los pequeños. Siempre les daba limosna a los mendigos, participaba como voluntaria en la atención de pacientes con enfermedades mentales (como su padre, convaleciente) y se aseguró de que Lisa —e incluso Chrisann— se sintieran cómodas con ella. Fue la persona que más contribuyó a la hora de convencer a Jobs para que pasara más tiempo con Lisa. Sin embargo, le faltaban la ambición o la determinación que él poseía. El aire etéreo que le hacía parecer tan espiritual a ojos de Jobs también dificultaba que ambos sintonizaran. «Su relación era increíblemente tormentosa —comentó Hertzfeld—. Debido a su diferente personalidad, se enzarzaban en montones y montones de peleas».
También mantenían una diferencia filosófica básica acerca de si los gustos estéticos eran algo fundamentalmente individual, como defendía Redse, o si había una estética ideal y universal que la gente debía aprender, como pensaba Jobs. Ella lo acusaba de estar demasiado influido por el movimiento Bauhaus. «Steve creía que nuestra misión era formar el sentido estético de los demás, enseñarles qué debería gustarles —recordaba—. Yo no comparto esa perspectiva. Creo que si escuchamos con atención, tanto dentro de nosotros mismos como al resto, somos capaces de permitir que las ideas innatas y verdaderas que hay en nosotros salgan a la luz».
Cuando pasaban juntos largos períodos de tiempo, las cosas no funcionaban bien. Sin embargo, cuando estaban separados, Jobs suspiraba de amor por ella. Al final, en el verano de 1989, él le pidió matrimonio. Redse no podía hacerlo. Les dijo a sus amigos que algo así acabaría volviéndola loca. Se había criado en un hogar inestable, y su relación con Jobs mostraba demasiadas similitudes. Añadió que eran polos opuestos que se atraían, pero que la combinación resultaba demasiado explosiva. «Yo no podría haber sido una buena esposa para “Steve Jobs”, el icono —explicó posteriormente—. Se me habría dado fatal en muchos sentidos. En lo relativo a nuestras interacciones personales, yo no podía tolerar su falta de amabilidad. No quería herirlo, pero tampoco quería quedarme allí plantada y ver cómo hería a otras personas. Era una tarea dolorosa y agotadora».
Después de la ruptura, Redse ayudó a fundar OpenMind, una red californiana de recursos sobre salud mental. Una vez leyó en un manual de psiquiatría información acerca del trastorno narcisista de la personalidad y pensó que Jobs se adecuaba perfectamente a la descripción. «Se ajustaba con tanta claridad y explicaba tantos conflictos a los que nos habíamos enfrentado, que me di cuenta de que esperar que se volviera más agradable o menos egocéntrico era como esperar que un ciego pudiera ver —afirmó—. También explicaba alguna de las elecciones que tomó con respecto a su hija Lisa por aquel entonces. Creo que el problema es la empatía, el hecho de carecer de ella».
Posteriormente, Redse se casó, tuvo dos hijos y se divorció. De vez en cuando, Jobs suspiraba por su amor, incluso estando felizmente casado. Y cuando comenzó su batalla contra el cáncer, ella se puso de nuevo en contacto con él para ofrecerle su apoyo. Se volvía muy sensible siempre que recordaba su relación con Jobs. «Aunque nuestros valores estaban enfrentados y hacían imposible tener la relación que una vez habíamos deseado —me dijo—, el amor y el cariño que sentí por él hace décadas han seguido vivos». Del mismo modo, Jobs comenzó de pronto a llorar una tarde mientras estaba sentado en su salón recordando el tiempo pasado con ella. «Era una de las personas más puras que he conocido —afirmó con las lágrimas resbalándole por las mejillas—. Había algo espiritual en ella y algo espiritual en la conexión que compartíamos». Aseguró haber lamentado siempre su incapacidad para lograr que la relación funcionase, y sabía que ella también lo sentía. Sin embargo, no estaba destinado a ocurrir, y así lo habían acordado los dos.
LAURENE POWELL
A estas alturas, y basándose en los datos de su historial amoroso, una casamentera podría haber elaborado un retrato robot de la mujer adecuada para Jobs. Inteligente pero sencilla. Suficientemente dura como para hacerle frente, pero suficientemente zen como para elevarse por encima de la agitación de su vida. Con buena formación e independiente, pero dispuesta a adaptarse a él y a la creación de una familia. Sensata, pero con un toque etéreo. Con sentido común suficiente como para saber controlarlo, pero lo suficientemente segura de sí misma como para no necesitar hacerlo constantemente. Y tampoco le vendría mal ser una rubia guapa y esbelta con sentido del humor a la que le gustara la comida vegetariana orgánica. En octubre de 1989, después de la ruptura con Tina Redse, una mujer exactamente así entró en su vida.
Para ser más concretos, una mujer exactamente así entró en su aula. Jobs había accedido a impartir una charla como parte de una serie de ponencias de expertos en la Facultad de Estudios Empresariales de Stanford un jueves por la tarde. Laurene Powell era una estudiante recién llegada a la facultad, y un chico de su clase la invitó a asistir al acto. Llegaron tarde y todos los asientos estaban ocupados, así que se aposentaron en el pasillo. Cuando un bedel les dijo que debían moverse, Powell se llevó a su amigo a la primera fila y se instalaron en dos de los puestos reservados que había allí. Al llegar, a Jobs le habían asignado el asiento contiguo al de ella. «Miré a mi derecha y me encontré con una chica muy guapa, así que empezamos a hablar mientras yo esperaba a que me presentaran», recordaba Jobs. Estuvieron charlando un poco, y Lauren bromeó asegurando que estaba allí sentada porque había ganado un sorteo. Dijo que su premio era que él debía llevarla a cenar. «Era un tipo adorable», afirmó ella después.
Tras el discurso, Jobs se quedó al borde del escenario charlando con algunos estudiantes. Vio como Powell se iba, regresaba hasta la muchedumbre y volvía a irse. Salió corriendo tras ella, chocándose con el decano, que trataba de llamar su atención para hablar con él. Tras alcanzarla en el aparcamiento, le dijo: «Perdona, pero ¿no habías dicho algo sobre una rifa que habías ganado en la que se supone que debo llevarte a cenar?». Ella se rio. «¿Qué tal te va el sábado?», preguntó él. Ella accedió y le dio su número. Jobs se dirigió a su coche para conducir hasta la bodega de Thomas Fogarty, en las montañas de Santa Cruz, sobre Woodside, donde el grupo encargado de las ventas a centros educativos de NeXT estaba celebrando una cena. Entonces, de pronto, se detuvo y dio media vuelta. «Pensé: “Vaya, prefiero cenar con ella antes que con el grupo de ventas”, así que volví a su coche y le pregunté qué le parecería ir a cenar esa misma noche». Ella aceptó. Era una hermosa tarde de otoño, caminaron hasta Palo Alto y entraron en un original restaurante vegetariano llamado St. Michael’s Alley. Al final se quedaron allí cuatro horas. «Hemos estado juntos desde entonces», aseguró él.
Avie Tevanian se encontraba en el restaurante-bodega a la espera del resto del grupo de NeXT. «A veces no podías confiar en que Steve acudiera a sus compromisos, pero cuando hablé con él me di cuenta de que le había surgido algo especial», comentó. En cuanto Powell llegó a casa, después de medianoche, llamó a su mejor amiga, Kathryn (Kat) Smith, que se encontraba en Berkeley, y le dejó un mensaje en el contestador. «¡No te vas a creer lo que me acaba de pasar! —anunciaba—. ¡No te vas a creer a quién he conocido!». Smith la llamó a la mañana siguiente y escuchó su historia. «Habíamos oído hablar de Steve, y era una persona que nos interesaba porque éramos estudiantes de empresariales», recordaba ella.
Andy Hertzfeld y algunos otros especularon más tarde sobre la posibilidad de que Powell hubiera estado urdiendo un plan para encontrarse con Jobs. «Laurene es muy agradable, pero puede ser algo calculadora, y creo que Steve fue su objetivo desde el principio —afirmó Hertzfeld—. Su compañera de piso en la universidad me dijo que Laurene tenía portadas de revistas con la cara de Steve y había jurado que acabaría conociéndolo. Si fuera cierto que Steve fue manipulado, la cosa tendría su gracia». Sin embargo, Powell insistió después en que aquel no había sido el caso. Solo acudió a la charla porque su amigo quería ir, y no estaba muy segura ni de a quién iban a ver. «Sabía que Steve Jobs era el orador, pero el rostro en el que pensaba era el de Bill Gates —recordaba—. Los tenía confundidos. Era el año 1989. Él trabajaba en NeXT, y tampoco era para tanto la impresión que me causaba. No me entusiasmaba demasiado la idea de asistir, pero a mi amigo sí, así que allá fuimos».
«Solo hay dos mujeres en mi vida de las que haya estado realmente enamorado: Tina y Laurene —confesó Jobs después—. Creí que estaba enamorado de Joan Baez, pero en realidad solo me gustaba mucho. Fueron únicamente Tina y después Laurene».
Laurene Powell, nacida en Nueva Jersey en 1963, había aprendido a ser autosuficiente desde una edad muy temprana. Su padre era un piloto del Cuerpo de Marines de Estados Unidos que murió heroicamente cuando se estrelló en Santa Ana, California. Había estado guiando a un avión averiado de forma que pudiera aterrizar, y cuando este golpeó al suyo, siguió pilotando para evitar estrellarse contra un área residencial, en lugar de pulsar el botón de eyección y salvar su vida. El segundo matrimonio de la madre de Laurene dio lugar a una situación familiar terrible, pero ella sentía que no podía divorciarse porque no tenía medios para mantener a su gran familia. Durante diez años, Laurene y sus tres hermanos tuvieron que sufrir en un hogar cargado de tensión y mantener un buen comportamiento mientras trataban de aislarse de sus problemas. Ella lo logró. «La lección que aprendí estaba muy clara, y era que siempre quise ser autosuficiente —afirmó—. Aquello me enorgullecía. Mi relación con el dinero es la de una herramienta que sirve para ser independiente, pero no es algo que forme parte de quien soy».