Steve Jobs

Steve Jobs


20. Un tipo corriente

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Tras licenciarse en la Universidad de Pensilvania, trabajó en Goldman Sachs como estratega de inversiones de renta fija, un puesto en el que manejaba enormes sumas de dinero, que debía invertir por cuenta de la empresa.

Jon Corzine, su jefe, trató de hacer que se quedara en Goldman, pero ella decidió que el trabajo le resultaba poco edificante. «Podías llegar a tener un gran éxito —comentó—, pero simplemente contribuías a la formación de capital». Así pues, después de tres años, dejó su trabajo y se fue a Italia, a Florencia, donde vivió durante ocho meses antes de matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Stanford.

Después de la cena del jueves por la noche, aquel mismo sábado Powell invitó a Jobs a su apartamento de Palo Alto. Kat Smith condujo desde Berkeley y fingió ser su compañera de piso para poderlo conocer también. Recordaba que la relación se volvió muy apasionada. «Se andaban besuqueando todo el rato —comentó Smith—. Él estaba cautivado por ella, y me llamaba para preguntarme: “¿Tú qué crees, le gusto?”. Y a mí me parecía una situación muy extraña, con un personaje así de importante llamándome por teléfono».

Esa Nochevieja de 1989, los tres fueron a Chez Panisse, el célebre restaurante de Alice Waters en Berkeley. Les acompañaba Lisa, la hija de Jobs, que tenía por aquel entonces once años. Algo ocurrido durante la cena hizo que Jobs y Powell comenzaran a discutir. Abandonaron el restaurante por separado y Powell acabó pasando la noche en el apartamento de Kat Smith. A las nueve de la mañana siguiente oyeron como llamaban a la puerta y Smith fue a abrir. Allí estaba Jobs, aguantando bajo la lluvia mientras sujetaba unas flores silvestres que había recogido. «¿Puedo pasar para ver a Laurene?», preguntó. Ella aún seguía dormida, y él entró en su habitación. Pasaron un par de horas, mientras Smith esperaba en el salón, sin poder entrar a por su ropa. Al final optó por ponerse un abrigo encima del camisón y bajar a la cafetería Pete’s Coffee a comer algo. Jobs no salió de allí hasta pasado el mediodía. «Kat, ¿puedes venir un momento? —le preguntó. Todos se reunieron en el dormitorio—. Como sabes, el padre de Laurene murió y su madre no está aquí, y dado que eres su mejor amiga, voy a preguntarte algo —anunció—. Me gustaría casarme con Laurene. ¿Querrás darme tu bendición?».

Smith trepó a la cama y reflexionó un momento. «¿A ti te parece bien?», le preguntó a Powell. Cuando ella asintió, Smith anunció: «Bueno, ahí tienes tu respuesta».

Sin embargo, aquella no era una contestación definitiva. Jobs tenía tendencia a concentrarse en algo con intensidad malsana durante un tiempo y entonces, de pronto, desviaba su atención hacia otra cosa. En el trabajo se concentraba en lo que quería, cuando quería, y todos los demás asuntos le resultaban indiferentes, independientemente del esfuerzo que hubieran puesto los demás por lograr que él se involucrara. En su vida personal se comportaba de la misma forma. Había ocasiones en las que Powell y él realizaban muestras públicas de afecto tan intensas que avergonzaban a quienes se encontraran en su presencia, incluidas Kat Smith y la madre de Powell. Por las mañanas, en la mansión apenas amueblada de Woodside, él despertaba a Powell con la canción a todo volumen «She Drives Me Crazy», de los Fine Young Cannibals. Sin embargo, en otras ocasiones la ignoraba por completo. «Steve fluctuaba entre una intensa concentración en la que ella era el centro del universo y un estado frío y distante centrado en su trabajo —afirmó Smith—. Tenía la capacidad de concentrarse como un rayo láser, y cuando te apuntaba con él, podías deleitarte con la luz de su atención. Sin embargo, cuando se desviaba a cualquier otro punto, te quedabas completamente a oscuras. Aquello le resultaba muy confuso a Laurene».

Una vez que ella aceptó la propuesta de matrimonio el primer día de 1990, él no volvió a mencionarlo durante varios meses. Al final, Kat Smith se encaró con él mientras se sentaban al borde del arenero de un parque en Palo Alto. ¿Qué estaba pasando? Jobs respondió que necesitaba sentirse seguro de que Laurene podía hacer frente a la vida que él llevaba y al tipo de persona que era. En septiembre ella se hartó de esperar y se fue de casa. Al mes siguiente, Jobs le regaló un anillo de compromiso con un diamante y ella regresó de nuevo.

En diciembre, Jobs llevó a Powell a su lugar de vacaciones favorito, Kona Village, en Hawai. Había comenzado a ir allí nueve años antes, cuando, estresado por su trabajo en Apple, le había pedido a su ayudante que le eligiera un lugar al que escapar. A primera vista, no le agradó el grupo de bungalows con techo de paja repartidos sobre una playa en la gran isla de Hawai. Era un lugar de vacaciones familiar, con un comedor comunitario. Sin embargo, en cuestión de horas, había comenzado a verlo como un paraíso. Había allí una sencillez y una belleza austera que lo conmovían, y regresaba a aquel lugar siempre que podía. Disfrutó especialmente de estar allí ese diciembre junto a Powell. Su amor había madurado. En Nochebuena le había vuelto a decir, con mayor formalidad aún, que quería casarse con ella. Pronto se sumó otro factor a la toma de aquella decisión. Mientras se encontraban en Hawai, Powell se quedó embarazada. «Sabemos exactamente dónde ocurrió», comentó después Jobs con una carcajada.

18 DE MARZO DE 1991: LA BODA

El embarazo de Powell no puso punto final al asunto. Jobs comenzó de nuevo a mostrarse reacio ante la idea del matrimonio, a pesar de que se había declarado en dos ocasiones con gran teatralidad, tanto al principio como al final del año 1990. Ella, furiosa, se fue de casa de Jobs y regresó a su apartamento. Durante un tiempo, él se mostraba enfurruñado o ignoraba la situación. Entonces, pensó que podía estar todavía enamorado de Tina Redse. Le envió rosas y trató de convencerla para que volviera con él, puede que incluso para que se casaran. No estaba seguro de lo que quería, y sorprendió a una gran cantidad de amigos e incluso de conocidos al consultarles qué debía hacer. Les preguntaba quién era más guapa, ¿Tina o Laurene? ¿Cuál de las dos les gustaba más? ¿Con quién debería casarse? En un capítulo al respecto en la novela de Mona Simpson A Regular Guy, el personaje de Jobs «le preguntó a más de cien personas quién pensaban que era más guapa». Sin embargo, aquello no era ficción, aunque en realidad probablemente fueran menos de cien.

Al final acabó adoptando la decisión correcta. Tal y como Redse ya les había dicho a sus amigos, ella no habría sobrevivido en caso de volver con Jobs, y su matrimonio tampoco. Aunque él aún suspiraba por la naturaleza espiritual de su conexión con Redse, mantenía una relación mucho más sólida con Powell. Le gustaba, la quería, la respetaba y se sentía cómodo con ella. Quizá pensara que no era demasiado mística, pero representaba una base de sensatez sobre la que asentar su vida. Muchas de las otras mujeres con las que había estado, empezando por Chrisann Brennan, tenían un gran componente de debilidad emocional e inestabilidad, pero Powell no. «Tiene la mayor suerte del mundo por haber acabado junto a Laurene; es lista y puede hacerle frente intelectualmente, controlar sus altibajos y su tempestuosa personalidad —afirmó Joanna Hoffman—. Al no ser una neurótica, Steve puede pensar que no es tan mística como Tina o algo parecido, pero eso es una tontería». Andy Hertzfeld estaba de acuerdo. «Laurene se parece mucho a Tina, pero es completamente diferente porque es más dura y con un mayor blindaje. Por eso su matrimonio funciona».

Jobs era muy consciente de todo aquello. A pesar de su confusión sentimental, el matrimonio resultó duradero y estuvo marcado por la lealtad y la fidelidad. Juntos lograron superar todos los contratiempos y las dificultades emocionales que salieron a su paso.

Avie Tevanian pensó que Jobs necesitaba una despedida de soltero. Esta no era una empresa tan fácil como pudiera parecer. A Jobs no le gustaba salir de fiesta y no contaba con una pandilla de amigos varones. Ni siquiera contaba con un padrino. Así pues, la fiesta consistió simplemente en Tevanian y Richard Crandall, un profesor de informática de Reed que había pedido una excedencia para trabajar en NeXT. Tevanian alquiló una limusina y, cuando llegaron a casa de Jobs, Powell abrió la puerta vestida con un traje y adornada con un falso bigote, y les dijo que quería acompañarlos como uno más de los chicos. Aquello solo era una broma, y al rato los tres solteros, ninguno de los cuales solía beber alcohol, se dirigían a San Francisco para ver si podían organizar su propia versión edulcorada de una despedida de soltero.

Tevanian no había conseguido reservar mesa en Greens, el restaurante vegetariano situado en Fort Mason que le gustaba a Jobs, así que se dirigieron a un elegante restaurante de un hotel. «No quiero comer aquí», anunció Jobs en cuanto les pusieron el pan en la mesa. Los hizo levantarse y marcharse, ante el horror de Tevanian, que todavía no estaba acostumbrado a los modales de Jobs en los restaurantes. Así pues, él los llevó al Café Jacqueline, en North Beach, el restaurante especializado en suflés que tanto le gustaba, y que era de hecho una opción mejor. Posteriormente, atravesaron el puente Golden Gate con la limusina hasta llegar a un bar de Sausalito, donde los tres pidieron chupitos de tequila, pero solo les dieron pequeños sorbos. «No fue una despedida de soltero para tirar cohetes, la verdad, pero era lo mejor que pudimos preparar para alguien como Steve, y nadie más se ofreció voluntario para ello», recordaba Tevanian. Jobs apreció su esfuerzo. Dijo que quería que Tevanian se casara con su hermana, Mona Simpson. Aunque aquello no llegó a fraguar, él lo interpretó como un símbolo de afecto.

Powell ya iba sobre aviso acerca de dónde iba a meterse. Mientras planeaba la boda, la persona que iba a diseñar la caligrafía de las invitaciones llegó a casa para mostrarle algunas opciones. No había ningún mueble donde pudiera sentarse, así que se instaló en el suelo y allí desplegó sus muestras. Jobs las miró durante unos instantes y entonces se levantó y salió del salón. Esperaron a que regresara, pero no lo hizo. Pasado un rato, Powell fue a buscarlo a su habitación. «Deshazte de ella —le pidió—. No puedo seguir mirando esas porquerías. Son una mierda».

El 18 de marzo de 1991, Steven Paul Jobs, de treinta y seis años, se casó con Laurene Powell, de veintisiete, en el pabellón Ahwahnee del Parque Nacional de Yosemite. Construido durante los años veinte, el Ahwahnee es una inmensa mole de piedra, hormigón y madera diseñada con un estilo mezcla del art decó, el movimiento Arts and Crafts y la predilección de los responsables del parque por las inmensas chimeneas de piedra. Sus mayores ventajas son las vistas. Cuenta con ventanas que van del suelo al techo, desde las cuales se divisan el Medio Domo y las cataratas de Yosemite.

Acudieron unas cincuenta personas, incluidos el padre de Steve, Paul Jobs, y su hermana, Mona Simpson, que llegó acompañada de su prometido, Richard Appel, un abogado más tarde convertido en escritor de comedia televisiva (como guionista de Los Simpson, bautizó a la madre de Homer con el nombre de su esposa). Jobs insistió en que todos llegaran al sitio a bordo de un autocar contratado por él; quería controlar todos los pormenores del acontecimiento.

La ceremonia se celebró en el solárium, en medio de una fuerte nevada y con el Glacier Point apenas visible en la lejanía. La ofició el que había sido durante mucho tiempo maestro de soto zen de Jobs, Kobun Chino, quien agitó un palo, golpeó un gong, encendió varillas de incienso y entonó un cántico entre dientes que resultó incomprensible para la mayoría de los invitados. «Pensé que estaba borracho», comentó Tevanian. No lo estaba. La tarta de boda tenía la forma del Medio Domo, la cima granítica situada en un extremo del valle de Yosemite, pero, como era estrictamente vegana —preparada sin huevos, leche o cualquier alimento refinado—, buena parte de los invitados opinaron que resultaba incomestible. Posteriormente todos fueron a hacer un poco de excursionismo, y los tres robustos hermanos de Powell se enzarzaron en una batalla de bolas de nieve llena de placajes y alboroto. «Ya ves, Mona —le dijo Jobs a su hermana—, Laurene desciende de Joe Namath, y nosotros de John Muir».

UN HOGAR FAMILIAR

Powell compartía el interés de su esposo por los productos naturales. Mientras se encontraba en la Facultad de Estudios Empresariales había trabajado a tiempo parcial en Odwalla, la empresa fabricante de zumos, y allí colaboró en el desarrollo del primer plan de marketing de esa marca. Tras casarse con Jobs pensó que era importante seguir con su vida profesional, puesto que había aprendido de su madre la necesidad de ser autosuficiente. Así pues, fundó su propia compañía, Terravera, que preparaba comida orgánica lista para su consumo y la distribuía por las tiendas de todo el norte de California.

En lugar de instalarse en la aislada y algo inquietante mansión sin amueblar de Woodside, la pareja se mudó a una casita sencilla y encantadora situada en la esquina de un barrio familiar de Palo Alto. Era un entorno ciertamente privilegiado —entre sus vecinos estaban John Doerr, el visionario inversor de capital riesgo; Larry Page, el fundador de Google, y Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, además de Andy Hertzfeld y Joanna Hoffman—, pero las viviendas no eran ostentosas, y no había altos setos o largos caminos de entrada que ocultaran las casas. En vez de eso, se encontraban cobijadas y alineadas en parcelas a lo largo de calles tranquilas y rectas flanqueadas por agradables aceras. «Queríamos vivir en un barrio donde los niños pudieran ir caminando a ver a sus amigos», comentó Jobs en una ocasión.

La casa no tenía el estilo moderno y minimalista que Jobs habría elegido de haber construido la vivienda desde cero. Tampoco era una gran mansión inconfundible que hiciera que la gente se parase a admirarla mientras conducía por esa calle de Palo Alto. Había sido erigida en la década de los treinta por un arquitecto local llamado Carr Jones, especializado en la construcción de detalladas viviendas con el estilo de cuento de hadas típico de algunas casitas de campo inglesas y francesas.

La casa, de dos plantas, estaba hecha de ladrillo rojo y vigas de madera vistas, contaba con un tejado de líneas curvas y recordaba a una clásica cabaña de campo inglesa o quizá a la vivienda donde habría podido residir un hobbit acomodado. El único toque californiano eran los jardines laterales característicos de la zona, inspirados en las misiones españolas. El salón, de dos plantas y con el techo abovedado, era de estilo informal, con suelo de baldosas de terracota. En un extremo se encontraba una ventana triangular acabada en punta en el techo. Los cristales eran de colores cuando Jobs compró la casa, como los de una capilla, pero él los sustituyó por unos transparentes. La otra remodelación que Powell y él llevaron a cabo fue la de ampliar la cocina para incluir un horno de leña para pizzas y espacio suficiente para una larga mesa de madera, que pasó a convertirse en el punto de reunión principal de la familia. Se suponía que aquellas reformas iban a durar un total de cuatro meses, pero se alargaron hasta los dieciséis, porque Jobs seguía modificando el diseño una y otra vez. También compraron la pequeña casa situada en la parcela trasera y la echaron abajo para crear un patio, que Powell convirtió en un hermoso huerto natural abarrotado de un sinfín de flores de temporada, además de verduras y hierbas aromáticas.

Jobs quedó fascinado ante la forma en que Carr Jones empleaba materiales viejos, como ladrillos usados y madera sacada de postes telefónicos, para ofrecer una estructura sencilla y sólida. Las vigas de la cocina habían sido utilizadas para los moldes de los cimientos de hormigón del puente Golden Gate, que se estaba construyendo en la época en la que se erigió la casa. «Era un artesano cuidadoso y autodidacta —comentó Jobs mientras señalaba diversos detalles—. Se preocupaba más por la innovación que por ganar dinero, y no llegó a hacerse rico. Nunca había salido de California. Todas sus ideas provenían de los libros que leía en la biblioteca y de la revista Architectural Digest».

Jobs nunca había llegado a amueblar su casa más allá de algunos elementos esenciales: un armario con cajones y un colchón en su dormitorio, además de una pequeña mesa y algunas sillas plegables en lo que habría sido el comedor. Quería rodearse únicamente de objetos que pudiera admirar, y aquello hacía que resultara difícil salir a comprar muchos muebles. Ahora que vivía en una casa normal con su esposa (y, en poco tiempo, con su hijo), tenía que realizar algunas concesiones por pura necesidad. Sin embargo, le resultaba duro. Compraron camas y armarios, y un equipo de música para el salón, pero algunos elementos, como los sofás, tardaron más en llegar. «Estuvimos hablando sobre hipotéticos muebles durante ocho años —recordaba Powell—. Pasamos mucho tiempo preguntándonos: “¿Cuál es el propósito de un sofá?”». Comprar los electrodomésticos también era una tarea filosófica y no un mero acto impulsivo. Años más tarde Jobs describió para la revista Wired el proceso que les llevó a comprar una nueva lavadora:

Resulta que en Estados Unidos todas las lavadoras y secadoras están mal hechas. Los europeos las fabrican mucho mejor… ¡pero tardan el doble con la ropa! Por lo visto la lavan con la cuarta parte de agua, y las prendas acaban con mucho menos detergente, pero lo más importante es que no te destrozan la ropa. Utilizan mucho menos jabón y mucha menos agua, pero las prendas salen mucho más limpias y suaves, y duran mucho más tiempo. Pasé bastante tiempo con mi familia hablando acerca de cuál era el equilibrio al que queríamos llegar. Al final acabamos hablando mucho de diseño, pero también de los valores de nuestra familia. ¿Qué nos importaba más? ¿Que la colada estuviera lista en una hora en lugar de en una hora y media? ¿Que las prendas quedaran muy suaves y durasen más? ¿Nos preocupábamos por utilizar solo la cuarta parte del agua? Pasamos unas dos semanas hablando de estos temas todas las noches en la mesa del comedor.

Al final acabaron por comprar una lavadora y una secadora de Miele, fabricadas en Alemania. «Aquellos electrodomésticos me han hecho más ilusión que cualquier otro utensilio de alta tecnología en años», aseguró Jobs.

La única obra de arte que Jobs compró para el salón de techo abovedado era una impresión de una fotografía de Ansel Adams que representaba un amanecer invernal en la cordillera estadounidense de Sierra Nevada, tomada desde Lone Pine, en California. Adams había creado aquel inmenso mural para su propia hija, pero posteriormente lo puso en venta. En cierta ocasión la encargada de la limpieza en casa de Jobs la frotó con un paño húmedo, y Jobs localizó a una persona que había trabajado con Adams para que fuera a la casa, le retirara una capa y la restaurara.

La casa era tan sencilla que Bill Gates quedó algo desconcertado cuando fue a visitarlo con su esposa. «¿Aquí vivís todos vosotros?», preguntó Gates, que en aquel momento se encontraba en medio del proceso de comprar una mansión de más de seis mil metros cuadrados cerca de Seattle. Incluso tras regresar a Apple y convertirse en un multimillonario de renombre mundial, Jobs nunca tuvo un equipo de seguridad o criados internos, e incluso dejaba durante el día abierta la puerta trasera de su casa.

Desgraciadamente, su único problema de seguridad vino de la mano de Burrell Smith, el ingeniero de software del Macintosh de rostro angelical y cabello ensortijado que había sido compañero de Andy Hertzfeld. Tras marcharse de Apple, Smith cayó en un trastorno bipolar maniacodepresivo con brotes de esquizofrenia. Vivía en una casa en la misma calle que Hertzfeld, y a medida que su enfermedad empeoraba comenzó a deambular desnudo por las calles, destrozando en ocasiones las ventanas de coches e iglesias. Comenzó a tomar una fuerte medicación, pero resultaba difícil calibrar adecuadamente las dosis. Hubo un momento en que sus demonios volvieron a atormentarlo y comenzó a ir a casa de Jobs por las tardes para lanzar piedras a las ventanas, dejar allí cartas llenas de divagaciones y, en una ocasión, lanzar un petardo al interior de la vivienda. Smith fue arrestado, y los cargos se retiraron cuando se sometió a un nuevo tratamiento. «Burrell era muy divertido e inocente, y de pronto, un día de abril, enloqueció —recordaba Jobs—. Fue algo muy extraño y terriblemente triste».

A continuación, Smith se retiró por completo a su mundo interior, fuertemente sedado, y en 2011 todavía recorría las calles de Palo Alto, incapaz de hablar con nadie, ni siquiera con Hertzfeld. Jobs estaba dispuesto a colaborar, y a menudo le preguntaba a Hertzfeld qué más podía hacer para ayudarlo. En cierta ocasión Smith acabó incluso en el calabozo y se negó a identificarse. Cuando Hertzfeld se enteró, tres días más tarde, llamó a Jobs y le pidió que le echase una mano para conseguir que lo liberaran. Este se puso manos a la obra, pero sorprendió a Hertzfeld con una pregunta: «Si me ocurriera algo similar, ¿te preocuparías tanto de mí como de Burrell?».

Jobs se quedó con su mansión de Woodside, situada en las montañas a unos quince kilómetros de Palo Alto. Quería echar abajo aquella construcción de 1925 de estilo neocolonial español con catorce habitaciones y había planeado sustituirla por una casa moderna de inspiración japonesa extremadamente sencilla y de un tercio del tamaño de la anterior. Sin embargo, durante más de veinte años se vio inmerso en una serie de farragosas batallas judiciales con los conservacionistas que querían preservar la construcción original, amenazada de ruina. En 2011 consiguió por fin el permiso para derribar la casa, pero para entonces había decidido que ya no quería construirse una segunda residencia.

Algunas veces, Jobs utilizaba la casa semiabandonada de Woodside —y especialmente su piscina— para celebrar fiestas familiares. Cuando Bill Clinton era presidente, él y su esposa, Hillary, se quedaban en un chalé de los años cincuenta situado en la finca cuando iban a visitar a su hija, que estudiaba en Stanford. Como tanto la casa principal como el chalé estaban sin amueblar, Powell llamaba a decoradores y marchantes de arte cuando el matrimonio Clinton iba a ir y les pagaba para que amueblaran temporalmente las casas. En una ocasión, poco después de que estallara el escándalo de Monica Lewinsky, Powell estaba realizando una última inspección de los muebles y advirtió que faltaba uno de los cuadros. Preocupada, les preguntó al equipo encargado de los preparativos y a los responsables del servicio secreto qué había ocurrido. Uno de ellos la llevó aparte y le explicó que era el cuadro de un vestido colgado de una percha, y que en vista del escándalo con el vestido azul en el asunto Lewinsky habían decidido esconderlo.

LISA SE MUDA

En medio del último curso de primaria de Lisa, sus profesores llamaron a Jobs. Se habían producido unos graves problemas, y seguramente lo mejor era que ella se fuera de la casa de su madre. Jobs se fue a dar un paseo con la joven, le preguntó cuál era la situación y le ofreció mudarse a vivir con él. Era una chica madura que acababa de cumplir los catorce años, y meditó su decisión durante dos días antes de aceptar. Ya sabía qué habitación quería: la que se encontraba a la derecha del cuarto de su padre. En una ocasión en que había estado sola allí sin nadie más en casa, la había probado tumbándose directamente en el suelo.

Fue una época dura. Chrisann Brennan iba allí algunas veces desde su casa, que se encontraba a unas pocas manzanas de distancia, y les gritaba desde el patio. Cuando le pregunté acerca de su comportamiento y de los motivos que condujeron a que Lisa se fuera de su casa, ella aseguró que todavía no había sido capaz de procesar en su mente lo que había ocurrido durante ese período. No obstante, después me envió un largo correo electrónico que, según me dijo, serviría para explicar la situación. En él decía:

¿Sabes cómo consiguió Steve que la ciudad de Woodside le diera permiso para echar abajo la casa que tenía allí? Había un grupo de gente que quería conservar el edificio debido a su valor histórico, pero Steve quería derribarla para construirse una casa con un huerto, así que dejó que la casa quedara en un estado tan abandonado y deteriorado a lo largo de los años que ya no había manera de salvarla. La estrategia que empleó para lograr lo que quería era sencillamente la de seguir el camino que requiriese una menor implicación y resistencia. Así, al no hacer ninguna reparación en la casa, y puede que incluso al dejar las ventanas abiertas durante años, el edificio se fue viniendo abajo. Genial, ¿verdad? Así tenía vía libre para seguir adelante con sus planes. De manera similar, Steve se dedicó a socavar mi eficacia y mi bienestar en la época en que Lisa tenía trece y catorce años para conseguir que se mudara a su casa.

Comenzó con una estrategia, pero después pasó a otra más sencilla que resultaba incluso más destructiva para mí y más problemática para Lisa. Puede que no fuera una maniobra muy íntegra, pero logró su objetivo.

Lisa vivió con Jobs y Powell durante los cuatro años de instituto en Palo Alto, y comenzó a utilizar el nombre de Lisa BrennanJobs. Él intentó ser un buen padre, pero en ocasiones se mostraba frío y distante. Cuando Lisa sentía que necesitaba escapar de allí, buscaba refugio en una familia amiga que vivía cerca. Powell trataba de apoyar a la joven, y era la que asistía a la mayoría de los actos escolares.

En su último curso de instituto, Lisa pareció florecer. Participó en el periódico de los estudiantes, The Campanile, y se convirtió en su codirectora. Junto con su compañero de clase Ben Hewlett, nieto del hombre que le dio su primer trabajo a su padre, formaba parte de un equipo que sacó a la luz unos aumentos de salario secretos que la junta del instituto les había asignado a algunos administradores. Cuando le llegó la hora de ir a la universidad, decidió que quería ir a la Costa Este. Pidió plaza en Harvard —falsificando la firma de su padre en la solicitud, porque él no estaba en la ciudad— y fue aceptada para el curso que comenzaba en 1996.

En Harvard, Lisa participó en el periódico universitario, The Crimson, y después en su revista literaria, The Advocate. Tras la ruptura con su novio de aquella época, pasó un año en el extranjero y estudió en el King’s College de Londres. La relación con su padre siguió siendo tempestuosa a lo largo de sus años de universidad. Cuando volvía a casa, eran propensos a discutir por nimiedades —qué se iba a servir para cenar, si ella le prestaba suficiente atención a sus hermanastros—, y entonces dejaban de hablarse, durante semanas o incluso meses. Las peleas en ocasiones se enconaban tanto que Jobs dejaba de pasarle una asignación, y entonces ella le pedía prestado dinero a Andy Hertzfeld o a otras personas. En cierto momento Hertzfeld le prestó a Lisa 20 000 dólares cuando ella pensaba que su padre no iba a pagarle la matrícula de la universidad. «Él se enfadó conmigo por haberle prestado el dinero a su hija —recordaba Hertzfeld—, pero llamó a primera hora de la mañana para que su contable me transfiriera aquel dinero». Jobs no asistió a la graduación de Lisa en Harvard en el año 2000. Afirmó que no había sido invitado.

Hubo, no obstante, algunos momentos agradables durante aquellos años, incluido un verano en el que Lisa regresó a casa y actuó en un concierto benéfico para la Electronic Frontier Foundation en el célebre auditorio Fillmore de San Francisco, que había alcanzado la fama por las actuaciones de los Grateful Dead, los Jefferson Airplane y Jimmy Hendrix. Ella cantó el himno de Tracy Chapman, «Talkin’ Bout a Revolution» (cuya letra en castellano comienza: «Los pobres se levantarán / y recibirán lo que les corresponde…»), mientras su padre la observaba desde el fondo sin dejar de acunar a su hija de un año, Erin.

Los altibajos entre Jobs y Lisa siguieron su curso después de que ella se mudase a Manhattan para trabajar como escritora por cuenta propia. Los problemas se exacerbaron debido a la frustrante relación de Jobs con Chrisann. Él había comprado una casa de 700 000 dólares para que viviera en ella y la había puesto a nombre de Lisa, pero Chrisann convenció a su hija para que le concediera su propiedad y, a continuación, la vendió y utilizó el dinero para viajar con un consejero espiritual e instalarse en París. Una vez que se le acabó el dinero, regresó a San Francisco y se convirtió en una artista que creaba «cuadros de luz» y mandalas budistas. «Soy una “conectora” y una visionaria que contribuye al futuro de la evolución de la humanidad y de la ascensión de la Tierra —anunciaba en su página web, que Hertzfeld le gestionaba—. Yo experimento las formas, los colores y las frecuencias sonoras de una vibración sagrada mientras creo los cuadros y convivo con ellos». Cuando Chrisann necesitó dinero para una molesta infección de los senos maxilares y un problema dental, Jobs se negó a dárselo, lo que hizo que Lisa volviera a dejar de hablarle durante unos años. Esta pauta se prolongó a lo largo del tiempo.

Mona Simpson utilizó todo aquello, además de su imaginación, como trampolín para su tercera novela, A Regular Guy, publicada en 1996. El personaje protagonista está basado en Jobs, y hasta cierto punto se mantiene fiel a la realidad: refleja su discreta generosidad y la compra de un coche especial para un amigo brillante que sufría una enfermedad degenerativa de los huesos, y también describe con precisión muchos aspectos de su relación con Lisa, incluida su negativa original a reconocer su paternidad. Sin embargo, otras partes son ficticias: Chrisann le había enseñado a Lisa a conducir desde una edad muy temprana, por ejemplo, pero la escena del libro en la que «Jane» conduce un camión sola por las montañas a los cinco años para encontrar a su padre, obviamente, no ocurrió nunca. Además, hay algunos detalles en la novela que, tal y como se dice en la jerga periodística, son demasiado jugosos para contrastarlos, como la desconcertante descripción del personaje basado en Jobs en la primera frase de la obra: «Era un hombre demasiado ocupado como para tirar de la cadena del retrete».

Desde un punto de vista superficial, la descripción ficticia de Jobs que se presenta en la novela parece algo dura. Simpson muestra a su protagonista como un hombre «incapaz de ver la necesidad de acoplarse a los deseos o caprichos de los demás». Su higiene también es tan cuestionable como la del auténtico Jobs. «No creía en el desodorante y a menudo defendía que con una dieta adecuada y un poco de jabón natural con menta ni se sudaba ni se desprendían malos olores». Con todo, la novela es lírica y compleja en muchos niveles, y hacia el final se presenta un retrato más completo de un hombre que pierde el control de la gran compañía que había fundado y aprende a apreciar a la hija a la que había abandonado. En la última escena el protagonista se queda bailando con su hija.

Jobs afirmó después que nunca había leído la novela. «Oí que trataba de mí —me dijo—, y si hubiera tratado de mí me habría cabreado muchísimo, y no quería cabrearme con mi hermana, así que no la leí». Sin embargo, le contó al New York Times, unas semanas después de la publicación del libro, que lo había leído y se había visto reflejado en el protagonista. «Cerca de una cuarta parte del personaje soy exactamente yo, incluidos los gestos —informó al periodista, Steve Lohr—, pero lo que no te voy a decir es qué cuarta parte es esa». Su esposa aseguró que, en realidad, Jobs le echó un vistazo al libro y le pidió a ella que lo leyera para ver qué debía pensar al respecto.

Simpson le envió el manuscrito a Lisa antes de su publicación, pero al principio ella no llegó más allá de la introducción. «En las primeras páginas me vi enfrentada a mi familia, mis anécdotas, mis cosas, mis pensamientos, a mí misma en el personaje de Jane —señaló—, y entre todas aquellas verdades había invenciones que para mí eran mentiras, y que se volvían más evidentes por su peligrosa similitud con la realidad». Lisa se sintió herida y escribió un artículo para el Advocate de Harvard en el que explicaba por qué. Su primer borrador estaba lleno de amargura, y entonces lo suavizó un poco antes de publicarlo. Se sentía traicionada por la amistad de Simpson. «Durante aquellos seis años, yo no sabía que Mona estaba recopilando información —escribió—. No sabía que, cuando buscaba consuelo en ella y recibía sus consejos, ella también estaba recibiendo algo». Al final, Lisa acabó reconciliándose con Simpson. Fueron a una cafetería a hablar sobre el libro, y Lisa le dijo que no había sido capaz de terminarlo. Simpson le aseguró que el final le gustaría. Lisa acabó, a lo largo de los años, manteniendo una relación intermitente con Simpson, pero fue más cercana que la que mantuvo con su padre.

NIÑOS

Cuando Powell dio a luz en 1991, unos meses después de casarse con Jobs, llamaron al niño «bebé Jobs» durante un par de semanas, porque decidirse por un nombre estaba resultando ser solo ligeramente menos difícil que elegir una lavadora. Al final, acabaron llamándolo Reed Paul Jobs. Su segundo nombre era el del padre de Jobs, y el primero (según insisten tanto Jobs como Powell) se lo pusieron porque sonaba bien y no porque fuera el nombre de la universidad de Jobs.

Reed resultó ser como su padre en muchos sentidos: incisivo e inteligente, con una mirada intensa y un encanto cautivador. Sin embargo, a diferencia de su padre, tenía unos modales agradables y una modesta elegancia. Era muy creativo —a veces incluso demasiado, puesto que le gustaba disfrazarse e interpretar a diferentes personajes cuando era niño—, y también un gran estudiante, interesado por la ciencia. Podía reproducir la mirada fija de su padre, pero era manifiestamente afectuoso y no parecía contar en su naturaleza ni con un ápice de la crueldad de su padre.

Erin Siena Jobs nació en 1995. Era un poco más callada y en ocasiones sufría por no recibir atención suficiente de su padre. Demostró el mismo interés que este por el diseño y la arquitectura, pero también aprendió a mantener razonablemente las distancias para que su desapego no le hiriese.

La hija menor, Eve, nació en 1998, y resultó ser una criatura enérgica, testaruda y divertida que, lejos de sentirse intimidada o necesitada de atención, sabía cómo tratar a su padre, negociar (y en ocasiones ganar) e incluso burlarse de él. Su padre bromeaba y afirmaba que ella sería la que acabaría por dirigir Apple algún día, eso si no llegaba antes a ser presidenta de Estados Unidos.

Jobs desarrolló una estrecha relación con Reed, pero con sus hijas se mostraba a menudo más distante. Igual que hacía con otras personas, en ocasiones les prestaba toda su atención, pero con la misma frecuencia las ignoraba por completo cuando tenía otras cosas en que pensar. «Se centra en su trabajo y a veces no ha estado presente cuando ellas lo necesitaban», declaró Powell. Hubo un momento en que Jobs le comentaba maravillado a su esposa lo bien que se estaban criando sus hijos, «especialmente teniendo en cuenta que yo no he estado siempre presente para ayudarlos». A Powell aquello le parecía divertido y algo irritante, porque ella había dejado su carrera profesional cuando Reed cumplió dos años y decidió que quería tener más hijos.

En 1995, el consejero delegado de Oracle, Larry Ellison, organizó una fiesta de cumpleaños cuando Jobs cumplió los cuarenta a la que asistieron todo tipo de magnates y estrellas de la tecnología. Se habían hecho buenos amigos, y a menudo se llevaba a la familia de Jobs en uno de sus muchos y lujosos yates. Reed comenzó a referirse a él como «nuestro amigo rico», lo cual ofrece una divertida prueba de cómo su padre evitaba las ostentosas demostraciones de riqueza. La lección que Jobs aprendió de sus días budistas era que las posesiones materiales tendían más a entorpecer la vida que a enriquecerla. «Todos los directores de empresa que conozco tienen un equipo de guardaespaldas —comentó—. Incluso los tienen metidos en casa. Es una forma absurda de vivir. Nosotros decidimos que no era así como queríamos criar a nuestros hijos».

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