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Día segundo » Capítulo 16

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Cuando Danny Mackay se puso la chaqueta deportiva de vicuña y se volvió para mirarse al espejo, experimentó un sobresalto, pero solo durante una décima de segundo. El dependiente no se dio cuenta. Le ocurría cada vez que se miraba a un espejo o se veía reflejado en alguno de los muchos escaparates de Rodeo Drive. Se miraba y veía el rostro de un desconocido con una recortada barbita, el cabello negro y unas gafas de montura de concha.

Era una impostura que tenía que recordar constantemente… ya no era el reverendo Danny Mackay adorado por millones de personas y a un paso de la Casa Blanca. Danny había estado a punto de delatarse aquella mañana cuando se desprendió del barato Toyota de Quinn y se compró un Jaguar de primera mano. No fue el dinero en efectivo lo que estuvo a punto de delatarle (los vendedores de automóviles de Beverly Hills estaban acostumbrados a toda clase de extravagantes transacciones monetarias), sino el momento en que tuvo que facilitar los datos para los documentos. Pero Danny disimulo su breve vacilación con una sonrisa y soltó una carcajada mientras abandonaba el local a bordo de su automóvil.

Desde allí se dirigió a Vuitton para comprarse un juego de maletas; después hizo una breve parada para adquirir el Rolex de quince mil dólares que se había prometido a sí mismo y ahora se encontraba en la casa Bragg de Rodeo, comprándose un vestuario nuevo, desde calzoncillos de seda hasta un abrigo de lana de cachemira. Y todo pagado al contado.

Mientras se quitaba la chaqueta de cuarenta mil dólares y se la entregaba al dependiente, diciendo: «Me la quedo», contempló al desconocido del espejo y pensó: «He vuelto a nacer, soy un fantasma que puede hacer lo que se le antoje».

Poniéndose muy despacio una chaqueta de cuero que se acababa de comprar, Danny miró a la joven dependienta que estaba simulando ordenar los artículos del mostrador de bufandas y guantes que él tenía a su espalda. Llevaba media hora mirándole. Danny sabía que estaba muy guapo y le constaba que la chica opinaba lo mismo. Le dedicó una de sus cautivadoras sonrisas y ella se ruborizó, pero no apartó la mirada.

Mientras contemplaba su exuberante busto, pensando que, por la forma en que se había colocado aquel corpiño dorado de fiesta sobre el jersey, no debía de ser una ingenua muchachita, lamentó no disponer de tiempo para conocerla mejor, pero tenía un billete de primera clase para un vuelo nocturno a Australia y no podía perder el tiempo. Además, no quería malgastar su nuevo poder, acostándose con una dependienta. Danny sabía que su placer sexual estaba relacionado en cierto modo con su afición a la violencia; ambas cosas iban juntas. Su mujer (que ahora era su «viuda») hubiera podido atestiguarlo. Si se hubiera llevado a la cama a aquella chica, quizá hubiera perdido en parte el impulso que sentía de castigar a Beverly Highland. Más aún, temía que el hecho de acostarse con aquella chica lo impulsara a matarla después y ello debilitara ulteriormente su poder. Y él quería conservar el poder para el momento en que encontrara a Beverly, o, mejor dicho, a Philippa tal como ahora se hacía llamar.

Salió del establecimiento y abrió el portaequipajes para que el empleado colocara sus compras. Estaba cayendo una fina lluvia que envolvía como en una bruma las blancas y plateadas iluminaciones navideñas de Wilshire Boulevard. Mientras esperaba, vio a una joven caminando despacio por la acera y admirando los escaparates de las tiendas. Tenía unas arqueadas cejas y una nariz respingona que le conferían el aire de querer elevarse por encima del resto del mundo. Un negro con uniforme de chofer caminaba a su espalda: con un brazo sostenía unos paquetes y con la otra mano sujetaba un paraguas sobre la cabeza de la joven, protegiéndola de la lluvia mientras él se mojaba.

Danny esbozó una sonrisa. Así se vive, pensó.

Cuando todo estuvo colocado en el portaequipajes y el empleado se hubo retirado con una propina de cien dólares, Danny se sentó al volante de su nuevo y lujoso automóvil y experimentó una nueva sensación de poder. El dinero, pensó, era el verdadero afrodisíaco. Abrió la guantera y sacó la fotografía de prensa de Philippa Roberts bajo la cual Quinn había escrito: «¿Es esta Beverly Highland?». Aunque la cara no fuera exactamente la de Beverly tal y como él la recordaba, sabía que necesariamente se habría visto obligada a modificar su aspecto. Beverly ya conocía el bisturí del cirujano plástico. Lo había utilizado en otra ocasión para engañarle a él y al mundo y lo volvería a utilizar. Jugueteó con la idea de no matarla sino hacerle algo mucho peor como, por ejemplo, unos cortes en la cara y unas cicatrices que ningún cirujano plástico le pudiera borrar. A lo mejor, le haría algún trabajito adicional para que jamás pudiera volver a disfrutar del sexo… sería muy divertido. Pero primero tenía que encontrarla.

Después, él volvería a tener la libertad y el poder de hacer lo que quisiera. No pensaba detenerse en Philippa; tras haber abandonado la casa de la playa de Otis, Danny había añadido unos cuantos nombres más a su lista privada, el primero de los cuales correspondía al hijo de puta que había ganado las elecciones que él hubiera tenido que ganar tres años atrás, es decir, al presidente de los Estados Unidos. Una vez lo hubiera liquidado, Danny tenía intención de cargarse a los que lo habían abandonado al estallar el escándalo durante las primarias, atacándolo con titulares tales como El NOMBRE DE MACKAY RELACIONADO CON EL BURDEL DE BEVERLY HILLS o MACKAY PROPIETARIO DE UNA REVISTA PORNO, y con fotografías de los viejos tiempos en las que aparecía con Bonner en un barreño en compañía de una granjera texana o sosteniendo una lata de cerveza en una mano y acariciándose la entrepierna con la otra ante el objetivo de la cámara. Todo organizado por la muy bruja de Beverly, la cual se había pasado años y años preparándole una encerrona con el exclusivo propósito de humillarle y de obligarle a suplicarle de rodillas que lo salvara. La muy sinvergüenza le había obligado a arrastrarse delante de ella por culpa de un estúpido aborto que él le obligó a practicarse mucho tiempo atrás, tanto que casi no se acordaba. Y después, tras haber disfrutado viéndole arrastrarse a sus pies, lo arrojó a los lobos de todos modos y entonces todo el mundo lo abandonó… su mujer, su suegro, el senador bocazas… En fin, la lista era interminable. Ahora, con su recién adquirida invisibilidad, Danny podría sentenciar a muerte a quien le diera la gana.

Antes de adentrarse con el Jaguar en el tráfico navideño, Danny se detuvo para contemplar el edificio de Rodeo Drive que había sido la causa de su destrucción tres años y medio atrás y le había inducido a «suicidarse» en la cárcel… el establecimiento de artículos de vestir para hombre Fanelli’s con el logotipo de la mariposa en la fachada. Detrás de las ventanas del primer piso se encontraba el lugar donde la policía había asegurado que él regentaba un prostíbulo, del cual él no sabía nada pues la persona que efectivamente lo regentaba era Beverly Highland. El establecimiento ya no se llamaba Fanelli’s, la mariposa había desaparecido y un directorio en el vestíbulo indicaba los nombres de las empresas que ahora ocupaban los despachos que apenas cuatro años atrás eran habitaciones destinadas al sexo prohibido. Pero el hecho de borrar las pruebas no borraba el delito. Cuando encontrara a Beverly, Danny le recordaría aquel edificio y la mariposa con la cual ella se había burlado de él.

Danny encendió la radio del vehículo y se apartó del bordillo, obligando a un Cadillac a detenerse bruscamente. Danny soltó una carcajada y se adentró en el tráfico.

La autovía de San Diego estaba totalmente paralizada por culpa de la intensa lluvia y los californianos del sur trataban infructuosamente de hacer frente al aguacero. Detenido detrás de un camión, Danny empezó a ponerse nervioso mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante y su rodilla se movía incesantemente arriba y abajo. Ojalá hubiera podido extraer su pistola y disparar contra todos los conductores que lo rodeaban. Lo hubiera hecho si con ello hubiera conseguido despejar el carril.

Tenía que llegar al aeropuerto con tiempo suficiente; tenía que viajar a Australia para encontrar a Beverly. El deseo de castigarla estaba fluyendo por su interior como una corriente de lava volcánica; como no empezara a moverse, Danny sabía que estallaría.

Al ver que otros automovilistas abandonaban la autovía para tomar otros caminos alternativos, Danny decidió hacer lo mismo; salió de su carril y empezó a avanzar por el borde para poder situarse delante de la hilera de automóviles detenidos. No prestó atención a los enfurecidos cláxones y bajó por la rampa de salida para enfilar el Century Boulevard.

Tuvo que detenerse ante un semáforo, mientras respiraba los humos de los tubos de escape de otros automóviles, pensando que ojalá pudiera librar al mundo de los seres inútiles. Mientras acariciaba la visión de un planeta escasamente poblado en el que solo hubiera las suficientes personas como para servirle, vio algo que le llamó poderosamente la atención.

Un letrero en lo alto de un edificio: Starlite Industries.

La sede central de la empresa de la que Beverly era propietaria bajo el nombre de Philippa Roberts.

Cuando el semáforo se puso verde, Danny giró bruscamente a la derecha, a pesar de encontrarse en el carril central, bajó rugiendo por la calle y frenó en la zona de estacionamiento situada delante del edificio. No podía creer en su suerte. ¡Qué genialidad la suya! ¡Pues claro! ¿Por qué perder el tiempo buscándola en Australia Occidental cuando allí mismo le podrían facilitar su dirección?

«Eso es obra de la Providencia, muchacho, pensó mientras entraba en el vestíbulo. Eso no ha sido pura casualidad; algo te ha conducido hasta aquí».

Se rio por lo bajo mientras subía en el ascensor, estudiándose en el espejo y pensando que estaba muy guapo. Desde los calzoncillos de seda hasta la chaqueta de cuero, estaba hecho un brazo de mar. La imagen es el hombre, se dijo. Si pareces poderoso, eres poderoso. Si te vistes con trajes de ocho mil dólares la gente te respetará. A fin de cuentas, él no era un pelagatos. Aparte el hecho de haber estado punto de ocupar el Despacho Ovalado de la Casa Blanca, había escrito el mayor éxito editorial de los años sesenta: Por qué Dios se llevó a los Kennedy; había estado en Vietnam siguiendo el ejemplo de Bop Hope y había deslumbrado a los soldados; había vivido en los últimos pisos de lujosos edificios de Houston y Dallas; y se había acostado con todas las mujeres que le había venido en gana. Danny se asombraba a menudo del largo camino que había recorrido desde los tiempos en que no era más que el andrajoso hijo de un pobre bracero del oeste de Texas y vivía en una choza cuyas paredes estaban empapeladas con papel de periódico; no tuvo unos zapatos hasta que cumplió doce años. Probablemente los zapatos de cocodrilo que ahora calzaba costaban más dinero que todo el que su inútil padre había ganado en toda su vida. Y todo lo había conseguido vendiendo simplemente religión.

Contemplando su imagen en el espejo del ascensor, esbozó la lánguida y seductora sonrisa que lo había hecho famoso.

—A Dios se le puede sobornar —dijo en voz baja, citando las palabras del predicador que lo había encaminado por la senda de la fama y la riqueza.

—Yo gozo de su protección —había dicho Bob Magdalene la noche en que sorprendió a Danny, de veintidós años, y a Bonner, tratando de abrir la caja del dinero durante una concentración fundamentalista. Los sorprendió cuando intentaban escapar y los apuntó con su escopeta de caza; Bonner se meó en los pantalones, pero Danny conservó la sangre fría.

—Os voy a decir un par de cosas sobre este asunto de la religión, zopencos —les dijo Billy Bob una vez en la caravana—. Primero les digo a mis oyentes que Dios está tan enojado con ellos que tiene anotado en su agenda aplastarlos a la primera ocasión que se le presente. Después les insinúo que yo tengo una especie de conexión especial con el Señor y que Este me hace caso. A continuación, les suelto como el que no quiere la cosa que, a cambio de una pequeña suma, podría hablarle a Dios al oído en su defensa e intercedo por ellos. Nunca falla. Acuden a mi tienda como unos pecadores que se cagan de miedo y salen plenamente tranquilizados.

Fue el momento inicial del ascenso de Danny al poder, el momento en que él y Bonner aceptaron viajar en la tienda fundamentalista de Billy Bob Magdalene. Más adelante, se libraron del viejo predicador en un desierto cerca de la ciudad de Odessa y cambiaron el nombre del espectáculo que, a partir de entonces, se llamó «Danny Mackay trae a Jesús».

¿Acaso el mundo no le había amado por eso? ¿Acaso la gente no había acudido en tropel a sus tiendas para oír sus encendidos sermones? ¿Acaso no le habían enviado incesantes fajos de billetes hasta que la Pastoral de la Buena Nueva acumuló miles de millones de dólares? ¿Y acaso aquella bruja de Beverly no se lo había estropeado todo, haciéndole caer en la trampa de comprar una casa de putas llamada Butterfly y denunciándolo después a la policía?

Pero se las iba a pagar. Vaya si se las iba a pagar. Cuando el ascensor llegó al último piso, Danny entró en la zona de recepción como si fuera el dueño de la empresa.

—Hola —le dijo a la joven del mostrador.

Esta levantó los ojos del libro que estaba leyendo y, al ver a Danny, se dibujó en su rostro una expresión que él había visto miles de veces y cuyas raíces sabía que no estaban en el cerebro sino en la pelvis. Cerrando rápidamente el libro, la recepcionista le dedicó una deslumbradora sonrisa y le preguntó:

—¿En qué puedo servirle, señor?

—Busco a la señorita Philippa Roberts.

—La señorita Roberts no está aquí, señor. ¿Quiere dejarle algún recado?

Danny sacó el pase de prensa de Otis y se lo mostró.

—Quiero escribir un artículo sobre la señorita Roberts; quisiera entrevistarla. ¿Tal vez usted podría facilitarme su dirección?

—Lo siento, pero no estoy autorizada a dar esta información. No obstante, si usted quiere, le transmitiré el mensaje a la secretaria de la señorita Roberts.

—Me parece muy bien, cariño —dijo Danny en plan de texano galante. Se inclinó sobre el mostrador, estudió a la recepcionista con interés y añadió—: ¿Nunca le han dicho que tiene unos ojos preciosos? Hablando de ojos bonitos, una vez entrevisté a Cher, pero usted le da ciento y raya, ¿lo sabía?

—Oh… muchas gracias —dijo la chica un tanto azorada. Danny sonrió. Sabía que, en cuanto él diera media vuelta, la chica sacaría un espejo del bolso y se examinaría los ojos.

—¿Seguro que no puede decirme la dirección de la señorita Roberts? Me ahorraría muchas molestias y la mencionaría a usted en el artículo. ¿No le gustaría ver su nombre en el periódico? Anunciaría a todo el mundo la belleza de estos ojos que usted tiene.

—Me podría crear problemas…

—Lo comprendo, cariño. Y que el diablo se me lleve por haberla colocado en esta situación. Olvídese de que se lo he preguntado. Además, en estos momentos me interesa mucho más usted que la señorita Roberts.

Danny se volvió muy despacio, contemplando la lujosa zona de recepción, la vitrina llena de libros y la iluminación indirecta, mientras se escuchaba la suave música procedente de unos altavoces ocultos. Tenía que reconocer que Beverly Highland había aprendido a vivir por todo lo alto.

Su mirada se posó en una caja de golosinas navideñas situada al lado del teléfono de la recepcionista.

Sonrió y preguntó:

—¿No está eso prohibido en una empresa especializada en dietas?

La muchacha se ruborizó.

—Bueno, pero es que yo no sigo ninguna dieta —contestó. Danny la estudió de arriba abajo diciendo:

—Ya veo que no, y no se le ocurra hacerlo jamás. ¿Le importa que tome una?

—¿Cómo?

—¿Puedo tomar una? —preguntó Danny, sosteniendo en su mano una barrita de caramelo a rayas rojas y blancas.

—Oh, sí, tome las que quiera.

—Mire, cariño —dijo Danny, moviendo lentamente el caramelo entre sus labios mientras lo chupaba—, a mí me encanta lo dulce. No sé si usted me concedería alguna vez el honor de cenar conmigo.

La recepcionista se ruborizo intensamente.

—Me encantaría.

—Por desgracia, esta noche vuelo a Australia para entrevistar a la señorita Roberts en Perth.

—Ah, pero es que la señorita Roberts no está en Australia. Está aquí.

Danny miró fijamente a la recepcionista.

—¿Esta aquí? ¿Quiere decir en Los Ángeles?

—La señorita Roberts regresó esta mañana. En realidad, por poco no tropieza usted con ella. Acaba de irse al hotel.

—Pero bueno, qué agradable sorpresa… ¿Dónde cree usted que podría encontrarla?

—Bueno, la señorita Roberts se hospeda en el hotel Century Plaza, pero tendrá usted que darse prisa porque mañana se va a Palm Springs.

—¿A Palm Springs? ¿Sabe usted en qué lugar de Palm Springs?

—No, lo siento.

—Gracias, cariño. Me ha prestado usted una gran ayuda. —Danny le guiñó el ojo a la chica—. Ya la llamaré.

Danny no tuvo suerte con los recepcionistas del Century Plaza.

—No puedo facilitarle el número de habitación de una cliente —dijo el joven—, pero si quiere dejar algún recado…

Danny empezó a pasear por el espacioso vestíbulo sin saber qué hacer. Vio el restaurante, se percató de que era la hora de comer y se le ocurrió una idea. Se acerco a la azafata y esta le preguntó:

—Dígame, señor, ¿en qué puedo ayudarle?

—Mire, señora, resulta que tengo que reunirme a almorzar aquí con unos amigos y mi secretaria se ha confundido con la hora. No sé si la reserva es para la una o para las dos. Tal vez usted podría decírmelo.

—Por supuesto que sí. ¿Cuál es el nombre de la persona? Danny fue a decir Beverly Highland, pero recordó que esta se hacía llamar ahora por otro nombre.

—Roberts. Philippa Roberts.

La azafata estudió la hoja de reservas y dijo:

—Ah, sí. La reserva de la señorita Roberts es para la una.

Danny tomó asiento en una silla de brocado rosa detrás de un frondoso ficus y estudió a todos los que entraban en el restaurante.

Al verla, experimentó un sobresalto. Vaya si era ella; igualita que en la fotografía de prensa que había encontrado en la casa de Otis. Allí estaba, a dos pasos de él, Beverly Highland, la mujer que lo había humillado, lo había obligado a arrodillarse ante ella y a suplicarle, y después lo había destruido. Por culpa de aquella mujer, él se había colgado de una cuerda en su celda de la cárcel, había muerto y había regresado a la vida con medio cerebro. Solo el odio que sentía por ella, el ardiente deseo de verla sufrir, le habían permitido superar aquella dura prueba.

Qué inocente parecía, pensó, qué dulce, serena y refinada, con su melena de sedoso cabello castaño, el sencillo vestido de calle y la cartera de documentos. No parecía una araña venenosa. Y tampoco se parecía demasiado a la mujer que permaneció sentada en una habitación de hotel aquella última noche, con su cabello rubio patino severamente recogido hacia atrás en un moño, mirándole con perversa y mortífera frialdad. Ahora, con su nuevo disfraz, parecía suave, cordial e inofensiva. Pero era una fachada que no engañaba a Danny. Podría engañar a otras personas y hacerles creer que era otra, pero Danny sabía quién era… la mujer que lo había matado.

Y ahora allí estaba, casi al alcance de su mano…

Pero se contuvo. Ahora no, todavía no. Quería saborearlo; quería soñar en las múltiples formas en que iba a castigarla; quería llegar hasta el extremo de que su placer por torturarla alcanzara las cotas de lo sublime.

Mientras ella se encaminaba hacia el restaurante, Danny empezó a experimentar una creciente tensión sexual. Comprendió que tendría que calmarse un poco, de lo contrario, no podría conservar el control.

Regresó al mostrador de recepción y consiguió una habitación para aquella noche. Después salió y se mezcló con los clientes que se apretujaban frente a la entrada del hotel, resguardándose de la lluvia bajo sus paraguas mientras esperaban sus automóviles. Cuando le acercaron su Jaguar, Danny salió a la lluviosa tarde en dirección a Beverly Hills, rebosante de energía y poder. Estaba pensando en la exuberante dependienta del corpiño dorado del establecimiento Bragg de Rodeo. La chica no lo sabía, pero estaba a punto de pasar la mejor noche de su vida. Tal vez la última noche de su vida.

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