Star´s

Star´s


Día segundo » Capítulo 17

Página 25 de 64

17

Hollywood, California, 1958.

Philippa vomitó en el cuarto de baño. Era la séptima mañana seguida y uno de los huéspedes había avisado a la casera. Por consiguiente, cuando salió, la señora Chadwick la estaba esperando.

—¿Qué le ocurre, cariño? —preguntó la mujer—. Hace una semana que no prueba el desayuno. Por consiguiente, ¿cómo es posible que sienta ganas de vomitar?

—Me habrá sentado mal algo que comí anoche.

—Venga, cariño, quiero hablar con usted —entraron en el apartamento de la señora Chadwick amueblado con modernas piezas danesas en maderas claras y finas patas de hierro forjado. La cocina contenía los más modernos aparatos en color turquesa, y el televisor, sintonizado con el programa Dragnet, era el punto focal del salón y tenía tres lustrosas panteras negras colocadas encima.

—¿Puedo hacerle una pregunta de tipo personal? —dijo la señora Chadwick—. ¿Cuándo tuvo la regla por última vez?

Philippa experimentó un sobresalto. ¿Por qué razón quería saberlo su patrona?

—No lo recuerdo. Creo que me he saltado una. O tal vez dos. La señora Chadwick lanzó un suspiro.

—Cariño, está usted embarazada. ¿Es que no lo sabe? —¡Embarazada! Oh, no, no es posible. Yo no estoy casada. La casera lanzó un nuevo suspiro. No era la primera huésped a la que tenía que aleccionar acerca de las verdades de la vida.

—¿Tiene usted familia? ¿Algún pariente en algún sitio tal vez? Philippa pensó en Johnny, encerrado en San Quintín, y sacudió la cabeza.

«Mmm», hizo la señora Chadwick. A lo largo de cuatro años, le había extrañado el comportamiento de aquella joven tan discreta que no tenía amigos de su edad ni parientes y jamás había comentado de donde venía. Pero la señora Chadwick se enorgullecía de no ser una casera fisgona; mientras los huéspedes le pagaran con puntualidad y fueran personas limpias y ordenadas, ella no se metía en sus asuntos. Le gustaba Philippa Roberts, tan dulce y tan responsable. Incluso la ayudaba a fregar los platos por la noche, cosa a la cual no estaba obligada, y a veces le traía cosas del drugstore como, por ejemplo, cajas abiertas de dulces que no se podían vender o frascos de perfumes defectuosos que se tenían que tirar. La señora Chadwick agradecía aquellos pequeños obsequios y la ocasional compañía de la chica cuando esta no tenía clase. Algunas veces se sentaban juntas a ver el programa What’s My Line. Y compartían un cuenco de palomitas de maíz untadas con mantequilla. Philippa era una joven sensata y no se comportaba como algunas chicas que se volvían locas por Elvis. Por consiguiente, la señora Chadwick pensó que, por una vez, su entrometimiento estaría justificado.

—¿Qué me dice de este novio que tiene? —preguntó—. ¿Ese con quién ha estado saliendo?

La señora Chadwick tenía sus dudas sobre aquel presunto novio. Nunca llamaba por teléfono ni se acercaba a la casa. Hubiera podido pensar que el tal novio no existía y Philippa se lo había inventado de no ser porque la pobre chica daba inequívocas muestras de estar enamorada y salía casi todas las noches. Era natural que hubiera ocurrido. O sea que el novio existía, pero la señora Chadwick no podía evitar pensar que aquellas relaciones eran un poco sospechosas y mucho se temía que, cuando el novio se enterara de la noticia, no iba precisamente a repartir puros para celebrarlo.

—¿Es eso cierto? —le preguntó Philippa a la señora Chadwick—. ¿Está usted segura? Me refiero a mi embarazo.

—Bueno, yo no soy médico, cariño, pero por las señales yo diría que sí —la señora Chadwick apoyó las manos en sus anchas caderas y miró a la chica con expresión comprensiva. Menudos estaban hechos los hombres. La señora Chadwick los conocía muy bien y estaba hasta la coronilla de ellos—. Tengo que hacerle otra pregunta personal. ¿Se ha acostado con su novio?

—Si —contestó Philippa, ruborizándose.

—En tal caso, cariño, va a tener un hijo sin ninguna duda y será mejor que se lo diga a ese novio que tiene.

—Si —dijo Philippa, experimentando una desconcertante mezcla de temor y emoción. Un hijo. Un hijo de Rhys—. Voy a decírselo ahora mismo —añadió, haciendo ademán de marcharse.

Sin embargo, la señora Chadwick apoyó una mano en su hombro y le dijo:

—Mire, cariño, a veces los hombres… bueno, no reaccionan a este tipo de noticias tal como una espera. Lo que intento decirle es que… (Lo que intento decirle es que el señor Chadwick se casó conmigo porque yo estaba embarazada de un hijo suyo. No le apetecía, pero lo hizo. Tuve suerte. Nuestro matrimonio fue más que satisfactorio hasta que un ataque al corazón se lo llevó, pensó). Tenga en cuenta simplemente que una noticia de ese tipo podría ser muy dura para él, cariño. Si reacciona mal, dele unos días para que se vaya acostumbrando a la idea poco a poco, como cuando uno se compra un nuevo sofá. Todo se arreglará, ya lo verá.

—Todo irá bien, señora Chadwick —dijo Philippa con los ojos resplandecientes de emoción—. Usted no conoce a Rhys. Es un hombre muy cariñoso. Este niño podría ser justo lo que necesita para cambiar de vida.

Mientras Philippa salía a toda prisa, la casera se la quedó mirando y pensó: «Me parece que eso ya te lo he oído otras veces».

Philippa subió primero a su habitación donde precisamente la víspera había envuelto un regalo que pensaba hacerle a Rhys. Era el librito encuadernado en tela floreada donde solía anotar sus estimulantes reflexiones. Durante los dos meses que llevaba con él, Philippa había sido testigo de su tristeza y fatalismo; era tierno y afectuoso en la cama y era un amante atento y considerado que siempre la hacía sentirse una persona especial. Pero después regresaba a su máquina de escribir y llenaba el rollo de papel de envolver con toda clase de filosóficos comentarios derrotistas. Por más que ella hubiera intentado hacerle comprender su propio valor, no lo había conseguido. Tal vez aquel librito, que contenía su propia filosofía («Ten confianza y triunfarás» o «Recuerda siempre que eres una persona especial»), lo ayudaría. No le cabía duda de que Rhys consideraría un tanto simplistas aquellas máximas, pero necesitaba llegar hasta él de la manera que fuera. Todavía ignoraba qué desgracia inenarrable le había ocurrido en su infancia, pero sabía que esta era la raíz de su escepticismo y de su creencia de que tanto él como todas las demás personas no servían para nada y estaban irremisiblemente condenadas al fracaso.

Había intentando muchas veces hablar con él tras haber hecho el amor cuando ambos permanecían tendidos sobre el colchón y él jugueteaba con los mechones de su cabello. Intentaba explicarle que cada ser humano poseía un valor y tenía capacidad para la esperanza y para la mejora de su propia vida. Pero él se reía por lo bajo y la acariciaba como si fuera una chiquilla que acabara de decir algo conmovedoramente ingenuo. No conseguía que se la tomara en serio. Pero ahora vendría aquel hijo que sería en parte suyo y en parte de Rhys. A lo mejor eso le haría comprender que existía un futuro.

Cuando dobló la esquina de su calle, se dio cuenta de que estaba casi corriendo. Ansiaba comunicarle la noticia. A lo mejor, la señora Chadwick tenía razón y Rhys no reaccionaría bien al principio o quizá se entusiasmaría y le pediría a Philippa que se casara con él. Cualquier cosa que ocurriera, su vida no tendría más remedio que cambiar. Quizá terminaría su libro, lo enviaría a un editor y viviría para el mañana y para el futuro de su hijo.

Mientras subía corriendo los peldaños de la entrada de su casa, le pareció oír el rumor de un automóvil. Una vez en el interior del edificio, vio al señor Laszlo, el casero, subiendo los escalones de dos en dos. Cuando llego al apartamento de Rhys, Varios inquilinos estaban aporreando la puerta y llamándole gritos.

Philippa se abrió paso entre ellos y utilizó la llave que Rhys le había facilitado. Lo primero que advirtió al abrir la puerta fue el acre olor del humo… pero no era el habitual olor de la marihuana, sino otra cosa.

Después le vio caído sobre la máquina de escribir con una curiosa mancha en la sien, semejante a una mora.

Vio el arma en el suelo, todavía humeante.

—¡Mein Gott! —exclamo el señor Laszlo, y los inquilinos empezaron súbitamente a dar voces.

Uno reclamaba la presencia de la policía, otro pedía una ambulancia. Philippa se adelantó muy despacio y contempló los ojos cerrados y la serena expresión del bello rostro de Rhys. La apartó cuidadosamente de la máquina de escribir y la cabeza cayó hacia un lado. Leyó lo último que había escrito: «ya no hay más palabras».

La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor.

A través del torrente de sus lágrimas, vio entrar a unos hombres. El entumecimiento, como la novocaína, le subió desde los pies por todo el cuerpo mientras permanecía inmóvil, contemplando cómo unos hombres uniformados se llevaban al hombre al que había amado… Vestían unos uniformes azul oscuro y ostentaban unas placas. Otros hombres con bata blanca y unos distintivos sanitarios en las mangas extendieron una camilla. Alguien con un cuaderno de notas y una pluma se acercó a ella y le hizo unas preguntas. Philippa observó que tenía un hoyuelo en el mentón.

—Esta es su amiga —oyó que alguien decía. Por el acento reconoció al señor Laszlo—. Vino después de que se oyera el disparo. El señor Rhys se ha matado. ¡Mein Gott!

Mientras se llevaban a Rhys en la camilla con el rostro cubierto por una sabana, el brazo cayó hacia un lado y Philippa vio la fuerte y cuadrada mano que tantas veces le había explorado el cuerpo y había escrito tan tristes palabras y que, al final, había disparado el arma.

La gente se le acercaba y le decía cosas, pero ella se había quedado petrificada. Una vez se hubieron llevado a Rhys, Philippa oyó que el señor Laszlo decía:

—Tiene un hermano en Sacramento, voy a llamarle. Que venga a recoger todo esto.

Philippa se acerco a la máquina de escribir, tomó el extremo del papel y empezó a desenrollarlo. Las palabras no tenían sentido, no podía leerlas. Pero, al final, descubrió unas frases: a… una regordeta perdiz en esta ciudad de cartón piedra. Su rostro, con la dulce redondez de un querubín, era tan puro como el de un angelito y, cuando abría la boca para hablar, brotaba de ella la luz. Su alma es joven. Tiene un largo camino que recorrer antes de que la sabiduría la cincele. «Permaneció en mis brazos como una pequeña y cálida codorniz…».

Sin saber cómo, la lluvia empezó a caerle encima y las luces parecieron enloquecer a su alrededor mientras veía vagamente los faros delanteros de un automóvil y unos peatones caminando por la acera y oía una voz que le preguntaba algo.

Pasó por delante de la casa de la señora Chadwick, pero no se detuvo. Vio un autobús turístico acercándose al Teatro Chino de Grauman y vio bajar a la gente. En la confluencia entre Hollywood y Vine las parejas tomaban helados de fruta y crema acaramelada. El quiosco de Cahuenga ya había cerrado y la librería Cherokee estaba a oscuras. Las palmeras parecían inclinarse bajo la lluvia. ¿Dónde se había ocultado el sol? Un mendigo le pidió una moneda de diez centavos. Unos niños fugitivos se apretujaban bajo el toldo del Golden Cup como esperando que alguien se hiciera cargo de ellos.

Al final, Philippa regresó a la casa de la señora Chadwick y subió los peldaños de la entrada y la escalera que conducía a su habitación sin apenas darse cuenta de que tenía la ropa totalmente empapada y los zapatos le chirriaban y una vocecita en su vientre preguntaba sin cesar: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Philippa se despertó y notó que le castañeteaban los dientes. En realidad, todo su cuerpo se estremecía como si tuviera frío y, sin embargo, estaba ardiendo.

Miró a su alrededor y descubrió que estaba en su habitación, en su cama y con su camisón, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí. Vio sus ropas arrugadas en el suelo (la blusa y la falda que se había puesto para ir a anunciarle a Rhys la buena noticia) y el librito encuadernado en tela floreada encima de su escritorio, al lado de la redacción de historia que estaba escribiendo con vistas a un examen semestral. Pensó que, a lo mejor, perdería aquella clase.

Se preguntó cuánto rato llevaría acostada y se alarmó ante la intensidad de sus temblores.

Recordaba vagamente su largo paseo bajo la lluvia, pero no recordaba nada de Rhys ni de lo que descubrió al abrir la puerta y entrar en su apartamento. No, no quería pensar en eso.

Estaba ardiendo y se encontraba muy mal.

De pronto, experimentó unos fuertes calambres.

La señora Chadwick se había preparado un buen cuenco de aquella nueva y deliciosa salsa llamada California que se había convertido de pronto en el principal elemento de todas las reuniones sociales, y en la que ella estaba mojando ahora las patatas fritas. Se encontraba cómodamente repantigada en su sillón de descanso Relax-a-Sizer con los pies calzados con unas suaves zapatillas, viendo su programa preferido, I love Lucy. Lucy acababa de decir:

—Ricky, eres imposible.

Y Ricky le había contestado:

—La imposible eres tú; casualmente, yo soy bastante posible.

De pronto, la señora Chadwick creyó oír un ruido al otro lado de su puerta.

La señora Chadwick se consideraba una persona muy moderna… tenía uno de aquellos dispositivos de control remoto que le permitían a una bajar el volumen del televisor con solo pulsar un botón. Cosa que hizo ahora. Mientras oía el rumor de la lluvia que llevaba tres días azotando el sur de California, creyó percibir otro sonido. Como si alguien llamara a la puerta con los nudillos, pero muy despacito.

—¿Quién es? —preguntó, lamentando que la molestaran.

Sus huéspedes sabían muy bien que no tenían que molestarla cuando estaba viendo el programa Lucy, ni siquiera cuando daban reposiciones.

Volvieron a oírse los golpecitos.

—Pero qué pesados —dijo la señora Chadwick, levantándose para ver quién era.

Philippa se encontraba allí en camisón con la cara más blanca que la cera.

—Señora Chadwick —dijo con un hilillo de voz—, no me encuentro bien.

Después, levantó una mano ensangrentada.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la casera.

Sujetó a Philippa al ver que estaba a punto de desplomarse al suelo y la hizo pasar al interior de su apartamento. Mientras la acompañaba al dormitorio, vio el camisón manchado y la sangre que goteaba en el suelo.

—¡Jesús, muchacha! —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?

Philippa rompió a llorar.

—Ha muerto —contestó—. Se ha pegado un tiro. Si hubiera llegado allí un minuto antes, lo hubiera podido salvar. La culpa la tengo yo.

Sin saber de qué estaba hablando, la señora Chadwick la ayudó a tenderse en la cama y le levantó el camisón. Al ver la sangre, dijo:

—Voy a llamar a un medico.

Pero Philippa, con sorprendente fuerza, asió a la casera por la muñeca y le dijo:

—No, no lo haga. Los médicos hacen informes.

—¡Pero, cariño, está usted sufriendo un aborto!

—Por favor, no Llame a ningún médico. No quiero que quede constancia… de… eso.

La señora Chadwick vaciló un poco y después reconoció a regañadientes que, a lo mejor, se trataba de uno de aquellos momentos femeninos que convenía mantener siempre en secreto. Por consiguiente, se remangó y empezó a trabajar. Se pasó toda la noche con Philippa, ayudándola en todo aquel laborioso proceso semejante a un parto, con sus dolores, sangre y demás. Pero no llamó a un médico. Todavía no. Quería respetar el deseo de Philippa, por lo menos de momento. No obstante, si la situación se le fuera de la mano, allí tenía el teléfono por si acaso.

Al final, el suplicio pareció tocar a su fin y la señora Chadwick introdujo todas las toallas en una gran bolsa de plástico y la cerró bien. Después, limpió a Philippa, le puso uno de sus camisones de franela y la dejó durmiendo. Pensó por un instante en la vida y llegó a la conclusión de que no era tal como la pintaban en la televisión. Después regresó al salón y vio que el sol naciente estaba iluminando con sus rayos el mobiliario. Se preguntó por primera vez en mucho tiempo cómo hubiera terminado su matrimonio con el señor Chadwick si su hijo hubiera vivido.

A la tarde siguiente, Philippa abrió los ojos y lo primero que dijo fue:

—¿Era niño o niña?

—No se podía saber, hija —contestó dulcemente la señora Chadwick, mojando una tostada con mantequilla en un huevo pasado por agua y ofreciéndosela a Philippa—. Era una cosita muy menuda. Aún no era propiamente un bebé.

—Señora Chadwick —dijo Philippa con plena lucidez por primera vez en muchas horas—, no pude ayudar a Rhys. No me tomó en serio.

—No hable, cariño, limítese a comer.

Philippa aparto la mano de la señora Chadwick.

—No, tengo que decírselo. Había una niña en la escuela donde yo estudiaba, la pobre Ratón… Intentó cambiarse el color del cabello y por poco se queda ciega. Y después vino lo de Ricitos que no estaba satisfecha de su aspecto y creía que era verdad lo que decían las demás niñas de que tenía el cabello feo. E incluso Amber que tampoco debía de gustarse mucho porque era muy cruel y siempre se provocaba el vómito.

La señora Chadwick asintió con la cabeza sin tener ni idea de lo que estaba diciendo Philippa.

—Y ahora Rhys —dijo finalmente Philippa—. Él también se odiaba. Yo intenté hacerle ver las cosas de otra manera, quise que se gustara y se aceptara tal como era, pero él solo veía la muerte. Estaba perdido. No pude llegar hasta él.

—Estoy segura de que hizo usted todo lo que pudo, cariño.

—Ayúdeme a levantarme, por favor —dijo Philippa.

Se acercó a la ventana y contempló las colinas de Hollywood iluminadas por el nuevo sol. Se preguntó si habría nacido cerca de allí; en su ficha de la escuela solo decía «Hollywood». A lo mejor, su verdadera madre estaba todavía por allí en aquellos momentos, contemplando la misma luz del sol bañada por la lluvia.

—Rhys no me tomó en serio en parte porque estoy gorda —dijo—. Me llamaba perdiz regordeta, codorniz, niña con alma joven. Nadie se toma en serio a una chica gorda —se volvió a mirar a la señora Chadwick—. Pero yo voy a cambiar. No tendré más remedio que hacerlo para poder influir en la gente y ayudarla. Para poder ayudar a las Ratón, las Ricitos y los… —La emoción le quebró la voz—. Rhys de este mundo. Quiero estar delgada para que la gente me haga caso. Quiero ser una persona importante. Y jamás volveré a estar gorda.

Ir a la siguiente página

Report Page