Star´s

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Día segundo » Capítulo 18

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—Te digo, Sylvie, que ha sido la vez que más he disfrutado del sexo.

Frieda Goldman abrió unos ojos como platos. Se encontraba en uno de los salones de masaje de Starlite en el club de salud de Star’s, tendida sobre una toalla y tratando de relajarse mientras Marcel, un auténtico francés de pura cepa, extendía sobre su piel los aceites esenciales de clavel, jazmín, lavanda y albahaca. Marcel era un arome-thérapiste diplomado en Francia, donde se tomaban muy en serio la práctica de tratar la tensión y otras dolencias físicas menores mediante los aromas. Frieda había decidido utilizar aquel servicio antes de acudir a su cena con Bunny; estaba tan nerviosa que apenas había pegado ojo en toda la noche y, aunque se había pasado la mañana resolviendo por teléfono otros asuntos y estableciendo otros contactos, el trabajo no había ejercido en ella su habitual efecto terapéutico.

Syd Stern la había llamado.

—¿Has conseguido que firme? —le había preguntado de buenas a primeras.

—Esta noche firmará seguro —le había prometido ella, notando en la boca los cretáceos residuos de las tabletas Mylanta.

Puesto que raras veces bebía antes del anochecer y había dejado el tabaco hacía mucho tiempo, Frieda había decidido visitar el club de salud para relajarse un poco. Mientras Marcel obraba prodigios con sus dedos milagrosos (aceite de clavel en el cuello para relajar los músculos y aceite de lavanda en las sienes para quitarle el dolor de cabeza), su paz quedó turbada por las palabras de las dos mujeres que, bajando por el pasillo, se habían detenido delante del compartimiento que ella ocupaba.

Se oyó el ruido de alguien que subía a una báscula y movía las pesas.

—Te lo digo en serio, Sylvie. El mejor sexo que he disfrutado en mi vida.

Frieda trató de desconectar. Tenía que pensar; sus nervios habían llegado a un punto en que parecían un arma de fuego a punto de dispararse.

—Pero ¿cómo puedes disfrutar del sexo con un perfecto desconocido? —pregunto Sylvie.

—Es un poco desagradable —contestó la otra—, pero alguien tiene que hacerlo.

Ambas se echaron a reír.

—En serio. ¿Cómo se hace? Quiero decir, ¿le pagaste dinero o qué?

Alguien subió de nuevo a la báscula, se movieron las pesas, se oyó un chirrido y otra voz dijo en un susurro:

—¡Uy!

—No, mejor, nada de eso. Todo se hace con mucha discreción. Tú das a entender a la dirección del establecimiento que has venido sola y te apetecería un poco de compañía por la noche. Inmediatamente te llaman y te dicen que ya tienes un acompañante para la cena. Bajo al comedor y me encuentro con un tipo fabuloso de unos treinta años, esperándome. Y cuando digo fabuloso quiero decir… cabello negro y unas espaldas así de anchas… y el tipo me trata como si yo fuera la reina de Saba. Disfrutamos de una agradable cena juntos, tomamos unas copas, conversamos un ratito y después él me pregunta si me apetece subir a mi habitación para tomar la última copa de la noche.

—¿Y después? —preguntó Sylvie.

—Después ya puedes imaginarte el resto.

—Pero ¿cómo lo pagas?

—Lo incluyen en la cuenta cuando te vas. Bajo el apartado de servicio de habitaciones.

—¿Sabes cuánto te cobraran?

—No tengo ni idea. Y es más, Sylvie, me da igual. Para disfrutar del sexo de esta manera… quiero decir toda la noche, querida… soy capaz de pagar lo que sea.

Unos segundos de asombrado silencio.

—Pero ¿eso no te hace sentirte culpable? Me refiero a Gary.

—¿Y qué? Lo único que él sabe es que, cada vez que regreso a casa tras haberme pasado una semana en Star’s, estoy más contenta que unas pascuas y se lleva mejor conmigo. ¡No hay nada mejor para infundir nueva vitalidad a unas viciadas relaciones!

Ambas amigas soltaron una carcajada y se alejaron mientras Frieda permanecía tendida bajo los relajantes dedos de Marcel, pensando en el joven del esmoquin que la había mirado la víspera y a quien había vuelto a ver aquella mañana en el vestíbulo del castillo. Una vez más le había dirigido una de sus seductoras sonrisas y, para su asombro, Frieda había experimentado una profunda sensación en la pelvis. ¿Habría sido él el acompañante de la amiga de Sylvie? ¿Qué tal debía de ser el sexo con él? Y nada menos que toda la noche… casi no acertaba imaginarlo.

¡El sexo!, pensó Frieda, medio riéndose. ¿Cuándo había disfrutado de él por última vez?

Sylvie y su amiga habían regresado del lugar al que se habían dirigido al fondo del pasillo. Frieda oyó, el rumor del agua del grifo mientras ambas mujeres seguían conversando.

—Por cierto, ¿sabes que está aquí el guionista Larry Wolfe? Menudo pedazo de hombre. Te juro que ese tendría que estar delante de las cámaras, no detrás.

—Me han dicho que ha venido para escribir un guión sobre Marion Star. Que conste que yo era demasiado joven como para acordarme, pero el amante de esta actriz fue asesinado aquí, en el famoso cuarto de baño. ¿Ya lo has visto? Es tremendamente atrevido.

Frieda trató una vez más de desconectar. El más reciente proyecto de Larry Wolfe no le interesaba lo más mínimo… Bunny no hubiera podido interpretar el papel de Marion Star.

—Oye, ¿sabes con quién me he tropezado esta mañana? Con Jay Stonehocker… ya sabes, ese director de tres al cuarto que gana millones filmando estas horribles películas de acción de kárate. Bueno, el caso es que hemos estado hablando y me ha dicho que Syd Stern, ya sabes, esa especie de Spielberg, está desarrollando un nuevo proyecto, una serie de películas de aventuras protagonizadas por una mujer, una Indiana Jones en femenino. Y está buscando a alguien para ese papel.

Frieda aguzó repentinamente el oído.

—¿Sabes a quién le iría bien ese papel? —dijo Sylvie—. A mi sobrina. Está estudiando para ser actriz. Y mi marido y Syd Stern son uña y carne; hasta juegan al golf juntos, ¿sabes? Le echara un vistazo a la chica si yo se lo pido. Mira, le voy a llamar por teléfono.

Frieda se levantó de un salto y se marchó antes de que Marcel pudiera frotarle las rodillas con aceite de albahaca.

—Está usted muy bien, Bunny —dijo Judith Isaacs, cerrando su maletín—. Ya está lista para volver a enfrentarse con el mundo.

—Menos mal —dijo Bunny—. Ha venido mi agente, me ha llamado hace unos minutos, poco antes de que usted llegara. Está deseando verme. Teníamos que cenar juntas esta noche, pero ha insistido en subir a verme ahora mismo.

—Sí, he hablado con la señora Goldman esta mañana. Está muy preocupada por usted, pero yo le he asegurado que se encuentra perfectamente y no hay ninguna razón para que no pueda verla.

—No sé por qué habrá venido —dijo Bunny, ajustándose el cinturón del albornoz y tomando el zumo de naranja—. Frieda dice que tiene una cosa muy importante que discutir conmigo. Normalmente no es tan misteriosa, por consiguiente, deduzco que debe de ser algo relacionado con un contrato… rezo para que sea un contrato.

Mientras tomaba el frasco de vitaminas que tenía en la mesilla de noche, Bunny contempló la fotografía que destacaba entre un revoltijo de Kleenex, jarabes para la tos, pastillas para suavizar la garganta y píldoras para dormir. Era una imagen en la que aparecía ella con su padre, el acaudalado industrial que estaba corriendo con los gastos de su prolongada estancia en Star’s. La fotografía se la había tomado unos años atrás, cuando el señor Kowalski hacía un crucero de placer alrededor del mundo en compañía de su hija para celebrar su vigesimoprimer aniversario. Se encontraban de pie en la cubierta del barco, sonriendo ante la cámara y tratando de parecer un padre y una hija muy bien avenidos. Bunny estaba por aquel entonces relativamente delgada porque acababa de salir de una cura de tres meses en una costosa clínica especializada en métodos de adelgazamiento, una de las muchas clínicas en las cuales había transcurrido su adolescencia. Pero, durante el crucero, recuperó los kilos con creces.

Por su parte, su padre distaba mucho de ser feliz en aquellos momentos.

En realidad, el padre de Bunny siempre había estado disgustado con ella por una u otra razón. Bernie Kowalski era un hombre al que ella nunca lograba complacer por mucho que lo intentara. A veces, la miraba como diciendo: «¿Cómo es posible que alguien como yo, tan rico, sofisticado y poderoso, haya podido producir algo tan insignificante?». Su papel en Hijos otra vez, a pesar de haber sido muy elogiado por la crítica y muy bien recibido por el público, lo había colocado en una situación embarazosa. Cuando Bunny no consiguió el premio a la mejor actriz secundaria, su padre comentó que se alegraba porque, a lo mejor, su hija entraría en razón y abandonaría su insensato sueño de Hollywood.

Bunny jamás había conseguido agradar a su padre, ni siquiera cuando era pequeña. Su padre la miraba como si ella lo hubiera decepcionado. Pero Bunny no podía evitar que Dios la hubiera hecho de aquella manera. En la escuela la llamaban Pequeñaja a pesar de que, en realidad, no era bajita; lo que ocurría era que, al estar «llenita». Parecía más baja de lo que era. Fue la niña a la que le crecieron los pechos antes que a las demás. Sin embargo, lo que más había llamado la atención y lo que le había hecho ganar la nominación al Oscar por su última película había sido su cara de muñeca mofletuda.

—Muy bien —dijo su padre cuando ella le mostró las criticas—, ¿conque ahora vas a abrirte camino haciendo papeles de chica torpe y regordeta? No quiero que una hija mía se humille aceptando los papeles de payaso que rechazan las actrices como Dios manda.

Al ver que Judith se disponía a retirarse, Bunny añadió:

—Debe de ser divertido trabajar aquí, doctora Isaacs.

Quería retenerla unos cuantos minutos más a su lado. Había pasado los últimos meses tan sola que a veces sentía deseos de gritar.

—No sé si el adjetivo «divertido» es el más indicado —dijo Judith deteniéndose con una sonrisa junto a la puerta—. Pero es interesante.

—Debe de tratar con muchas personas superfamosas. El doctor Mitgang, el médico de esta casa antes de que usted viniera, me dijo que muchos vienen aquí para someterse en secreto a intervenciones de cirugía plástica. ¿Ha visto usted a alguno? ¿Qué siente al verlos?

Judith pensó en el señor Smith. ¿Qué podía decirle a Bunny? ¿Que, por alguna extraña razón, una profunda parte física de su persona estaba reaccionando a su presencia mientras su mente le decía que procurara no acercarse demasiado a él?

—Me temo que no puedo hacer comentarios sobre los demás pacientes.

—Claro, lo comprendo. Qué demonios, yo tampoco querría que hablara de mí con otras personas. —Sobre la mesita del café había una de aquellas populares revistas que se vendían en los supermercados. Bunny la señalo diciendo—: Ya lo sé, solo las leen las personas que hacen cola ante las cajas de los supermercados. Pero a mí me gusta estar al día en los chismorreos cinematográficos. Una vez hablaron de mí en una de estas revistas, ¿sabe? —añadió Bunny, hablando rápidamente para disimular su inquietud. Frieda estaba al llegar. ¿Se enfadaría cuando se enterara de que ella le había ocultado un secreto y, de hecho, le había mentido? Tampoco sabía cómo reaccionaría su padre cuando averiguara lo que había hecho—. Publicaron un artículo sobre mí cuando recibí la nominación para el Oscar. Se hablaba de la drástica dieta a la que me sometí antes de rodar la película. Perdí diez kilos en cinco semanas. Y eso no es sano, ¿verdad? Montones de mujeres me escribieron pidiéndome el secreto. Pero lo único que hice fue morirme de hambre. En serio. Me pasé treinta y cinco días sin comer nada. Y después me puse enferma. La historia de mi vida… morirme de hambre y ponerme enferma. Recuperé los kilos cuando terminó el rodaje. —Bunny hizo una pausa, tratando de añadir algo para demorar la partida de Judith. Estaba hecha un manojo de nervios—. ¿Existe alguna dieta concreta que usted pueda recomendarme, doctora?

—Creo que el programa Starlite es excelente.

—Sí, suelo comer sus platos congelados.

—Si tiene usted algún otro problema, no dude en llamarme —dijo Judith, retirándose.

Bunny cerró la puerta y miró a su alrededor, examinando la suite que ocupaba desde hacía un mes. Estaba lujosamente amueblada y el dormitorio más bien parecía un tocador. Había una cama con dosel y cortinas de calicó con la colcha, las almohadas y las sábanas a juego, todo en color marfil con unas florecitas en tonos pastel. La habitación de una niña, pensó Bunny. Llena de lacitos y ringorrangos. Los cortinajes de las ventanas eran del mismo tono rosa que las florecitas del calicó, y la alfombra estaba estampada con unos pajarillos. En el salón había tres confidentes tapizados en brocado en tonos rosas y azules alrededor de la chimenea con una mesita de madera de arce en el centro sobre una alfombra tan extravagantemente floreada, que María Antonieta hubiera podido agacharse a recogerla. Unos rechonchos querubines con pantallas de lámparas en las cabezas y varios lienzos de personajes con pelucas empolvadas completaban el impresionante decorado.

Era la cuarta habitación que ocupaba Bunny desde su llegada a Star’s, cambiaba cuando se aburría y había descubierto que en Star’s no había dos habitaciones iguales. Una persona hubiera podido acudir allí muchas veces sin repetir jamás la misma experiencia.

Ya era hora de que empezara a prepararse para su encuentro con Frieda.

Mientras llenaba de agua una bañera que tenía cisnes dorados en lugar de grifos normales, Bunny experimentó una mezcla de emoción y temor. Estaba segura de que Frieda reaccionaría bien ante la noticia. Pero su padre, que tanto terror le inspiraba, ya era otra cosa. Había prometido acudir a recogerla dentro de unos días para llevarla a casa por Navidad. La «casa», era un departamento de un edificio vendido en propiedad horizontal en los años setenta, cuatro estériles habitaciones en Century City a treinta rellanos de altura donde Bernie Kowalski colgaba su sombrero no más de diez días al año.

Rodeada de vapor, Bunny recordó la última vez que había visto a su padre… una semana antes de la ceremonia de concesión de los Oscar, cuando ella le pidió que acudiera al auditorio Shrine y se acomodara entre el público. Bernie Kowalski se negó en redondo porque, a su juicio, hacer películas no era una cosa seria y las actrices eran unas putas. En cierto modo, Bunny se alegraba de que su padre no hubiera ido porque, al final, no le concedieron el Oscar; y se alegraba, sobre todo, de que no hubiera asistido a la fiesta que se celebró a continuación y en la cual todo el mundo rodeó a las actrices elegantes y esbeltas y no prestó la menor atención a su cara de golfilla traviesa. Y no es que ella esperara competir con astros tan fulgurantes como Madonna o Michael Jackson o cualquiera de los rostros que hubieran podido llenar cinco años de ejemplares de la revista National Enquirer. Tampoco esperaba que la invitaran a las fastuosas fiestas que se celebraron después de la concesión de los Oscar, como, por ejemplo, a la de Kevin Costner, tan exclusiva, según los rumores, que los invitados tuvieron que llamar por teléfono después de la ceremonia para averiguar en qué lugar se celebraba. Pero, en fin de cuentas, la habían nominado y le habían hecho muy buenas críticas (bien por Siskel y Ebert) y ella esperaba despertar por lo menos un poquito de interés. Pero no fue así; se quedó arrinconada y se zampó los entremeses de diseño Wolfgang Puck sin saborearlos tan siquiera, pensando que ojalá hubiera podido estar en cualquier otro sitio, incluso con su padre, en lugar de estar allí.

Frieda llegó mientras Bunny se estaba maquillando en el dormitorio.

—¡Pasa! —le gritó Bunny—. ¡Está abierto!

Frieda entró, se detuvo al ver el agresivo decorado y después cerró la puerta y pregunto.

—¿Te encuentras bien?

—Me estoy terminando de arreglar. Ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa.

—¡Mi casa nunca ha tenido esta pinta! Date prisa, cariño, tenemos que celebrar una cosa. Traigo una botella de tu champán preferido.

—Frieda, eso es muy caro.

—¡Y nosotras nos vamos a emborrachar por todo lo alto!

—Pero ¿por qué?

—Te lo diré cuando salgas. —Frieda frunció el ceño contemplando una pintura en la que dos querubines vertían agua sobre una diosa en un estanque—. Tengo una sorpresa para ti.

—¡Y yo tengo otra para ti!

Frieda empezó a pasear entre una mesa camilla cubierta con una pesada tela que cala en pliegues hasta el suelo y un alto pedestal de mármol que sostenía un busto romano. Era una decoración de fábula.

—Allá voy —gritó Bunny finalmente desde el dormitorio—. ¡Aquí me tienes!

Bunny salió y Frieda se volvió a mirarla.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Bunny, dando una vuelta. Con su ajustado vestido blanco de finos tirantes muy abierto por detrás, Bunny daba la impresión de ser muy alta; tenía una breve cintura, un busto mediano, unas torneadas piernas, una larga melena de cabello rubio, una nariz respingona, una barbilla esculpida y unos labios carnosos. Era Bunny y, sin embargo, no era ella. La lozanía y la vulgaridad de sus facciones se habían esfumado y su figura irradiaba un fuerte atractivo sexual. En realidad, era como muchas otras actrices de Hollywood—. ¿Qué te parece? —repitió emocionada mientras seguía dando vueltas muy despacio para que Frieda admirara el resultado de todos aquellos meses de cirugía plástica—. Me lo he cambiado todo, ¡más que Cher, que ya es decir! Liposucción, extirpación de costillas, extracción de las muelas de atrás—… ¡ya nadie podrá volver a llamarme gorda y rechoncha! ¡Se acabaron los papeles cómicos de muñeca mofletuda! Bueno, ¿qué dices a eso, Frieda? ¿No te has llevado una sorpresa?

Bunny se volvió y vio a Frieda desmayada en el suelo.

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