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Día segundo » Capítulo 19

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El Corvette estaba tomando las peligrosas curvas de la carretera del cañón a alta velocidad, los neumáticos chirriaban sobre el asfalto y la carrocería azul eléctrico entraba y salía de los círculos de luz de las farolas.

Hannah Scadudo asió desesperadamente el volante con los ojos clavados en las cerradas curvas que tenía por delante mientras el Corvette rebasaba velozmente la línea central y entraba de nuevo en el carril y el cuerpo de la conductora se preparaba para el impacto que podía producirse en cualquier momento, aplastando la frágil carrocería de fibra de vidrio del automóvil y dejándola a ella atrapada en su interior. Era una carrera contra reloj, quería adelantarse al tiempo y refrenarlo cual si fuera un caballo desbocado, inmovilizando las horas y los días que se le estaban escapando de las manos. Cuatro días, había dicho Philippa. Faltaban cuatro días para la convocatoria de una importante reunión del consejo de administración, en cuyo transcurso todos los miembros presentarían informes y se llevaría a cabo un exhaustivo examen de la contabilidad de la empresa.

¿Qué esperaba descubrir Philippa? ¿Cuál era la verdadera causa de su regreso? Una discrepancia en la contabilidad no significaba necesariamente que se hubiera actuado con malicia; hubiera bastado con mandar hacer una auditoría y llevar a cabo los ajustes necesarios para subsanar el error. Y lo de Miranda International también se hubiera podido resolver desde Australia. En cuanto a la presunta hermana de Palm Springs, Ivan ya había localizado a «hermanas» otras veces y Philippa nunca se había apresurado a ir a verlas. Y tanto menos desde el otro extremo del mundo. El inesperado e imprevisto regreso de Philippa solo podía significar que esta sospechaba la existencia de sucios manejos dentro de la empresa por parte de algún traidor. El pie de Hannah pisó el acelerador. Cuatro días… ¿habría tiempo suficiente?

Cuando la impresionante verja de hierro forjado de la finca de Bel Air quedó súbitamente iluminada por los faros delanteros del automóvil, Hannah extendió la mano hacia el visor y pulsó el botón del dispositivo de apertura por rayos infrarrojos, cruzando a toda prisa la entrada antes de que esta se abriera del todo de tal forma que el lado del pasajero del automóvil sufrió unos arañazos. Al llegar al final de la larga calzada particular y penetrar en el círculo asfaltado que había delante de la casa, frenó bruscamente y el Corvette dio una rápida media vuelta. Cuando el automóvil se detuvo, Hannah cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el volante.

Percibiendo los furiosos latidos de su corazón en el pecho, Hannah recordó el consejo que le había dado el doctor Freeman tras examinarla. Su madre Jane Ryan había muerto de un ataque al corazón a los tan solo cuarenta y ocho años, seis menos de los que ahora tenía ella. Pero Hannah no podía tomarse las cosas con calma en aquellos momentos; no había tiempo.

Philippa, Philippa, gritó en silencio su mente. ¿Por qué has tenido que venir precisamente ahora?

Hannah levantó la cabeza y contempló la casa, una elegante villa de estilo mediterráneo construida en los años cuarenta. Tenía dieciséis habitaciones, una piscina cubierta y una bolera, y estaba valorada en ocho millones de dólares. Unas luces navideñas brillaban en las ventanas de la planta baja y unas bombillitas plateadas parpadeaban en los árboles y los arbustos que enmarcaban el impresionante arco de la entrada. Era una preciosa casa de apariencia extremadamente acogedora, pero Hannah todavía no estaba en condiciones de entrar. Todavía no. Tenía que serenarse; tenía que crear una semblanza de normalidad para que los demás no sospecharan nada.

¿Sospechaba Philippa de ella? ¿Por eso había regresado tan de repente sin decirle nada a nadie? Hannah se sentía traicionada. Charmie le había hecho creer a todo el mundo que se iba a Ohio para pasar las vacaciones con su hijo y su familia, tal como solía hacer siempre en aquella época del año. En su lugar, se había ido a escondidas a Australia y había regresado con Philippa. El hecho de que Charmie no le hubiera revelado sus planes y no hubiera confiado en ella tras casi treinta años de compartirlo todo y no tener ningún secreto con ella, había herido profundamente a Hannah. Significaba que Charmie y Philippa, sus dos amigas más íntimas, ya no se fiaban de ella.

Temblando en su automóvil más de miedo que de frío, Hannah se dio cuenta de que lo que más temía en todo aquel asunto era el daño irreparable que sufriría su amistad cuando Philippa descubriera la verdad.

Antes de descender del vehículo, Hannah estudió rápidamente su aspecto en el espejo retrovisor. Su corta melena castaña tenía todos los cabellos en su sitio y los diminutos pendientes de oro que lucía en las orejas captaban los reflejos de las lucecitas navideñas confiriéndole una apariencia sumamente juvenil a sus cincuenta y cuatro años. Sin embargo, lo que Hannah pretendía era ofrecer su habitual expresión de que todo iba bien como de costumbre. La situación era en aquellos momentos demasiado delicada y peligrosa como para que ella corriera el riesgo de delatarse.

Una doncella la recibió en la puerta principal.

—Buenas noches, señora —dijo, extendiendo las manos para recibir el bolso y el abrigo de Hannah.

—Buenas noches, Rita. ¿Está en casa el señor Scadudo?

—No, señora.

—Avise a la señorita Ralston y dígale que se reúna conmigo en la biblioteca, por favor.

La biblioteca era una estancia con las paredes revestidas de madera oscura, pavimento de mosaico español, muebles de cuero y una lámpara de hierro forjado con velas auténticas que iluminaban con su parpadeante luz diversos objetos de artesanía mexicana y de arte precolombino. Hannah se dirigió al bar y se preparó un bloody mary muy fuerte.

Entró la señorita Ralston, una mujer de sesenta y tantos años que vivía sola y era soltera. Era la secretaria particular de Hannah desde hacía diez años; organizaba el apretado programa social de los Scadudo y recibía a cambio un sueldo muy elevado y un nuevo automóvil cada dos años.

—Buenas noches, señora Scadudo —dijo la señorita Ralston, dejando un bloc de notas y un montón de correspondencia sobre el mostrador del bar.

Hannah había intentado tutearse con ella muchas veces, pero la señorita Ralston prefería que las relaciones entre ambas fueran más profesionales.

Mientras tomaba un sorbo de bloody mary, Hannah se dio cuenta de que le temblaba la mano. Se preguntó si la secretaria lo habría observado.

—Los suministros de la fiesta ya están empezando a llegar, señora Scadudo —dijo la señorita Ralston, sacando una pluma y tomando el bloc de notas—. El representante del servicio de comida vino esta mañana y, tras inspeccionar la cocina, dijo que no tendrá ninguna dificultad en preparar los postres especiales que usted ha pedido. Hay espacio más que suficiente para que su equipo trabaje. Han confirmado el pedido de la floristería…

Mientras la señorita Ralston revisaba la miríada de detalles de la inminente fiesta navideña de los Scadudo, Hannah no podía estarse quieta. Quería subir al piso de arriba y quedarse sola. Y tenía que hacer una llamada telefónica. Una urgente llamada telefónica de vida o muerte.

—Casi todo el mundo ha confirmado su asistencia —añadió la señorita Ralston con su acostumbrado tono de persona eficiente—. Solo tres parejas han contestado que no podrán venir. Por consiguiente, la lista de invitados quedará en ciento setenta y cinco personas.

Hannah levantó la copa para tomar otro trago y se dio cuenta de que ya estaba vacía. Procurando controlar el temblor de sus manos, se preparó otro con un poco más de vodka y procuró no bebérselo de golpe. Consultó su reloj.

¿Por qué quería Philippa convocar aquella reunión en Palm Springs? ¿Qué tenía de malo la sede de Starlite, tan cerca y tan cómoda para todo el mundo? Palm Springs les haría perder un día entero porque estaba por lo menos a dos horas de ida y dos de vuelta por carretera.

Quiere un terreno neutral, pensó Hannah. Quiere sacarnos de la familiaridad y seguridad de nuestros despachos y llevarnos a un lugar en el que no tengamos ninguna ventaja. Quiere ver si podemos sobrevivir fuera de nuestro cómodo ambiente empresarial.

Hannah se escandalizó de sus propios pensamientos. Eran muy cínicos y poco caritativos. Pero ¿acaso no era eso lo que sugería el repentino regreso de Philippa a Los Ángeles? ¿Como si todos los de Starlite, sus amigos, fueran unos delincuentes?

Dios mío, pensó Hannah, asiendo con fuerza la copa. Ojalá haya regresado por este asunto de Miranda International. Que no sea por lo otro… antes de que yo tenga tiempo de resolverlo.

—Los adornos especiales del árbol navideño que usted pidió en Saks ya están preparados, señora Scadudo —estaba diciendo la señorita Ralston—. Y ya han reservado un pino de seis metros de altura de la variedad Ponderosa para la mañana de la fiesta.

Hannah se detuvo con la copa en la mano, percatándose de que su secretaria la estaba mirando fijamente a la espera de una respuesta a una pregunta que ella no había escuchado.

Había tantas cosas que hacer… la fiesta navideña, la llegada de sus hijos con sus familias para pasar las vacaciones en casa, la sorpresa especial que le tenía reservada a Alan…

Posó bruscamente la copa y dijo:

—Sí, todo está muy bien, señorita Ralston. Muchas gracias. Subo unos minutos arriba —volvió a consultar su reloj—. Mi marido está por llegar —y yo tengo que hacer la llamada antes de que llegue, pensó—. Por consiguiente, si de momento no me necesita…

Antes de que la señorita Ralston pudiera contestar, Hannah abandonó la biblioteca.

Subió por la gran escalinata y se dirigió por el pasillo hasta el dormitorio principal, cerrando la puerta de doble hoja a su espalda.

Encendió las luces y se apoyó contra la puerta, tratando de serenarse. ¿Experimentaba realmente una sensación de opresión en el pecho o eran solo figuraciones suyas? Pisó la mullida alfombra, tomó el teléfono que había sobre un escritorio Luis XV y marcó con trémulas manos. Al darse cuenta de que se había equivocado de número, colgó y volvió a marcar. Mientras escuchaba los timbrazos del otro extremo de la línea, percibió los fuertes latidos de su corazón resonando en sus oídos y temió no oír la voz de quienquiera que le contestara.

Alguien tomó el teléfono del otro extremo.

Hablando en voz baja para que no la oyeran, Hannah dijo:

—Tenemos que hacer la transferencia inmediatamente. Phillippa sospecha algo. Ha vuelto a Los Ángeles y piensa convocar una reunión. Quiere revisarlo todo. Por favor, tenemos que hacerlo cuanto antes, antes de que ella lo descubra.

Escuchó la respuesta y después la línea enmudeció. Reprimiendo un sollozo, Hannah colgó el teléfono y miró a su alrededor.

Al cabo de tantos años, no le pareció extraño pensar de repente en otro dormitorio de otra casa, un dormitorio seis veces más chico que aquel, con una pequeña cama de matrimonio, una raída colcha afelpada, una alfombra de paja en el suelo y una cómoda de segunda mano que Alan había arreglado. En cambio, aquel dormitorio de su mansión de Bel Air tenía una inmensa cama circular con un dosel de raso como los de los cuentos de hadas. La alfombra era tan mullida que conservaba las huellas de las pisadas y todo el mobiliario era importado y hecho a mano. No había ninguna comparación posible entre el pequeño y mísero dormitorio de años atrás y aquella suite digna de unos reyes. Y, sin embargo, Hannah hubiera querido encontrarse en el otro en aquellos momentos.

Con lágrimas en los ojos, pensó que jamás se había sentido tan desvalida y atrapada. Faltaban cuatro días para que se celebrara la reunión del consejo de administración de la empresa y se examinaran los archivos. Y todos los miembros del consejo, incluídos Hannah y su marido, tendrían que estar preparados para responder a las preguntas.

El pánico volvió a apoderarse de ella y la indujo a cruzar a toda prisa la estancia hasta el lugar donde colgaba un lienzo impresionista de gran tamaño en marco dorado. Apartándolo a un lado e iluminando la pequeña caja fuerte oculta detrás de él, Hannah manipuló varias veces los dispositivos de apertura hasta dar con la combinación. Una vez abierta la caja, sacó un pequeño estuche metálico cerrado, una cajita de cuero con adornos de latón, varios paquetes de sobres atados con cintas y, finalmente, del fondo de la caja, una cartera de documentos de piel negro verdosa, tan reluciente que pudo ver su rostro reflejado en ella cual si fuera un espejo.

Se dirigió a la cama y vació el contenido sobre la colcha de raso. Había certificados de acciones de varios colores, cada uno de los cuales indicaba un valor nominal distinto. Los más valiosos, los certificados de plata, valían cada uno mil participaciones. Hannah los extendió para poder leer su nombre en cada uno de ellos. Todos estaban firmados y fechados y los más antiguos se remontaban a veinte años atrás. Juntos totalizaban cien mil participaciones. De Starlite Industries.

La gente ya no guardaba los certificados de acciones, por supuesto, pero Hannah apreciaba enormemente aquellos certificados que solo representaban una parte de sus intereses en la empresa por su valor sentimental. Eran los regalos que le había hecho su marido a lo largo de los años en ocasión de cumpleaños y aniversarios. Los certificados de mil participaciones procedían de Philippa. Todos juntos, representaban algo más que dinero o un pedazo de una empresa valorada en cientos de millones de dólares; para ella simbolizaban una parte importante de su vida, tal vez la parte más importante y ahora tendría que desprenderse de ellos.

Era casi como vender un hijo.

¿Cómo había podido llegar a semejante extremo?, se preguntó tristemente, recordando el pequeño dormitorio del valle de San Fernando donde ella y Alan habían pasado tantas noches haciendo apasionadamente el amor. Pensó que ojalá estuvieran de nuevo en aquella chirriante cama de segunda mano, el uno en brazos del otro, preguntándose de donde iban a sacar el dinero para pagar el siguiente plazo de la hipoteca. Lo hubiera dado todo, la casa de Bel Air, las criadas e incluso su precioso Corvette, a cambio de poder deshacer el enredo en el que se encontraba metida.

Pero no podía volver atrás. El desastre estaba a punto de estallar y ella no podía hacer nada por impedirlo.

Cuando sonó el teléfono, experimentó un sobresalto y lo contempló fijamente por un instante. ¿Y si…?

—¿Diga? —dijo Hannah cogiendo el teléfono.

—¡Hola, mamá! —dijo una cantarina voz.

Jackie, su hija menor, la estaba llamando desde el colegio universitario.

Hannah hizo un esfuerzo por aparentar entusiasmo. Jackie, cariño, cuánto me alegro de que hayas llamado. ¿Todo bien?

—¡Todo es maravilloso, mamá! Vincent y yo hemos decidido casarnos.

—Oh… qué estupendo…

Hannah se acercó una mano al pecho. Su corazón tembló un instante y después reanudó su ritmo normal.

—Quiero que la boda se celebre en junio —añadió Jackie—, en el jardín, ¡y tendrá que ser la boda más fastuosa que jamás se haya visto en este mundo! Esther será mi dama de honor y cuatro de mis compañeras de la asociación estudiantil formarán mi cortejo, lo mismo que Sue y Polly. ¿Y sabes una cosa? ¡Los padres de Vincent nos van a pagar un viaje al sur de Francia como regalo de boda! Tienen una villa allí Vincent y yo hemos pensado que…

Mientras escuchaba las emocionadas palabras de Jackie, los ojos de Hannah se desviaron hacia la colección de fotografías enmarcadas sobre el escritorio, la cómoda y la mesita de noche. Eran en buena parte fotografías de sus hijos, cuando eran pequeños, cuando empezaban a ir a la escuela, vestidos con disfraces, cuando terminaron sus estudios primarios, el bachillerato y finalmente los estudios universitarios. Pero también había fotografías más antiguas en las que ella aparecía tomando tímidamente la mano de Alan mientras el amor asomaba visiblemente a los ojos de ambos. En la mesilla de noche había una fotografía de Alan, su marido, tomada apenas dos años atrás con una dedicatoria que decía: «Para Hannah, mi amor, por siempre y para siempre». Y, por último, una fotografía en blanco y negro de tres animosas jóvenes de veintitantos años haciendo muecas ante la cámara, a pesar de encontrarse desesperadamente sin blanca de no haber conseguido todavía abrirse camino. Hannah siempre había pensado que Philippa era el pegamento que las mantenía unidas.

Mientras escuchaba las palabras de su hija, contempló las fotografías y comprendió que lucharía denodadamente para que todo volviera a ser como antes. Nunca había creído que las cosas se pudieran hacer sin esfuerzo; eso era lo que la había unido a Philippa y a Charmie desde un principio. Las tres estaban firmemente decididas a superar sus desventajas y a vencer al mundo. Pero ahora su lucha sería para algo más que para conservar la amistad de las otras dos. Sería también por Alan y por sus hijos, para que todos se enorgullecieran de ella. Hannah le había oído decir una vez a su hija, hablando con unos amigos: «Mi mamá es una de las más grandes diseñadoras de moda que jamás han existido. Fue la primera que les dio permiso a las mujeres gordas para lucir colores vistosos y estampados llamativos. Las liberó de las tiendas de campaña y de los colores oscuros». Y Hannah no quería destruir nada de todo aquello.

Se sorprendió de pronto cuando, al contemplar los objetos de la estancia, estos empezaron a desaparecer uno a uno… una fotografía de la cómoda, el juego de plumas del escritorio, el abrecartas de amatista. Un parpadeo y fuera. Los objetos de su vida, las cosas que conformaban la personalidad de Hannah Scadudo, estaban desapareciendo como si ella se encontrara atrapada en un episodio de una serie de misterio. Se frotó los ojos y volvió a mirar. Ahora todo estaba en su sitio igual que antes; solo sus temores y su imaginación habían enviado aquellos valiosos recuerdos al abismo de la nada. Su vida empezó a escaparse lentamente hasta que ella se desvaneció también y el mundo siguió adelante como si ella jamás hubiera existido.

—¡Bueno, tengo que dejarte, mamá! —dijo Jackie, recordándole a Hannah que tenía un teléfono en la mano—. Han organizado una barbacoa impresionante en la playa. ¡Y los más valientes nadarán a la luz de la luna! —Jackie había estudiado biología marina en la universidad de California en Santa Bárbara—. Adiós. Nos veremos dentro de unos días.

Mientras colgaba el teléfono, Hannah trató de emocionarse ante la noticia que acababa de comunicarle su hija. Jackie, su hija menor, se iba a casar. La fotografía quedaría completa. Si, organizarían la boda más sensacional que jamás se hubiera visto en el mundo, o, por lo menos, en Bel Air. Nada debería empañar la felicidad de Jackie. Nada en absoluto.

Cuando oyó el timbre de abajo, señal de que un automóvil había cruzado la verja principal, Hannah se asomó a la ventana, separó los visillos y contuvo la respiración, contemplando la calzada que serpeaba por la colina desde la calle. Al cabo de un momento, vio el resplandor de unos faros delanteros emergiendo desde detrás de los árboles e iluminando los ladrillos rojos que pavimentaban la calzada e inmediatamente apareció la reluciente parrilla del Mercedes de Alan. Regresó corriendo a la cama y recogió los certificados de las acciones.

Corrió a la caja de caudales y la mitad de ellos se le cayeron al suelo, se agachó a recogerlos y los introdujo en la caja de cualquier manera. Alan no tenía que enterarse. Oyó el rumor de la puerta principal al abrirse y unas voces amortiguadas.

—Buenas noches, Rita, ¿ha vuelto a casa mi mujer?

Y después unas pisadas cruzando las baldosas blancas y negras del vestíbulo.

Introdujo los últimos certificados en la caja y guardó a toda prisa todo lo demás. No entraba. Lo volvió a sacar todo y lo intentó de nuevo… la cajita de metal, el estuche de cuero, los sobres atados con cintas.

Se imaginaba a Alan avanzando por el pasillo, acercándose a la puerta y entrando en la suite del dormitorio principal. Se le volvieron a caer las cosas. Miró hacia la puerta y se imaginó la mano de su marido, girando el tirador dorado. Al final, consiguió colocarlo todo. Cerró la caja de caudales, accionó los dispositivos y volvió a colocar el cuadro en su sitio.

Se abrió la puerta del dormitorio.

—Ah, estas aquí, querida —dijo Alan con una sonrisa en los labios.

Hannah giró en redondo.

—¡Alan! —exclamó.

—Perdón —dijo Alan, frunciendo el ceño—. No quería asustarte. Pensé que me habrías oído subir por la calzada.

—Estaba… estaba a punto de tomarme un baño —dijo Hannah, apartándose rápidamente de la pared.

Los ojos de Alan se desviaron hacia el cuadro que colgaba ligeramente torcido y después contemplaron la colcha de la cama un tanto arrugada.

—¿Todo va bien, Hannah? —preguntó, entrando y cerrando la puerta—. Te veo un poco pálida.

—Estoy bien, perfectamente —dijo Hannah, dirigiéndose hacia el cuarto de baño y encendiendo la luz—. Lo que pasa es que, bueno, me he llevado una sorpresa al ver a Philippa. No la esperaba, ¿y tú?

—Pues no. Pero algún día tenía que regresar a casa. Yo sabía que no se iba a quedar indefinidamente enterrada en Australia. Cariño, ¿seguro que te encuentras bien?

Hannah asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño y miró a su marido con una cautivadora sonrisa.

—Pues claro que me encuentro bien. Pero vamos a llegar tarde. Tenemos que acompañarte al aeropuerto. No me gusta que tengas que irte esta noche con tantas prisas a Suramérica. ¡Tenemos que celebrar una cosa! ¡Jackie ha llamado para darme una maravillosa noticia! —añadió, desapareciendo en el interior del cuarto de baño.

—¿Qué es eso de Jackie? —preguntó Alan, pero su voz quedó ahogada por el rumor del agua del grifo de la bañera.

Dejó el periódico y la cartera de documentos sobre la arrugada colcha de la cama y se acercó al cuadro. Lo estudió un instante y después extendió la mano para enderezarlo. Hannah se le acercó por detrás y le rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza en su espalda y diciéndole:

—Te quiero, Alan. Te quiero muchísimo.

—Pero bueno, ¿a qué viene todo eso? —preguntó Alan, volviéndose y estrechándola con fuerza.

—Es que soy muy feliz contigo —musitó Hannah contra su cuello—. Nuestra vida en común es una delicia. Te echaré de menos mientras estés en Río. ¿Me echarás tú de menos a mí?

—Tú sabes que sí.

—Tú me quieres, Alan, ¿no es cierto?

—Pues claro que te quiero, cariño.

Hannah lo abrazó con fuerza y cerró los ojos, pensando: «No puedo perder el amor de Alan, no puedo perderle. Si lo perdiera, no querría vivir. Después de todo lo que hemos vivido juntos a lo largo de tantos años…».

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