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Día segundo » Capítulo 20

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20

Valle de San Fernando, California, 1959.

Hannah Ryan pensó que la forma en que los pantalones se ajustaban al trasero de Alan Scadudo era francamente obscena.

Pero le encantaba.

Acababa de regresar de la torrencial lluvia de la calle, chorreando agua y con los almuerzos de la charcutería Baumgartner. No estaba muy lejos… Cuando hacía sol, el paseo desde Halliwell y Katz hasta la charcutería Baumgartner en el Ventura Boulevard solía llevarle unos tres minutos, pero, cuando caía una de las insólitas tormentas del sur de California, parecía durar una eternidad. Bajó por el pasillo entre los doce escritorios de los corredores de bolsa dispuestos de cara al tablón de Dow Jones y empezó a repartir los bocadillos mientras los zapatos le chirriaban en el interior de los chanclos. Cobraba al pasar, pero había tropezado con un problema al llegar al señor Driscoll. Este había pedido un pastrami caliente con pan de centeno y miró el bocadillo de soslayo, diciendo que estaba frío. Cuando le dijo que le faltaban unas cuantas monedas y ya se las daría más tarde, ella se quedó inmóvil con la mano extendida mientras el agua de la manga de su impermeable caía sobre el ejemplar del Wall Street Journal del señor Driscoll. Al final, este se introdujo la mano en el bolsillo, rebuscó, contó el dinero exacto y le colocó las monedas en la gélida palma de la mano.

Y ahora Hannah había llegado al escritorio del señor Scadudo, el cual estaba estudiando una hoja recién salida del teletipo con el ceño virilmente fruncido, o eso por lo menos le pareció a la joven Hannah, de veintiún años. Estaba secretamente enamorada del señor Scadudo, el cual estudiaba contabilidad en sus ratos libres.

—Aquí tiene —le dijo, entregándole el bocadillo extra de pan de molde con tomate, cebolla y queso, envuelto en papel encerado—. Cuarenta y dos centavos, por favor.

—Gracias —dijo él sin mirarla ni tomar el bocadillo. Hannah colocó cuidadosamente el bocadillo en el desordenado escritorio cubierto de notas y confirmaciones—. Qué barbaridad —exclamó el señor Scadudo—, la International Petrochemical ha anunciado una emisión gratuita para reducir la cotización a la mitad. ¡Lo sabía!

Se introdujo con aire ausente la mano en el bolsillo, contó las monedas y las depositó en la mano tendida. Cuando las monedas, conservando todavía el calor del lugar de donde procedían, cayeron en la palma de la mano de Hannah, la emoción le subió a la muchacha hasta los oídos y pulsó en ellos unos segundos, antes de bajar de nuevo a su vientre donde solía vibrar como un pequeño motor siempre que se acercaba al señor Scadudo. Hubiera podido quedarse allí eternamente, aspirando el aroma de su Old Spice, pero tenía que entregar otros bocadillos.

Cuando finalmente regresó a la sala deseando secarse y entrar en calor, pasó por delante de la ventanilla de la cajera y vio a la señora Faulkner, la supervisora del despacho, hablando con una chica que le estaba diciendo:

—¡Para mí será estupendo! ¡No tengo ni idea sobre el mercado bursátil!

Una nueva cuenta, pensó Hannah, pues la apertura de nuevas cuentas era una de las principales tareas de la señora Faulkner.

En la sala, Hannah se quitó el impermeable, los chanclos y los zapatos y sacó una toalla del lavabo de señoras. Mientras se secaba el corto cabello castaño, sintió que apenas podía contener su emoción. Aquel día al salir del trabajo tenía una cita con un asesor de la Academia de Artes Aplicadas Greer de Glendale, una pequeña pero prestigiosa escuela que contaba con un departamento de diseño de moda muy apreciado. La escuela era muy cara y ni Hannah ni sus padres, con quienes convivía, podían permitirse el lujo de pagar la matrícula, pero Hannah había solicitado una beca que cubriría la mitad de los gastos si la ganara. El asesor la había llamado la víspera para darle la buena noticia: le habían concedido la beca. La cita de aquella tarde sería para rellenar los impresos y elaborar un programa de estudios que le permitiera seguir trabajando en Halliwell y Katz, pues el resto de la matrícula lo tendría que pagar ella. Por eso había insistido en que e] señor Driscoll le pagara el importe del bocadillo. Todos los peniques que ganaba iban a parar a una cuenta de ahorro amorosamente vigilada. Estaba tan nerviosa que no había podido dormir en toda la noche. Desde pequeña soñaba con convertirse en diseñadora de modas, pero no para cualquier clase de mujeres. Ella quería diseñar ropa para mujeres gordas.

Porque ella estaba gorda y lo había estado siempre. Mientras que por parte de madre era francesa y posiblemente india, su padre era un irlandés de pura cepa y muchos de sus parientes eran inmigrantes que habían abandonado su país tras la guerra y los racionamientos que tanta hambre habían hecho pasar a la gente. Allí, en los Estados Unidos, donde abundaban los alimentos, si uno no se atiborraba de comida durante las reuniones familiares era considerado un desagradecido y a los niños se los animaba a comer hasta reventar. Hannah no recordaba haber estado delgada jamás; su madre estaba gorda, lo mismo que sus tías y primas. Lo único que todas compartían era la dificultad para encontrar prendas de su talla. Solo encontraban ropa a su medida en Monica’s Overweight Shop de Sherman Way, donde los modelos eran muy feos y la variedad muy escasa.

Pero Hannah tenía un sueño. Existía una demanda en el mercado y ella la iba a atender. Había aprendido a coser de niña, tenía afición a los tejidos y había descubierto cuáles eran los más favorecedores. Ella misma se confeccionaba los vestidos y los de sus obesas parientes, las cuales aseguraban que poseía un don especial. Pero necesitaba algo más… necesitaba una preparación más a fondo. Y la Academia Greer se la podía ofrecer.

El único obstáculo era el dinero. Aunque su familia no era pobre, solo podía permitirse pagar los estudios universitarios de sus hermanos, por lo que la beca de la Greer y sus ahorros no serían suficientes. Sin embargo, los problemas económicos de Hannah estaban a punto de resolverse. Y eso era precisamente lo que iba a decirle aquella tarde al asesor para asegurarse de que nada les impidiera aceptarla.

Tras secarse el cabello, Hannah se miró al espejo. Mientras contemplaba los rasgos vagamente indios y los pronunciados pómulos de un rostro que, según la gente, hubiera sido bonito de no haber estado ella tan gorda, entró Madeline para retocarse el maquillaje.

Madeline era la secretaria particular del señor Katz y ocupaba el puesto que Hannah no había conseguido dos años atrás por ser demasiado joven e inexperta, pues solo tenía diecinueve años y acababa de terminar sus estudios secundarios. No obstante, le ofrecieron un puesto de menor importancia en lo que ellos llamaban la «jaula» como chica de recados con posibilidades de promoción a un trabajo de secretaria. Desde entonces, el codiciado honor de trabajar a las órdenes del señor Katz había sido otorgado a cuatro chicas distintas, la última de las cuales había sido Madeline; cada vez que Hannah era postergada, le decían que ello se debía a que el señor Katz necesitaba a una secretaria más experta.

Y ahora Madeline se marchaba y Hannah no lamentaba que aquella bonita rubia se fuera, pues ella la sustituiría y eso le permitiría estudiar en Greer.

Se abrió la puerta y, por un instante, la estancia quedó inundada con el ruido, el tecleteo del teletipo y las exclamaciones del señor Driscoll:

—¡Allá va Kodak otra vez!

Entró la señora Faulkner y, en cuanto cerró la puerta, se hizo de nuevo el silencio.

—Otro día de ajetreo, señoritas —dijo, hundiéndose en uno de los sofás y dejando el bolso y el paquete del almuerzo a su lado—. Apuesto a que habrá un volumen de veinte millones cuando termine la jornada.

—Vaya —contestó Hannah—, eso quiere decir que tendremos que prolongar el horario para atender las confirmaciones.

Ardeth Faulkner abrió el paquete del almuerzo y sacó un enorme bocadillo de carne, una bolsa de patatas fritas y una barrita de chocolate Mars.

—Ya he visto cómo le hacías pagar el bocadillo a Driscoll. Bien hecho. Siempre intenta aprovecharse de la gente. Menudo tacaño.

—El dinero era mío —dijo Hannah, abriendo el frigorífico y sacando el queso fresco y el zumo de frutas de régimen que se había comprado para el almuerzo—. No puedo permitirme el lujo de regalarle el almuerzo a un hombre que gana diez veces más que yo.

—Estás deseando matricularte en esta escuela de moda, ¿verdad?

—¡Es lo que más deseo en este mundo! —contestó Hannah, mezclando un poco de zumo de fruta con el queso fresco—. ¡Esta misma tarde iré a ver al asesor!

Volvió a abrirse la puerta y entró Alan Scadudo, el empleado por quien Hannah bebía los vientos.

—¡Uf! —exclamó, acercándose a la cafetera y llenándose un vaso de plástico—. Menudo volumen tenemos hoy. Vamos a tener que hacer horas extras.

—A mí no me importa —dijo Hannah, mirándole—. No me vendrá mal el dinero.

Mientras removía su café, el joven se volvió. Tenía unos hermosos ojos castaños, un abundante cabello y la personalidad amable y bondadosa propia de las personas que recogen animales abandonados. Aunque fuera más bien bajo, a Hannah no le importaba.

—Lo comprendo —dijo—, pero a mí no me gusta hacer horas extras.

Hannah se angustió al oír sus palabras. Tiene una cita, pensó. Sale con alguien.

Antes de marcharse, Alan se detuvo y miró de arriba abajo a Madeline. A Hannah le sentó muy mal. Si alguien descolgara un vestido de una percha y se lo pusiera a Madeline, daría la impresión de que el vestido todavía colgaba de la percha. Estaba claro que al señor Scadudo le gustaban las mujeres esqueléticas.

Cuando Alan se hubo retirado, Ardeth le preguntó a Hannah:

—Te gusta, ¿verdad?

—¿Tanto se me nota?

—Solo yo me he dado cuenta.

Madeline se miró al espejo sin decir nada. Ardeth se intercambió una mirada de soslayo con Hannah y ambas parecieron avergonzarse súbitamente no solo por ellas mismas sino también por Madeline.

La secretaria del señor Katz se iba a marchar ignominiosamente de la empresa Halliwell y Katz. En realidad, la habían despedido.

—Le ha pasado lo que tú ya sabes —le había dicho la señora Faulkner a Hannah unos días antes.

Al replicar Hannah que ella no lo sabía, Ardeth le susurro al oído:

—¡Está embarazada!

Y Madeline era soltera.

—Esta es una empresa respetable —añadió la sesentona Ardeth Faulkner con un bufido de desprecio.

Al final, Madeline se apartó del espejo, miró primero a Hannah y después a la señora Faulkner, y se detuvo como si quisiera decir algo, pero se retiró sin decir nada.

Hannah se comió muy despacio su queso fresco con zumo de fruta y preguntó:

—Por cierto, ¿cuándo dejará Madeline el trabajo?

Quería comunicarle al asesor de la escuela cuándo empezaría a mejorar su situación económica.

—El señor Katz le ha dado un mes de plazo.

—¡Pues yo ya estoy preparada! —dijo Hannah, calculando que, en cuestión de unas tres semanas, su sueldo se duplicaría.

Hannah no se dio cuenta al principio de que la otra mujer evitaba mirarla. Comprendió que ocurría algo cuando la vio prestar una excesiva atención a su bocadillo de carne. Esperó hasta que, al final, Ardeth la miro y le dijo:

—Lo siento, Hannah, pero tú no vas a conseguir este puesto.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —contestó la señora Faulkner, echando un poco de sal sobre un huevo duro— que ya he contratado a la persona que la sustituirá. Ya la has visto. Es la joven que estaba hablando conmigo hace un rato.

—¿Quieres decir la que ha dicho que no tenía ni idea de lo que era el mercado bursátil? Pensé que era alguien que estaba abriendo una cuenta. ¿Cómo puedes contratarla? ¡No puedes decir que es más experta que yo! ¡Este puesto es mío, Ardeth!

—Ya lo sé —dijo la señora Faulkner, mirándola con desconsuelo—, lo que el señor Katz…

—Ardeth, ¿recuerdas la vez que sustituí durante dos semanas a Madeline cuando se puso enferma y el señor Katz alabó mi eficiencia? ¿Recuerdas cuando descubrí lo desordenados que tenía Madeline los archivos y los errores que contenían sus cartas? ¡Pero si apenas sabe taquigrafía, Ardeth! El señor Katz quedó tan contento de mí que hasta te lo comentó a ti. Estoy segura de que él querrá que yo ocupe el lugar de Madeline.

Ardeth estudió su bocadillo como si, de pronto, se hubiera estropeado, lo envolvió bruscamente con el papel encerado, se lo guardó en el bolso y miró a Hannah directamente a la cara.

—Verás, quiero que sepas que yo no he tenido nada que ver con eso. Yo sé que eres una buena trabajadora y que te malgastas en aquel despacho del fondo, pero el caso es que el señor Katz me dijo que no te quiere como secretaria.

—¡No me quiere! Pero ¿por qué?

Ardeth trató de buscar la mejor manera de decírselo, pero, al final, se limitó a explicar:

—Dijo… dice que estás demasiado gorda.

Hannah se la quedó mirando fijamente.

—Lo siento —dijo Ardeth—, créeme que lo siento. Si de mí dependiera…

—Pero ¿no le dijiste que mis merecimientos valen más que los kilos que peso? ¿No le dijiste que este puesto era mío? ¿O sea que, después de haber hecho las tareas que nadie quiere hacer y de haber estudiado el mercado bursátil, me lo recompensan así?

—Hannah, para mí es tan doloroso decirlo como para ti escucharlo…

—¡No, no es cierto! ¡Yo necesito este dinero, Ardeth!

—Escúchame. Tú no conseguiste el puesto hace dos años porque estabas gorda. La primera chica, la que competía contigo, no hizo las pruebas ni la mitad de bien que tú, pero al señor Katz le gustó su aspecto. Dijo que no quería una secretaria gorda.

Hannah se sentó, trastornada. Apretó los labios y trató de reprimir las lágrimas que estaban asomando a sus ojos.

—¿Eso dijo? —preguntó en un susurro—. ¿Dijo realmente eso el señor Katz? ¿Todos los que trabajan aquí, todos los corredores piensan lo mismo? ¿Todos me consideran una chica gorda? —dijo, percatándose súbitamente de muchas cosas que previamente le habían pasado inadvertidas: las entrevistas a que se había sometido, los puestos que no había conseguido; las personas que le habían preguntado cuánto pesaba, anotando el dato a lápiz al margen de su instancia; las bromas del señor Driscoll, acusándola de comerse toda la caja de dónuts que había en el despacho a pesar de que ella no había tocado ni uno; y, finalmente, la vez en que el señor Reardon estaba tratando de convencer a un cliente de que comprara unas determinadas acciones y el hombre preguntó:

—¿Le parece una buena inversión?

Y él contestó:

—¿Acaso follan las gordas?

—¿Así me ve el mundo, Ardeth? —preguntó—. ¿Me miran y ven a una gorda? ¿No ven quién soy, no me ven a mí?

—Hannah —contestó Ardeth, tratando de ser razonable—. La secretaria del señor Katz atiende a importantes clientes, es la primera persona a quien ven, representa a la empresa de cara al público, su aspecto es importante.

—¿Y yo qué soy? ¿Acaso no me plancho la ropa? ¿Huelo mal? Por el amor de Dios, Ardeth, ¡si yo cuido mucho mi aspecto!: Yo misma me hago la ropa. Tú siempre me comentas lo bien vestida que voy —a Hannah le temblaba la barbilla. Jamás en su vida se había sentido tan avergonzada—. Ardeth, ¡te comportas como si estuvieras de acuerdo con él!

—No lo estoy, Hannah, de veras que no. Pero, si pudieras adelgazar un poco…

—¡Adelgazar! ¿Tú has estado gorda alguna vez? ¿Cómo puedes saber lo que es eso? Si jamás en tu vida te has visto obligada a adelgazar, ¿cómo puedes saberlo?

Ardeth no supo qué contestar. Siempre había sido muy esbelta y nunca había tenido que controlar lo que comía. Por eso imaginaba que la gente estaba gorda porque comía demasiado.

—Ardeth, yo estoy gorda desde pequeña, Mis padres también lo están. Estoy completamente segura de que no como ni mucho menos lo que tú. Compara tu almuerzo con el mío.

—Lo siento, Hannah —dijo Ardeth, pensando que ojalá Katz no la hubiera colocado en aquella situación tan embarazosa.

—Dime, ¿todos los que me miran piensan que estoy gorda? Oh, Dios mío, el señor Scadudo…

—Permíteme darte un consejo, Hannah —dijo Ardeth con cierta impaciencia—. Primero, si quieres abrirte camino en este mundo, procura adelgazar. Eso está clarísimo. Segundo, tengo que ser sincera contigo, si quieres ser diseñadora de moda, métetelo bien en la cabeza, nadie se tomará en serio a una diseñadora de moda gorda —hincó el diente en el huevo duro y dijo con la boca llena—: ¿Lo has entendido?

Sentadas en unas sillas de plástico que parecían demasiado frágiles para soportar su peso, las mujeres hojeaban revistas o hacían labores de aguja, procurando disimular el hecho de encontrarse en la sala de espera de la Clínica de la Obesidad de Tarzana. Mientras hablaba con la recepcionista, Philippa miró a su alrededor y vio a las ocho pacientes cuyas edades oscilaban entre los veintitantos años y los setenta y tantos. Todas estaban gordas, algunas de ellas como vacas. Se preguntó qué sistemas de adelgazamiento habrían probado antes de acudir a aquel lugar como último recurso.

En el año transcurrido desde que perdiera a su hijo y decidiera cambiar de imagen, Philippa había probado muchas famosas dietas de adelgazamiento. La primera la había encontrado en una revista y el éxito estaba «garantizado si se seguía al pie de la letra». Tenía que tomar cada día medio pomelo, un plato de fresas y un vaso de leche descremada. Pero a media mañana Philippa temblaba tanto que parecía a punto de desmayarse y entonces se veía obligada a comerse el almuerzo consistente en un poco de queso fresco y medio melocotón. Pero al mediodía le entraban de nuevo los temblores y se sentía tan débil que apenas podía tenerse en pie y, como el almuerzo ya se lo había comido antes, no tenía más remedio que comer otra cosa y rompía el programa de la dieta.

Después compró el libro Las calorías no cuentan del doctor Herman Teller. La comida de aquella dieta tenía un alto contenido en grasas: carne, tocino, sardinas y atún en aceite, queso, huevos y margarina para freírlos. Por si fuera poco había que tomarse dos cucharadas de aceite antes de cada comida. La dieta exigía que un 65 por ciento de la comida ingerida correspondiera a alimentos grasos, lo cual significaba carne en el almuerzo y en la cena junto con huevos fritos, patatas fritas y dos cucharadas de aceite vegetal. La dieta le provocaba náuseas y tuvo que dejarla. Después probó la dieta del zumo de limón, pero acabó con acidez de estómago. Los laxantes también eran una solución muy popular, pero el experimento solo duró medio día. La dieta a base de huevos y pomelo era tan aburrida que la dejó al cabo de una semana. Después, probó a no superar las quinientas calorías diarias y estuvo a punto de desmayarse en el trabajo. Ahora, casi al cabo de un año de la muerte de Rhys y de la pérdida de su hijo y tras haberse pasado varios meses intentando adelgazar, pesaba tres kilos más que antes. Al final, había decidido seguir el consejo de la señora Chadwick y ponerse en manos de un profesional. Por desgracia, solo podía recurrir a los médicos privados, los cuales cobraban unos honorarios muy elevados.

Se sentó a esperar y miró a las demás mujeres, preguntándose qué historias serían las suyas y qué las habría inducido a acudir a aquel lugar. La mujer de los pantalones color púrpura y blusón estampado, por ejemplo… ¿habría acudido allí porque su marido se había cansado de ella? Y la otra señora vestida con aquella falda que le sentaba tan mal y con la blusa amarilla… ¿acaso tenía que acudir a una cena con sus compañeros de promoción a los que llevaba veinte años sin ver? Philippa procuró no mirarlas, pero la curiosidad la impulsó a observarlas de reojo mientras fingía leer una revista. Todas tenían un rasgo en común: la expresión abatida propia de las personas que se desprecian a sí mismas. ¿Qué desdichas las habrían conducido hasta allí?, se preguntó Philippa.

La escena era casi surrealista. En el mundo real, en el drugstore Cut-Cost donde todavía trabajaba o en el West Hollywood Junior College donde seguía unos cursos nocturnos, las personas eran tan variadas que más o menos se confundían. En su clase de ciencias políticas, por ejemplo, había varios ancianos, algunos chicos que no habían terminado los estudios secundarios, unos cuantos hispanos, varios gordos y varios delgados y una mujer tremendamente bajita. Pero nadie destacaba. La variedad los igualaba a todos. Los individuos se perdían en el anonimato de la multitud. Allí, en cambio, las ocho mujeres permanecían rígidamente sentadas como si esperaran ser entrevistadas para el papel de una gorda en una película, y el efecto resultaba chocante por no decir otra cosa.

En la sala de espera las ocho mujeres parecían generar un solo pensamiento: perdón por ser tan horrenda. Miraban al suelo y mantenían los ojos bajos como diciendo: «Me odio»; Philippa recordó a Ratón, aquella cosita insignificante que por poco se queda ciega en un intento desesperado de ser normal. Ratón andaba por la vida pidiendo disculpas por ser como era.

Philippa observó fascinada a una mujer muy gruesa que, luciendo un vestido color aguacate muy poco favorecedor, estaba trabajando afanosamente en la creación de una enorme manta con un dibujo en zigzag en tonos anaranjados y marrones y utilizaba el ganchillo con tal rapidez que este parecía una mancha borrosa. Otra mujer estaba terminándose una larguísima barra de «3 Mosqueteros»; cuando abrió el bolso para guardar el envoltorio, vio muchos otros. ¿Serían el equivalente a una semana, se preguntó, o de una simple mañana?

De repente, se afligió por todas ellas. Hubiera querido poner fin al inexorable proceso que se estaba desarrollando en aquella pequeña estancia. Pero no sabía qué decir. Al pensar que aquellas mujeres estaban en cierto modo condenadas como Rhys y se estaban precipitando hacia una sutil y grotesca forma de destrucción su ansiedad se intensificó.

De pronto, se abrió la puerta del despacho interior y salió una joven casi corriendo. Tenía las mejillas arreboladas y echaba chispas por los ojos. Cuando posó ruidosamente el bolso junto a la ventanilla de la recepcionista, todo el mundo levantó la vista. A continuación se produjo una acalorada discusión entre la chica y la recepcionista.

—¡Ese no es el precio que usted me indicó por teléfono! Azorada, la recepcionista contestó en voz baja:

—Hay una tarifa adicional para los menús semanales.

—¡Pero el médico no ha hecho nada! No me ha examinado… ¡ni siquiera me ha tomado la tensión! Apenas me ha mirado y no ha contestado a ninguna de mis preguntas. ¡Por el amor de Dios, si solo me ha dedicado diez minutos!

—Lo siento, señorita Ryan, pero…

—Y encima he tenido que pagar el autobús porque vivo en Woodland Hills. ¡Ida y vuelta! ¡Yo no puedo permitirme este lujo!

Mientras buscaba el billetero con trémulas manos, se le cayó el bolso. La barra de labios, el perfilador de cejas, un estuche de maquillaje, una cajita de pastillas de menta y un insólito número de monedas de un centavo rodaron por todas partes. Sentada junto a la ventanilla de recepción, Philippa se agachó para ayudarla a recoger las cosas y le dijo:

—Si me esperas, tendré mucho gusto en acompañarte a casa.

—Si no tienes que desviarte de tu camino —contestó Hannah con unas incipientes lágrimas en los ojos—, te lo agradecería mucho.

Un minuto más tarde llamaron a Philippa.

El despacho del doctor Hehr no era como los restantes despachos de médicos que ella había visto. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de mujeres gordas y delgadas… fotografías de antes y después, junto con varias cartas enmarcadas de personas que daban las gracias. El desorden reinaba por todas partes; había un montón de publicaciones médicas a punto de caer al suelo; las plantas y los cachivaches parecían haber sido colocados allí por un decorador distraído; y las persianas venecianas, a través de las cuales se podían ver unos rayados retazos del Ventura Boulevard, estaban totalmente cubiertas de polvo. Cuando el doctor Hehr entró finalmente en el despacho, Philippa vio a un hombre que dominaba la estancia con su jovial volumen. Era enorme, tenía unas pobladas cejas y unas mofletudas mejillas y llevaba una blanca bata de laboratorio que a duras penas se podía abrochar sobre el estómago.

Tomó la mano de Philippa en su pata y, estrechándosela cordialmente, le dijo con voz de trueno:

—Bueno, Philippa, ¿o sea que usted quiere adelgazar? Ha elegido el mejor sitio. No existe ninguna dieta mejor que la que yo me he inventado. Fíjese en estas fotos —añadió, señalando las imágenes de las mujeres gordas-delgadas que adornaban las paredes del despacho. Muchas de ellas llevaban dedicatorias como «Con mi más sincera gratitud» o «No sé qué hubiera hecho sin usted».

—Aquí tiene a mis chicas —dijo el doctor Hehr—. ¿No le parecen maravillosas?

Philippa observó que muchas de aquellas «chicas» le llevaban un montón de años al médico.

El doctor Hehr abrió su ficha y leyó los impresos que ella había rellenado en la sala de espera.

—Aquí veo, Philippa —dijo—, que mide usted un metro setenta y pesa noventa y cinco kilos. Eso son veinticinco kilos de más según la tabla del Metropolitan Insurance. ¿Cuántos años tiene usted?

—Veintiuno.

El médico la miró por encima de la montura de las gafas.

—Aquí dice que se limita a cenar. ¿Es eso cierto?

—Sí.

—¡Y no me extraña! —tronó el doctor Hehr, sorprendiéndola—. Mire, muchachita, la obesidad no la provoca necesariamente el exceso de comida, sino una alimentación errónea. Y todas las chicas son culpables de eso. Pero no se preocupe, yo he inventado la dieta perfecta, que le permitirá adelgazar hasta su peso normal. No es una dieta corriente, puede estar segura. Tardé años en crearla y perfeccionarla. Estoy seguro de que habrá usted seguido docenas de dietas hasta ahora; todas las chicas las siguen. Es como una especie de manía. Pero lo bueno de mi dieta es que no hay que contar las calorías —el doctor Hehr se inclinó hacia delante y la miró fijamente— que hay que hacer es seguir la dieta al pie de la letra. ¿Está claro?

—Sí, doctor.

—Bueno, pues, ahora le voy a indicar un menú semanal que usted deberá seguir exactamente… quiero decir, al pie de la letra.

—Sí, doctor.

El médico hizo una pausa y añadió:

—Mire, es usted muy bonita. Lástima que esté gorda. Pero ya lo arreglaremos. Déjelo de mi cuenta —el médico se levantó, dando a entender que la entrevista había terminado—. Le irá muy bien con mi dieta, Philippa. Me pasé años desarrollándola y sé que da resultado. Mire a mis chicas felices —añadió, señalando de nuevo las fotografías de las paredes—. Coma exactamente lo que dice aquí —dijo, entregándole una hoja fotocopiada—. No haga ningún cambio. Cuando vuelva la semana que viene, la pesaremos y le entregaré el siguiente menú. ¿Ve usted qué fácil? Si no adelgaza, será porque me engaña. Yo lo adivino siempre.

Mientras salía del despacho del doctor Hehr, Philippa echó un vistazo a la hoja y vio que el desayuno diario consistía en fruta y zumo de fruta. A media mañana había que tomar una manzana. La dieta era casi toda a base de fruta. Philippa comprendió que volvería a experimentar temblores y debilidad.

Antes de que abandonara el despacho, el doctor Hehr le dijo:

—Una última cosa, señorita. Lo primero y lo más difícil que tendrá que hacer mientras sea mi paciente será eliminar por completo los dulces. ¿Está claro?

—Pero es que yo no… —Fue a decir Philippa.

—Ya sé lo que me dirá —dijo el médico levantando la mano—. Lo que dicen todas las chicas, que un dónut por la mañana no puede hacer daño y que un trocito de tarta después de cenar, tampoco. Hay que eliminar todo lo dulce… los pasteles, las galletitas, los caramelos y los helados. Será duro al principio, ya lo sé. Pero, si sigue mi consejo, verá cómo adelgaza. Bueno, pues, muchachita —añadió el doctor Hehr rodeándole los hombros con su brazo—, siga esta dieta y verá qué resultados tan sorprendentes. Algunas chicas llegan a adelgazar tres o cuatro kilos durante la primera semana. Pero solo si no introducen ningún cambio, no sustituyen las cosas y no modifican el orden en que hay que comerlas. ¿Está claro?

Philippa estaba leyendo el almuerzo del quinto día, una hamburguesa a la parrilla, y no sabía cómo iba a hacerse una hamburguesa a la parrilla en la plancha del comedor de los empleados del Cut-Cost.

Sin embargo, se limitó a contestar, obedientemente.

—Sí, doctor.

Y se fue.

La joven a la que se le había caído el bolso la estaba esperando. En lugar de dirigirse a Woodland Hills, decidieron cruzar la calle y comer algo en el drugstore Cut-Cost.

Dijo que se llamaba Hannah Ryan y, en cuanto se sentaron en uno de los reservados color turquesa del fondo del establecimiento, justo al lado del tabique de separación de los artículos de jardinería, volvió a posar ruidosamente el bolso tal como había hecho en el consultorio del médico y dijo:

—¡No tienen ningún derecho a cobrar tanto! ¡Estoy furiosa! ¡Yo pensaba que me iban a ayudar! Estaba segura. Lo he probado todo, incluso esa desagradable dieta a base de huevos y pomelos, pero nada me da resultado. Estoy desesperada —dijo, mirando inquisitivamente a Philippa.

—Sí, lo sé. —Philippa confesó también su descontento por la visita al doctor Hehr.

—Me llamaba «muchachita» todo el rato —dijo Hannah—, y no lo soporto. Apuesto a que, si volviera, no me distinguiría de Mamie Eisenhower. Por consiguiente, ¿para qué voy a volver? ¿Qué nos ofrecen? Esta estúpida dieta es como todas las dietas bajas en calorías —agitó la hoja en la que figuraba una interminable lista de huevos, queso tierno, judías y fruta—. ¿Por qué tenemos que pagar unos honorarios tan exorbitantes?

—Por el incentivo —contestó Philippa—. Hemos contratado los servicios de un policía. El doctor Hehr nos obligará a seguir la dieta. Pagamos para que otra persona nos controle el peso cada semana. Por el compromiso con otra persona, porque comprometernos con nosotras mismas debe de ser más difícil. Tememos que el doctor Hehr nos eche una bronca si no adelgazamos y agradeceremos sus elogios cuando adelgacemos. Para eso pagamos.

—Supongo que será para eso —dijo Hannah un poco más calmada—. Yo no sé hacer una dieta, siempre me doy por vencida. Sé que necesito que alguien me controle o me estimule o lo que sea. Y me hace falta un menú semanal, aunque eso es muy caro, desde luego. Sin embargo, no hay nada más. Fui a un gimnasio de Reseda y me hicieron seguir una dieta a base de germen de trigo y zumo de zanahoria, seguida de media hora de gimnasia. Y, como era muy caro, lo dejé. No puedo gastar mucho si quiero ir a la Greer.

Cuando apareció la camarera con su desteñido uniforme azul turquesa y un gran pañuelo almidonado en el bolsillo de la blusa, Philippa pensó en el drugstore Cut-Cost de la colina de Hollywood en el que ella seguía trabajando al cabo de cinco años como encargada de reponer productos en las estanterías, pues no podían ascenderla a camarera porque los uniformes eran todos de tallas pequeñas. Philippa y Hannah pidieron la ensalada del chef y dos vasos de té helado. Hannah le reveló a Philippa su intención de convertirse en diseñadora de modas y de estudiar en la academia Greer.

—Pero no podré hacerlo a menos que adelgace veinticinco kilos en cinco meses. Maldita sea… —Sacudió la cabeza y Philippa vio por primera vez unos pequeños pendientes de oro asomando por debajo de la corta melena castaña que lucía Hannah. Vio con asombro que Hannah tenía los lóbulos perforados. Jamás había visto a nadie que los tuviera—. Tengo muchos puntos en contra —añadió Hannah, tomando una paja del contenedor de plástico de la mesa, rasgando la envoltura de papel y sacando muy lentamente la caña—. En primer lugar, la herencia —añadió—. Todas las mujeres de mi familia están gordas. Mis abuelas y bisabuelas estaban gordas. ¡Y yo estaba gorda cuando era pequeña! Por eso no creo que la dieta del doctor Hehr dé buen resultado en todas las personas. Yo esperaba una dieta a la medida, ¿comprendes? Creía que nos examinaría a cada una y nos prescribiría una dieta distinta. Una de las mujeres de la sala de espera me ha dicho que ella siempre había sido delgada hasta que tuvo dos hijos. Entonces aumentó quince kilos de golpe y ya no se los pudo quitar de encima. ¿Su química no será distinta de la mía? ¿Acaso a ella no le será más fácil adelgazar? Una compañera mía del instituto… se llamaba María Monokandilos y era griega… empezó a comer más de la cuenta y engordó muchísimo. Llegó a estar más gorda que yo. Más adelante se echó novio, volvió a comer igual que antes y la grasa se le fundió. O sea que hay muchos casos distintos. Maldita sea —repitió, acariciando lentamente la caña—. Y qué nombre tan horrible tiene este sitio. Clínica de la Obesidad de Tarzana. Es humillante, suena casi como un castigo. Tendría que tener un nombre más alentador.

Philippa ordenó la cuchara, el cuchillo y el tenedor sobre el mantelito individual de papel y dijo:

—¿Qué te parecería… Asociación de Belleza de Damas Encantadoras?

Hannah se echó a reír.

—¡Las Jóvenes Princesas de América! —dijo con una sonrisa—. Perdona. He hablado demasiado. Es que estaba furiosa.

—Y con razón. Dices lo mismo que yo estoy pensando.

—¿Estás casada, Philippa?

Por la mente de Philippa cruzó la imagen de Rhys caído sobre la máquina de escribir como si estuviera durmiendo, con una mancha en la sien semejante a la tiznadura de ceniza que a uno le aplican en la frente el miércoles de Ceniza… algo así como una bendición final. Tras recuperarse del aborto, regresó al apartamento de Rhys, pero ya no encontró ni rastro de él. El señor Laszlo le dijo que el hermano se había llevado todos los efectos personales de Rhys. Incluso se llevó el cuerpo a una ciudad del norte, por lo cual ella ni siquiera podría visitar su tumba para despedirse de él. Fue como si Rhys y el niño jamás hubieran existido.

—Soy soltera —contestó— y vivo en una pensión. Ese es uno de mis problemas. La casera guisa de maravilla y se ofende si no comes lo que ella prepara. No me atrevo a rechazar su comida porque se porta como una madre conmigo. La madre que nunca tuve, supongo —al ver que Hannah la miraba arqueando una ceja, Philippa añadió—: Me adoptaron de pequeña. No sé quiénes son mis verdaderos padres.

—¿No tienes familia?

—No. Ni hermanos, ni hermanas ni ningún pariente.

Hannah ni siquiera podía imaginar lo que era aquello, pues su familia era tan numerosa que a veces pensaba que debía de estar emparentada con la mitad de la población mundial. Podía reconocer de inmediato a un pariente ya que su megafamilia estaba dividida entre dos tipos de genes y los chicos siempre heredaban la tendencia de los Ryan al adulterio mientras que todas las chicas poseían los ojos indios de los La Cross.

—Cuando yo era pequeña, me sentía humillada por mi gordura —dijo Hannah—. Los niños formaban equipos y a mí siempre me dejaban fuera. Cuando el profesor me destinaba a un equipo, todo el mundo protestaba por lo bajo.

Philippa comentó sus experiencias en Santa Brígida y los vómitos que solía provocarse Amber.

—¿Qué crees que significa todo esto? —preguntó Hannah mientras les servían las ensaladas y los tés helados—. Quiero decir, ¿crees que todo se reduce al sexo? Las chicas quieren estar delgadas para pescar a los hombres, ¿verdad? —preguntó, pensando en Alan Scadudo y en los ajustados pantalones que tan visiblemente le moldeaban las nalgas. A veces, cuando se atrevía a mirarle, observaba lo bien que lo moldeaban por delante—. ¿Es cierto que a los hombres solo les gustan las mujeres delgadas? ¡Ojalá pudieran ser daltónicos a la grasa como lo son a veces a los colores!

Ambas se echaron a reír y empezaron a comer.

—Ya me siento mejor —dijo Hannah, añadiendo muchísimo azúcar al té y demasiada salsa Thousand Island a la lechuga. Saboreaba la comida con el mismo deleite que cuando era niña—. Ya te habrás dado cuenta de que el doctor Hehr no es muy esbelto que digamos —dijo entre bocado y bocado—. No tiene por qué serlo. Él es un hombre y los hombres no tienen las mismas preocupaciones que tenemos nosotras. A veces me pregunto si tienen alguna.

—Supongo que ellos también deben de tener sus inseguridades —dijo Philippa, recordando a Rhys.

—Me imagino que sí. Se preocupan porque son demasiado bajitos y temen perder el cabello o no ser unos superhombres en la cama —a Hannah le vino a la mente el señor Scadudo—. Hay un chico donde yo trabajo. Tiene aproximadamente mi edad, puede que unos veintidós o veintitrés años. Es bajito, pero parece que eso no le preocupa y, además, a mí me gustan los hombres bajos. Es muy dulce y reposado. Estudia contabilidad por las noches. Pienso en él constantemente, pero no creo que él se haya dado cuenta tan siquiera de que estoy viva. ¿Tú crees que se fijará en mí cuando esté delgada? —De pronto, la ensalada le pareció demasiado verde. Los colores no resultaban naturales bajo las brillantes luces fluorescentes del local. Hannah apartó el cuenco a un lado y alargó la mano hacia el té helado, sosteniendo el vaso con ambas manos cual si fuera un ramillete de novia—. Durante mi último año de estudios en el instituto cuando todavía no tenía novio ni nada que se le pareciera, mi prima se compadeció de mí y me organizó una cita por sorpresa. Ella y su novio acudieron a recogerme, después fuimos a recoger a Ernie a su casa y, cuando este abrió la portezuela del coche y me vio, se le puso una cara tan larga que casi rozó el bordillo de la acera. Le vi dudar antes de subir, como si pensara en una décima de segundo: «Podré escapar de esta si echo a correr ahora mismo» —sacó la raja de limón del vaso y jugueteó con ella utilizando la cuchara—. Se portó como Dios manda. Fuimos a un cine al aire libre de Reseda para ver una película extranjera que se llamaba La strada que ninguno de nosotros entendió, y mi prima y su novio tuvieron la desfachatez de hacerlo allí mismo, delante de nosotros. Ernie no me dijo ni una sola palabra y ni tan siquiera me miró; fingió estar muy interesado en la película. Cuando se fue con el novio de mi prima al bar durante el descanso, le oí decir:

—Pero, hombre, Don, tú no me dijiste que la prima de tu novia era…

»No pude oír la última palabra, pero ya me la imagino.

—Qué horror —dijo Philippa.

—¿Y tú qué me cuentas? ¿Has tenido suerte con los chicos?

—Mi suerte ha sido peor que la tuya. Nunca he estado en un cine al aire libre.

Hannah se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Tengo veintiún años y todavía soy virgen. Claro que no estoy casada, pero eso me hace sentir en cierto modo incompleta. Puede que en la Greer encuentre a algún chico interesante, si consigo matricularme —añadió, reclinándose en su asiento—. Dios mío, estoy empezando a odiarme. Ya casi creo que es cierto lo que dice la propaganda contra la grasa. A lo mejor, los demás tienen razón y yo no valgo nada porque estoy gorda.

—Eso no es cierto —dijo Philippa—. Ni se te ocurra decirlo.

—Así nos ha tratado el doctor Hehr. Nos ha hecho sentir culpables. ¿Cómo pueden aguantarlo aquellas mujeres que estaban esperándole en aquella sala?

—Mira, Hannah, cuando yo tenía doce años estuve a punto de someterme a un acto humillante porque pensé que me lo merecía. Pero, en el último momento, saqué fuerzas de flaqueza. Aquellas mujeres no han aprendido a hacerlo, no han descubierto la manera de creer en sí mismas. Siguen pensando que son indignas y que se merecen el mal trato que les dispensan.

—Yo no puedo regresar a esa horrible clínica. No me puedo permitir ese lujo. Si voy a la clínica, no podré matricularme en la academia, pero, si no adelgazo… ¡Qué demonios! —exclamó Hannah, mirando hacia la estantería de cristal del mostrador en la que se exhibían unos triángulos de tartas en platos blancos—. Voy a derrochar un poco y a comerme un trozo de pastel de queso. Es lo que mi madre se toma cuando está deprimida. ¿Te apetece? ¡Invito yo!

—Yo no puedo comer pastel de queso —contestó Philippa—. No puedo comer nada que sea dulce. Me produce una reacción muy rara. No sé por qué.

—A lo mejor, tienes un trastorno metabólico como diabetes, por ejemplo. ¿Ves? Por eso creo que el doctor Hehr nos hubiera tenido que hacer análisis de sangre o algo así, para ver cuáles son nuestras necesidades individuales. Menudo carota.

Mientras esperaban que les sirvieran el pastel de queso y el café que había pedido Philippa, Hannah dijo:

—Mira, si te cambiaras ese cuello redondo por un cuello en V, te quitarías cinco kilos de encima —al ver que Philippa la miraba con extrañeza, añadió—: Perdona, no lo he dicho como un insulto. El diseño de modas es mi mayor afición. Lo llevo haciendo desde que era una niña. Una niña gorda. Aprendí hace mucho tiempo a confeccionarme prendas que me adelgazan. No parezco una diseñadora de modas, ¿verdad? —preguntó ruborizándose levemente—. Porque las diseñadoras de modas no están gordas. Pero ¿sabes lo que dijo Coco Chanel? Dijo que, si te vistes como una zarrapastrosa, la gente recordará la ropa que llevabas, mientras que, si vistes bien, recordará a la mujer.

»¿Sabes lo que yo creo que te sentaría bien? —añadió—. Porque este vestido que llevas es realmente muy bonito. Lo que ocurre es que los cuellos redondos engordan la cara. Mira —se sacó por la cabeza una gruesa cadena de oro con un pesado medallón redondo en el que figuraba una especie de pájaro—, ponte esto. Suaviza la curva del cuello, estira las líneas hacia abajo y te hace parecer más delgada. Los echarpes y los collares grandes producen este efecto.

Philippa se volvió para mirarse en la reluciente superficie del tabique divisorio de plástico.

—Tienes razón, se nota la diferencia. Tendré que recordarlo —dijo, haciendo ademán de quitarse la cadena.

—Quédatela —dijo Hannah—. No era cara. ¡Y no es de oro, por supuesto!

—Pero es preciosa de todos modos. No puedo aceptar.

—Philippa, tú me has ayudado a sentirme mejor porque me has escuchado. No tengo a nadie con quien hablar. Mis amigas están todas delgadas y en mi casa no ven nada malo en el hecho de que una esté gorda.

Mientras contemplaba la sonrisa de Hannah y sentía el peso del grueso medallón que le «estiraba las líneas hacia abajo» y le quitaba cinco kilos de encima, Philippa experimentó de repente una sensación que no había experimentado desde la noche en que cumplió los trece años y Ricitos le dio una sorpresa, organizándole a medianoche una fiesta secreta de cumpleaños en el dormitorio. Asistieron nueve niñas que le ofrecieron pequeños regalos; la inteligente Ricitos, conociendo las dificultades que tenía su amiga con los dulces, consiguió bajar subrepticiamente a la cocina y prepararle un pastel de cumpleaños elaborado a base de carne de cerdo en conserva con sus velas y todo. Philippa comprendió que ella y Hannah Ryan iban a ser amigas.

—Oye —le dijo—, volvamos a reunirnos aquí dentro de una semana a la misma hora. Durante siete días, las dos seguiremos al pie de la letra la dieta del doctor Hehr… la seguiremos religiosamente. Si vemos que estamos a punto de abandonarla, nos llamaremos para darnos ánimos. La semana que viene nos pesaremos en aquella báscula de allí —añadió, señalando la entrada del drugstore—. Nos daremos ánimos mutuamente. Tú no volverás a la clínica, pero yo sí. La semana que viene me entregarán el nuevo menú y yo te lo pasaré a ti. De esta manera, ahorraras dinero. ¿Qué te parece?

—¡Sí! —contestó Hannah, pensando en dos cosas: el precioso campus a la sombra de los robles de la Academia Greer y el trasero maravillosamente esculpido de Alan Scadudo.

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