Stalin

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Tercera parte » 18

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Trotski se está espabilando. Ha comprendido que en mi historial las lagunas pueden ser más significativas que los escasos datos que en él aparecen. Ya ha descubierto que, según los informes oficiales, mi actividad durante la Revolución de 1905 fue insignificante. Stalin, Stalin, ¿dónde está Stalin? En unos textos que he recibido esta misma mañana, Trotski escribe: «Sin embargo, la pregunta “¿Qué hizo realmente Stalin en 1905?” sigue sin tener respuesta».

Trotski acierta al decir que me desagradaba el tumulto de la Revolución, y 1905 fue sin duda un año tumultuoso. Cada mes tuvo su andanada.

ENERO. San Petersburgo. Un domingo, un sacerdote, el padre Gapón, encabeza una enorme procesión de obreros que se dirige al palacio de Invierno para solicitar pacíficamente del zar mejores condiciones de vida. Cantan, rezan, llevan iconos. El zar no se encuentra en el palacio; las tropas abren fuego. Hay docenas de muertos. La noticia del Domingo Sangriento se conoce en toda Rusia en cuestión de días por medio de esa especie de tam-tam que comunica las noticias y los rumores con increíble rapidez.

Lo que por entonces nadie sabía era que el padre Gapón trabajaba para la policía secreta zarista, no para ayudar a la Revolución, sino para manipularla. La policía secreta, cuya obligación era ser realista, comprendía que la Revolución era una fuerza importante, y que obtener su control era una idea más práctica que tratar de sofocarla. O, para ser aún más preciso, la mejor política era sofocar la Revolución cuando era posible y controlarla cuando no lo era. De todas maneras, estrictamente hablando, Gapón no era un completo traidor, pero eso no lo salvó de que unos años más tarde un escuadrón de la muerte revolucionario lo castigara. Yo no tuve nada que ver con la manifestación ni con la posterior ejecución del sacerdote.

FEBRERO. El gran duque Sergei, gobernador general de Moscú, un reaccionario muy odiado, es asesinado a tiros. Tampoco tuve nada que ver con esto.

El régimen juega una nueva baza: las Centurias Negras. Eran organizaciones no gubernamentales, puramente «patrióticas» —aunque con generosas subvenciones y amplia protección legal del gobierno—, formadas por facinerosos borrachos antisemitas y xenófobos. Los primeros que fueron saqueados, violados y asesinados fueron los armenios de Bakú. Luego, como es natural, las Centurias Negras atacaron al auténtico enemigo, los judíos. Su lema, admirable por su laconismo era: «Mueran los judíos, viva Rusia».

MARZO. Los campesinos se rebelan y comienzan con una especie de ceremonia que llevan siglos practicando y a la que llaman «soltar el gallo rojo». Consiste en quemar la casa del amo, si es posible con el amo dentro. Todo esto fue espontáneo, ni yo ni ningún otro bolchevique tuvimos nada que ver con ello.

ABRIL. Lenin domina el Tercer Congreso del Partido Social Demócrata. Aunque nuestras mentes se habían conocido durante mi estancia en prisión, aún no había conseguido mi sueño de ver a Lenin con mis propios ojos.

MAYO. Los japoneses hunden la flota rusa en el estrecho de Tsushima, entre Japón y Corea. Eso hace que el pueblo se envalentone.

JUNIO. Se forman los primeros soviets en San Petersburgo. Estos «consejos» de obreros revolucionarios o de soldados son la espina dorsal de la sublevación.

Motín en el acorazado Potemkin. También espontáneo.

JULIO. Los soviets proliferan. En ciertas fábricas y regimientos son los que realmente mandan, pero no ocurre así en Georgia, donde yo me encontraba.

AGOSTO. El estúpido zar Nico hace una concesión: propone un parlamento puramente deliberante en el cual figurarían muy pocos campesinos y ningún obrero. Protestas masivas. A pesar de todo, era un indicio de debilidad.

SEPTIEMBRE. Y Nico parece aún más débil en Portsmouth, New Hampshire, donde el presidente norteamericano Theodore Roosevelt hace de mediador de una paz que remata la humillación de Rusia: 400.000 muertos, mil quinientos millones de rublos despilfarrados, la flota en el fondo del océano, grandes concesiones territoriales a Japón.

OCTUBRE. Llegado fin de mes, todos los ferrocarriles rusos están en huelga, incluidos los de Georgia, donde desempeño mi papel acostumbrado. Huelga general en Moscú, toda la ciudad queda inmovilizada.

NOVIEMBRE. Los soviets se sienten tan seguros de sí mismos que declaran la jornada de ocho horas. El poder parece próximo, al alcance de la mano. Ya solo hace falta una insurrección armada. Lenin ha regresado a Rusia.

DICIEMBRE. Insurrección armada. De un extremo a otro de Rusia, desde San Petersburgo hasta Vladivostok. Los soldados se unen a nosotros. Esta vez se trata de cañones contra cañones. Ahora, para variar, son los nuestros los que matan.

Finales de diciembre. Mientras siguen librándose enconadas batallas, Lenin convoca una conferencia urgente de su facción bolchevique en Tammerfors, Finlandia. Habiendo demostrado mi talla de bolchevique en los campos petroleros de Batum y en los talleres ferroviarios de Tiflis, soy uno de los cuarenta y un delegados que reciben la invitación, lo cual constituye un gran honor.

Trotski, naturalmente, era nada menos que jefe del soviet de San Petersburgo, mientras que lo único que aparece en mi historial del gran año 1905 son algunos trabajos huelguísticos, un par de panfletos, un elogio fúnebre que alcanzó cierta popularidad y un corto período como editor del Boletín de Noticias de los Obreros del Cáucaso. Lo que no aparece en los informes es el monótono trabajo cotidiano en comités y subcomités, la formación de pequeñas amistades y alianzas que darían su fruto en años posteriores. Yo era un meritorio, y estaba aprendiendo a utilizar los resortes y las palancas de la maquinaría del Partido. Y fui recompensado. Lenin se fijó en mí.

Personalmente, me fascinó la hidrodinámica del poder, la forma como el poder manaba y cambiaba. A veces bastaba con que la persona que estaba hablando se detuviera a pensar para que le quitaran la palabra inmediatamente. Los revolucionarios rusos eran grandes polemistas. Todo lo discutían. Cada uno se sentía orgulloso de su propia opinión y estaba listo para iniciar en cualquier momento un choque dialéctico. Cada uno era un pequeño dictador que pretendía imponer su voluntad por la fuerza de la pasión y de la irrebatible lógica. Lo cual, naturalmente, hacía que todos estuvieran deseosos de hablar. Pero yo era paciente, sabía esperar. Cuando todos habían terminado y me daba cuenta de por dónde iban los tiros, asumía una posición moderada que atraería a hombres de uno y otro bando. No se me consideraba un líder, sino una especie de elemento catalizador, una influencia moderadora, lo que era una tapadera excelente para hacerme con el control del comité. No pretendía producir una gran impresión. Como Trotski acertadamente dice del que yo era en aquella época: «Nadie percibió su ausencia ni se fijó en su regreso».

Pero no pensaba pasar inadvertido cuando conociese a Lenin. En el norte de Rusia y en Finlandia hacía un frío polar. Mi breve excursión a Siberia no fue suficiente para que me acostumbrara al frío ruso. Y no era que eso me incomodase, solo pensaba en que yo, el delegado de Georgia, que viajaba bajo el alias de Ivónovich, iba a estar en la misma habitación que mi líder.

Hace unas semanas, Etienne me informó de que Trotski había solicitado el artículo que publiqué con mis primeras impresiones acerca de Lenin. Rebusqué entre mis obras completas y releí el artículo.

Ardía en deseos de conocer al águila de montaña de nuestro Partido, al gran hombre, grande no solo política sino también físicamente, ya que me imaginaba a Lenin como un gigante, majestuoso e imponente. Cuál no sería, pues, mi decepción al ver a un hombre vulgar y corriente, de talla más baja de lo normal, que en ningún modo se distinguía del resto de los mortales…

Se acepta como uso normal que un «gran hombre» llegue tarde a las reuniones, de modo que la asamblea lo espere con el aliento contenido; y luego, cuando el gran hombre aparece, todos exclaman: «¡Chsss…! ¡Silencio! Aquí viene». Tal ritual no me parece superfluo, ya que crea una impresión, produce respeto. Cuál no sería, pues, mi decepción, al enterarme de que Lenin había llegado a la conferencia antes que los delegados, se había sentado en un rincón y estaba charlando como si nada con los delegados menos relevantes de la conferencia… Esto me pareció una violación de las normas más esenciales…

Lo que me resulta extraño es que, hasta ahora, Trotski no ha citado ni una sola línea de esas primeras impresiones, ni siquiera para criticar mi estilo afectado, como tiene por costumbre. Pero… ¿cómo es posible que las primeras impresiones de Stalin acerca de Lenin no le interesen a Trotski? Yo, en su lugar, estudiaría minuciosamente ese material en busca de claves acerca del carácter, las ambiciones, las intenciones.

La atención de Trotski se fija en otro punto, en mi enfrentamiento con Lenin acerca de la cuestión agraria, acerca de quién se quedaría con la tierra. Trotski dice: «El mero hecho de que un joven caucasiano que no conocía Rusia en absoluto se atreviera a enfrentarse tan frontalmente al líder de su facción en lo referente a la cuestión agraria, campo en el que la autoridad de Lenin se consideraba particularmente formidable, no puede por menos de causar sorpresa».

—Que el delegado se identifique —dijo Lenin.

No mediría más de metro sesenta pero estaba tan sólidamente plantado en el suelo que me hizo sentirme más bajo que él. Como dicen los húngaros, la frente le llegaba al culo, pero su calvicie era dinámica en vez de patética, como si la intensidad de sus pensamientos hubiera hecho huir a sus cabellos. Vestía terno y tenía el hábito, frecuente en los abogados, de meter los pulgares en los bolsillos del chaleco.

—Ivánovich —dije utilizando mi alias del momento debido a la fuerza de la costumbre. Luego añadí—: Dzhugashvili.

—¿El delegado procede de Georgia? —preguntó él.

—Sí…

—Tengo entendido que muchos de los revolucionarios georgianos se educaron en seminarios. ¿Es cierto?

—Sí.

—¿Y es usted uno de ellos, delegado Ivánovich?

—En efecto.

—Entonces, le recordaré algo que ya debieron de enseñarle allí dentro: Todos pecamos, pero lo peor es perseverar en el error.

Lenin y yo nos echamos a reír, y otros delegados compartieron nuestra hilaridad. Luego, sin un titubeo, Lenin procedió a soltar otra andanada lógica según la cual su posición en la cuestión agraria era la única que podía asumir un bolchevique. Naturalmente, por entonces los bolcheviques solo eran una facción, no un partido.

Mi posición en cuanto a la cuestión agraria era que la tierra debía repartirse entre los campesinos en vez de nacionalizarse, pero no creo que eso fuera demasiado importante para mí ni siquiera en aquellos momentos. Yo quería tener un enfrentamiento con Lenin, pero sobre algo que no fuese un tema absolutamente básico y pudiera ser posteriormente modificado. ¿Por qué deseaba tener un enfrentamiento con Lenin? Para probar su fortaleza, desde luego, pero tal vez también influyera en mí la vieja costumbre georgiana de abofetear a un niño cuando un príncipe visita la casa, de modo que el niño nunca olvide ese día. Pero, en aquel caso… ¿quién era el príncipe y quién debía recibir la bofetada? Quizá ambos.

Mi otro intercambio con Lenin fue menos formal. Entre sesión y sesión, los delegados teníamos instrucciones de hacer prácticas de tiro con armas Mauser, Browning y Winchester. O estábamos pegando gritos o estábamos pegando tiros. En cuanto terminase la conferencia, deberíamos acudir, armas en mano, a las barricadas y unimos a nuestros hermanos y hermanas de Moscú, donde, según los últimos informes, las cosas no estaban yendo nada bien.

Yo estaba disparando un Mauser en una pequeña galería de tiro improvisada en la nieve: botellas de cerveza con un pequeño círculo pintado en la etiqueta colocadas sobre una pequeña cerca de tablas. Cuando entregué mi arma al siguiente compañero que aguardaba en la cola, vi a Lenin allí mismo, midiéndome con aquellos ojos escrutadores, amables y recelosos a un tiempo, ojos a cuyo interior no se podía mirar.

—No es la primera arma que disparas —dijo Lenin.

—Ni tampoco será la última.

Esta vez le tocó reír a él. Y eso fue todo. Alguien apareció corriendo, con malas noticias de Moscú. Centenares de muertos. Rendiciones en masa. Lenin decidió interrumpir la conferencia. Pero, prácticamente, para entonces la lucha ya había terminado.

Se aproximaban malos tiempos. Años y años bajo la sombra de la soga.

Pero durante la conferencia Lenin me había dado lo suficiente para resistir durante esos años. Me había dado reconocimiento. Me había dado una inspiración: los bolcheviques disponíamos de un gran líder. Me había dado confianza en nuestros métodos y en nuestra causa. Pero, aunque parezca mentira, de todos los regalos que me hizo, el que resultó de valor más duradero fue aquella sensación inicial de desencanto.

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